Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 12 de febrero de 2012

THATCHER: LAS CUENTAS (Y LOS CUENTOS) DE LA VIEJA




El diario El Mundo siempre ha ostentado un incendiario lenguaje libertario, pese a alojar las propuestas periodísticas más rancias. Esa doble moral no es un invento, sino la vieja estrategia neoliberal que viene lanzando desde hace 30 años contra la izquierda acusaciones de aspiración totalitaria para defender un concepto de libertad muy subjetivo, apenas una justificación para la codicia. Según esa verborrea, la derecha sin complejos viene empujando una “revolución conservadora” que libera al individuo de la fiscalidad, la tiranía estatal, el lenguaje políticamente correcto, la dictadura de la vagancia, en fin… toda suerte de idioteces con las que arrogantes sin escrúpulos agitan las bajas pasiones para meterse (también) en el bolsillo a un electorado no precisamente reflexivo. El ejemplo más patético de toda esa basura ideológica no es cuando llaman “reforma laboral” a la esclavitud, ni cuando califican como “contabilidad creativa” lo que en realidad son estafas, ni cuando llaman empresarios a los trileros, sino –a mi parecer- cuando retuercen el pasado para encontrar antecedentes ilustres a toda esa caterva de sandeces.


En esa dirección no descansan ni en los titulares más pequeños, como demuestra el encabezado de una entrevista a Meryl Streep en la que, para rendir culto a Margaret Thatcher en el panteón neoliberal, tuvieron que sacar de contexto unas declaraciones de la actriz. “Humanizarla es un acto subversivo”, le hacían decir. Es cierto que la veterana actriz añadió que “hasta ahora pervivían de ella dos imágenes totalmente enfrentadas y exageradas, la del icono y la del monstruo”, y que la directora de la película ha declarado que su intención era demostrar que “bajo esos dos clichés había un ser humano”. Pero lo que escondía el titular es que en muchas entrevistas Meryl Streep dejaba bien claro que no sentía la más mínima simpatía por el personaje. No es de extrañar: la "Dama de hierro" es uno de los personajes más siniestros de la Historia.

Sin ir más lejos, The Guardian estima que la crisis actual es resultado de sus políticas y se hace eco de la iniciativa para “privatizar” los funerales de estado que el gobierno británico ha comenzado a preparar. Los ciudadanos que firman la iniciativa sostienen, con flema británica, que “por respeto a la herencia de la gran dama, deberían estar financiados y gestionados por el sector privado al objeto de ofrecer el mejor precio y la mejor oferta tanto para el consumidor como para los accionistas”. La iniciativa le hubiera encantado, y sería consecuente con quien defendió hasta la saciedad el recorte del déficit público, la reducción de las atribuciones del estado, las privatizaciones, el dinamismo de las empresas y la adaptación de las necesidades humanas al mercado (y no al revés). Además, parece absurdo dedicarle unos funerales de estado como los que recibió Churchill, quien por lo menos se ganó el sueldo resistiendo contra Hitler, a un personaje que llamó terrorista a Nelson Mandela, buscó capital político en una guerra colonial, defendió a Pinochet, y dejó morir impasible, -en medio de la turbación mundial-, a 10 presos del IRA que iniciaron una huelga de hambre en demanda del status de presos políticos. Para ella, apenas eran asesinos: “la política”, declaró, “es otra cosa”. Me pregunto si crear una sección del MI5 para sabotear la acción de los sindicatos era, en su imaginario, “esa otra cosa” llamada política.


Con un currículo tan espeluznante, propio de una galería de los horrores, no me extraña que la película en la que Meryl Streep ha interpretado a Maggie haya dividido al Reino Unido, y lanzado a su clase política a ejercer de crítico cinematográfico. El primer ministro David Cameron ha lamentado que se priorice mostrar la demencia antes que “una extraordinaria primera ministra”: y es que los conservadores no se cortan un pelo y se quejan de que la película no muestra “sus logros” y que, en cambio, enseñar “los problemas de su avanzada edad es de un mal gusto extraordinario”. Desde el otro extremo del espectro ideológico se le ha querido tranquilizar diciendo que la película, al presentar asépticamente la obra del gobierno Thatcher, sin analizar sus pros y sus contras, ejercerá como propaganda del partido conservador entre quienes piensan que gobernar –más que alcanzar consensos- consiste en marcar paquete, genio y figura. Estoy de acuerdo en que los furiosos mineros que se asoman a la ventanilla de su coche parecen monstruos porque la película no se preocupa del paisaje devastado del que proceden, y que al enfocar la demencia de Maggie se nos invita a la compasión por un ser humano que lucha por superar su vejez, olvidando el daño que hizo. También me parece algo absurdo que se la presente como un icono del feminismo: las imágenes que la muestran como una llamativa y renovadora pincelada azul en un manto de trajes grises olvidan que jamás aportó una mirada alternativa, que no fuera autoritaria y masculina: la mancha azul de aquel parlamento gris era, de hecho, un hombre con falda.

Resumiendo, a mi también me hubiera gustado que la película no pasara de puntillas sobre la obra política de la Thatcher, y que no mezclara en cinco minutos las Malvinas, el IRA y las huelgas sin más datos que un puñado de imágenes de archivo. Pero –como escribía Lluís Bonet en La Vanguardia el 6 de enero pasado- la película tampoco es una hagiografía. Usando la ancianidad como recurso justificativo de continuos flash-backs, la película muestra, por ejemplo, cómo de joven atendía el mostrador de la tienda de ultramarinos de su padre, quien debió tratar la contabilidad de su modesto negocio con idéntica severidad que la educación de su hija. Ella no se rebeló, sino que vivió fascinada por ese mundo tan pequeño como provinciano, que le indujo a sospechar que la humanidad, -como sus clientes- se divide en dos grupos: los honrados que pagaban al contado y los que pedían que les fiaran mientras esperaban el subsidio bebiendo en la taberna. Esa visión de la economía como las cuentas de la vieja es la que quiso aplicar a la gestión del país, tal y como ella misma reconoció cuando afirmó en 1979 que “cualquier mujer que entienda los problemas de llevar una casa está cerca de entender cómo llevar un país”. Desconozco si la frasecita puede ser considerada una muestra de feminismo, o si demuestra que Lady Thatcher era entonces más corta que una cola de conejo. Lo que sí sé es que su política económica santificó los preceptos liberales leyéndolos con brocha gorda: el mercado se corrige a sí mismo, se purifica expulsando de su seno a los débiles y a los holgazanes, el estado no está para ayudar a los ciudadanos, cada uno es responsable de sí mismo. Mientras, iba y venía de Dawning Street al parlamento con un bolso charolado de cocodrilo.

Ian Hernon (Riot! Civil Insurrection from Peterloo to the Present Day. Pluto Press, Londres, 2006) escribió que la Dama de Hierro “llevó al Reino Unido a niveles de malestar social sin precedentes” y que “el desempleo alcanzó los 3 millones y el contraste entre los acomodados que alardeaban de su riqueza y una creciente clase marginal (…) alimentó los disturbios” (pág. 211). Se refiere a una escalada violenta que culminó en Londres (1990) durante la lucha contra la “poll tax”, un impuesto que gravaba la vivienda por individuo, no por su nivel de renta, lo que implicaba que un acaudalado aristócrata pagase tanto por su mansión como el campesino por su cabaña. La batalla se saldó con 400 heridos, el incendio de la embajada surafricana en Trafalgar Square y docenas de comercios asaltados. La popularidad del gobierno se hundió y aparecieron rivales en su partido. En 1987 había ganado una tercera legislatura con mayoría, y apenas tres años más tarde tuvo que abandonar Downing Street con lágrimas en los ojos. Sólo a alguien con menos corazón que ella puede parecerle un balance positivo que, tras su renuncia en 1990, el 28% de los niños en Gran Bretaña estaba por debajo de la línea de pobreza: ese porcentaje llegó a ser el más alto de Europa en 1997.

Si acudir a ese dato puede ser tachado de demagogia estilística propia de la izquierda jacobina sensiblera, se puede abordar el mismo tema acudiendo a los ferrocarriles. Es lo que ha hecho Diego Carcedo recientemente en Historia y Vida, al convertirlos en símbolo de ese desastre. Su privatización dejó atrás un ejemplo mundial de puntualidad, modernidad y seguridad. Sin la subvención estatal, sus tarifas se elevaron mientras sus prestaciones empeoraban, y –según el veterano periodista- “adquirieron pronto una imagen tercermundista que se reflejaba en (…) la frecuencia y gravedad con que sufrían accidentes, en muchos casos con víctimas”.

Todo ese abanico de desastres no sólo se justificó con dogmas economicistas, sino también con piruetas religiosas tan sofisticadas como indecentes. El discurso pronunciado en una colina artificial de Edimburgo para la asamblea general de la iglesia presbiteriana de Escocia (7/1988) fue llamado irónicamente el “sermón del montículo” (21 de mayo de 1988) en recuerdo del “sermón de la Montaña” que pronunció Jesús. Para convencer a los cristianos que se estaban alineando con la izquierda al ver los estragos que provocaban sus políticas de exterminio de los más débiles, la Dama de Hierro retorcía los más complejos conceptos teológicos. En el discurso confesaba que siempre había tenido dificultades para interpretar el precepto bíblico de “amar al prójimo como a nosotros mismos”, algo que todos veníamos ya sospechando. Después, tranquilizaba a quienes se incomodaran con el décimo mandamiento (No codiciarás): “no es la creación de la riqueza lo que está mal, sino el amor al dinero por sí mismo”, decía. El discurso recordaba que había que dar al César lo que es del César, lo cual no deja der ser curioso después de bajar los impuestos a las rentas más altas. Finalmente, tomaba de la carta de San Pablo a los tesalonicenses la advertencia amenazante de que “si uno no quiere trabajar que tampoco coma”, afirmación sacada espeluznantemente de contexto para legitimar las reducciones de subsidios para los más desfavorecidos.


Es cierto que todo ese sórdido bagaje no aparece en la película. Pero también lo es que la brillante actuación de la Streep nos describe a una estrecha remilgada de valores trasnochados, patética en su soledad, especialmente considerada con la ortografía, los buenos modales y la puntualidad, pero exasperante hasta el ridículo, tiránica con sus colaboradores, ajena al dolor ajeno, egoísta, ególatra, y –como le sugiere el personaje de su esposo en un par de ocasiones- una pésima madre, incapaz de inspirar los valores que propagaba en su proyección pública, tal y como demuestra que su hija acabara concursando en un reallity de tercera clase, y su hijo procesado por tráfico de armas. En última instancia, buscándose la vida, haciendo las cuentas para llegar a fin de mes, tal y como su madre pretendió que hicieran los británicos más pobres. Y es que tarde o temprano, a todos los cerdos nos llega San Martín. Quizá no debimos olvidar, querida Maggie, que algún día los que necesitaríamos la ayuda del estado seríamos nosotros…

domingo, 5 de febrero de 2012

PARKER: DONDE DIJE FELIPE, DIJE DIEGO


Fue un placer escuchar a Geoffrey Parker en su primera visita, el otoño pasado, a la Universidad de Barcelona. La exquisita conferencia que pronunció en el Aula Magna de la facultad de Geografía e Historia celebraba la reedición de “La Gran Armada”. El director del departamento, Xavier Gil, bromeaba al presentarle que Parker -45 años más tarde de haber leído por primera vez un manuscrito de Felipe II- viene aclarando en la prensa, con motivo de la publicación de una nueva biografía, presentada como “definitiva”, que “había iniciado el trámite de divorcio” con el rey. La replica del profesor de la Ohio State University estuvo cargada de elegante humor británico: ¡dijo que, al no haberse consumado la relación, en realidad se trataba de una mera anulación! Después, empezó su charla citando una pragmática isabelina de 1597 en la que, si tomé bien mis notas, se decía que providenciales tormentas en tiempos y lugares inesperados explicaban el fracaso de la invasión de Inglaterra por Felipe II, sinergia entre guerra y clima que explicita el “Armada portrait” de la “reina virgen” cuya proyección abrió y cerró la charla, y que presenta las tormentas como un aliado de Inglaterra.

Resultó espectacular la diversidad de fuentes dispersas que utilizó a continuación para demostrar que los años finales del siglo XVI fueron un tiempo de aberraciones climáticas. Concluyó que el verano de 1587 fue el más frío en 600 años, y que el año 1601 fue el más frío en el mismo periodo. Este conjunto de anomalías, que incluye tres erupciones volcánicas capaces de arrojar suficiente dióxido de azufre a la atmósfera como para rebotar radiaciones solares y forzar así una bajada importante de la temperatura global, se completó con intensos episodios de “El Niño” que dejaron dramáticas sequías en Asia y Australia, Etiopia y la India, así como inundaciones en América. Citó el Libro de los Famélicos, un estremecedor documento confeccionado en Henan que “contiene la más vívida representación del hambre que haya visto una imprenta” y se sirvió de una avalancha de datos sobre Castilla, tanto de lo que Parker llama el “archivo natural” (los datos recogidos por la glaciología, la polinología o la dendocronología) como del “archivo humano”: registros de variaciones en las cosechas, del número de personas que no podían alimentarse con ellas, del número de entierros superior al de bautismos.


No soy un determinista climático”, terminaba diciendo. No cree, quería decir, que fuera sólo el clima lo que causó una tremenda crisis general, sino que la intransigencia de los gobernantes intensificó el impacto de un clima anómalo. La referencia velada a Felipe II, a quien Parker acaba de dedicar una nueva biografía (que corrí a comprarme al salir de la conferencia), parece obvia: su exceso de celo sometió algunos de sus reinos a situaciones límite. Mateo Vázquez, viendo a Castilla exhausta, llegó a pedirle que dejara de gastar recursos en guerras ajenas: si Dios le impone esos encargos, que le dé fuerzas para hacerlos, se quejó. El rey le respondió que “no son materias a descuidar las que tengo a mi cargo”. También cayó en saco roto la demanda de los procuradores a Cortes de que, aún siendo tantas guerras “santas y justas”, cesaran.

Ese sentido del deber forma parte del retrato habitual que venimos haciendo de Felipe II. Y es que, lejos de presentarnos novedades, la nueva biografía que Parker ha publicado sobre el rey, y que se presenta como definitiva, sólo lo es porque difícilmente nadie podrá acumular más anécdotas y datos de tan extraordinaria variedad de fuentes. Sin embargo, en esencia, el retrato del rey sigue siendo el mismo. Parker quizá se muestra algo más crítico con la eterna desconfianza que le impedia delegar, tal y como demuestra la carta que Gonzalo Pérez escribe en 1565, quejoso del rey, diciendo que “muchos negocios yerra y yerrará Su Majestad por tractarlos con diversas personas, una vez con una y otra con otra, y encubriendo una cosa a uno, y descubriéndole otras, y así no es de maravillar que salgan despachos diferentes y aun contrarios”. En 1567 Gabriel de Zayas escribía al duque de Alba que “el rey ha querido que lo de substançia vaya por tantos arroyos” que “assí todo es un caos”. Esa crítica de la desconfianza que entorpecía cualquier ágil toma de decisiones, sin embargo, esconde cierta empatía por el rey trabajador, sumergido permanentemente bajo un alud de papeles que encogen su vida. Es, de hecho, la imagen que él mismo nos legó cuando se lamentaba de que “pidiendo muchos y dándose a pocos, han de quedar descontentos los más. Y por esto y otras cosas digo yo que es muy ruín oficio el mío”. Las frecuentes quejas de fatiga visual –contrastadas por el embajador veneciano que en 1574 escribe que Felipe “lee con una vela cerca de su cama unas horas antes de dormir” o por el emisario flamenco que en 1582 observó que “sus ojos están algo enrojecidos, como los de quienes leen y trabajan mucho”- culminan en la simpática anécdota sobre sus “antojos”. Pero aparte de retratarnos al rey algo presumido con sus gafas, Felipe II sigue siendo el papelero de toda la vida, de quién se alaba su capacidad de trabajo, por mucho que se reconozca que la presión burocrática impedía una gestión ágil de los asuntos pendientes: en 1574 Leonaro Donà aseguró al senado de Venecia que “el rey se ocupa en muchas menudencias que le quitan el tiempo por mayores cosas” y en 1584 el cardenal Granvela se queja amargamente de los retrasos provocados porque “su Majestad quiere hacerlo todo y verlo todo, sin confiar en nadie más, ocupándose él mismo de tantos detalles nimios que no le queda tiempo para resolver lo que más importa”.


Con todo, la insistencia de Parker solo viene a confirmar un tópico reconocido por la historiografia, evidente, y por tanto, cierto. No se le puede reprochar que no escriba nada nuevo, si la verdad es la que ha contrastado y se venía diciendo. Incluso me atrevo a decir que, pese a las amenazas de divorcio, la sangre no llega al río, y hay cierta reconciliación. Me refiero a que, a pesar de que durante las páginas dedicadas a la ejecución de Montigny un escalofrío recorre la espalda del lector, a pesar de lo mal que el rey se portó con Carranza o con el conde de Egmont, o pese al doble juego de las cartas del Bosque de Segovia, Parker sigue disculpando todos sus crímenes en base a la necesidad política o a la extrema piedad, manifestada en su colección de reliquias y en cientos de fuentes: el nuncio en Madrid elogió el día de su muerte la “ayuda a los católicos ... sin mirar sus propios intereses” y su asistente de cámara desde 1590, Jehan Lhermite, anotaba que “no pasó un sólo día en que no dedicaba un buen espacio de tiempo a la contemplación u oración mental”, y citaba que Juan Ruiz de Velasco (“que lo debe saber mejor que nadie pues, sirviéndole, pasaba con él a solas todas las veladas después de la cena”), le había contado que Felipe “se dedicaba con tal ahínco y devoción a esta oración mental que muy a menudo tenía los ojos completamente anegados de lágrimas (...) y me ha asegurado el mencionado Juan Ruiz, quien pudo observarlo durante largos años, que contando el día y la noche, este príncipe debía pasar rezando verbalmente u orando con la mente más de 4 horas en varios intervalos separados”. Lhermite asimismo refería que en su real dormitorio “no había rincón donde no se viera una imagen devota de algún santo o crucifico, y siempre tenía los ojos fijos y absortos en estas imágenes y el espíritu elevado hacia el cielo”.

Por mucho que registre esa obsesión compulsiva, hay al menos dos aspectos que sugieren cómo subyace en el relato de Parker la misma empatía con la que rompió hace años la Leyenda Negra. Por un lado, cuando relaciona –en unas páginas magistrales- las veces que la vida de Felipe II corrió peligro. Mientras en Europa florecía el asesinato político –Guisa (1563), Condé (1569), Juana de Albret (1572), Enrique IV (1610), Darnley (1567), Enrique III (1589)- Felipe II también tuvo sus sustos: en Londres (1556) se detectó un plan para matarle, en Lisboa (1581) descubrieron una mina que debía estallar en la iglesia donde acudía a rezar, y en Badajoz (1580) “una doncella portuguesa andaba para hablar al rey, (...) decía que andaba a demandar justicia, y por eso le dejaron pasar”, pero cuando se aproximó al rey, “uno le alzó la manga, y se descubrió que era armada de una daga y después, mirando más a menudo, se veía que tenía un puñal al lado”. En 1586, Felipe concedió audiencia a una mujer portuguesa y fue posteriormente informado de que era una espía del prior de Crato, y parte de un plan para apuñalarle con la afilada daga que escondía en su cayado de peregrina. ¡Pobrecito, tan expuesto!

Frente a esa idea del rey en permanente amenaza –que no debería hacernos descuidar que él lo fue para otros- Parker recoge, en unas páginas antológicas, las ocasiones en las que el pueblo se tropezó con él por la calle: en 1580 una portuguesa le saludó cuando él pasaba a caballo, diciéndole “senhor, que vos queremos ver como os outros” al tiempo que le ofrecía agua espontánea y afectuosamente. En 1585, camino de Zaragoza, muchos labradores alegres por su venida le bailaban “al uso de España haciendo casteñetes con los dedos”. Ya en la ciudad, el miércoles de ceniza de ese mismo año, se topó con una procesión religiosa y se apartó a un lado, mezclándose con la multitud, y se arrodilló, con la cabeza descubierta, y permaneció, entre sus súbditos, en respetuoso silencio, hasta que el paso sacramental se alejó. En 1592, en Valladolid se sentó con sus hijos entre los estudiantes para asistir a las lecciones públicas que se celebraban en la universidad, y en Tarazona entró a caballo, sólo entre la multitud. En 1587, habiendo logrado el regreso a Toledo de las reliquias de un santo, “le tomó sobre sus hombros, y haciendo señal a los grandes de Castilla que allí estaban para que le ayudasen”, fue portándolas con parsimonia por las calles repletas de espectadores. La anécdota es representativa: Felipe II fue sobre todo un hombre abrumado públicamente por el peso de una responsabilidad sagrada y sin parangón.

Parker nos hizo un acertado regalo cuando, rompiendo la imagen siniestra heredada de la historiografía protestante, presentó la cara humana del rey en aquella deliciosa biografía que publicó en 1984. Hoy ha matizado ligeramente aquella imagen: la humanización de entonces quizá abrió el camino hacia la “Leyenda Rosa”, y urgía volver a poner las cosas en su sitio. El maestro nos ha querido recordar que el entusiasta apoyo de Felipe a la persecución de la herejía constituye el reflejo más famoso (o infame) de una convicción que quemó cientos de protestantes en Inglaterra (1556-1558) y los Países Bajos (1556-1566). Él mismo presidió cuatro autos de fe: aunque el más conocido sea el de Valladolid (1559), los hubo también en Lisboa, Barcelona y Toledo. No es para nadie una novedad el compromiso del rey de que “antes de sufrir la menor quiebra del mundo en lo de la religión, y del servicio de Dios, perderé todos mis estados y cien vidas si las tuviese”. Nunca debimos olvidar que tal intransigencia, aunque no le hizo perder la vida, sí que costó la de millares de otros.

sábado, 4 de febrero de 2012

ESPANYA 1788-1875. EL LLARG CAMÍ CAP A L'ESTAT LIBERAL



Temari que segueixo a 2n de Batxillerat.

Característiques de l’Espanya borbònica
- És un estat absolutista, centralitsta i militaritzat
- Política econòmica mercantilista: la pressumpta liberalització de 1778
- Colonialment Conseqüents: francofilia i anglofòbia en els Pactes de Família
- Una il•lustració dèbil i poc agosarada, incapaç d’impulsar reformes
• Contra censura i inquisició, busca la contradictòria protecció del caprici reial
• La força dels privilegiats. Exemple: el projecte d’Única Contribución
• El pes de la tradició. Exemple: el motí d’Esquilacce

La crisi de l’Antic Règim (1788-1808)
* La política davant 1789: “pànic de Floridablanca” i rebomboris del pa
* Davant 1791, Aranda es planteja el dil•lema de la política exterior
* Davant 1793, la Guerra Gran i la “tercera via” (Godoy)
* Conseqüències de la nova amistat amb França (conxorxes, Trafalgar, Fontainebleau)

La guerra del francès (1808-1813)
* Els esdeveniments de 1808: Aranjuez, Baiona, Madrid
* Característiques:
•És una guerra civil, com demostren els afrancesats,
•És una guerra irregular, com demostra la guerrilla
•Té un component identitari: dóna forma a la consciència nacional
•Té un component revolucionari: Juntas, convocatòria a Corts i tasca de Cadis
-La constitució de 1812
-Els decrets de deconstrucció de l’Antic Règim

Ferran VII (1813-1833)

El sexenni absolutista: de Valençay als Manifest dels Perses, una invitació al cop d'estat
El trienni liberal. Els problemes: Divisió liberal, partides apostòliques, i sabotatge reial (discurs de “la coletilla” i injerència de la Santa Aliança)
La Dècada Ominosa. Els problemes:
• Oposició reaccionària (els malcontents) davant l’obertura econòmica
• L’oposició liberal (Torrijos, Goya, Riego, Mariana Pineda...)
• La independència americana (i repatriació de capitals: el cas Bonaplata)
• La qüestió successòria: la Pragmàtica Sanció

Isabel II (1833-1868)

Els problemes polítics de la Regència de Maria Cristina de Borbó (1833-1839)
• Les diferències entre els carlins i els isabelins
• De l’Estatut Reial a la Constitució de 1837
• Davant els carlins, la desamortitizació de Mendizábal: objectius i resultats.


Espartero com a primer “espadón” (1840-1843)
• Les característiques dels “pronunciamientos”
• Debilitat de la industrialització i urgència del proteccionisme
• La Jamància i el final del Trienni Esparterista

La Dècada Moderada (1844-1854)
•La constitució de 1845: diferències entre progressistes i moderats
•Les idees: sobirania compartida, poder de la capacitat i dictadura necessària
•La Guàrdia Civil, alternativa a la Milícia Nacional
•L’oposició: matiners, carlins i vaguistes
•El Concordat amb el Vaticà: Significat, objectius i resultat

El Bienni Progressista (1854-1856)
•La Vicalvarada i el Manifiesto de Manzanares
•La desamortització de Madoz
•La llei de ferrocarrils: els problemes del creixement ferroviari
•La vaga de 1855: muralles, selfactines i còlera

O’Donnell com a “tercera via”: la Unión Liberal (1858-1863)
•La resposta burgesa a 1855: teories sobre el desenvolupament de les colònies
•La resposta utòpica a 1855: les propostes de Cerdà per urbanitzar Barcelona
•La política colonial del govern unionista

La crisis del moderantisme arrossega la reina (1863-1868)
• El rasgo, segons Castelar, i “Los Borbones en pelota”, segons Bécquer
• L'exclussió dels progressistes, Caserna de Sant Gil i Nit de Sant Daniel
• Corte de los milagros, hambre del algodón, y Pacto de Ostende

El sexenni democràtic (1869-1875)
El govern provisinal i la constitució de 1869
L’oposició a la monarquia democràtica
Els problemes de La I República i el gir corporativista de l'exèrcit