Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 5 de mayo de 2010

LA TRAGEDIA DE ELEGIR: ROSA DE FUEGO O CIUDAD TAYLORIZADA?




Durante el 2009 me preguntaba por qué –pese a la variedad de actos, paseos y publicaciones que conmemoraban el centenario de la Semana Trágica- la apertura de la Vía Laietana ese mismo año parecía sólo una casual coincidencia. Todas las publicaciones que consulté analizaban el conflicto sirviéndose de Marruecos y Maura; a lo sumo ofrecían el relato de los hechos, narraban la experiencia de los obreros, criticaban la demagogia del Partido Radical, o definían el anticlericalismo como una brutalidad. Recientemente, sin embargo he ojeado “Un verano con mil julios y otras estaciones”, de Pere López Sánchez (1993). Es un excelente trabajo, quizá algo difícil para los que cojeamos en geografía y antropología, y que –como escribía Manuel Vázquez Montalbán en su prefacio- tiene título de “poemario de artista adolescente”. En definitiva, concurren en este libro todos los condicionantes para que el público con prisas, y la historiografía oficialista, aparenten que nunca fue publicado.

Para su autor, “el proceso de urbanización capitalista” es un “acondicionamiento de los espacios” que “implica una progresiva reducción de las posibilidades que la ciudad presta como territorio concurrencial de encuentros”. Añade que “el orden urbano que propone el capital (...) pretende conseguir una suma de individuos aislados pero al mismo tiempo juntos”, y toma de Murar y Zylberman (Le petit travailleur infatigable, 1976) la idea de que se pretendía aislar/distribuir a los miembros de una familia en el interior de una vivienda, y a unas familias de otras en el interior de los inmuebles para evitar relaciones peligrosas, inútiles o improductivas.

El libro analiza el impacto del espacio construido sobre la sociedad, rastreando algunas claves en la convocatoria del concurso abierto para la consumación del Plan de Enlaces entre el núcleo barcelonés y los pueblos agregados del llano, y en el decidido apoyo concedido a la hasta entonces relegada apertura de la Gran Vía A entre el puerto y el Ensanche. Se advierte también que ambas cuestiones formaban parte del programa de la Lliga Regionalista en 1901, partícipe activa de una verdadera cruzada moral contra la mendicidad infantil, la prostitución y los antros de mal vivir a la que parece consagrarse la moral burguesa de entonces.

El interés demostrado en una conferencia pronunciada en 1901 por Guillermo Graell, secretario del Fomento del Trabajo Nacional, por “la ostentosa indisciplina social que impera” y “el libertinaje de las costumbres llevado a las mismas calles” es sólo una muestra de la preocupación por higienizar, moralizar, regular, aspectos de la vida popular. En esa misma línea, el ministro de gobernación Juan de la Cierva afirmaba, en una carta dirigida al gobernador civil Osorio en octubre de 1907, que el régimen de costumbres explicaba el arraigo de la anarquía en Barcelona y que debían combatirse las tendencias malsanas de una parte de la población con toda suerte de medidas policíacas y de orden público. Iniciativas como la puesta en marcha en 1907 de un cuerpo especial de policía, para cuya dirección se trajo de Scotland Yard al detective Charles Arrow, implicaban una presión que –como escribía Navarro Maura en “La Rosa de Fuego, el obrerismo barcelonés de 1899 a 1909” (1975)- acentuaría el malestar de la población urbana.



La moralización escondía una campaña por la productividad del tiempo y del espacio que el autor detecta en Jausselly cuando escribe que “en este taller” –refiriéndose quizá a la ciudad que le distinguirá como ganador del Concurs Internacional d’avantprojectes d’enllaç de la zona de l’eixample de Barcelona i els pobles agregats (1903)- “se quieren evitar las pérdidas de tiempo y los pasos inútiles para los hombres y las cosas” para que la nueva organización urbana pueda “dar el mejor rendimiento posible” y permita “producir mejor para vivir mejor”, para lo cual preconiza que se debe “vivir mejor” –nueva referencia velada a los vicios que se adjudican a los obreros- “para producir mejor”. El Plan de Reforma Interior buscaba pues mejorar la vialidad y acelerar los movimientos de mercancías y recursos humanos; y actuar sobre el hábitat obrero para modelar (y controlar) la población urbana, a la que se supone consagrada al vicio para imponerle las virtudes moralizantes del trabajo sistemático. La burguesía reconoce que el proletariado se ha apropiado del centro urbano, y proyecta con el Plan evitar la indisciplina que dificulta la rentabilidad. Al abrir la Vía Layetana se pretende pues acelerar los movimientos de mercancías, pero también de personas. Lo cual supone un cambio cultural, la imposición de una lógica del tiempo propia del capitalismo al proletariado, evitando todo tiempo muerto o improductivo. Pero además de esa agresión, de esa imposición de un ritmo de trabajo (y de vida), me temo que también hay un ostentoso y sucio negocio especulativo: los burgueses, que habían abandonado la ciudad vieja y devaluado así su espacio, propiciando la marginación, ahora lo recuperan por cuatro duros para forrarse con su revalorización.

Para que el proletariado dejara de ser la “clase hegemónica” en el espacio que ocuparía el nuevo centro de negocios, se derribaron unas 2.200 viviendas, desalojando a unos 10.000 vecinos que incrementaron la insostenible densidad de población de barrios vecinos. La violencia del proceso no sólo estaba en el desalojo: la monumentalización de la Via Laietana con nuevos edificios “estilo Chicago” definía quién mandaba en aquella sociedad bipolarizada y conflictiva. La Reforma Interior se convierte así, dice el autor, en una guerra por la supremacía social en la ciudad antigua, en una batalla entre la metrópoli del capital –que sueña con los negocios y los beneficios inmobiliarios- y la metrópoli proletaria, que sueña con la emancipación y una vida digna.








El proletariado reaccionará a la agresión reapropiándose, con la misma violencia, del espacio que se le estaba robando. Extirparon de él a la iglesia, como había hecho la burguesía con las desamortizaciones, y respondieron a los derribos con barricadas. Con ellas no sólo pretendían proteger el espacio que consideraban propio, y que la Reforma Interior quería quitarles. La barricada, escribe Pere López Sánchez, ejerce de “alegato de la peatonalidad, de la movilidad autónoma”, porque “el urbanismo insurreccional propicia el acto de moverse, y obstaculiza el transporte. Es una negativa al hecho de ser cargado y/o transportado”. Es una “arquitectura de la insumisión” cuyo “ingeniero colectivo” es la cadena humana que levanta las barricadas y ensalza a los anónimos, a diferencia del monumentalismo burgués que sólo ensalza a los ilustres.

Vista así, la revuelta no parece tan extraña. Aunque nadie le ha dado cancha al tema en el centenario, no era casualidad que la huelga de febrero de 1902 coincidiera con el inicio de las expropiaciones para la Reforma Interior, y la tragedia de 1909 con los derribos.