Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 12 de octubre de 2008

EL "RECORDADOR" INSOLENTE Y SUS CRÍTICOS INSOLVENTES















Me entretuve leyendo ayer en una librería Sobre el olvidado siglo XX (Taurus, 2008), una antología de artículos de Tony Judt en distintas revistas y periódicos de referencia. En uno de ellos hace de Eric Hobsbawm la más equilibrada y sensible crítica que he leído del veterano maestro. Es equilibrada porque, a diferencia de los que pretenden destruir la autoridad moral que conserva Hobsbawm, Judt acaba calificándole como el “historiador con más talento natural de nuestro siglo” y “también el que escribe mejor” porque nunca teoriza de forma pedante y siempre evita ese grandilocuente narcisismo retórico que suele caracterizar a los historiadores.

Sobre el olvidado siglo XX incluye otros artículos de Judt, criticando la política exterior de Kissinger, o la autocomplacencia americana en la visión de la Guerra Fría escrita por John Gladis. Aparentemente pues, la carga ideológica de la antología impide pensar que se quiere destruir a Hobsbawm; más bien parece que pretenda ayudar a la izquierda a encontrar nuevos discursos. ¿Cómo? Pidiéndole que asuma su contribución a la tragedia del siglo XX Judt parece creer que se podrá sacudir las acusaciones con las que los think tanks neocón la señalan con alevosía.

Creo que eso explica que Jutd se queje de que Hobsbawm haya seguido confesándose comunista cuando la causa ha sido ya enterrada y de que –al contrario de todos los intelectuales que lo fueron- no se muestre arrepentido: “reconoce el fracaso de todo cuanto propugnaba, pero insiste en que, a sus noventa y cuatro años, sigue albergando dentro de él el sueño de la revolución de Octubre”. Con un verbo elegante pero no exento de vehemencia, se muestra molesto porque aquel frágil anciano de saber infinito siga “fiel a su yo adolescente” y de que “en su entusiasmo por la tortilla comunista no pierde el sueño por los millones de huevos rotos”.

Cuando Judt escribe que “si hoy estamos ante un mundo en el que no hay una gran narración de progreso social (…) es en gran medida porque Lenin y sus herederos envenenaron el pozo”, nadie puede negar que tiene una finura estética escribiendo que le separa de todos esos proxenetas de la utopía liberal –ya saben, la mano invisible y el progreso por la vía del egoísmo ególatra- que denuncian el nihilismo comunista desde su gestación, como si una criatura brutal hubiera sido concebida sobre el escritorio londinense en el que Marx escribiera El Capital.

Un fino observador de la edad contemporánea como Eric Hobsbawm no es posible que mire hacia otro lado cuando recuenta las víctimas de la utopía desde Berlín hasta Camboya. Lo que pienso es que, antes de salir por peteneras balbuceando “donde dije digo, dije Diego”, ha optado por una impostura... Su boutade, tan políticamente incorrecta, pretende hacernos pensar. Recuerdo haber visto que Hobsbawm acaba sus memorias pidiendo que “no nos desarmemos, incluso en tiempos insatisfactorios”. Los historiadores, creo que quiere decir, somos necesarios para denunciar y combatir la injusticia social, porque “el mundo no mejorará por sí sólo”.

En esa lucha, y mientras no haya armas mejores, Hobsbawm se queda con las que tenía y se muestra patéticamente resistente para servir de reflejo para todos los que –mientras lloran por el megáfono a las víctimas del GULAG, a la Praga de 1968, al Budapest de 1956 o a los oficiales polacos de Katyn- olvidan que, de las víctimas del capitalismo, ni tan sólo existen recuentos.

Madurar me ha permitido no comparar más La riqueza de las naciones con Mein Kampf. Pero visto que en la otra orilla no parecen sentar la cabeza, al próximo que me hable del milagro económico chileno, de que Franco nos regaló la democracia o que la guerra civil empezó en 1934, le voy a salir por peteneras con perlas como esa, o peores. Creo que es por ellos que Hobsbawm abraza dogmas que queman y se muestra políticamente incorrecto. Porque no sirve de nada la denuncia del sistema que se hundió si no pretende mejorar éste; porque el estrepitoso hundimiento del otro no puede silenciar las víctimas de éste; aunque sólo sea porque las de éste siguen cayendo.

La sombra de la crisis nos atenaza, sus consecuencias son todavía impredecibles. En este contexto creo que merece algo más de respeto quien usó con pasión, sensibilidad y vehemencia el valor de la experiencia y la pluma del escritor, escribiendo que “Para aquellos de nosotros que vivimos los años de la Gran Depresión, todavía resulta incomprensible que la ortodoxia del mercado libre, tan patentemente desacreditada entonces, haya podido presidir nuevamente un periodo general de depresión en el que se ha demostrado igualmente incapaz de aportar soluciones. Este extraño fenómeno debe servir para recordarnos un gran hecho histórico que ilustra la increíble falta de memoria de los teóricos y prácticos de la economía. Es también una clara ilustración de la necesidad que la sociedad tiene de los historiadores, que son los recordadores profesionales de lo que sus ciudadanos desean olvidar”. [HOBSBAWM, Eric: Historia del s. XX (1914-1991). Crítica, Barcelona, 1995.]`

Me siento identificado con el maestro cuando exalto a Robespierre en tantas charlas de salón. Supongo que Hobsbawm quiere que sus confesiones sirvan de advertencia a los apologistas del liberalismo económico, tan despreocupados por los millones de huevos que su utopía sigue quebrando. ¡Renunciamos al jacobinismo en beneficio de la convivencia, pero la renuncia al radicalismo tiene que ser compartida por el adversario!

martes, 7 de octubre de 2008

LA TEORIA DE LOS DOS BOLSILLOS CONTRA LA VULGATA NEOLIBERAL
















Ya hace años que vengo acostumbrándome a la hipocresía del liberalismo económico. Quizá por eso he leído con cierta indiferencia la decisión del estado norteamericano de hacerse cargo de los dos gigantes hipotecarios Freddie Mac y Fannie Mae, como ya hizo con el fondo de inversión Bearn Sterns y una tercera entidad hipotecaria, Indy Mac. Que los paladines de la libertad de mercado y los más feroces críticos del intervencionismo estatal en economía parezcan contradecirse con esas actuaciones sería una interpretación equivocada: el liberalismo evita toda intervención cuando ésta puede proteger a los más débiles, pero santifica la protección a la oferta, al mercado y a la empresa con subvenciones y todo tipo de ayudas. Cuando las grandes empresas automovilísticas sufren un descenso en las ventas, se corre a implantar tal o cual Plan Renove que –a cargo de los presupuestos estatales- quiere incentivar las ventas y compensar, con el bolsillo de todos los ciudadanos, el descenso de los beneficios sufrido por las empresas poderosas. Otra cosa sería gastarse ese dinero en pensiones, becas, subsidios al desempleo, sanidad pública o enseñanza. Ese es el intervencionismo que les irrita, bien porque redistribuye la renta, bien porque les arrebata parcelas de mercado.

Un ejemplo: el mismo estado norteamericano que mantiene a sus ciudadanos en una indefensión sanitaria casi absoluta (evitando participar en economía) es el que se sirve de los medios militares del estado para garantizar el acceso de su plutocracia dirigente a las fuentes de energía por medio de la guerra en el Golfo Pérsico.

Visto así, el estado y las libertades que garantiza están secuestrados, no hay separación entre economía y política. Que la segunda está al servicio de la primera lo demuestra el hecho de que altos cargos en la Casa Blanca dirijan empresas privadas íntimamente relacionadas con el petróleo que se extrae de Irak o con la contratación del personal de seguridad que colabora con la invasión de aquel lejano rincón del Golfo.

La teoría de los dos bolsillos

La incoherencia entre denunciar la intervención estatal en economía y acudir a ella para proteger los intereses poderosos no es una novedad: la hipocresía se viene produciendo desde siempre. Las políticas coloniales fueron, a fin de cuentas, el máximo exponente de esa hipocresía. A mi el debate sobre la rentabilidad del imperialismo siempre me pareció algo raro: intentar contabilizar si los gastos que provocaba la “Joya de la Corona” al imperio británico eran mayores que los beneficios para intentar desplazar la atención que la historiografía marxista concentraba en los móviles económicos hacia los ideológicos (fueran el racismo biologista decimonónico, la supuesta filatropía prodemocrática de hoy) siempre me pareció intentar distraer la atención de una verdad incómoda: los beneficios del imperio no entraban en el mismo bolsillo del que salían los costes.



Del mismo modo que hoy los beneficios de la invasión que saturan las alforjas de los multimillonarios petroleros WASP mientras su coste (sea en impuestos o en vidas humanas) lo aportan las familias americanas de clase media-baja, también Ferry o Disraeli (el de la foto), al apostar por las políticas imperiales, ponían el estado (que controlaban gracias al sufragio censatario y sus instituciones elitistas) al servicio de los intereses económicos de la burguesía industrial (ansiosa de las materias primas baratas y los mercados reservados que sólo se podían garantizar por la vía de las armas). Pero atención: no son las cuentas estatales las que deben permitirnos concluir si gobernar colonias era rentable, puesto que en ellas se cargaban los costes, pero no se abonaban los beneficios.

Se nos puede intentar distraer de esa evidencia diciendo que la intervención americana en la crisis hipotecaria pretende salvar el sistema beneficiando a muchos, que es como recordarnos que Cedil Rhodes dijo que “El imperio es el pan del obrero inglés”. Pero lo cierto es que esas intervenciones sólo pretenden dos cosas: privatizar los beneficios (el dinero ganado en el pasado y que debió proveer y prever situaciones de emergencia futuras queda embolsillado y libre de responsabilidad ante la crisis presente), y sociabilizar las pérdidas haciendo que la caja común de la recaudación colectiva asuma el peso de un coste que tiene responsables individuales: los malos gestores o los defensores de un sistema con trampa.

Un juicio de Nuremberg del neoliberalismo

Resulta patético olvidar que el sistema que se hunde (y que se nos puede llevar a todos con ella) es el que defendió la derecha, con su especulación inmobiliaria, su burbuja de falso crecimiento y su enriquecimiento rápido.

Pero los lobos del capital son así. No tienen vergüenza porque no tienen corazón. Ante la subida de los precios que se está produciendo, producida, como sugirió Josep Borrell en el parlamento europeo, por grandes productores que especulan custodiando productos de primera necesidad para provocar con su carestía el aumento de la demanda y con ella el precio de los alimentos, nos intentan dar dos explicaciones: que hay que moderar los salarios (porque los precios suben como consecuencia de las subidas previas de los salarios) y que hay que subir los tipos de interés (porque dicen que los precios suben por la excesiva cantidad de dinero en circulación, y para reducirlos hay que reducir el precio del dinero).

Vamos, la cantinela de siempre. Como las páginas de economía de la prensa me resultan una especie de oráculo inexpugnable, desconozco si esas medidas se traducirían efectivamente en una bajada de los precios. Pero lo que sí tengo claro que provocarían es un aumento de los beneficios de la banca y de los propietarios del capital, y una mayor explotación y pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores. Es más: me resulta difícil creer que en España sean los salarios los que suben los precios, teniendo en cuenta que España cuenta con los salarios más bajos de Europa y unos beneficios empresariales siete veces más altos que en su entorno europeo.

Para conocer la causa he estado leyendo a Juan Torres López, catedrático de economía aplicada en la Universidad de Málaga, en su portal Altereconomía. A él le leí que “lo que ocasiona la inflación (…) es el mayor poder de mercado de las empresas. Gracias a él influyen en el gobierno para que acepte tarifas más elevadas, para que no combata las estrategias anti competitivas”.

Cuando a los gurús de la economía les preguntas por las causas de la inflacción nunca hablan “de despilfarros en publicidad, en financiamiento a grupos de presión, en inversiones irracionales, en los costes que supone la especulación por el riesgo que lleva consigo”. Tampoco se refieren a los que imponen los grandes intermediarios y que, según algunas asociaciones agrarias y de consumidores, en España permiten calcular un Índice de Precios en Origen y Destino de los alimentos (IPOD) que muestra que “los alimentos se encarecen una media de un 436% (y en algunos casos hasta un 900%) desde el campo hasta la mesa”.

Pero a ellos les da lo mismo ocho que ochenta. Les importa bien poco que se extingan los osos polares cuando sus primos afirman que el cambio climático es una nadería progresista, como les importan bien poco los niños que mataron en Irak cuando afirman que se sienten orgullosos de la foto de las Azores.



Si el nazismo tuvo su juicio de Nuremberg, no sé por qué los excesos del liberalismo no habrían de tenerlo. Y quizá aquellos cuyos nombres no sabemos, sentados en lejanos despachos, tomando decisiones que nos afectan a todos y acaban con millones de vidas, acepten ser respetuosos con el medio ambiente y las personas si ven que a sus adláteres de pacotilla, a sus alumnos aventajados, a sus patéticos conferenciantes de Georgetown, les sometemos a un juicio justo. Por alguno habrá que empezar…