Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 8 de febrero de 2009

LA IMAGEN DE LA GUERRA ( 1...)

Alba Durán, una brillante estudiante de bachillerato del instituto donde estoy destinado este año, está terminando en estos días su treball de recerca, un resumen sobre la evolución de la tecnología bélica y la gestión de los ejércitos que, además de comparar distintos casos históricos, ofrecerá interesantes reflexiones sobre la estrecha relación entre guerra y sociedad. De forma provocadora, afirma que nosotros –hijos del siglo XX, testigos y víctimas de las carnicerías de Verdún o Vietnam- hemos dejado perder el papel formativo que la violencia tenia en la sociedad clásica, cuando la guerra era el virtuoso y trágico escenario donde el individuo forjaba carácter y entendía la importancia del sacrificio, la heroicidad y la camaradería. Entonces llegó el siglo XX y convirtió la retaguardia en objetivo bélico: primero la Gran Guerra comprometió todos los recursos de la sociedad en el esfuerzo bélico (integrando masivamente a la mujer en las fábricas de armamento), después la II Guerra Mundial hizo de la sociedad civil objetivo militar. Es cierto que hay un hilo macabro de continuidad, in crescendo, desde las concentraciones de civiles con las que Weyler intentó separar a la población civil de los guerrilleros cubanos hasta las limpiezas étnicas de hace cuatro días. Un camino diabólico que pasa por Armenia (1916), Guernica (1937), Desde (1945) o Hiroshima (1945).

Dice Alba en su título que Dulce et decorum est pro patria mori y que poco queda de aquella experiencia formativa, ni la defensa de las libertades ciudadanas a las que la “nación en armas” se consagra con pasión y entereza, en la polis, la Florencia de Maquiavelo, o en la “leva en masa” que preconiza la revolución francesa. Pero ni ese guiño al republicanismo me convence de que haya nada de virtuoso ni de heroico en la guerra; por mucho que la expresión “daños colaterales” intente hacernos creer que las víctimas civiles son sólo accidentes ajenos a un proceso que puede llegar a ser científico, aséptico, ausente de dolor. Algunas veces he discutido con Alba, erudita e ingeniosa, sobre eso. Y aunque me incomoda no convencerla de que las pinturas neoclásicas que nos muestran al héroe en combate nos engañan, lo cierto es que cada estudiante debe elegir su camino y que lo que debería gustarme es cómo defiende con voz propia, sin impostar ni recitar, las propias teorías e hipótesis, con actitud genuina y acentuada personalidad. Eso demostró cuando le ofrecí como material La segunda guerra mundial: una historia de las víctimas, y prefirió citar en su exposición la nueva obra de su autora, la prestigiosa investigadora norteamericana Joanna Burke, Sed de sangre.

Es lógico que Alba piense así. Vive en una sociedad bombardeada –sí, bombardeada- con películas en las que la guerra es el escenario de la heroicidad. Sin ir más lejos, la elevación a los altares de Stauffenberg que hace Tom Cruise al distinguir la “guerra de caballeros” (¿¡!?) soñada por la élite militar germana, de la guerra sucia, genocida, de exterminio, que los advenedizos nazis planearon contra los eslavos.

Es terrible: nos hemos acostumbrado a vivir con la guerra continuamente presente en nuestros noticiaros. Por eso quizá también mi amigo "J" no se conmueve con las imágenes de Gaza desolada y los palestinos sentados junto a lo que un día fue su casa, con la mirada perdida mirando a un horizonte demasiado lejano y un cuerpo amortajado precipitadamente con unas viejas cortinas.

Puede que a un virtuoso ciudadano de la nobilitas romana como Horacio le pareciera dulce y decoroso morir en la guerra. Pero yo me siento más cercano a la perversión de su oda con la que Wilfred E. Owen quiso provocar a los que veían en la guerra fuente de honor y de gloria. A Owen la experiencia de la trinchera le trastornó. Absorto y en trance, fue enviado a un idílico hospital de guerra en Edimburgo, repleto de personas quebradas e irritables. Le habían diagnosticado algún tipo de neurastenia de guerra, un desorden mental que le hacía inútil en el frente. Los médicos británicos pensaban que algunas explosiones producían un vacío por el que el aire se introducía hasta la médula, conmocionando el trabajo normal del cerebro. En el hospital conoció a Siegfried Sasoon, su mentor poético, que le animará a escribir algunos poemas en la revista del hospital, y cuya marcha volvió a romperle.



Torcidos, como viejos mendigos bajo sus hatos,
renqueando, tosiendo como brujas, maldecíamos a través del lodo,
hasta que donde alumbraban las luces de las bengalas nos dimos la vuelta
y hacia nuestra lejana posición empezamos a caminar afanosamente.
Los hombres marchaban dormidos. Muchos habían perdido sus botas
Pero abrumados avanzaban sobre zapatos de sangre. Todos cojos, todos ciegos;
Borrachos de fatiga, sordos incluso al silbido de las balas
Que los cansados cañones de calibre 5.9 disparaban detrás de nosotros.



“¡Gas, gas! ¡Rápido, muchachos!”; un éxtasis de desconcierto,
Poniéndonos los toscos cascos justo a tiempo;
Pero alguien aún estaba gritando y tropezando
Y ardía retorciéndose, como ahogándose en cal viva…
Borroso, a través de los empañados cristales de la máscara y de la tenue luz verde,
Como en un mar verde le vi ahogarse.
En todas mis pesadillas, ante mi impotente mirada,
Se desploma boqueando, agonizando, asfixiándose.



Si en algún sofocante sueño tú también puedes caminar
Tras la carreta en la que lo pusimos,
Y mirar sus blancos ojos moviéndose
En su desmayada cara, como un endemoniado.
Si pudieses escuchar a cada traqueteo
El gorgoteo de la sangre saliendo de sus destrozados pulmones,
Repugnante como el cáncer, nauseabundo como el vómito
De horrorosas, incurables llagas en lenguas inocentes,
Amigo mío, no volverías a decir con ese alto idealismo
A los ardientes jóvenes sedientos de gloria
La vieja mentira: “Dulce et decorum est pro patria mori”.


Recuperado, Wilfred Owen -que sabía más de la guerra que Horacio, a mi entender, porque en la trinchera tuvo miedo a una muerte segura y terrible- volvió a Francia. Cayó el 4 de noviembre de 1918, una semana antes del armisticio. Su madre recibió el telegrama que le informaba de la muerte de Owen el Día del Armisticio.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Ferran,
Eres una gran persona, me resulta maravilloso que tengas el respeto y la consideración que tienes por tus alumnos, me refiero claro al hecho de hablar del trabajo de Alba Durán. Me parece magnífico que animes así a esta chica.
¿Te imaginas que los profesores de la Universidad -en concreto los de nuestra Facultad- sintieran el mismo respeto y consideración por sus alumnos? ¿a que no?. En la universidad española -muy a diferencia de la europea, sé muy bien de qué hablo- reina una jerarquía castradora de toda iniciativa, de toda brillantez, no parece importarles demasiado la innovación científica. El estudiante no cuenta para nada, ni el investigador, ni tan solo el profesor titular tiene voz, hasta que no eres catedrático lo que tú opines, lo que tú trabajes no les importa para nada...Un ejemplo cercano, doméstico para ti y para mí: fíjate en la documentación del DEA, ¿ves tú en algún sitio el título del trabajo de investigación del alumno, o al menos el tema?, nada de nada: patético.

Ah Alba, si me permites me añado a Ferran. Felicidades por tu iniciativa y adelante con el "treball de recerca", ¡que tengas un magnífico futuro profesional!

L.

alexis dijo...

La vida del poeta-soldado Wilfred Owen otorga una panorámica interesante del quiebre del hombre ante la guerra (y sobre todo porque el mismo Owen estaba, antes de participar en ella, dentro de una fatamorgana que le hizo creer que luchar pudiese ser honorable).
Parece relevante, ante el aviso de Obama de enviar nuevos miles de soldados a Oriente, retomar las imagenes de Max Arthut o los poemas del mismo Owen para reflexionar sobre las únicas imágenes que nos puede dejar la guerra.