Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

sábado, 21 de octubre de 2017

PATRIMONIALIZAR ESPAÑA O HACERLA DE TODOS





Tomar la palabra en la calle no es fácil para un tímido. El responsable, sin embargo, valía el riesgo: un ex alumno, hoy amigo, comprometido y luchador, que justo empieza a encarar con poca resignación y bastante disgusto algo que –como me dijo una amiga común- sufrimos en la izquierda: apenas sabemos lo que es la victoria. No estamos aquí para triunfar, sino para luchar. Y, aunque eso podría llenarnos el alma de una sórdida desesperanza, Ezequiel es uno de esos tipos que lleva un mundo nuevo en su corazón. Así que acudí a su llamada para teorizar sobre la Hispanidad para sus comprometidos amigos de Arran y algún que otro paseante despistado. “Nada que celebrar”, decían. Así que daremos clase en la calle...

Las utopías nos mantienen despiertos, y a quienes edad y desengaño nos han hecho miserablemente posibilistas, la juventud nos recuerda que el pensamiento no debe tomar asiento. Así que en el Cap de la Vila de Sitges me propuse sugerir que otra España es posible a unos jóvenes cansados de aguantar su autoritaria tutela reaccionaria, días después de que escribiera una más de sus páginas más negras.  ¡Quizá demostrar que el concepto es reciente permita sugerir que se puede reescribir!, pensaba yo.

Y es que la hispanidad surgió como reacción a otro invento de laboratorio reciente: la latinidad sugerida por Michel Chevalier (“La expedición a México”, 1862) para legitimar la proyección colonial de Napoleón III hacia el continente americano. Para fidelizar a la burguesía francesa, el Emperador impulsó intervenciones coloniales (Indochina, China…) y de prestigio (Crimea, Italia…) que culminan en el intento de “satelizar” México, aprovechando que el conflicto civil que vivían los Estados Unidos les impedía mantener la exclusión de los europeos del continente. Contra la vieja consigna del presidente Monroe (América para los americanos, 1823) se inventaba una “América Latina” cuyos lazos culturales justificarían la nueva presencia colonial francesa.

Aquel nuevo imperialismo era una manifestación más del culto positivista a la ciencia y la técnica que facilitaba la superioridad militar europea y su reparto del botín colonial. Pero mientras se construían esos imperios, España –recién perdido el suyo, camino de la irrelevancia internacional tras las expediciones de O’Donnell- pugnará por maquillar una fachada de prestigio sirviéndose de la “hispanidad”. El término respondía a la latinidad francesa, aunque apenas frecuentó algunas iniciativas locales que preparaban la conmemoración del IVº Centenario del Descubrimiento de América: en una visita a La Rábida, por ejemplo, la familia real conminó a declarar “festivo a perpetuidad” el 12 de octubre. La iniciativa no prosperó.

Sin embargo, el contexto estaba cambiando. Terminadas las revoluciones que la habían permitido adueñarse de los estados, la burguesía proyecta “nacionalizar a las masas”: un repertorio de políticas culturales pretende conferir identidad nacional a los obreros, sustrayéndolos de la seductora llamada internacionalista. La invención de una genealogía historiográfica que –aunque inspirándose en el pasado- sacralizara los mitos fundacionales de la “nación natural” sería, al servicio de ese objetivo, tan útil como el nomenclátor de las calles, la educación obligatoria, el servicio militar, la prensa de masas, la política con brocha gorda, la lenta ampliación del sufragio o la creación de banderas o días nacionales. Las nuevas “naciones-estado” se consagran a inventar pasados ilustres: Italia recoge los indicios documentales de que Colón era genovés, España denuncia la propaganda protestante –una “Leyenda Negra”, diría Julián Juderías- que había denigrado la proyección española en América. Archivos, museos, universidades y monumentos se consagran a envolver de cientificidad los mitos románticos que tanto habían seducido a la burguesía.

Que el Cuarto Centenario pasara casi inadvertido demuestra que España llevaba retraso en esas creaciones de discurso. De hecho, Juan José Linz (1973) ya diagnosticaba una “crisis de penetración del estado”, incapaz de influir política y culturalmente; y Borja de Riquer diagnosticó hace pocos años que la escasa eficacia de esa nacionalización ha dado como resultado una “débil identidad española”. Pese a la sanguinaria brutalidad con que el franquismo impuso su concepción de España, lo cierto es que la crónica escasez de recursos del estado decimonónico, y la permanente crisis política (que impedía consensuar la concepción de la nación) habían hecho imposible ninguna “nacionalización de las masas” exitosa. Me atreví a sugerir un tercer motivo del fracaso de la identidad española: el sencillo monopolio del poder que la élite política de los tiempos de la Restauración ejercía, gracias al fraude electoral, hacía innecesario sumar a las masas al proyecto nacional. Por eso el reclutamiento permitía sortear a los ricos el sorteo de los quintos, por eso la ley de instrucción pública (1857) delegaba sin presupuesto esa competencia en los ayuntamientos, por eso cuando se inaugura el Congreso de los Diputados en 1851 la memoria monumental de la capital apenas apela al pasado dinástico y no a la memoria compartida. No hay proyecto ilusionante de futuro que ofrecer, no hay nada a compartir, todo beneficio es para la élite, y si alguien cuestiona ese reparto… se le contesta con violencia.

Antonio Maura fue consciente de la necesidad de acelerar la “nacionalización de las masas”. “Hacer la revolución desde arriba” para evitarla desde abajo incluía también nacionalizar a las masas. Por eso en 1908 ordenó que la bandera ondeara en edificios públicos y convirtió el Himno de Granaderos en oficial… sin letra, ya saben, porque hemos sido incapaces de consensuar una sola línea sobre la nación. Maura también intentó buscar una Fiesta Nacional: para sumar a todos los españoles pensó –quizá inspirado en el 14 de julio- en sacralizar el Dos de Mayo con una visión populista del levantamiento contra Napoleón. No logró fijar ninguna decisión, pero el activismo de uno de sus ministros –Faustino Rodríguez-San Pedro- en pro de una conmemoración del “descubrimiento” permitió algunas celebraciones espontáneas del 12 de octubre, bautizado –en un alarde de biologismo darwinista- como “día de la Raza”. No sería hasta 1917, en medio de una profunda crisis de estado, que Alfonso XIII firmaría el decreto que convertía ese día en “Fiesta Nacional”.

Sin embargo, las connotaciones presuntamente cientifistas de la “Fiesta de la Raza” incomodaban a los que preferían una visión más espiritual, más mística, de España. En esa línea, un sacerdote español en Buenos Aires, Zacarías de Vizcaya, proponía (“La hispanidad y su verbo”, 1926) sustituir “raza” por “hispanidad”. El embajador español en Argentina -Ramiro de Maeztu, tan angustiado por el alma de España como sus compañeros de la Generación del 98 después del Desastre colonial- importó la idea y la sazonó (La defensa de la hispanidad, 1934) asignándole a España –en la misma línea mistérica- el “genio” depositario de una misión, la de hacer posible el ideal cristiano. ¡La Hispanidad sería un instrumento de generosa cristianización! La posterior evolución de Ramiro de Maeztu hacia Acción Española, un partido conservador en proceso de fascistización, nos permite seguir la apropiación del concepto por la extrema derecha cuando se incorpora al ideario de Falange: el tercero de los XXVI Puntos del programa del partido dice que “Respecto a Hispanoamérica, tendremos a la unificación de cultura, intereses económicos y poder”. La Fiesta de la Raza, con su visión esencialista de España, y esa vocación imperial propia del fascismo, quedará blindada con el triunfo del franquismo, como ya anticipaba su conmemoración en el paraninfo de la Universidad de Salamanca en 1936, aquella terrible celebración de la muerte por encima de la inteligencia que tan bien simboliza –en la persona de Unamuno- el sacrificio de la España inteligente.




En 1958, en pleno ascenso del Opus Dei como proveedor de personal político para la dictadura franquista, los católicos que se veían desplazados pugnaron porque la Fiesta –que recuperando la denominación “de la Hispanidad” tanteaba vías diplomáticas iberoamericanas que permitieran superar definitivamente el aislamiento internacional que había padecido la dictadura-  se vinculara a la Virgen del Pilar. El advenimiento de la democracia mantuvo, en lo que podría ser una muestra de sus turbios orígenes, la fiesta nacional franquista: en 1981 un Real Decreto refrenda el 12 de octubre como “fiesta nacional de España y día de la hispanidad” tras un debate sobre la oportunidad de fijar el 6 de diciembre –en que el pueblo español ha votado la constitución- como alternativa. Es otra oportunidad perdida: cuando finalmente se fija la “Fiesta Nacional de España” (1987), aunque se elimina del nombre las referencias a la raza y la hispanidad, la vieja concepción franquista de España se mantiene escondida en ella gracias al mantenimiento de la fecha.


Tampoco el Quinto Centenario (1992) contribuyó a renovar el concepto. La sensibilidad postmoderna y los estudios post-coloniales exigían revisar el peyorativo término de “Descubrimiento”, que sólo daba personalidad a los americanos en tanto habían recibido la mirada blanca. En 1984 Miguel León-Portilla –con la categoría moral que le daba el éxito de “La visión de lo vencidos: Relaciones indígenas de la Conquista”, su defensa de los relatos indígenas de la conquista de México- proponía el eufemismo “encuentro”. Mientras aquí toda reflexión crítica quedaba silenciada, al otro lado del Atlántico el ascenso del indigenismo fue guardando en el cajón el Día de la Hispanidad. Costa Rica lo titula Día de las Culturas en 1994, Chile el Día del Encuentro entre dos mundos (2000), Nicaragua y Venezuela el Día de la Resistencia Indígena (2002), Argentina el Día de la Diversidad Cultural Americana (2008), Perú el Día de los Pueblos originarios y el diálogo intercultural (2009), Ecuador el Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad (2011) y Bolivia, sin cortarse un pelo, el Día de la Descolonización (2011). Es cierto que hay países que siguen teniendo en su calendario el Día de la Raza, pero en algunos casos no es festivo, incluso hay estados (Panamá, Cuba) que lo ignoran completamente.

Lejos de recomponer esos lazos, a la sombra de un PP envuelto en la bandera para mitigar la escala de la corrupción con la que han ensuciado todas las instituciones del estado, como si de un gigantesco cáncer para la democracia se tratara, ha prosperado un nacionalismo rampante, de baja estopa, que –aunque reivindicaba la Constitución lo hacía con una lectura muy restrictiva - tendía a la apología de la dictadura franquista. No es de extrañar que millones de ciudadanos se sientan excluidos de esa definición de España, y explícitamente maltratados. Urge una nueva España, terminar la transición a la democracia que quedó incompleta a la muerte del dictador, levantar una nueva convivencia basada en la consideración de la nación como espejo de la diversidad. Hoy parece casi imposible…


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