Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 18 de febrero de 2009

… Y LA GUERRA EN IMÁGENES (y 2)




Este es el título de la exposición que acaba de prorrogar el Museo de Historia de Catalunya. Es una selección de 106 fotografías de la colección del Archivo General de Palacio, formada con el concurso de la Oficina Pro-cautivos, que Alfonso XIII y la Cruz Roja constituyeron para canalizar la ayuda humanitaria. La muestra, que quiere conmemorar el reciente 90º aniversario del final de la Gran Guerra, advierte en su panel introductorio que la mayoría de las imágenes proviene de una agencia alemana. Una agencia. Una. A la que, por si fuera poco, se define como paradigma de la propaganda partidista bajo control gubernamental.

El aviso es elegante, dice mucho –y bueno- de los creadores del discurso expositivo, que se han visto condicionados –seguro- por la fuerte personalidad del material expuesto. Sin duda es un acierto mostrar esas fotografías porque enriquecen nuestro imaginario sobre el conflicto, demasiado acostumbrado a las que repiten los libros de texto y las revistas de historia. Pero lo que no me parece bien es que se venda como producto acabado una conmemoración del 90 aniversario del armisticio que sólo contiene cien fotos, de una de las partes, enmarcadas en la pared, junto a una vitrina con tres periódicos españoles dando cuenta de los combates en su portada, dos mapas para comparar las fronteras de 1913 y 1926, 10 postales patrióticas, un casco alemán, otro francés, una cruz de hierro y una pala de cavar trincheras. Oigan, el patrocinio de la Caixa Sabadell, ¿no da para más?

La Gran Guerra no sólo se llevó por delante la magdalena de Proust y aquel parque de atracciones burgués que era Europa, con sus cafeterías art-decó y sus cuadros de damas desmayadas. Barrió un mundo… y lo dejó patas arriba. ¡El más superficial de los balances corta la respiración! ¿Se puede recordar un conflicto de tal alcance, que dio como resultado un mundo nuevo, traumatizado, roto y mutilado… con cien fotos y una vitrina?

Oigan, si la cuestión era de presupuesto… ¡no sean ustedes tan ambiciosos! Ni en sus objetivos, ni en las promesas contenidas en su título. Aborden ustedes un tema más colateral, fácilmente ajustable a un espacio pequeño. Doctores tiene la iglesia y, probablemente, diseñaron muy condicionados por los metros cuadrados, las piezas disponibles y un presupuesto enjuto. Pero si las limitaciones eran un traje estrecho, ¿no hubiera sido mejor evitar los títulos ambiciosos, y bautizar el evento como La perspectiva de los vencidos, La mirada de Alemania, o “las fotos del otro lado”?

No. Se ha optado por un llamamiento ambicioso y un tratamiento pequeño. Y apostar por el discurso convencional como tocaría a una exposición de gran formato –en definitiva, tratar el conflicto, la Historia con mayúsculas- ha impedido explotar a fondo las historias con minúsculas, aquellas historias de personas que parecían anunciar los ojos del soldado con los que publicitan el proyecto. Aquella mirada que traspasa, avergüenza, pregunta, denuncia, entristece, y… no encuentra respuesta en el discurso expositivo, donde todos los cuerpos uniformados son anónimos y la desgracia, por impersonal, parece un juego de estrategia.








¡La cronología que inaugura la muestra no contiene ni una sola referencia a los dos millones de hombres que se dejaron el pellejo en Verdún y el Somme! Es cierto que, si te da por mirar al techo, por encima de las fotografías, en la pared puedes encontrar un par de inscripciones: “10 millones de soldados muertos”, “70 millones de movilizados”. Pero no es suficiente: toda una generación quedó marcada hasta los tuétanos y su convivencia diaria con la muerte precipitó a los supervivientes hacia la agonía en vida, o la evasión más frívola. Por muy aséptico que pretenda ser el listado imparcial de una secuencia de acontecimientos, no creo que dos millones de víctimas puedan ser ignoradas.

No critico falta de rigor. En esa exposición, recomendable, no la hay. Tampoco echo de menos una narración integral de la guerra. Me importa poco que no aparezcan los errores de Churchill en Gallípoli, los besos de Lawrence entre las dunas de Arabia, el valor resistente de Mustafá Kemal o el testículo de Hitler (¡si es que perdió alguno!). De lo que me lamento es de lo patético y ridículo de nuestra ambición, que es sólo apariencia rimbombante, burbujas de jabón. De nuestra incapacidad de crear buenos productos culturales, de arriesgar en la oferta, de hacer preguntas, de provocar debates y de agitar la vida cultural de la ciudad.

domingo, 8 de febrero de 2009

LA IMAGEN DE LA GUERRA ( 1...)

Alba Durán, una brillante estudiante de bachillerato del instituto donde estoy destinado este año, está terminando en estos días su treball de recerca, un resumen sobre la evolución de la tecnología bélica y la gestión de los ejércitos que, además de comparar distintos casos históricos, ofrecerá interesantes reflexiones sobre la estrecha relación entre guerra y sociedad. De forma provocadora, afirma que nosotros –hijos del siglo XX, testigos y víctimas de las carnicerías de Verdún o Vietnam- hemos dejado perder el papel formativo que la violencia tenia en la sociedad clásica, cuando la guerra era el virtuoso y trágico escenario donde el individuo forjaba carácter y entendía la importancia del sacrificio, la heroicidad y la camaradería. Entonces llegó el siglo XX y convirtió la retaguardia en objetivo bélico: primero la Gran Guerra comprometió todos los recursos de la sociedad en el esfuerzo bélico (integrando masivamente a la mujer en las fábricas de armamento), después la II Guerra Mundial hizo de la sociedad civil objetivo militar. Es cierto que hay un hilo macabro de continuidad, in crescendo, desde las concentraciones de civiles con las que Weyler intentó separar a la población civil de los guerrilleros cubanos hasta las limpiezas étnicas de hace cuatro días. Un camino diabólico que pasa por Armenia (1916), Guernica (1937), Desde (1945) o Hiroshima (1945).

Dice Alba en su título que Dulce et decorum est pro patria mori y que poco queda de aquella experiencia formativa, ni la defensa de las libertades ciudadanas a las que la “nación en armas” se consagra con pasión y entereza, en la polis, la Florencia de Maquiavelo, o en la “leva en masa” que preconiza la revolución francesa. Pero ni ese guiño al republicanismo me convence de que haya nada de virtuoso ni de heroico en la guerra; por mucho que la expresión “daños colaterales” intente hacernos creer que las víctimas civiles son sólo accidentes ajenos a un proceso que puede llegar a ser científico, aséptico, ausente de dolor. Algunas veces he discutido con Alba, erudita e ingeniosa, sobre eso. Y aunque me incomoda no convencerla de que las pinturas neoclásicas que nos muestran al héroe en combate nos engañan, lo cierto es que cada estudiante debe elegir su camino y que lo que debería gustarme es cómo defiende con voz propia, sin impostar ni recitar, las propias teorías e hipótesis, con actitud genuina y acentuada personalidad. Eso demostró cuando le ofrecí como material La segunda guerra mundial: una historia de las víctimas, y prefirió citar en su exposición la nueva obra de su autora, la prestigiosa investigadora norteamericana Joanna Burke, Sed de sangre.

Es lógico que Alba piense así. Vive en una sociedad bombardeada –sí, bombardeada- con películas en las que la guerra es el escenario de la heroicidad. Sin ir más lejos, la elevación a los altares de Stauffenberg que hace Tom Cruise al distinguir la “guerra de caballeros” (¿¡!?) soñada por la élite militar germana, de la guerra sucia, genocida, de exterminio, que los advenedizos nazis planearon contra los eslavos.

Es terrible: nos hemos acostumbrado a vivir con la guerra continuamente presente en nuestros noticiaros. Por eso quizá también mi amigo "J" no se conmueve con las imágenes de Gaza desolada y los palestinos sentados junto a lo que un día fue su casa, con la mirada perdida mirando a un horizonte demasiado lejano y un cuerpo amortajado precipitadamente con unas viejas cortinas.

Puede que a un virtuoso ciudadano de la nobilitas romana como Horacio le pareciera dulce y decoroso morir en la guerra. Pero yo me siento más cercano a la perversión de su oda con la que Wilfred E. Owen quiso provocar a los que veían en la guerra fuente de honor y de gloria. A Owen la experiencia de la trinchera le trastornó. Absorto y en trance, fue enviado a un idílico hospital de guerra en Edimburgo, repleto de personas quebradas e irritables. Le habían diagnosticado algún tipo de neurastenia de guerra, un desorden mental que le hacía inútil en el frente. Los médicos británicos pensaban que algunas explosiones producían un vacío por el que el aire se introducía hasta la médula, conmocionando el trabajo normal del cerebro. En el hospital conoció a Siegfried Sasoon, su mentor poético, que le animará a escribir algunos poemas en la revista del hospital, y cuya marcha volvió a romperle.



Torcidos, como viejos mendigos bajo sus hatos,
renqueando, tosiendo como brujas, maldecíamos a través del lodo,
hasta que donde alumbraban las luces de las bengalas nos dimos la vuelta
y hacia nuestra lejana posición empezamos a caminar afanosamente.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos habían perdido sus botas
Pero abrumados avanzaban sobre zapatos de sangre. Todos cojos, todos ciegos;
Borrachos de fatiga, sordos incluso al silbido de las balas
Que los cansados cañones de calibre 5.9 disparaban detrás de nosotros.



“¡Gas, gas! ¡Rápido, muchachos!”; un éxtasis de desconcierto,
Poniéndonos los toscos cascos justo a tiempo;
Pero alguien aún estaba gritando y tropezando
Y ardía retorciéndose, como ahogándose en cal viva…
Borroso, a través de los empañados cristales de la máscara y de la tenue luz verde,
Como en un mar verde le vi ahogarse.
En todas mis pesadillas, ante mi impotente mirada,
Se desploma boqueando, agonizando, asfixiándose.



Si en algún sofocante sueño tú también puedes caminar
Tras la carreta en la que lo pusimos,
Y mirar sus blancos ojos moviéndose
En su desmayada cara, como un endemoniado.
Si pudieses escuchar a cada traqueteo
El gorgoteo de la sangre saliendo de sus destrozados pulmones,
Repugnante como el cáncer, nauseabundo como el vómito
De horrorosas, incurables llagas en lenguas inocentes,
Amigo mío, no volverías a decir con ese alto idealismo
A los ardientes jóvenes sedientos de gloria
La vieja mentira: “Dulce et decorum est pro patria mori”.


Recuperado, Wilfred Owen -que sabía más de la guerra que Horacio, a mi entender, porque en la trinchera tuvo miedo a una muerte segura y terrible- volvió a Francia. Cayó el 4 de noviembre de 1918, una semana antes del armisticio. Su madre recibió el telegrama que le informaba de la muerte de Owen el Día del Armisticio.