Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

viernes, 24 de junio de 2011

LAS ESPECIAS SEGÚN PAUL H FREEDMAN



Documentándome para echar un cable en la organización del excelente ciclo de conferencias sobre las especias que prepara Maria Ángeles Torrente para el Club d'Amics de la UNESCO tropecé con el último libro de Paul H Freedman, “Lo que vino de Oriente. Las especias y la imaginación medieval”. El profesor de Historia en la Universitat de Yale es un gran especialista en la historia medieval de Cataluña. Así lo ha demostrado en Assaigs d’història de la paresia catalana: segles XI-XV (1988), The origins of peasant servitude in medieval Catalonia (1993), Church, law and society in Catalonia 900-1500 (1994) e Images of the Medieval Peasant (1999). Poder acceder a un hispanista de ese calibre es un lujo, por lo que el equipo de Fent Història le invitó a la visita que uno de nuestros socios, Oleguer Biete, nos preparaba para conocer las obras de la Sagrada Familia, recientemente consagrada. Es precisamente en la capella del Roser, justo debajo de la bomba Orsini que acompaña un retorcido capitel modernista, que tomamos la fotografía que figura en este post. Fue la excusa perfecta para charlar con el cálido historiador norteamericano sobre mil cosas: el impacto de la postmodernidad en el discurso historiográfico, el proyecto político del Tea Party o sus impresiones cuando desembarcó en la España de Franco para redactar su tesis, que más tarde se publicaría bajo el título The Diocese of Vic: Tradition and Regeneration in Medieval Catalonia (1983). Y como no, sobre su último trabajo.

Un libro importante

En la introducción de “Lo que vino de Oriente”, Paul Freedman critica que los historiadores no se han parado a explicar las causas del “ánsia de especias” que vive la Europa bajomedieval, a pesar de que las especias han sido definidas como el combustible de la expansión europea, de la propia modernidad, en tanto estimularon a descubrir las tierras de procedencia. Tal importancia, advierte sin embargo, no debería inducirnos al erróneo símil que las ha venido describiendo como si del petróleo del siglo XV se trataran. Y es que nuestra civilización depende del crudo, pero las especias no eran un producto básico para el funcionamiento de la Europa de su tiempo. Por eso afirma, también en la introducción del libro, que aunque los recetarios medievales muestran cómo se usaban masivamente para aromatizar la comida, la demanda sólo estuvo relacionada parcialmente con el gusto gastronómico:

- Para empezar, las especias se consideraban eficaces como medicinas y preventivas contra algunas enfermedades. En una sociedad que padecía terribles epidemias, era importante lograr el equilibrio corporal, el bienestar.
- Se quemaban también como incienso en rituales religiosos, y eran destiladas como perfumes y cosméticos. Tanto comestibles como inhaladas –en lo que Freedman bromea que pudiera ser un precedente de la aromaterapia-, las especias se beneficiaron del simbolismo de la fragancia como sinónimo de santidad.



En definitiva, aunque no fueran tan visibles como los caballos y los tapices, otorgaban igual distinción. Esos usos sofisticados -medicinal, aromático, cosmético- nos permiten definir la pimienta, la nuez moscada, el clavo, el jengibre, el azafrán y la canela como símbolos de confort medieval. Es esa distinción la que las hace decisivas, y no su uso “para preservar la carne de la corrupción o para disimular el sabor de la carne cuando éste había desaparecido”. Paul Freedman desmiente el mito de las especias como conservante añadiendo que “cualquiera que fuera capaz de pagar las especias podía conseguir con facilidad carne más fresca que la que compran hoy los habitantes de las ciudades en los supermercados locales”.

La ostentación que implicaba el consumo de especias les valió rotundas críticas de los moralistas de su tiempo, que decían que –aunque olieran como el paraíso terrenal- eran el “símbolo de la ridícula preferencia humana por los placeres pasajeros contra la rectitud que haría ganar la vida eterna”. No es que las fuentes se sirvan de ellas para criticar la avaricia; más bien denuncian que su uso minaba el carácter moral del individuo. El profesor Freedman cita por ejemplo al escritor satírico alemán Ulrich von Hutten, que condena las costumbres inducidas por comerciantes extranjeros para gastar su dinero en perifollos como “esa maldita pimienta”. Von Hutten invoca un pasado idealizado en el que los alemanes se alimentaban de forma simple y saludable; partiendo de esa imagen, desarrolla la idea de que la nueva cocina minaba el cuerpo más que lo sustentaba. Lo hace en un diálogo conocido como “Fiebre”, en el que la figura alegórica del título busca víctimas y el autor le pregunta por sus posibles blancos. Como buen protestante, von Hutten la describe cebándose en los sacerdotes y cardenales, hundidos en la depravación gastronómica que tradicionalmente se asignaba al clero, porque lo sazonan todo con pimienta, canela, jengibre y clavo. La denuncia de la pérdida de valores que implica el consumo especiero en Alemania le lleva a criticar al principal beneficiario de su comercio, el rey de Portugal. También Lutero escribió en ese sentido que “el comercio extranjero trae productos de Calicut e India (…) como la seda cara, artículos de oro y especias, que no tienen otro objeto que la ostentación y que drenan el dinero de nuestra tierra”. Ya querrían los afamados contertulios de nuestro universo mediático hacer diagnósticos tan acertados como el del reformador luterano. Sin embargo, los argumentos con los que la mayor parte de moralistas denunciaban el consumo de especias no eran tan sofisticados: apenas denunciaban la frivolidad que significaba que –tras el largo viaje que llevaba las especias desde tierras desconocidas hasta el consumidor europeo- su disfrute acababa en pocos momentos.

La crisis de las especias

Jordi Saura tuvo la genial de invitar a comer al profesor Freedman en el restaurante más antiguo de la ciudad: Can Culleretes se fundó en 1786 y es el segundo restaurante más antiguo de España. Allí, el autor de Gastronomía: la historia del paladar (PUV, Valencia, 2009) nos describió un interesante trabajo que está realizando con una larga colección de cartas de menú de un mismo restaurante, que le permitirá estudiar la evolución del gusto culinario desde la segunda mitad del siglo XIX. Que la historia de la alimentación sea una de sus especialidades no quiere decir que Paul Freedman se cuente entre los que hacen de la historia de la vida cotidiana un fin en sí mismo, un relicario de anécdotas. Por eso, a lo largo de “Lo que vino de Oriente” las especias se convierten en la excusa para abordar el progreso del conocimiento científico y cartográfico a lo largo de la Baja Edad Media, la rivalidad entre Portugal y Castilla, los fundamentos de la leyenda del Preste Juan y la personalidad de Colón, cuyos textos –todo sea dicho de paso- van repletos de referencias especieras.



Es este dominio de la historia de la alimentación el que permite a Paul Freedman afirmar en su libro que el gran misterio de las especias no es cómo surgió la idea de preparar la comida con tanto condimento, puesto que ya el único libro de cocina romana que conservamos –atribuido a un tal Apicio- demuestra que la mayoría de las recetas llevan pimienta. El misterio real fue por qué Europa abandonó la cocina picante, una característica del paladar medieval comparable al gusto que hombres y mujeres de aquellos tiempos demostraban por el gótico, la heráldica o la literatura caballeresca. El efecto agridulce que proporcionaban las especias empieza a ser considerado de mal gusto en el siglo XVIII, cuando la cocina clásica francesa asume el liderazgo gastronómico. Las nuevas salsas elaboradas con productos autóctonos (anchoa, champiñones, trufas) y los artículos de importación que provenían del Nuevo Mundo (el té, el café, el chocolate) le ganaron la partida a los lujos pasados de moda. Las políticas coloniales abarataron esos productos porque garantizaban las nuevas rutas, aunque –dice el profesor Freedman- la mayor disponibilidad no lo fue todo, y debió coincidir con un cambio de opinión respecto a lo que se consideraba agradable y apropiado en la comida. Otra explicación parcial podrían ser los cambios en la medicina y los preparados farmacéuticos: mientras todas las sociedades relacionan salud y dieta, la gastronomía del siglo XVIII se separó de una medicina que, por su parte, también confiaba en las diferentes drogas del Nuevo Mundo en perjuicio de las hierbas y remedios medievales. El caso es que un cambio de gusto de los poderosos comenzó a desplazar la comida picante y perfumada, y ese proceso ha continuado hasta hoy: las especias apenas desempeñan un modesto papel en la cocina de fusión y la economía global. En el verano de 2004, por ejemplo, el huracán Iván destruyó la cosecha de nuez moscada de la isla de Grenada, que producía 1/3 del abastecimiento global de esta especia. No se dio noticia alguna. ¡La hegemonía de la pimienta, la nuez moscada, el clavo, el jengibre, el azafrán y la canela, ya pasó!