Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

jueves, 29 de agosto de 2019

¿DÓNDE VAS, ALFONSO XIII? (I)


El 26 de abril de 2010 Arturo Pérez reverte dedicaba su columna “patente de corso” a criticar al diputado de Iniciativa per Catalunya Joan Herrera porque había preguntado en las cortes si “por la Ley de Memoria Histórica (…) el gobierno tenía previsto cambiar el nombra de la base Alfonso XIII de Melilla (…) porque supone una exaltación franquista”. El gobierno había respondido que la figura del rey no estaba incluida en ella porque “dejó de reinar con la república, que fue anterior a la guerra civil y la dictadura”. Y el ampuloso y presuntuoso intelectual capitalino se lamentaba de que “España debía ser el único país de Europa para sentarse en las cortes no hacía falta tener ni el bachillerato”.

En una entrada reciente ya vimos que la relación entre Franco y Alfonso XIII fue bastante estrecha. Por lo que la pregunta de Joan Herrera estaba más que justificada y en realidad era don Arturo quien meaba fuera de tiesto. Vamos, que lo malo no es ser tonto, sino que –siéndolo- te creas el más listo y pontifiques en público. Finalmente, la anécdota hace algo más que confirmarnos que en España hay demasiados pavos reales mediáticos ejerciendo de eruditos jactanciosos venidos a más. Lo que demuestra es que nadie conoce a Alfonso XIII, o que se construye a propósito un discurso falso para blanquear la dinastía y el orden político actual. 

Desde que Blasco Ibáñez publicara en Francia “Alfonso XIII desenmascarado” (1925), Valle-Inclán le llamara “ladrón” y el acta acusatoria aprobada por las Cortes republicanas el 12 de noviembre de 1931 consagrara su imagen de “perjuro” por haber suspendido en 1923 la constitución a la que se debía desde 1902, el bisabuelo del actual rey resulta muy difícil de defender. Sigue habiendo periodistas de cámara e intelectuales de salón que lo siguen intentando, quizá porque los poderes que quieren perpetuarse necesitan de abrazafarolas consagrados a crear una memoria falsa del pasado que legitime su sempiterna presencia. 

El historiador Carlos Seco Serrano intentó presentar a Alfonso XIII como un joven rey moderno, aficionado al deporte y a los coches. Lo del cine porno lo ignoró, porque su intención era ponerle la etiqueta de “regeneracionista”, que por otra parte acercaba al joven príncipe a los vientos intelectuales que soplaban por España en su adolescencia. Un cierto tono regeneracionista se intuye en la famosa página de su diario en la que, consciente de la importancia de tomar “las riendas del estado” y de que de él dependía “si ha de quedar en España monarquía borbónica”: en aquel manuscrito el rey creía que el país anhelaba “un alguien que le saque de esta situación” y se reconocía eligiendo entre “ser un rey que cubriera de gloria regenerando la patria, o bien uno que (…) fuera llevado y traído por sus ministros”. Lejos pues de dejar actuar libremente a los líderes de los partidos, el joven Alfonso se consagró a poner gobiernos, y a quitarlos, provocando las crisis que la prensa de entonces y los historiadores de hoy llamamos “orientales” porque su inspiración venía del Palacio de Oriente, pero también apelando entre líneas al poder omnímodo, considerado despótico, que presuntamente tenían los sultanes otomanos. Para justificar a Alfonso XIII se ha visto en esa frase del diario una apelación al papel que la constitución de 1876 asignaba al rey como uno de los “pares soberanos” que mutuamente se vigilaban / equilibraban para evitar distorsiones absolutistas (de uno, el rey) o democráticas (del otro, el parlamento), ambas aborrecidas por el liberalismo decimonónico. Sin embargo, las interpretaciones las carga el diablo y –del mismo modo que se podría interpretar el fragmento del diario Alfonsino como la asunción del papel de un rey constitucional efectivo, que superara la pasividad de su madre la Regente- otra lectura aún más perversa podría ver en la apelación a ese “alguien” (un líder carismático) o en la sutil crítica a los partidos “que llevan o traen al rey”, en definitiva, de la política hecha por civiles, una apuesta por la dictadura militar.


Y es que Alfonso XIII fue un soldado en el trono. Como decía Cardona en la portada de su libro, se sentía estadista pero solo era un espadón. Formado bajo el rígido protocolo vienés que María Cristina impuso en la corte, tan beato que en 1930 todavía se realizó el lavado de los pies de doce pobres en Jueves Santo, creció rodeado de profesores militares, cuarteles y desfiles, como si fuera un rey germánico. Gabriel Cardona recoge una anécdota muy significativa del primer consejo de ministros que presidió, el mismo día de su jura: el rey se enfrentó al general Weyler, ministro de la Guerra, exigiéndole que abriera las academias militares que se mantenían cerradas para reducir el número de mandos. En el transcurso de la discusión, el rey tomó la constitución y leyó en ella que “corresponde al rey conferir los empleos y conceder honores y distinciones de todas clases”; a lo que el ministro de Marina respondió leyendo otro artículo constitucional: “ningún mandato del rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un ministro”. La anécdota es significativa, dice Cardona, porque nos presenta un rey sensible a los militares irritados; y porque muestra su perfil de metomentodo desde el primer día que tiene oportunidad. Sus continuas presiones para favorecer a sus enchufados en los ascensos, destinos y nombramientos provocaron múltiples incidentes. Durante el gobierno conservador de Silvela se opuso a las restricciones del gasto militar propuestas por el ministro de Hacienda, Raimundo Fernández Villaverde, que tuvo que dimitir en marzo de 1903. Y cuando el general Arsenio Linares, ministro de la Guerra con Maura en 1904, propuso al general Francisco Loño como Jefe de Estado Mayor, Alfonso no aceptó el nombramiento y presionó para que lo fuera el general Polavieja. Cuando el consejo de ministros proclamó unilateralmente al primero, Alfonso se negó a firmar el nombramiento y Maura tuvo que dimitir en diciembre de 1904. La principal consecuencia de este intervencionismo es que desvirtuó la jerarquía militar: la costumbre de los oficiales de dirigirse directamente al rey agrietó la disciplina y marginó al ministro de la guerra y el gobierno… en definitiva, al poder civil. Por eso Gabriel Cardona se atrevía a decir que la Restauración, más que terminar con el militarismo decimonónico, lo transformó, lo domesticó y lo convirtió en una fuerza cortesana en la que los generales lograban las prebendas sin necesidad de sublevarse.

En defensa del rey también se ha dicho que sus permanentes injerencias en política se hacían creyendo adivinar los reclamos populares, y que en eso estaba cuando aceptó la dictadura en 1923 o se marchó en 1931. Pero en eso último también hay algo de mito: se ha dicho que el rey se limitó a cumplir la orden de expulsión formulada por el Gobierno Provisional de la República tras el inesperado resultado de las elecciones municipales del 12 de abril, y se ha usado para demostrarlo cómo argumentó en su renuncia que quería evitar “lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil”. En realidad, acató las instrucciones que se le daban porque era su única alternativa, al constatar que las fuerzas de seguridad le habían abandonado y que nadie estaba dispuesto a luchar por la monarquía. A punto de subir en Cartagena al barco que le llevará al exilio todavía preguntó en Madrid por la reacción de los militares y sólo al comprobar que no tenía apoyo ninguno se desalentó definitivamente: hubiera luchado.

Y hablar del triste exilio que empezó ese día también nos puede traer algunas sorpresas: puede que incluyera muchas noches de desolación y nostalgia, incluso puede que hubiera estrecheces en ocasiones. De hecho, el historiador Guillermo Cortázar  escribía en 1996 que la Comisión Dictaminadora del Caudal Privado de Alfonso XIII “después de dos años de intensa búsqueda no encontró una prueba inculpatoria de enriquecimiento ilegítimo del rey”, y Seco Serrano añadía que “los jacobinos republicanos empeñado en desprestigiarle decidieron ocultar los resultados de aquella fallida investigación”. Sin embargo, la fortuna de Alfonso XIII ha hecho correr muchos ríos de tinta… y por la foto de la cacería de tigres en la India en 1933 no parece ni que se aburriera, ni que pasara las tardes convocando económicas veladas de soda y mus.  


No me atrevo a entrar en el tema de la fortuna de los Borbones, pero ha habido investigadores como José María Zabala que lo han hecho, y con la ayuda de míster Google se encuentran fuentes curiosas sobre el tema. Para descalificar al personaje basta con ver cómo reaccionó a la tragedia que vivieron los españoles poco después de su marcha. Para empezar, los Borbones no se refugiaron en Londres: la capital británica acogió a la reina Guillermina de Holanda, o al rey Haakon de Noruega, y otros más, durante la ocupación nazi de sus estados. La elección de Roma como ciudad de acogida puede tener algún significado. Es más: hasta su muerte en 1941, Alfonso XIII jamás pronunció una declaración explícita de convicción democrática, jamás lamentó la tragedia de la guerra civil, durante la cual esperó una resolución favorable a la monarquía.

En mi opinión, esos datos proyectan bastantes sombras sobre el personaje como para que procuremos dejarle en un discreto segundo plano. No lo agitemos mucho, que huele. Y sin embargo, en mi última escapada a Madrid, me encontré con una aparatosa reivindicación de Alfonso XIII. Lo voy a contar en el próximo post.

domingo, 11 de agosto de 2019

FRANCO EN "JUEGO DE TRONOS" (CAPÍTULO 2. JUAN DE BORBÓN)




Al fallecer Alfonso XIII se había consumado, en la práctica, el paso de una monarquía liberal con ambiciones dictatoriales a una dictadura cuyo titular ejerció el poder cual rey absoluto. Juan de Borbón, el tercer hijo de Alfonso XIII, aceptó los derechos dinásticos con un discurso que exaltaba los logros paternos, “pese a la infecundidad de formas estatales impuestas por los tiempos”. No es la única referencia a la superación del liberalismo como si de una antigualla se tratara: el discurso también valora que su padre acertó al salvar África porque allí se forjó “el espíritu combativo del ejército que había de salvar a España”. A juicio del rey, pues, Franco había salvado España. Tras el piropo, sin embargo, se escondía su enfrentamiento –como rey sin corona que era, porque siéndolo por derecho dinástico, no lo era de hecho- con el hombre que actuaba como rey, pero sin serlo (por la fuerza).

Dos reyes sin corona, frente a frente (1941-1948). En España tenía partidarios en la cúpula militar que consideraban que Franco se había apoderado en beneficio propio de la trama del golpe. Un libro reciente profundiza en lo que Carrero Blanco llamó, al advertir a Franco, el “divorcio entre partido y ejército"; y una de las últimas investigaciones de Ángel Viñas también apunta a los contactos de estos generales con los británicos, alguno de los cuales huyó al enterarse de que los británicos planeaban tomar las Canarias como base monárquica antes de que Hitler se las pidiera a Franco en Hendaya. Estos militares van a seguir conspirando: cuando el Eje cayó en África, 27 procuradores de las cortes propusieron a Franco restaurar la monarquía para evitar represalias: fueron destituidos. Y cuando el rey italiano destituyó a Mussolini, Kindelán y otros generales le insistieron por escrito. Franco permaneció inmutable: advertía que la guerra mundial estaba cambiando de signo, así que empezó a distanciarse de los falangistas –con el pretexto de los acontecimientos de Begoña (1942)- e iniciará el camuflaje que le permitirá, con los años, sobrevivir a la condena de los Aliados. Una de sus estrategias de supervivencia será jugar con las aspiraciones monárquicas, sugiriendo a cada candidato que tiene suficientes posibilidades de acceder al trono. Sabe que algunos de ellos están en contacto con los Aliados: de hecho, Don Juan participa en una operación junto a los maquis italianos en la frontera suiza, azuzado por el director de contraespionaje, Allen Dulles, ansioso de dotarle de un pasado antinazi por si había que contar con él en el futuro contra Franco; y –acercándose la derrota del Eje- publicará el Manifiesto de Laussanne: “bajo la monarquía caben cuantas reformas demanda el interés de la nación”. El documento llega a hablar de derechos individuales, reconocer la diversidad regional y… ¡atención! “Una más justa distribución de la riqueza”.

Mientras Don Juan se postulaba llegaba la victoria definitiva de los Aliados, y la condena oficial del régimen en la conferencia de Potsdam. Por si había intervención, la familia real se instaló en Estoril en febrero de 1946: según el periodista Carles Sentís “porque en una noche propicia se podía, en automóvil, alcanzar la capital de España”. Las desconfianzas en el seno de la Gran Alianza contra Hitler –que desembocarán en la Guerra Fría- salvarán a la dictadura de esa espada de Damocles que parece pender sobre ella: es cierto que la ONU denunciaba los vínculos de Franco con el Eje, pero también explicitó que no habría intervención. Así que Franco continuó disfrazando la dictadura de “democracia orgánica” mediante las Leyes Fundamentales: Fuero de los Españoles, Ley de Cortes, Ley de Referéndum… y ley de sucesión en 1947. Ninguna tiene desperdicio, pero es esta última la que gestiona la relación del régimen con los monárquicos: dice que España es un reino (artículo 1), que el actual Jefe del Estado es vitalicio (2) y que puede designar sucesor (artículo 6). Don Juan, enojado, responde a esa definición del régimen como una monarquía electiva con un nuevo manifiesto, el de Estoril ese mismo 1947, defendiendo la monarquía hereditaria y la legitimidad de la sucesión por la vía sanguínea. La contradicción de esa declaración con respecto a la verborrea democratizadora de los meses anteriores, que les estaba permitiendo contactar con sectores de la oposición franquista en el exilio y negociar con el PSOE de Indalecio Prieto el Pacto de San Juan de Luz (1948), es más que evidente. Pero más contradictorio será que el mismo día que se firma el acuerdo con los socialistas, Don Juan se entrevista con Franco en el Azor, en la Bahía de Vizcaya (25-8-1048) y llegará con el dictador a un acuerdo: su hijo, Juan Carlos, estudiará en España. Franco no sólo pretende dar credibilidad a su plan de restaurar la monarquía, sino quitársela a Don Juan como alternativa ante la oposición: el largo exilio del aspirante permitió verle oscilar entre el tradicionalismo y el liberalismo hasta conseguir que el “juanismo” fuera -más que una opción ideológica- apenas un conjunto de estrategias.

El joven príncipe que llegaba a España con apenas 8 años acabaría convirtiéndose en un “hijo sustitutivo”, pero en ese momento era principalmente un rehén que garantizaba la discreción del heredero aspirante, quién a su vez le utilizaba para hacía valer sus derechos. Como solía bromear el periodista Jaime Peñafiel, “entre su padre y el general, qué raro que no lo descoyuntaron”. Pero el gran valor de esa jugada es que Franco deja bien claro que –lejos de posibles planes de los aliados- la pugna por el trono se libraría desde entonces en Madrid. En virtud de la Ley de Sucesión, y de su aceptación tácita por los candidatos, que se moverán para seducir a Franco en su favor, la voluntad del dictador será la principal fuente de legitimidad de la futura monarquía. Al mismo tiempo que Franco iba logrando el reconocimiento exterior –postulando sus credenciales anticomunistas, tan útiles en la nueva geopolítica de la Guerra Fría- dejaba callada toda oposición monárquica en el interior.



La multiplicación de rivales (1949-1962). Si durante los años cuarenta Don Juan había actuado en el plano conspirativo (aunque nunca en el subversivo, como diría Julio Aróstegui), en los años cincuenta –con su hijo en la península como valedor de sus derechos- calló. Ese eclecticismo, que ya se había manifestado antes, cuando había oscilado entre las declaraciones tradicionalistas y las de presunción democrática, le valió –sin ideario ni estrategia- muy poca credibilidad entre los demócratas. Él alegaba “no hago política, sino dinastía”. El silencio se explica también porque en los años cincuenta –justo después de que Juan Carlos se instale en España- se le multiplicaron los rivales.

a)  Por un lado, en 2/1949 su hermano mayor, Jaime, reclamaba públicamente en París los derechos dinásticos a los que había renunciado en 1933 por carta a su padre Alfonso XIII. Ahora, su esposa, Emmanuela de Dampierre le reprochaba que renunciado había “comprometido el futuro” de sus hijos Alfonso (nacido en 1936) y Gonzalo (1937) Borbón Dampierre. En 1954 Jaime ofreció a Franco que estos hijos estudiaran en España. El mayor reclamaba la condición de infante en 1957 y, más adelante, casará con una nieta de Franco, Mari Carmen Martínez Bordiu

b)      Al morir en 1936 el pretendiente carlista, Alfonso Carlos de Borbón, su sobrino Javier pasaba a heredar sus derechos. En 1951 juraba los fueros vascos ante el árbol de Guernica, y al año siguiente hacía lo propio con los catalanes en Montserrat. En una entrevista para el diario "Arriba" (1955) Franco definía a los carlistas como "un diminuto grupo de integristas seguidores de un príncipe extranjero". Javier, entonces, decidió cambiar de estrategia: en 1956 la Comunión Tradicionalista destituía a Fal Conde, quizá por sus diferencias con don Javier y su secundogénito, Carlos Hugo. La estrategia de tensión con Franco que había defendido hasta entonces no había fructificado, así que Javier empezó a confraternizar con el régimen. Jóvenes tradicionalistas españolizaron a Carlos Hugo: le entraron clandestinamente, le enseñaron castellano y lo introdujeron en la vida social de la Navarra carlista.


Mientras tanto, Juan Carlos estudiaba en academias militares y ganaba presencia pública, lo que le convertía, en práctica, por estar el padre distante, en un rival. El libro de Xavier Casals contiene suculentas páginas sobre la rivalidad entre padre e hijo. Franco jugaba esa carta a propósito: ya había sobrevivido a una larga postguerra creando expectativas a los príncipes (Juan antes, Juan Carlos ahora) sin cercenar las de los reyes (Alfonso XIII antes, Juan ahora) por medio de silencios. En ese momento había tres pretendientes: Don Juan y su hijo Juan Carlos, su hermano Jaime y su hijo Alfonso, y el “carlismo lejano” de Javier y su hijo Carlos Hugo. 

Este último también fijó también su residencia en Madrid. Resulta divertido conocer a quién tenía por vecino. En un discurso de 1961 Carlos Hugo dice que su proyecto es democrático porque se basa en "el gobierno de regiones y municipios bajo la protección jurídica de los fueros”. Desde 1954 celebra en Montejurra una ceremonia de recuerdo de los requetés fallecidos en la guerra civil: en 1961 le escuchan más de cincuenta mil personas.

¿Qué ficha movió Don Juan en el tablero ante tal acumulación de rivales? Por un lado le ofreció el Toisón de Oro a Franco (que lo rechazó); por otro anunció el compromiso de Juan Carlos con Sofía de Schleswig-Holstein Sonderburg Gluksburg, biznieta del Káiser y primogénita de los futuros reyes de Grecia Pablo I y Federica de Hesse. Sus abuelos maternos, los prusianos duques de Brunswick, habían mantenido con el nazismo vínculos controvertidos. En 1924 la república de Grecia había mandado al exilio a su tío Jorge II, que había regresado en 1935 gracias a un golpe del general Metaxas. La familia había sido nómada durante la “triple invasión” en la guerra mundial, y Sofía había vuelto a Atenas con ocho años, tras el referéndum que había restaurado la monarquía en 1946. En 1947 había muerto Jorge II y le había sustituido el padre de Sofía, Pablo, en plena guerra civil. Así que Sofía se había formado en un internado en Alemania. Con ella Don Juan quería evitar “fabioladas” (morganáticas): casando a Juan Carlos con una dinastía reinante su candidatura ganaba puntos frente a sus rivales dampierristas y carlistas. También obligaba a los rivales a superar la jugada. ¡Y lo iba a hacer!



sábado, 10 de agosto de 2019

FRANCO EN "JUEGO DE TRONOS" (CAPÍTULO 1. ALFONSO XIII)



Gracias a mi amigo Josep he reparado en al reedición reciente de un libro que en su día me pasó inadvertido y que -siguiendo su recomendación- he convertido en una de mis lecturas de verano. Mataba así dos pájaros de un tiro: me formaba para poder tutelar con eficacia la investigación que un excelente alumno de bachillerato está desarrollando sobre la pervivencia del carlismo, y renovaba parte de los contenidos de los cursos que impartiré este año.

El libro acaba con un interesante añadido de última hora que reflexiona sobre la monarquía después de su desafortunada actuación el tres de octubre de 2017, y empieza con un cotilleo interesante que mantiene enganchado al lector desde el primer momento. Y es que en octubre de 1923 Alfonso XIII actuó de padrino –aunque representado por el gobernador militar de Oviedo- en la boda de Francisco Franco con Carmen Polo; años más tarde un nieto del rey casaría con una nieta de Franco.

La relación entre ambos no acaba ahí: la dictadura franquista mantuvo un enfrentamiento sutil pero permanente con el sucesor de Alfonso XIII en el exilio, cuyo hijo –el nieto de Alfonso XIII, entregado a Franco en 1948 para su formación en la península- sirvió de garantía a la docilidad de la dinastía exiliada. La relación, pues, fue extrañamente estrecha, incluso permite sugerir a Xavier Casals que –no siendo el rey ajeno al ascenso de Franco-, el dictador pudo tener un papel desencadenante en la agonía del rey exiliado. 

Esa especie de “vidas paralelas” permiten al autor empezar su ensayo con una comparación ingeniosa que a la vez da significado a cada una de sus figuras: si Alfonso XIII fue la mejor encarnación de la figura del “rey soldado” con la que Cánovas conjuró la tradicional injerencia decimonónica del ejército en la vida política del país cuando dio inicio al sistema político que conocemos como la Restauración, Franco podría ser considerado un “soldado rey”, en tanto nadie en la historia de España ha llegado a tener tanto poder como él. Así que analizando la evolución entre ellos dos escribimos los primeros episodios de la relación entre Franco y los Borbones, que he organizado de acuerdo con una cronología similar a la que usa Casals, pero a mi parecer más didáctica.


Al servicio del "rey soldado" (1912-1923). El ascenso de Franco en Marruecos se produce en un contexto que podría explicar su meteórico (y probablemente infundado) prestsigio. El mesianismo corporativista que distinguía al ejército desde 1898 tenía un especial significado entre el colectivo que conocemos como "africanista". El dato que da Xavier Casals es alucinante: entre 1909 y 1913 se concedieron en Marruecos 132.295 condecoraciones y 1.587 ascensos por méritos... ¡sin haberse producido ni una sola victoria decisiva! Así que parece que los oficiales mercadeaban en aquel patio trasero con privilegios y prebendas, menospreciando a los políticos (al poder civil, vaya). Franco, en concreto, se incorporó al servicio en la colonia en 1912 y pronto llegó -en ese contexto- a teniente de regulares, aquellas unidades de choque formadas por indígenas mercenarios con que el general Belenger reforzó en 1909 la presencia militar española. 

Sus hagiógrafos atribuyen su rápido ascenso a capitán en mayo de 1915 a su actuación en una batalla por la defensa de Tetuán que llamó la atención del Alto Comisario en Marruecos, el general Belenguer. Sin embargo, esa urdimbre de favores y corruptelas conformadas por la jerarquía militar colonial tiene más que ver que su hoja de servicios. Carlos Blanco Escolá y Gustau Nerín han demostrado cómo hubo oficiales que pactaron escaramuzas con los marroquíes o emprendieron acciones suicidas para lograr ascensos a costa de la tropa. El lector encontrará en el libro de Xavier Casals el caso de un reconocido general de entonces que logró a conseguir algún ascenso como regalo de boda…  


En ese contexto de redes clientelares casi cortesanas resulta verosímil que el citado ascenso de Franco se debiera a sus devaneos con Sofía Subirán, la hija del ayudante de campo del Alto Comisario, lo cual nos demostraría su consciencia de la necesidad de contar con padrinos en el juego de corruptelas que era hacer carrera en Marruecos. Es más: una carta de Queipo de Llano explica cómo "cortejó a la hija soltera del general Francisco Gómez Jordana porque él debía informar de si procedía o no una recompensa" (...) conseguido el ascenso la olvidó para siempre". En ese sálvese quien pueda por captar recursos públicos que era el compadreo entre africanistas podemos intuir la participación de Franco con otro episodio decisivo: cuando el 29 de junio de 1916 le hirieron en el abdomen, el Alto Comisario recomendó su ascenso a comandante y una Cruz Laureada de San Fernando, la máxima condecoración militar. Sin embargo, la investigación que debía concluir la concesión concluyó que, siendo el primer herido de su compañía en aquella ofensiva, no había tenido tiempo de protagonizar actos de valor. Él no se cortó un pelo: escribió al rey, logró una audiencia y -por si fuera poco- el ascenso. Franco, pues, es el prototipo de militar africanista al que Marruecos proporcionó su esencia: le dio confianza en si mismo, cierta notoriedad, y contactos. Cuando, tras un breve período en Oviedo -donde casó- volvió a la colonia gracias a Millán Astray para organizar la Legión, obtuvo fácil proyección mediática con un libro (Diario de una bandera, 1922) y una portada de ABC que le publicitaba como "el as de la legión"


Franco, Primo y Sanjurjo en Alhucemas, en 1925

Primo de Rivera como (contra) modelo (1923-1930). Una de las propuestas que hace Xavier Casals en el libro es relacionar la actuación de Franco durante el proceso de creación de su régimen con una lectura aleccionadora de la experiencia primoriverista. El autor explica el advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera en base a la indisposición de la casta militar a rendir cuentas por el desastre de Annual y al temor a que lo ocurrido en Grecia -ejecución de altos mandos y exilio de Contantino I tras la derrota ante los turcos en Esmirna (1922)- ocurriera en España. No es el momento de valorar la influencia del pistolerismo en Barcelona, el programa de la Conjunción Liberal o la Diada de aquel año en la preparación del golpe de estado de septiembre de 1923. Lo que sí toca es recordar que la promesa de constituir una "dictadura a la romana", un "cirujano de hierro" con una "letra a noventa días", dejó paso a una progresiva institucionalización del régimen después del éxito en Alhucemas: la fundación de un partido único (1924), un Directorio Civil (1925) y una Asamblea Nacional Consultiva (1926) van esa dirección. Es en ese contexto de consolidación del régimen pretoriano, por mucha carcasa civil que pretendiera, que se funda la Academia Militar de Zaragoza para la que Franco fue nombrado director en 1928. Es un momento de éxitos para la familia: Ramón Franco ha protagonizado el vuelo del Plus Ultra en 1926 y la hermana de Carmen Polo se ha casado con un abogado del estado llamado Ramón Serrano Suñer. 

La teoría de Franco interpretó con atención la lección de historia que significaba la dictadura es más que verosímil: en el primer gobierno que nombrará (1938) habrá tres ministros de los tiempos de Primo, entre los que destaca Martínez Anido en la cartera de orden público. El currículum de dicho  personaje dice mucho de la naturaleza del nuevo régimen, aunque también hay quien detecta –no sin esfuerzo, a mi parecer-  un vago regeneracionismo cuando se proclama depositario de una misión histórica (la lucha contra la presunta decadencia). El recuerdo de la experiencia primoriverista está presenta a través de una cierta lectura de sus errores: presentar la dictadura como un paréntesis lo había sido, así que Franco saludará su advenimiento como el de una especie de “soldado rey”, y –para evitar la oposición que sufrió Primo- desencadenará una violencia sin parangón. Franco buscará la legitimidad eclesial (que Primo ignoró) y –como lector de la revista Acción Española, donde algunos intelectuales revisarán críticamente la dictadura- tomó la idea de que el principal error había sido “conservar el espíritu y la cultura liberales”. Así, el marqués de Quintanar (La dictadura de Primo de Rivera juzgada desde el extranjero, 1932) se había lamentado de que “le faltó una doctrina política reaccionaria”, le sobró “ese ambiente de liberalismo (…) que malograba sus más potentes instintos” y que por eso “acabó con la anarquía, pero no con sus causas”. Ramiro de Maeztu decía que en aquella ocasión habían olvidado “el alma que había de dirigir las espadas”. Finalmente, cabe decir que Franco tomó buena nota de la prevención contra el capricho real que suponía la dictadura. Así que, aunque anuló la condena a Alfonso XIII, ignoró las pretensiones de su hijo Juan… Pero no precipitemos acontecimientos.



El advenimiento del "soldado rey" (1931-1941). En mayo de 1931 Alfonso XIII declaraba que la "monarquía acabó por el sufragio y, si vuelve alguna vez, ha de ser también por la voluntad de los ciudadanos". Mientras, las cortes le declaraban culpable de alta traición por aceptar el golpe de 1923 y le incautaban bienes y títulos. Motivos para conspirar, pues, empezó a tenerlos, por mucho que Cambó explicara que le encontró ocioso y sólo en el bar de un hotel en París, "sin un libro, un diario o una copa". De hecho, aunque el testimonio del político catalán nos permita imaginárnoslo con la mirada perdida en el infinito, la fortuna que guardaba en el extranjero y la foto que circula en la red del rey cazando tigres en la India nos facilita verle algo más activo. En cualquier caso, había personas en su entorno que coqueteaban con proyectos más o menos viables de restaurar la monarquía. Después del fracaso de Sanjurjo en agosto de 1932, aún se barajaba una vía "francesa" (gracias a un partido tipo Action Française que aumentara progresivamente el músculo electoral de los nostálgicos), o un retorno "a la griega" (con un militar electo que nombrara ministros monárquicos)

Así que, mientras el octogenario candidato carlista, Alfonso Carlos de Borbón y Austria-Este (sin hijos) designaba delegado de la Comunión Tradicionalista a Manuel Fal Conde y regente a su sobrino Javier de Borbón Parma, círculos de Renovación Española iniciaron contactos con Mussolini. Alfonso XIII era consciente, aunque “estimaba su labor”, de que un “reducido y escogido grupo de entusiastas de salón no pueden marcar el camino de la Restauración” (sic). Así que, imposible la unidad de acción con los carlistas y la creación de un estado de opinión por parte de Renovación Española, no quedó más remedio que participar en la conspiración que daría lugar al golpe de estado de 1936. Si añadimos el permanente recurso al ejército que se había producido durante la Restauración podamos explicar que Alfonso XIII se ofreciera como “primer soldado” a Mola, que su hijo Juan intentara enrolarse en su ejército entrando con identidad falsa en España o que, incluso tras el fallecimiento de Sanjurjo, albergara esperanzas de que Franco facilitaría su regreso. Y no sólo porque cuanto más sabemos sobre la trama civil del golpe más detectemos círculos monárquicos (la infanta Eulalia confesaría años después que a Franco “le dimos dinero hasta doler, para lo que vendimos nuestras joyas”). Sino porque incluso cuando Franco –impulsando un “golpe dentro del golpe”- se apoderó de la trama y fue titulado generalísimo y jefe de estado siguió utilizando símbolos de realeza, como la Marcha Real o la bandera roji-gualda.


¡Espero no equivocar el orden! De izquierda a derecha, Jaime, María Cristina, Gonzalo, el rey, Alfonso, Beatriz y Juan.
En cualquier caso, por mucha reciprocidad que el rey esperara de Franco, el desagradecido silencio del poderoso general quizá precipitó la enfermedad del rey en 1941. Su sucesor sería su tercer hijo, Juan: en 1933 el primogénito, Alfonso, había contraído matrimonio morganático, y al segundo, Jaime, sordomudo, se le había convencido de que renunciara con el argumento de que el futuro rey debía poder hablar por teléfono. Así que redactó una carta para su padre renunciando a sus derechos, un método bastante "de estar por casa" que le permitiría desdecirse pocos años después. Porque, mientras Alfonso, el mayor, falleció en 1938, Jaime se casó con una aristócrata italiana, Emmanuela de Dampierre, que velaba por los derechos de sus hijos. 

Al acabar la guerra, Alfonso XIII se definió como un soldado de Franco, asistió a un “Te Deum” por la victoria y envió a Franco su abdicación en la esperanza de que aceptara a Juan como rey. Franco le agradeció el gesto, aunque lo definió como “inevitable” porque a su juicio el rey llevaba sobre sus hombros “la mancha de los tiempos del liberalismo”. Por mucho que -según esa expresión- considerara, fanatizado por tanta mística patriótica como Maeztu echando de menos la "fe de las espadas", que los tiempos del liberalismo habían caducado, resulta curioso que se lo escribiera a un rey que -pública y notoriamente- se había pasado su juramento constitucional por el real trasero en 1923. Pero para las aspiraciones dinásticas de Alfonso XIII aquello fue descorazonador: viendo, ansioso como debía estar en el exilio, el desinterés de aquel generalucho al que esperaba más agradecido, entró en una depresión que, quizá, precipitó su final. Franco censuró la noticia de su abdicación para evitar que devolviera a la agenda política el tema en un momento en que los monárquicos se oponían a la facción falangista. El rey moriría el 28 de febrero de 1941 en Roma. La partida por recuperar la corona, sin embargo, seguía.