Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

sábado, 21 de enero de 2012

SAN QUINTÍN (JUAN CARLOS LOSADA, 2005)


Un rubio adolescente engalanado en la cubierta de una nave de guerra, un mar crispado, la costa africana al fondo. El trágico bautismo de fuego de este joven aristócrata durante el fracaso de Carlos V en el asalto de Argel ocupa las primeras páginas de “San Quintín”, lo que nos advierte que la vida del conde Lamoral de Egmont será usada por Juan Carlos Losada como hilo conductor en el retrato de una época. Y sin embargo, él no es el único protagonista de sus páginas: aparece un duque de Alba tan eficiente como siniestro, Felipe II quemando sin abrirlo el horóscopo que para él ha escrito Nostradamus, un arcabucero llamado Juan de Herrera que acabará dirigiendo la construcción de El Escorial, o Catalina de Médicis, con la que llegaron a Francia el tenedor y la belladona.

No estamos ante una novela, pero hay amenidad en los retratos de estos eminentes cortesanos. Y precisamente entre la corte y el campo de batalla el autor nos muestra a Egmont ejercer de vasallo modélico; el conde se había encargado de negociar las capitulaciones matrimoniales del príncipe Felipe con su tía, María Tudor, la reina que pretendió restablecer en Inglaterra la autoridad de la Roma católica con tanto empeño que se ganó el apodo de Bloody Mary. La misión en Londres sólo fue uno de tantos episodios en los que el protagonista ostentó la total confianza de la dinastía. Por eso asistió emocionado a la abdicación de un abatido Carlos V en Bruselas. El noble flamenco que tanto admiraba al incansable emperador aparece en el libro de Juan Carlos Losada como un nostálgico de una concepción de la guerra en la que el valor había sido el factor fundamental. Pero ya no era así: había acabado el tiempo de la caballería y llegaba el de las armas de fuego y las fortalezas inexpugnables. Egmont aborrece las nuevas técnicas artilleras, con las que un villano arcabucero puede acabar con un arrogante caballero a distancia, sin correr riesgos.

Es precisamente en la descripción de la batalla y el previo sitio de San Quintín donde el experto conocimiento de las técnicas bélicas que caracteriza al autor hace ganar cuerpo y emoción al relato. Se sirve de recursos literarios, pero no olvida el rigor: sin abandonar el registro divulgativo, cita fuentes como las memorias del prestigioso Ambroise Paré, un estremecedor testimonio de la semana que pasó atendiendo a los heridos de San Quintín, amputando miembros gangrenados. Paré nos describe el campo de batalla al que acudió cubriendo su cara con un pañuelo mientras vagaba por aquel manto de insepultos cadáveres corruptos, envueltos en un zumbido constante de nubes de moscas.

En aquel campo sembrado de muerte en San Quintín, y en la consecuente paz de Cateau-Cambressis (1559), se consolidó la hegemonía incuestionable de la monarquía hispánica en Europa. En la victoria, la caballería de Egmont cumplió con un papel decisivo. Sin embargo, aquel noble vasallo y fiel servidor recibió en 1557 el agradecimiento del mismo rey que, apenas once años más tarde, permitía su ejecución pública ¿Cómo llega uno de los primeros y más prestigiosos servidores de la monarquía a ofrecer mansamente su cuello al verdugo del rey? Juan Carlos Losada logra mostrarnos esa caída en desgracia sin rebajar la tensión de un lector que ya sabe que finalmente la cabeza del conde rodará sobre el patíbulo. Es cierto que una atmósfera de opresiva intransigencia sumió al continente en las guerras de religión a mediados del siglo XVI. El papa Paulo IV, cuyo fanático celo conciliarista permite olvidar a los corruptos papas del Renacimiento, -siempre rodeados de pintores geniales, apuestos sobrinos y generosos guardias suizos-, simboliza ese cambio generacional. Realmente, no hay color!

Pero hay que recordarle al autor, ya que en su relato subyace una idealizada diferencia entre el Emperador Carlos y su sucesor, que hay obras de referencia sobre la transición entre los dos reinados que, de haberse tenido en cuenta, añadirían al texto suculentas anécdotas sobre rivalidades por la reputación en el seno de la familia imperial y sobre las recomendaciones de firmeza (y hoguera) que desde Yuste el anciano emperador hizo llegar a su hijo.

lunes, 16 de enero de 2012

EBOLI. SECRETOS DE LA VIDA DE ANA DE MENDOZA (2006)



El parche que cubría el ojo derecho de Ana de Mendoza escondía mucho más que la ambición de quien –como Grande de España- podía llamar “primo” a Felipe II. Seducido por su atractivo y su triste destino, Nacho Ares abandona su ámbito habitual de estudio, la Historia Antigua. Con rigor, confiesa nuestras lagunas sobre doña Ana, y -consciente de que hay poca producción seria sobre el tema-, se sirve de los historiadores locales de Pastrana, la villa ducal desde cuya corte renacentista los Mendoza gobernaban noventa mil vasallos de ochocientos pueblos distintos. Acude también a los legajos del Consejo de Estado que pueden alumbrar qué oscuros intereses aunaron a la princesa con Antonio Pérez, secretario de Felipe II. ¡Cuantos ríos de tinta ha desbordado el asesinato de Escobedo, el secretario del gobernador de Flandes y hermanastro del rey, don Juan de Austria, una noche de 1578! No sabemos qué tuvo que ver la de Éboli, pero su estrecha amistad con Antonio Pérez la involucró de tal modo que el rey –que los había detenido a los dos- la mantuvo a buen recaudo el resto de sus días. Mientras, Antonio Pérez sufriría tormento, un largo proceso, escaparía a Aragón y se acogería a sus fueros. El choque entre constituciones aragonesas y venganza regia acabaría en tragedia, pero el autor no se distrae en la complicada trama política y prefiere acompañar a la princesa de Éboli durante su largo encierro, mientras Antonio Pérez sataniza al rey Felipe en la obra paradigmática de la Leyenda Negra, a sueldo de monarcas rivales. A la afortunada descripción del plomizo ambiente de la reclusión apenas le falta profundizar en la causa de tanto ensañamiento: ¿quizá la implicación de la de Éboli en la política portuguesa, justo cuando el rey ponía sus ojos en aquella corona vacante? Parece que la princesa seguirá guardando secretos detrás de su parche.

miércoles, 11 de enero de 2012

LAS OLVIDADAS, SEGÚN ÁNGELES CASO (2005)




Entre Safo de Lesbos y las mujeres que pintan junto a los impresionistas parece haber un ensordecedor silencio de voces femeninas que ha pesado como una losa sobre las artistas y escritoras en busca de referentes históricos. Sin embargo, la presencia femenina en el mundo de la creación no fue tan escasa como nos han hecho creer: Ángeles Caso llama nuestra atención en este libro sobre las mujeres que trabajaron intensamente en los scriptoria de los monasterios medievales, en los talleres de pintura del Renacimiento o en las cortes de los príncipes del Barroco.
Prestar atención a las mujeres singulares no la hace olvidar a las demás. Por eso jalona su discurso con eficaces retratos de los contextos en los que vivieron aquellas mujeres cultas: el proceso de enclausuramiento de las órdenes femeninas, la exclusión de la mujer de la medicina, o la instrucción de las nobles y su uso como mercancía matrimonial. Aunque el libro nos permite entrar en los salones de las damas ilustradas, atiende también a esclavas o prostitutas, y no olvida presentarnos a las beguinas, a la primera autora en lengua catalana, a las trobairitz que en lengua de oc nos dejaron refinadas muestras de amor cortés, o a las autoras en lengua árabe de al-Andalus.


La mujer va adquiriendo presencia historiográfica, pero hasta hace bien poco el discurso histórico apenas atendía voces que no procedieran de los varones blancos europeos bien situados. El ejemplo de Cristina de Pisan es muy representativo; en 1405 escribió Le Livre de la Cité des Dames, un tratado alegórico que reivindicaba el valor moral, intelectual, incluso político y guerrero, de las mujeres a lo largo de la historia. Aquel universo de autoestima y dignidad femenina tuvo mucho éxito hasta el siglo XVIII en el desarrollo de la “querella de las damas”, un intenso debate sobre las cualidades intelectuales y morales de las mujeres que implicó a numerosos ensayistas durante más de trescientos años. Pues bien: Gustave Lanson, en un prestigioso estudio sobre la historia de literatura francesa publicado en 1894, calificaba a Cristine de Pisan como “una de las más auténticas marisabidillas (¡!) de cuantas han existido en nuestra literatura”.

Muchas creadoras fueron empujadas, apenas desaparecieron, al limbo del silencio y la inexistencia. En el barrio de La Latina de Madrid conocen bien a Beatriz Galindo, que enseñó a Isabel la Católica el idioma culto del tiempo de los humanistas; pero en general la mayor parte de las mujeres consagradas a la cultura ha caído en el olvido. La mayoría desconocíamos que la que podríamos considerar la primera pintora hispana conocida firmó un códice de los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana, y muchos aún se sorprenden cuando –en su visita a nuestra principal pinacoteca- descubren que el retrato más conocido de Felipe II es obra de Sofonisba Anguissola. Y es que recientemente los grandes museos han tenido que cambiar muchos rótulos de las obras exhibidas. ¡Quién sabe si la guerra de autorías todavía puede darnos alguna sorpresa y nos descubrirá si algunos de los retratos de la familia real que hoy adjudicamos a Sánchez Coello pertenecen a esta muchacha italiana, dama de honor de Isabel de Valois!

Así, de sorpresa en sorpresa, el ensayo de Angeles Caso se lee con amenidad. Apenas se echa de menos un resumen de la recuperación historiográfica, del proceso de reivindicación de estas autoras, que dejara constancia de qué tipo de dificultades tienen que salvar los investigadores que las trabajan.

viernes, 6 de enero de 2012

LA CRÍTICA DE LA CONSPIRACIÓN (Y LA CONSPIRACIÓN DE LA CRÍTICA)



Las primeras secuencias de “La conspiración” nos acercan a hechos conocidos: el actor John Wilkes Booth disparó a la cabeza de Lincoln en el transcurso de una representación en el Teatro Ford, gritó "Sic semper tyrannis!", saltó desde el palco lesionándose la pierna, y huyó a caballo. Era la cabeza ejecutora de un complot que buscaba subvertir el resultado de la guerra, o vengar la derrota de Lee en Appomattox ante el General Grant. El guión de la película, sin embargo, no se entretiene en el radicalismo sudista, sino que quiere contarnos una historia mucho menos conocida. Sabemos que Booth fue perseguido y descubierto, que murió en una emboscada, y que sus cómplices protagonizarían el proceso en el que Robert Redford centra su película; pero muchos desconocíamos que –habiéndose fraguado el atentado en una pensión, cuya propietaria era la madre de uno de los compinches de Booth- las sentencias empujarían también a esa mujer hasta la horca, convirtiendo -el 7 de julio de 1865- a Mary Surrat en la primera víctima femenina de una ejecución celebrada por el Gobierno Federal de los Estados Unidos.


La película deja bien claro que las pruebas presentadas contra Mary Surrat eran endebles y que el proceso no tuvo las debidas garantías. No es, sin embargo, una película “de abogados”: ni sustituye al arquetípico héroe de acción por un orador brillante, ni cuenta en esas escenas con suficiente intensidad dramática como para ser “cine judicial”. Creo más bien que cumple con una importante función divulgativa, poniendo de relieve la letra pequeña de la Historia que a menudo nos permite entender la letra grande. Ese objetivo parece no haber gustado: muchas críticas se lamentan de que –al construir una “crónica fidedigna”- Redford ha sustituido “el ejercicio cinematográfico” por un “manual de Historia”. Como quien no quiere la cosa, esas críticas asimilan cine a entretenimiento frívolo, y definen la Historia como un libro cogiendo polvo en la estantería. Sus socarronas descripciones de la película como un “docudrama del History Channel” contrastan con la curiosidad con la que los amantes de la Historia celebramos que “la conspiración” sea sólo la primera empresa de una productora que quiere dedicarse en exclusiva a reproducir momentos de la apasionante historia americana, sin adoctrinamiento.


Ahí viene la segunda crítica contra Redford. Algunos le acusan de incumplir ese objetivo, de ceñirse a una “reivindicación política injustificada”. Citan a la profesora Kate Clifford Larson, autora de The Assassin’s Accomplice: Mary Surratt and the Plot to Kill Abraham Lincoln, que se mostró convencida de la culpabilidad de Mary, y de que -además de albergar a los conspiradores- les asistió en cuanto pudo y conocía sus planes. Insisten en criticar a la película que no cuenta cuánto conocía Mary de la conspiración, lo que a mi juicio implica que no han entendido nada, puesto que la película no trata de desentrañar el complot contra el presidente en la que participó el hijo de la protagonista, sino un relato de indefensión constitucional ante un gobierno que organiza una farsa de juicio para apaciguar a la nación herida con un desenlace rápido y un castigo ejemplarizante. La escena en la que el secretario de guerra, Edwin Stanton, deja claro que quiere a los conspiradores enterrados y olvidados nos permite comprobar que logró su objetivo: ha hecho falta la película para que muchos conociéramos la tragedia de Mary Surrat. A cuantos les parece “injustificado” rescatar su historia, me gustaría decirles que –aunque todos sabemos que es más fácil proclamarse liberal que serlo en la práctica-, no estaría de más refrescar en la memoria el derecho a un juicio justo para todos, incluso los más retorcidos sospechosos. Nadie es liberal si considera menudencias la presunción de inocencia, o la independencia de la justicia. Y no hace falta mucho esfuerzo para reconocer que, en la actualidad, se nos olvida a menudo.


Finalmente, hay un tercer formato de críticas: las que –llegados al punto de analizar la película como una muestra de cine político- argumentan que el discurso es meritorio en intenciones pero simplista. ¡Vaya por Dios! Veamos. El film nos cuenta cómo Frederick Aiken, héroe bélico nordista, se enfrenta al dilema de actuar como abogado defensor de una mujer del bando enemigo. Seguirle en el viaje que va desde defender a regañadientes a Mary Surratt ante un tribunal militar, creyéndola culpable, hasta revelar –en una defensa ardiente- pruebas que ponían en duda las imputaciones, lejos de ser algo simple, nos permite advertir con él que –tras el discurso de que la nación amenazada debe sacrificar los derechos civiles para garantizar su seguridad- se escondía una segunda trama conspirativa: la que aprovecha la ocasión para justificar la actuación impune, sin trabas, arbitraria, del poder político. Es por eso que Redford subraya que es el mismísimo presidente Andrew Johnson quien envía a la horca a Surratt, subvirtiendo la sentencia de cadena perpetua que dicta el tribunal. “En tiempos de guerra, enmudecen las leyes”, le espeta un alto cargo del gobierno al abogado defensor. ¿Por qué tan selecto lector de Cicerón no prefirió citar al insigne romano diciendo que “ser esclavo de las leyes nos hace libres”?

A mi el guión me ha parecido brillante y original. Original porque, para vindicar la democracia, no se ha usado –como tantas veces- la exaltación de Lincoln, el culto a la personalidad del gran hombre. Al contrario: quienes conspiran y aluden constantemente a la supuesta situación de emergencia nacional son quienes apelan continuamente a la memoria del mandatario asesinado. El guión también me ha parecido brillante, porque, sin declaraciones grandilocuentes y patrioteras ni banderas ondeando al viento, se denuncia cómo los políticos crean estados de excepción imaginarios para justificar su actuación. Parece claro que implícitamente, Redford se está refiriendo a Guantánamo y al debate “seguridad vs. Libertad” que se abrió en la sociedad norteamericana después de los atentados contra las Torres Gemelas. Y quizá haya estado esa crítica hacia el patriotismo de pandereta la que ha pinchado la película en los Estados Unidos, a pesar de que se estrenó –aprovechando el 150 aniversario del principio de la Guerra de Secesión- en el lugar del asesinato.


Los críticos se han acelerado conforme se ha venido confirmando la espalda de la taquilla. En el vol. XXI de la revista del colectivo Film-Historia explicaban el fracaso en términos técnicos, diciendo que “Robert Redford no deja mucho espacio a sus actores para actuar libremente”, por lo que “sus interpretaciones son demasiado teatrales”, la fotografía hacía la película “latosa” e “insufrible”, el guión era “monótono”, la cárcel “demasiado limpia”, la recreación de Washington D.C. “demasiado elegante” y –en conclusión- “la conspiración” es un “intento de blockbuster fallido, lo que explica que le fuese mal en el box-office en Estados Unidos”, afirmación cuyo significado ignoro pero que parece esconder una acusación terrible.


Incluso la elegantísima y concienzuda crítica que Carlos Reviriego tituló con acierto “Todos los asesinos del presidente” (El Mundo, 2-12-2001) tiene intención: cuando nos advierte que un rótulo final informa al espectador de que Frederick Aiken se convertiría en el primer redactor local del Washington Post intenta adjudicar un antecedente ilustre al “periodismo de investigación” del que presume su jefe. “Este detalle no es banal”, dice, porque nos remite a la película (1976) en la que Redford interpretó a Bob Woodward, uno de los reporteros del Post que destapó el Watergate: “el paralelismo entre Woodward y Aiñen viene en cierto modo a cerrar un círculo en la filmografía del legendario actor y director californiano. El rótulo final lleva el mismo mensaje que el impertinente sonido de las máquinas de escribir que, sobre un discurso presidencial televisado, clausuraba la película de Pakula: la prensa no será silenciada”. Es en esa línea que su jefe ha tomado de la película la tesis de la conspiración de estado para continuar removiendo su denuncia del "cierre falso" del 11M y el “condenado inocente”, en un alarde de liberalismo enfrentado con la tiranía. Liberalismo, y acción investigadora, que sin embargo el diario de Pedro Jota guarda en el cajón cuando toca hablar de la trama Gürtel, el impacto del Prestige, los trabajos de Aznar para Murdoch o las armas de destrucción masiva que siguen buscando en Irak.


Por cierto que Pedro Jota -a cuyas ínfulas historiográficas espero poder dedicar algún post- es el único que detecta un fallo: parece que Lincoln, moribundo, no fue acomodado en la cama como la película sugiere. Y sin embargo, comparar las fotografías reales de la ejecución, como la que encabeza este párrafo y muestra la preparación de los reos, con la secuencia correspondiente, evidencia un encomiable esfuerzo de verosimilitud y fidedignidad. De hecho, el guión sugiere algo tan verosímil como contrastable aún en el presente: el uso de Mary Surrat como cebo para prender al único conspirador que había logrado huir, su hijo, y el aparentemente impasible exilio silencioso del fugitivo pese al sacrificio materno. Una vez más, las mujeres usadas como moneda de cambio, instrumento, chivo expiatorio, y piedra arrojadiza por parte de una sociedad tan vengativa como masculinizada. No parece que nadie haya atendido -en la reyerta política del presente- el sacrificio silente de una madre llamada Mary Surrat...

martes, 3 de enero de 2012

L'ESCLAT DE L'EST (LLIBERT FERRI, 2006)



Quan a la capacitat d’anàlisi de l’historiador s’afegeix la descripció dels fets viscuts, pròpia del periodista, el relat històric del temps recent no solament pot guanyar una presentació més atractiva, sinó també una reconstrucció dels esdeveniments tant dinàmica com verídica. És per això que “L’esclat de l’est” desperta imatges televises de l’inconscient del lector que crèiem oblidades, sense simplificar la complexitat del procés que es proposa d’explicar: l’enfonsament dels règims comunistes a Europa.


L’autor comença el relat recordant la fotografia de George Orwell que Agustí Centelles li va fer a Barcelona pel desembre de 1936, mentre feia cua per allistar-se a les milícies del POUM. L’anècdota simbolitza la seducció que la revolució va exercir sobre gran part de la intel•lectualitat europea, després compromesa en la denúncia de la temptació totalitària. No comparteixo l’opinió que la construcció d’un govern fort a la República Espanyola en guerra fos un assaig subversiu de les futures instauracions de les democràcies populars a l’Europa de l’Est. Més aviat crec que la nostra visió de la Unió Soviètica posterior, omnipresent i tentacular, intervencionista i activa en tots els fronts mundials freds, ens fa obviar l’aposta per la col•laboració amb els partits burgesos, el projecte de “socialisme d’un sol país”, i la dificultat estratègica que per a Moscou implicava la revolució espanyola. Malgrat que tot això dificulti l’existència de cap pla el 1938, ningú no pot negar, acompanyant Llibert Ferri en el viatge cronològic fins a l’est “alliberat” pels soviètics el 1945, que alguns dels protagonistes de la satel•lització de l’Europa de l’Est ja havien respirat darrera el clatell d’Orwell o dels “Poumistes” allunyats de l’ortodòxia.


Aquesta és una de les sorpreses d’aquest llibre, mitjançant el qual lector s’assabentarà també, per exemple, que Glasnost no és exactament llibertat d’expressió, coneixerà quin percentatge del territori bielorús continua contaminat pel verí radioactiu vessat a Txernòbil, descobrirà els límits de la desestalinització de Krushev, sabrà com es va produir el traspàs del matrimoni Ceaucescu, i on es va obrir el primer McDonald’s del territori soviètic. El resultat és una crònica d’esdeveniments de ritme trepidant, que posa ordre en el marasme de dades quan els fets es precipiten, i que resta tan atenta als despatxos de Moscou com als carrers dels països satèl•lits, i que sovint recorda –gràcies a l’experiència personal de l’autor com a corresponsal a Moscou- la confosa allau d’informació que van rebre les estorades opinions públiques occidentals coetànies.
Aquesta seqüència vertiginosa evita els dogmes de qualsevol signe. Per tant, no és un text revisionista amb voluntat de fer llenya de l’arbre caigut, sinó un retrat fefaent del passat recent, que se serveix d’una acurada i selecta bibliografía, en la qual destaquen la sociòloga Olga Kryshtanóvskaya i la periodista Anna Politkóvskaya. Així doncs, no es defuig diferenciar l’ànima totalitària de l’ànima humanista del comunisme, ni criticar els ultraliberals que van impulsar les teràpies de xoc dissenyades als laboratoris occidentals per desmantellar l’economia planificada i substituir-la per una altra que, més que de mercat, semblava de casino. La davallada de la producció i la caiguda de les inversions que va provocar aquestes teràpies es van intentar superar retallant despeses socials. Així va ser com 40 milions de persones arruïnades per la inflació i la consegüent pèrdua del valor adquisitiu dels sous van haver de buscar estratègies de supervivència, que anaven des de les paradetes en parcs i voreres per vendre els objectes personals, fins a l’ús de la violència per desallotjar els desvalguts petits propietaris dels pisos privatitzats.
El 1999 les Nacions Unides van publicar un balanç sobre el cost de vides humanes del desmantellament del comunisme a Europa: es volia denunciar que un gran nombre de persones havien desaparegut dels censos de població. Se les havien endut les malalties (per l’ensorrament del sistema públic de salud), els suïcidis, l’alcoholisme i la violència d’una societat desestructurada. La xifra espanta qualsevol: recomano que, quan us la trobeu a “L’esclat de l’est”, la compareu amb les que s’atribueixen a 90 anys de règim soviètic en qualsevol d’aquests “llibres negres” consagrats a donar al comunisme un caràcter intrínsecament criminal. En el text de Llibert Ferri les víctimes del capitalisme salvatge també mereixien el seu sentit record reivindicatiu!

domingo, 1 de enero de 2012

UN SAHIB CON SALACOT EN LONDRES (75 AÑOS SIN KIPLING)



Me acerqué al libro del periodista canadiense David GilmourLa vida imperial de Rudyard Kipling” con precipitación y alevosía. Faltaban pocos días para que en Fent Història celebráramos una de las ya habituales lecturas públicas que nuestra compañera y amiga Victòria Medina viene organizando desde hace ya algunos años en el marco de la Setmana de la Ciència. Incluimos en esta iniciativa de la Fundació Catalana per a la Recerca nuestra invitación a la ciudadanía para leer en público, y buscamos un libro que sintonice con el pretexto científico que cada año ejerce como leit motiv de esta convocatoria consagrada a la divulgación científica: la declaración por las Naciones Unidas del 2011 como Año Internacional de los Bosques, por ejemplo, hacía de “El libro de la selva” de Kipling la lectura más adecuada. Temía, sin embargo, que quienes conozcan la obra del escritor británico nacido en la India, pudieran descalificarlo como un “apóstol del imperialismo”.

Puede que la urgencia de esa pregunta sesgara mi lectura, y quizá por eso me resultara una obra exculpatoria. En la introducción, por ejemplo, se cita al escritor bengalí Nirap Chaudhuri, de quien se nos dice que insistía en que el pensamiento político de Kipling “no era un ingrediente esencial de sus escritos”, y a Charles Carrington, aparentemente el “biógrafo oficial”, quien “sostenía en privado que su biografiado no era un tory ni un imperialista”.

No es que Gilmour niegue que Kipling encarnara la aspiración imperial. Lo que ocurre es que prefiere acentuar su papel como “profeta de la decadencia”. Al hacerlo, dulcifica todo cuanto Kipling pensaba, como hombre de su tiempo, que pudiera incomodar al lector occidental del siglo XXI. Quizá con esa voluntad de disculparle afirma (p. 51) que “gran parte de cuanto dijo y escribió puede contradecirse con otras cosas que dijo y escribió”. Dicho lo cual se dedica a desmentir su “misoginia aparente” basándose en la “simpatía” y “comprensión” que muestra hacia algunos personajes femeninos en sus cuentos. La lectura exculpatoria se extiende entonces a la apología imperial: en el debate sobre la verosimilitud de la India que Kipling nos describe, afirma que “su capacidad para observar y escuchar, y no condenar (…)le permitía experimentar mucho más de la India nativa más que la mayoría de los ingleses”, que “los indios lo consideraban distinto a otros sahibs”, que “su conocimiento (…) le conseguía invitaciones para lugares a los que rara vez se llamaba a los extranjeros”, que “su saber de las castas y credos impresionaba a sus amigos”. Hasta aquí se nos retrata a Kipling como esencia de la curiosidad científica, como explorador fascinado por la exoticidad, olvidando que el afán de conocimiento del positivismo pretendía en el fondo someterlo todo, controlarlo todo, explotarlo todo. Sin embargo, Gilbour dibuja a un partidario de un formato de “imperialismo” más o menos informal –¿indirect rule?- alejado de la geoestrategia nacionalista vociferante y del saqueo de las colonias con mano de obra semi-esclava.


Convencer de que la “informalidad del imperio” minimizaba el impacto sobre los colonizados, y esconder la violencia (formal o informal) bajo un manto filantrópico fueron los objetivos, y creo que las lamentables conclusiones, del debate sobre los costes del imperio que se desarrolló en la historiografía occidental durante el último cuarto del siglo XX. Es posible que, llegadas a esas conclusiones, que tanto hacían por santificar los beneficios de esta nueva forma de control que llamamos “globalización”, urgiera releer las obras de Kipling para enaltecer su “carga del hombre blanco”, la misión civilizadora. No sé si será ese el objetivo de Gilmour al escribir que “en general, le caían bien los indios como individuos y le iba bien con los que conocía. (…) Miraba a los indios como inferiores en varios sentidos (…) pero eso no demuestra en sí mismo una reivindicación de superioridad racial (…) más bien refleja la opinión (…) de que entonces los británicos eran más capaces que los indios para llevar a cabo ciertas tareas (…) los británicos de los cuentos de Kipling rara vez exhiben alguna superioridad moral (…) quería reformar la India eliminando las cosas que no podía tragar, abusos como el matrimonio infantil, la suciedad y el peligro de vivir en los barrios bajos de las ciudades. Pero no quería que se impidiera a los indios que fueran indios, ni transformarlos en otra cosa”. Dicho de otro modo, que si trabajaban barato en los campos de algodón, podían continuar muriéndose lentamente de hambre a su antojo. Libremente, eso si. ¡A la velocidad y en el rincón que ellos mismos eligieran, eso sí, que el capitalismo lleva pareja la libertad!

El retrato de este Kipling “post-moderno”, tan transigente con la diversidad y respetuoso con la identidad, no es un estudio literario ni filológico, aunque algunos párrafos del libro contienen breves “guías de lectura” que insisten en la apuesta de Kipling por el imperio como paraguas de la diversidad. Se nos dice, por ejemplo, que el cuento “el hombre que pudo reinar” era “un aviso a los imperios de que les pueden echar abajo si vulneran en demasía las costumbres de los pueblos sometidos”, y “The Jungle Book” se interpreta como la defensa de la civilización superior de quienes obedecen la ley sobre quienes “viven sin ley”. ¡Doctores tiene la iglesia, estetas del discurso la globalización, aquí alivio y después gloria, pensé!




Lo que realmente me pareció acertado del libro fue la descripción del papel de Kipling como “profeta de la decadencia”. Se refiere a que se dedicó a “insistir ruidosamente en que la supervivencia dependía de que se aplicaran ciertas medidas políticas: el servicio militar obligatorio, la ampliación de las fuerzas armadas, la alianza con Francia contra Alemania, y la negativa a cualquier concesión a los nacionalistas indios e irlandeses”. La segunda mitad de la vida de Kipling coincidió con el comienzo de la decadencia imperial, “sincronía que explica la amargura de aquellas décadas como profeta al que nadie escuchaba”. Ese retrato de Kipling como “abuelo cascarrabias” me pareció mucho más verosímil que el del partidario del “imperio acogedor”: cuando regresó a Londres, Wilde triunfaba con “El retrato de Dorian Gray”, y todo aquel mundo “de cuellos altos de terciopelo y esteticismo petulante, de absenta y buhardillas parisinas”, le pareció frívolo y enojoso. A su alrededor solamente percibía socialistas, irlandeses y liberales, fantasmas unidos en una “profunda falta de interés por salvar el imperio”. Clamó contra el impuesto sobre el patrimonio contra el que Lloyd George quería financiar el gasto social y contra las sufragistas con el argumento de que la emancipación femenina acabaría con lo mejor de la mujer: su “delicadeza, su pureza, su buena educación”. Es la época en la que “entregó su corazón y a veces su mente a una larga lista de causas políticas: la soberanía inglesa en la India, la reforma de los imperios, la supervivencia de Francia, el servicio militar obligatorio, preservar el Ulster de la Irlanda autónoma, la protección de Inglaterra frente a los peligros que suponían los alemanes, el sindicalismo, las sufragistas, el libre-comercio y el partido liberal”.

Hay un episodio lamentable de la vida de Kipling que puede ejercer como “guinda” que permita interpretarle: cuando en 1914 su hijo de 17 años suspendió un examen físico para alistarse porque había heredado mala vista, la prioridad de Kipling fue obviar el diagnóstico para conseguirle un destino. ¿Cómo disculpar ese ejercicio tiránico de la autoridad paterna? Gilmour toma una carta que nos permite reconocer que el matrimonio Kipling nunca se hizo ilusiones sobre las opciones de supervivencia de su hijo, al tiempo que justifica que le entregaron en sacrificio porque “no podemos dejar que mueran los hijos de amigos y vecinos para salvarnos nosotros y a nuestro hijo. No hay posibilidad de que John sobreviva a menos que esté tan lisiado por una herida que quede inútil para el combate. Lo sabemos, y él también. Todos lo sabemos, pero todos debemos entregar y hacer lo que podamos, y vivir en la sombra de la esperanza de que nuestro hijo sea el único que se salve”. Aunque el chico duró algunas horas más de las que duraría yo en las trincheras francesas, el noble sacrificio de la familia Kipling en el altar del imperio se me antoja el método para conocer rápidamente al autor de “Si…”. Cada cual que piense lo que quiera