Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)
viernes, 6 de enero de 2012
LA CRÍTICA DE LA CONSPIRACIÓN (Y LA CONSPIRACIÓN DE LA CRÍTICA)
Las primeras secuencias de “La conspiración” nos acercan a hechos conocidos: el actor John Wilkes Booth disparó a la cabeza de Lincoln en el transcurso de una representación en el Teatro Ford, gritó "Sic semper tyrannis!", saltó desde el palco lesionándose la pierna, y huyó a caballo. Era la cabeza ejecutora de un complot que buscaba subvertir el resultado de la guerra, o vengar la derrota de Lee en Appomattox ante el General Grant. El guión de la película, sin embargo, no se entretiene en el radicalismo sudista, sino que quiere contarnos una historia mucho menos conocida. Sabemos que Booth fue perseguido y descubierto, que murió en una emboscada, y que sus cómplices protagonizarían el proceso en el que Robert Redford centra su película; pero muchos desconocíamos que –habiéndose fraguado el atentado en una pensión, cuya propietaria era la madre de uno de los compinches de Booth- las sentencias empujarían también a esa mujer hasta la horca, convirtiendo -el 7 de julio de 1865- a Mary Surrat en la primera víctima femenina de una ejecución celebrada por el Gobierno Federal de los Estados Unidos.
La película deja bien claro que las pruebas presentadas contra Mary Surrat eran endebles y que el proceso no tuvo las debidas garantías. No es, sin embargo, una película “de abogados”: ni sustituye al arquetípico héroe de acción por un orador brillante, ni cuenta en esas escenas con suficiente intensidad dramática como para ser “cine judicial”. Creo más bien que cumple con una importante función divulgativa, poniendo de relieve la letra pequeña de la Historia que a menudo nos permite entender la letra grande. Ese objetivo parece no haber gustado: muchas críticas se lamentan de que –al construir una “crónica fidedigna”- Redford ha sustituido “el ejercicio cinematográfico” por un “manual de Historia”. Como quien no quiere la cosa, esas críticas asimilan cine a entretenimiento frívolo, y definen la Historia como un libro cogiendo polvo en la estantería. Sus socarronas descripciones de la película como un “docudrama del History Channel” contrastan con la curiosidad con la que los amantes de la Historia celebramos que “la conspiración” sea sólo la primera empresa de una productora que quiere dedicarse en exclusiva a reproducir momentos de la apasionante historia americana, sin adoctrinamiento.
Ahí viene la segunda crítica contra Redford. Algunos le acusan de incumplir ese objetivo, de ceñirse a una “reivindicación política injustificada”. Citan a la profesora Kate Clifford Larson, autora de The Assassin’s Accomplice: Mary Surratt and the Plot to Kill Abraham Lincoln, que se mostró convencida de la culpabilidad de Mary, y de que -además de albergar a los conspiradores- les asistió en cuanto pudo y conocía sus planes. Insisten en criticar a la película que no cuenta cuánto conocía Mary de la conspiración, lo que a mi juicio implica que no han entendido nada, puesto que la película no trata de desentrañar el complot contra el presidente en la que participó el hijo de la protagonista, sino un relato de indefensión constitucional ante un gobierno que organiza una farsa de juicio para apaciguar a la nación herida con un desenlace rápido y un castigo ejemplarizante. La escena en la que el secretario de guerra, Edwin Stanton, deja claro que quiere a los conspiradores enterrados y olvidados nos permite comprobar que logró su objetivo: ha hecho falta la película para que muchos conociéramos la tragedia de Mary Surrat. A cuantos les parece “injustificado” rescatar su historia, me gustaría decirles que –aunque todos sabemos que es más fácil proclamarse liberal que serlo en la práctica-, no estaría de más refrescar en la memoria el derecho a un juicio justo para todos, incluso los más retorcidos sospechosos. Nadie es liberal si considera menudencias la presunción de inocencia, o la independencia de la justicia. Y no hace falta mucho esfuerzo para reconocer que, en la actualidad, se nos olvida a menudo.
Finalmente, hay un tercer formato de críticas: las que –llegados al punto de analizar la película como una muestra de cine político- argumentan que el discurso es meritorio en intenciones pero simplista. ¡Vaya por Dios! Veamos. El film nos cuenta cómo Frederick Aiken, héroe bélico nordista, se enfrenta al dilema de actuar como abogado defensor de una mujer del bando enemigo. Seguirle en el viaje que va desde defender a regañadientes a Mary Surratt ante un tribunal militar, creyéndola culpable, hasta revelar –en una defensa ardiente- pruebas que ponían en duda las imputaciones, lejos de ser algo simple, nos permite advertir con él que –tras el discurso de que la nación amenazada debe sacrificar los derechos civiles para garantizar su seguridad- se escondía una segunda trama conspirativa: la que aprovecha la ocasión para justificar la actuación impune, sin trabas, arbitraria, del poder político. Es por eso que Redford subraya que es el mismísimo presidente Andrew Johnson quien envía a la horca a Surratt, subvirtiendo la sentencia de cadena perpetua que dicta el tribunal. “En tiempos de guerra, enmudecen las leyes”, le espeta un alto cargo del gobierno al abogado defensor. ¿Por qué tan selecto lector de Cicerón no prefirió citar al insigne romano diciendo que “ser esclavo de las leyes nos hace libres”?
A mi el guión me ha parecido brillante y original. Original porque, para vindicar la democracia, no se ha usado –como tantas veces- la exaltación de Lincoln, el culto a la personalidad del gran hombre. Al contrario: quienes conspiran y aluden constantemente a la supuesta situación de emergencia nacional son quienes apelan continuamente a la memoria del mandatario asesinado. El guión también me ha parecido brillante, porque, sin declaraciones grandilocuentes y patrioteras ni banderas ondeando al viento, se denuncia cómo los políticos crean estados de excepción imaginarios para justificar su actuación. Parece claro que implícitamente, Redford se está refiriendo a Guantánamo y al debate “seguridad vs. Libertad” que se abrió en la sociedad norteamericana después de los atentados contra las Torres Gemelas. Y quizá haya estado esa crítica hacia el patriotismo de pandereta la que ha pinchado la película en los Estados Unidos, a pesar de que se estrenó –aprovechando el 150 aniversario del principio de la Guerra de Secesión- en el lugar del asesinato.
Los críticos se han acelerado conforme se ha venido confirmando la espalda de la taquilla. En el vol. XXI de la revista del colectivo Film-Historia explicaban el fracaso en términos técnicos, diciendo que “Robert Redford no deja mucho espacio a sus actores para actuar libremente”, por lo que “sus interpretaciones son demasiado teatrales”, la fotografía hacía la película “latosa” e “insufrible”, el guión era “monótono”, la cárcel “demasiado limpia”, la recreación de Washington D.C. “demasiado elegante” y –en conclusión- “la conspiración” es un “intento de blockbuster fallido, lo que explica que le fuese mal en el box-office en Estados Unidos”, afirmación cuyo significado ignoro pero que parece esconder una acusación terrible.
Incluso la elegantísima y concienzuda crítica que Carlos Reviriego tituló con acierto “Todos los asesinos del presidente” (El Mundo, 2-12-2001) tiene intención: cuando nos advierte que un rótulo final informa al espectador de que Frederick Aiken se convertiría en el primer redactor local del Washington Post intenta adjudicar un antecedente ilustre al “periodismo de investigación” del que presume su jefe. “Este detalle no es banal”, dice, porque nos remite a la película (1976) en la que Redford interpretó a Bob Woodward, uno de los reporteros del Post que destapó el Watergate: “el paralelismo entre Woodward y Aiñen viene en cierto modo a cerrar un círculo en la filmografía del legendario actor y director californiano. El rótulo final lleva el mismo mensaje que el impertinente sonido de las máquinas de escribir que, sobre un discurso presidencial televisado, clausuraba la película de Pakula: la prensa no será silenciada”. Es en esa línea que su jefe ha tomado de la película la tesis de la conspiración de estado para continuar removiendo su denuncia del "cierre falso" del 11M y el “condenado inocente”, en un alarde de liberalismo enfrentado con la tiranía. Liberalismo, y acción investigadora, que sin embargo el diario de Pedro Jota guarda en el cajón cuando toca hablar de la trama Gürtel, el impacto del Prestige, los trabajos de Aznar para Murdoch o las armas de destrucción masiva que siguen buscando en Irak.
Por cierto que Pedro Jota -a cuyas ínfulas historiográficas espero poder dedicar algún post- es el único que detecta un fallo: parece que Lincoln, moribundo, no fue acomodado en la cama como la película sugiere. Y sin embargo, comparar las fotografías reales de la ejecución, como la que encabeza este párrafo y muestra la preparación de los reos, con la secuencia correspondiente, evidencia un encomiable esfuerzo de verosimilitud y fidedignidad. De hecho, el guión sugiere algo tan verosímil como contrastable aún en el presente: el uso de Mary Surrat como cebo para prender al único conspirador que había logrado huir, su hijo, y el aparentemente impasible exilio silencioso del fugitivo pese al sacrificio materno. Una vez más, las mujeres usadas como moneda de cambio, instrumento, chivo expiatorio, y piedra arrojadiza por parte de una sociedad tan vengativa como masculinizada. No parece que nadie haya atendido -en la reyerta política del presente- el sacrificio silente de una madre llamada Mary Surrat...
martes, 3 de enero de 2012
L'ESCLAT DE L'EST (LLIBERT FERRI, 2006)
Quan a la capacitat d’anàlisi de l’historiador s’afegeix la descripció dels fets viscuts, pròpia del periodista, el relat històric del temps recent no solament pot guanyar una presentació més atractiva, sinó també una reconstrucció dels esdeveniments tant dinàmica com verídica. És per això que “L’esclat de l’est” desperta imatges televises de l’inconscient del lector que crèiem oblidades, sense simplificar la complexitat del procés que es proposa d’explicar: l’enfonsament dels règims comunistes a Europa.
L’autor comença el relat recordant la fotografia de George Orwell que Agustí Centelles li va fer a Barcelona pel desembre de 1936, mentre feia cua per allistar-se a les milícies del POUM. L’anècdota simbolitza la seducció que la revolució va exercir sobre gran part de la intel•lectualitat europea, després compromesa en la denúncia de la temptació totalitària. No comparteixo l’opinió que la construcció d’un govern fort a la República Espanyola en guerra fos un assaig subversiu de les futures instauracions de les democràcies populars a l’Europa de l’Est. Més aviat crec que la nostra visió de la Unió Soviètica posterior, omnipresent i tentacular, intervencionista i activa en tots els fronts mundials freds, ens fa obviar l’aposta per la col•laboració amb els partits burgesos, el projecte de “socialisme d’un sol país”, i la dificultat estratègica que per a Moscou implicava la revolució espanyola. Malgrat que tot això dificulti l’existència de cap pla el 1938, ningú no pot negar, acompanyant Llibert Ferri en el viatge cronològic fins a l’est “alliberat” pels soviètics el 1945, que alguns dels protagonistes de la satel•lització de l’Europa de l’Est ja havien respirat darrera el clatell d’Orwell o dels “Poumistes” allunyats de l’ortodòxia.
Aquesta és una de les sorpreses d’aquest llibre, mitjançant el qual lector s’assabentarà també, per exemple, que Glasnost no és exactament llibertat d’expressió, coneixerà quin percentatge del territori bielorús continua contaminat pel verí radioactiu vessat a Txernòbil, descobrirà els límits de la desestalinització de Krushev, sabrà com es va produir el traspàs del matrimoni Ceaucescu, i on es va obrir el primer McDonald’s del territori soviètic. El resultat és una crònica d’esdeveniments de ritme trepidant, que posa ordre en el marasme de dades quan els fets es precipiten, i que resta tan atenta als despatxos de Moscou com als carrers dels països satèl•lits, i que sovint recorda –gràcies a l’experiència personal de l’autor com a corresponsal a Moscou- la confosa allau d’informació que van rebre les estorades opinions públiques occidentals coetànies.
Aquesta seqüència vertiginosa evita els dogmes de qualsevol signe. Per tant, no és un text revisionista amb voluntat de fer llenya de l’arbre caigut, sinó un retrat fefaent del passat recent, que se serveix d’una acurada i selecta bibliografía, en la qual destaquen la sociòloga Olga Kryshtanóvskaya i la periodista Anna Politkóvskaya. Així doncs, no es defuig diferenciar l’ànima totalitària de l’ànima humanista del comunisme, ni criticar els ultraliberals que van impulsar les teràpies de xoc dissenyades als laboratoris occidentals per desmantellar l’economia planificada i substituir-la per una altra que, més que de mercat, semblava de casino. La davallada de la producció i la caiguda de les inversions que va provocar aquestes teràpies es van intentar superar retallant despeses socials. Així va ser com 40 milions de persones arruïnades per la inflació i la consegüent pèrdua del valor adquisitiu dels sous van haver de buscar estratègies de supervivència, que anaven des de les paradetes en parcs i voreres per vendre els objectes personals, fins a l’ús de la violència per desallotjar els desvalguts petits propietaris dels pisos privatitzats.
El 1999 les Nacions Unides van publicar un balanç sobre el cost de vides humanes del desmantellament del comunisme a Europa: es volia denunciar que un gran nombre de persones havien desaparegut dels censos de població. Se les havien endut les malalties (per l’ensorrament del sistema públic de salud), els suïcidis, l’alcoholisme i la violència d’una societat desestructurada. La xifra espanta qualsevol: recomano que, quan us la trobeu a “L’esclat de l’est”, la compareu amb les que s’atribueixen a 90 anys de règim soviètic en qualsevol d’aquests “llibres negres” consagrats a donar al comunisme un caràcter intrínsecament criminal. En el text de Llibert Ferri les víctimes del capitalisme salvatge també mereixien el seu sentit record reivindicatiu!
domingo, 1 de enero de 2012
UN SAHIB CON SALACOT EN LONDRES (75 AÑOS SIN KIPLING)
Me acerqué al libro del periodista canadiense David Gilmour “La vida imperial de Rudyard Kipling” con precipitación y alevosía. Faltaban pocos días para que en Fent Història celebráramos una de las ya habituales lecturas públicas que nuestra compañera y amiga Victòria Medina viene organizando desde hace ya algunos años en el marco de la Setmana de la Ciència. Incluimos en esta iniciativa de la Fundació Catalana per a la Recerca nuestra invitación a la ciudadanía para leer en público, y buscamos un libro que sintonice con el pretexto científico que cada año ejerce como leit motiv de esta convocatoria consagrada a la divulgación científica: la declaración por las Naciones Unidas del 2011 como Año Internacional de los Bosques, por ejemplo, hacía de “El libro de la selva” de Kipling la lectura más adecuada. Temía, sin embargo, que quienes conozcan la obra del escritor británico nacido en la India, pudieran descalificarlo como un “apóstol del imperialismo”.
Puede que la urgencia de esa pregunta sesgara mi lectura, y quizá por eso me resultara una obra exculpatoria. En la introducción, por ejemplo, se cita al escritor bengalí Nirap Chaudhuri, de quien se nos dice que insistía en que el pensamiento político de Kipling “no era un ingrediente esencial de sus escritos”, y a Charles Carrington, aparentemente el “biógrafo oficial”, quien “sostenía en privado que su biografiado no era un tory ni un imperialista”.
No es que Gilmour niegue que Kipling encarnara la aspiración imperial. Lo que ocurre es que prefiere acentuar su papel como “profeta de la decadencia”. Al hacerlo, dulcifica todo cuanto Kipling pensaba, como hombre de su tiempo, que pudiera incomodar al lector occidental del siglo XXI. Quizá con esa voluntad de disculparle afirma (p. 51) que “gran parte de cuanto dijo y escribió puede contradecirse con otras cosas que dijo y escribió”. Dicho lo cual se dedica a desmentir su “misoginia aparente” basándose en la “simpatía” y “comprensión” que muestra hacia algunos personajes femeninos en sus cuentos. La lectura exculpatoria se extiende entonces a la apología imperial: en el debate sobre la verosimilitud de la India que Kipling nos describe, afirma que “su capacidad para observar y escuchar, y no condenar (…)le permitía experimentar mucho más de la India nativa más que la mayoría de los ingleses”, que “los indios lo consideraban distinto a otros sahibs”, que “su conocimiento (…) le conseguía invitaciones para lugares a los que rara vez se llamaba a los extranjeros”, que “su saber de las castas y credos impresionaba a sus amigos”. Hasta aquí se nos retrata a Kipling como esencia de la curiosidad científica, como explorador fascinado por la exoticidad, olvidando que el afán de conocimiento del positivismo pretendía en el fondo someterlo todo, controlarlo todo, explotarlo todo. Sin embargo, Gilbour dibuja a un partidario de un formato de “imperialismo” más o menos informal –¿indirect rule?- alejado de la geoestrategia nacionalista vociferante y del saqueo de las colonias con mano de obra semi-esclava.
Convencer de que la “informalidad del imperio” minimizaba el impacto sobre los colonizados, y esconder la violencia (formal o informal) bajo un manto filantrópico fueron los objetivos, y creo que las lamentables conclusiones, del debate sobre los costes del imperio que se desarrolló en la historiografía occidental durante el último cuarto del siglo XX. Es posible que, llegadas a esas conclusiones, que tanto hacían por santificar los beneficios de esta nueva forma de control que llamamos “globalización”, urgiera releer las obras de Kipling para enaltecer su “carga del hombre blanco”, la misión civilizadora. No sé si será ese el objetivo de Gilmour al escribir que “en general, le caían bien los indios como individuos y le iba bien con los que conocía. (…) Miraba a los indios como inferiores en varios sentidos (…) pero eso no demuestra en sí mismo una reivindicación de superioridad racial (…) más bien refleja la opinión (…) de que entonces los británicos eran más capaces que los indios para llevar a cabo ciertas tareas (…) los británicos de los cuentos de Kipling rara vez exhiben alguna superioridad moral (…) quería reformar la India eliminando las cosas que no podía tragar, abusos como el matrimonio infantil, la suciedad y el peligro de vivir en los barrios bajos de las ciudades. Pero no quería que se impidiera a los indios que fueran indios, ni transformarlos en otra cosa”. Dicho de otro modo, que si trabajaban barato en los campos de algodón, podían continuar muriéndose lentamente de hambre a su antojo. Libremente, eso si. ¡A la velocidad y en el rincón que ellos mismos eligieran, eso sí, que el capitalismo lleva pareja la libertad!
El retrato de este Kipling “post-moderno”, tan transigente con la diversidad y respetuoso con la identidad, no es un estudio literario ni filológico, aunque algunos párrafos del libro contienen breves “guías de lectura” que insisten en la apuesta de Kipling por el imperio como paraguas de la diversidad. Se nos dice, por ejemplo, que el cuento “el hombre que pudo reinar” era “un aviso a los imperios de que les pueden echar abajo si vulneran en demasía las costumbres de los pueblos sometidos”, y “The Jungle Book” se interpreta como la defensa de la civilización superior de quienes obedecen la ley sobre quienes “viven sin ley”. ¡Doctores tiene la iglesia, estetas del discurso la globalización, aquí alivio y después gloria, pensé!
Lo que realmente me pareció acertado del libro fue la descripción del papel de Kipling como “profeta de la decadencia”. Se refiere a que se dedicó a “insistir ruidosamente en que la supervivencia dependía de que se aplicaran ciertas medidas políticas: el servicio militar obligatorio, la ampliación de las fuerzas armadas, la alianza con Francia contra Alemania, y la negativa a cualquier concesión a los nacionalistas indios e irlandeses”. La segunda mitad de la vida de Kipling coincidió con el comienzo de la decadencia imperial, “sincronía que explica la amargura de aquellas décadas como profeta al que nadie escuchaba”. Ese retrato de Kipling como “abuelo cascarrabias” me pareció mucho más verosímil que el del partidario del “imperio acogedor”: cuando regresó a Londres, Wilde triunfaba con “El retrato de Dorian Gray”, y todo aquel mundo “de cuellos altos de terciopelo y esteticismo petulante, de absenta y buhardillas parisinas”, le pareció frívolo y enojoso. A su alrededor solamente percibía socialistas, irlandeses y liberales, fantasmas unidos en una “profunda falta de interés por salvar el imperio”. Clamó contra el impuesto sobre el patrimonio contra el que Lloyd George quería financiar el gasto social y contra las sufragistas con el argumento de que la emancipación femenina acabaría con lo mejor de la mujer: su “delicadeza, su pureza, su buena educación”. Es la época en la que “entregó su corazón y a veces su mente a una larga lista de causas políticas: la soberanía inglesa en la India, la reforma de los imperios, la supervivencia de Francia, el servicio militar obligatorio, preservar el Ulster de la Irlanda autónoma, la protección de Inglaterra frente a los peligros que suponían los alemanes, el sindicalismo, las sufragistas, el libre-comercio y el partido liberal”.
Hay un episodio lamentable de la vida de Kipling que puede ejercer como “guinda” que permita interpretarle: cuando en 1914 su hijo de 17 años suspendió un examen físico para alistarse porque había heredado mala vista, la prioridad de Kipling fue obviar el diagnóstico para conseguirle un destino. ¿Cómo disculpar ese ejercicio tiránico de la autoridad paterna? Gilmour toma una carta que nos permite reconocer que el matrimonio Kipling nunca se hizo ilusiones sobre las opciones de supervivencia de su hijo, al tiempo que justifica que le entregaron en sacrificio porque “no podemos dejar que mueran los hijos de amigos y vecinos para salvarnos nosotros y a nuestro hijo. No hay posibilidad de que John sobreviva a menos que esté tan lisiado por una herida que quede inútil para el combate. Lo sabemos, y él también. Todos lo sabemos, pero todos debemos entregar y hacer lo que podamos, y vivir en la sombra de la esperanza de que nuestro hijo sea el único que se salve”. Aunque el chico duró algunas horas más de las que duraría yo en las trincheras francesas, el noble sacrificio de la familia Kipling en el altar del imperio se me antoja el método para conocer rápidamente al autor de “Si…”. Cada cual que piense lo que quiera
martes, 6 de diciembre de 2011
LES LLOTGES CATALANES, SEGONS FRANCESC ROCA
Aquesta setmana, el professor de política econòmica de la UB Francesc Roca ha publicat un article molt interesant en el diari electrònic L'econòmic
Si calgués sintetitzar amb una sola paraula el que ha estat històricament l'economia catalana, aquesta paraula podria ben bé ésser “llotja”. Una llotja és un espai obert i cobert construït per funcionar específicament com a mercat per a mercaders o comerciants. Pot ésser general o tenir una certa especialització i, aleshores, diem: llotja de mar, llotja de cereals, llotja del peix, llotja de l'oli, llotja de la seda o llotja del cànem.
El cas català és excepcional, car a tots els territoris de l'antiga confederació catalanoaragonesa es van construir, a partir de 1339, grans llotges, seguint el model de la primera: la Llotja de Mar de Barcelona. Foren uns edificis de grans dimensions i de gran bellesa: la Llotja de la Seda de València, construïda a partir de 1482, ha estat declarada, per la Unesco, Patrimoni de la Humanitat.
Coetàniament, no se'n va construir cap, de llotja, a la veïna corona de Castella- Lleó. Això és el que va descobrir en un moment difícil (els anys 1940) Romà Perpinyà Grau, l'economista de Reus que ha estat considerat un dels millors economistes hispànics del segle XX. Només n'hi ha equivalents a Florència i altres repúbliques italianes. Així i tot, la Loggia della Signoria de Florència no era un mercat, era un espai públic destinat a festes i cerimònies de gran solemnitat. I la Loggia del Mercato Nuovo és de 1547. A Gènova, la Loggia dei Mercanti és posterior: de 1589.
A partir de Barcelona, i durant 200 anys, es van anar construint les grans llotges catalanes, que (associades, o no, als Consolats de Mar), són, sovint, un del principals centres d'atracció de les ciutats on es localitzen.
Després de la de Barcelona, les llotges construïdes foren: Tortosa (1368-73), Castelló d'Empúries (1393), Perpinyà (1397, ampliada el 1554, amb l'estada del rei emperador Carles I a la ciutat), Palma de Mallorca (1420-52, Sa Llonja, obra mestra de Guillem Sagrera), València (1482-92, projectada per l'arquitecte gironí Pere Comte), Saragossa (1541-51, obra del polifacètic Joan de Sarinyena), Alcanyís (1570, formant cos amb la casa de la vila), Granollers (1586, la Porxada de Granollers), Castelló de la Plana ( 1603, la Llotja del Cànem).
No totes, és clar, tenen les mateixes dimensions, ni totes han seguit trajectòries semblants o paral•leles. Però, el que suggeriria Perpinyà Grau és que la simple existència d'aquest conjunt formidable de llotges catalanes (amb, lògicament, diferències entre elles) és un fet molt rellevant. En dos àmbits: en l'àmbit hispànic, car simbolitzen les grans diferències entre les economies de Castella-Lleó i de Catalunya-Aragó. I, en l'àmbit europeu, car donen pistes sobre les possibilitats de creixement de les economies de l'antiga confederació catalanoaragonesa.
Segons el pròleg de 1943 (a la història econòmica de Jaume Carrera Pujal) que va escriure Perpinyà Grau, la diferència és clara: “Castella va tenir fires, els regnes mediterranis van tenir llotges”. L'explicació és acadèmica: “Aquesta (diferència) és una mostra de la seva diversa infraestructura.” Però, segueix: “A Castella, contractació periòdica, amb temps limitat, grans distàncies, població dispersa, collites que es poden guardar i concentrades lentament”.
En canvi, a Catalunya-Aragó, “el mar i les distàncies menors en les petites, però poblades, terres en forma de ventall, donaven, al tràfic dels grans i petits ports de Catalunya, Mallorca i València, la possibilitat i la necessitat de la contractació diària, i la fe de la paraula donada. Cada contracte era petit en el seu volum, i, en mercaderies d'espècie molt diversa, segons origen i segons època”. Segueix, la llista cronològica de llotges.
Aquesta pràctica –diària, i intensa- contribuí a la fixació del dret mercantil: “A la Mediterrània, el Dret va seguir al costum. Es va manifestar i fixar en Usatges, Furs i Llibres del Consolat de Mar, en què la casuística reflecteix molt més la realitat que els monuments jurídics de les Partidas”.
La Llotja de Mar
Si el fort creixement econòmic català iniciat al darrer terç del segle XVII té una icona, aquesta icona és la nova llotja construïda a partir de 1746, embolicant i ampliant l'antiga. La nova llotja, però, va tenir, a més de les funcions d'espai de contractació comercial de la primera, altres funcions. Fou la seu del govern econòmic del Principat: la Reial Junta de Comerç de Barcelona. Fou l'espai on s'aixoplugaren els ensenyaments tècnics d'alt nivell que necessitava la nova indústria, i el laboratori d'introducció dels avenços científics de la Il•lustració.
sábado, 12 de noviembre de 2011
ELOGIO DE ERASMO (Y DE QUIENES SUEÑAN UNA ESPAÑA CON MENOS HOGUERAS)
La revista LEER ha dedicado a Erasmo de Rotterdam un apasionante dossier con motivo del 500 aniversario de “El elogio de la locura” (1511). Además de un interesante articulo de Ramón Garcia, el biógrafo de Delibes, sobre la gestación de la novela “El hereje”, el dossier contiene un artículo del filósofo José Luis Abellán, el autor de “El erasmismo español”, y una semblanza del gran humanista escrita por Javier Huerta para recordarnos la paradoja de que, teniendo aquí más adeptos que en ningún otro lugar, en 1517 Erasmo repondió a la invitación de Cisneros con un “Non Placet Hispania” al que Huerta llama paradójico porque el humanista holandés no tuvo en ningún otro lugar tandos adeptos.
Marcel Bataillon llegó a hablar de una “invasión erasmiana” cuando se refiere a las ediciones de sus obras, y añadió que el erasmismo en España no fue ni minoritario ni elitista: “fue una profunda revolución en la vida española” que “no fue cosa de una minoría culta, de unos cuantos intelectuales, sino que apasionó a la aristocracia, y llegó a las capas populares”: el autor de “Erasmo y España” recogió una carta del editor comunicándole la aparición del Enchiridion en español (1526) y que “con tener muchos millares de ejemplares impresos, no logran los impresores contentar a la muchedumbre de compradores”. Por eso Ricardo García Villoslada (en un capítulo de su “Historia General de las literaturas hispánicas”, 1968) encontraba erasmismo “en la corte, en los conventos, en las catedrales, en las escuelas, hasta en las posadas de los caminos pululaban los lectores y entusiastas de Erasmo”. Esta devoción multitudinaria explica dichos como “quien no ama a Erasmo o es un fraile o es un asno” o que el “Monachatus non est pietas” tuviera versión libre: “el hábito no hace al monje”. La frase no sólo demuestra la voluntad ética de vuelta al intimismo religioso, sino la creencia de que –si la interiorización tenía éxito- el poder temporal de la iglesia se acortaría porque muchos fieles se sustraerían al control de los obispos. El éxito de Erasmo refleja el estado de depravación de la iglesia en la península, y se explica también por el gran número de judeoconversos que había.
Morias Enkomion

Y sin embargo, en su momento el humanista lo definió como un puro y trivial divertimento, un elogio a su anfitrión Tomás Moro escondido en el juego onomástico que asimila el apellido de su amigo a la palabra "locura" en griego. Aún así, “El elogio” bebe de otras fuentes de su tiempo. Javier Huerta le asigna fuentes folclóricas más que librescas. Se refiere a las fiestas de los locos, unos ceremoniales transgresores y obscenos de origen medieval que se habían dejado sentir en las iglesias y catedrales al amparo de una fiesta que la iglesia católica había instituido en el tiempo de las fiestas saturnales de la Roma pagana: la Navidad. Desde San Nicolás a la Epifanía, una serie de festejos con más carga carnavalesca que religiosa, vindicaban -frente a la religión de la muerte y del dolor- una religión de la vida y la alegría, un cristianismo del gozo, en el que cabía incluso la risa, desterrada durante mucho tiempo por los teólogos como propia del diablo y ajena a Cristo. Según Harvey Cox (Las fiestas de locos, 1969) “capacitaban al pueblo para ver que las cosas no tenían por qué ser necesariamente como de hecho eran”. Su espíritu aflora en las páginas del Elogio, tanto como en el largo poema satirico de Sebastian Brant “La nave de los locos” (1494), que retrata la humanidad como un mundo de locos, poseídos por la ambición, la vanidad, la lujuria, la avaricia, la discordia, la pedantería, que se embarcan camino de un país inventado.

El Quijote erasmista
Cuando José Luis Abellán consideró el Quijote el mayor triunfo del erasmismo subterráneo, ya Américo Castro (“El pensamiento de Cervantes”, 1925) le había diagnosticado un fondo ideológico inconfundiblemente erasmiano, y Bataillon lo había confirmado en “Erasmo y España” (1937). Antonio Vilanova demuestra que Cervantes tuvo que conocer al menos el Elogio, dada la similitud de la locura de Don Quijote con algunos de los ejemplos que expone Erasmo en su obra: anticlericalismo, crítica a la liturgia y a las ceremonias, amor a la naturaleza, énfasis del cristianismo frente al catolicismo, exaltación de la libertad, critica a la España oficial, y –sobre todo- la valoración de la caridad sobre la justicia. Incluso el enfoque general de la obra podría ser una muestra: Don Quijote se hace caballero andante –apenas acompañado de un bobo, tan próximo a la inocencia evangélica que predica Erasmo- para defender a los menesterosos, a las viudas y a las doncellas, a los necesitados en general.
Y es que el nervio doctrinal de la Philosophia Christi es la metáfora del cuerpo místico de Cristo, según la cual todos los hombres somos miembros del mismo cuerpo cuya cabeza es Cristo. Lo cual puede leerse como que estamos subordinados a él, pero también de otra manera más exitosa en España según la cual todos los miembros forman parte del mismo cuerpo y se relacionan en igualdad/comunidad. Ese discurso incluye una reivindicación de igualdad jurídica para todos, capaz de cuestionar la división entre cristianos nuevos y viejos. Así es como muchos conversos abrazan el erasmismo como la posibilidad utópica de establecer un reino de Dios donde todos eran iguales, al menos en derechos.

Cuando libera a los galeotes se dirige a los guardianes diciendo “me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres, cuanto más, señores guardas, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros, allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios en el cielo no se descuida de castigar al malo, de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello” (I, XXII). La acción de liberar al desalmado no se comprende a la luz de la justicia humana; sólo se explica si el autor confía ciegamente en la justicia divina, que permite al hombre la caridad absoluta. Es decir: convenido que sólo Dios tiene autoridad para juzgar, al verdadero cristiano sólo le queda como opción el amor caritativo y misericordioso a ultranza. Así se lo justifica Don Quijote a Sancho: “A los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos, van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias; sólo les toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario de gente mohína y desdichada, e hice con ellos lo que mi religión me pide” (I,XXX). Al defender esa actuación caritativa sin valorar consideraciones humanas, Don Quijote parece valorar la fe por encima de las obras. De hecho, la única frase expurgada por la inquisición -“las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada”- , no sólo recuerdan la opinión del obispo Carranza de que las obras no valen nada si no se cumplen en estado de gracia, sino que explicita cuanto los anteriores ejemplos sólo insinuaban. Al insistir Cervantes en la importancia de la conducta y de las buenas obras, viene a expresar una opinión muy próxima a la erasmiana en el desprecio de la teología, la cual viene a significar para él casi siempre una serie de formamismos que tienen poca o ninguna relación con la vida cristiana. Este es el episodio central del Quijote, porque convierte al caballero en un delincuente perseguido por la santa hermandad, apenas liberado –a costa del exilio- cuando en la tercera salida se refugia en el reino de Aragón, lejos de la justicia castellana. ¡Podría ser esa huída un símil de la que tantos humanistas habían tenido que emprender metidos en el equipaje imperial, mientras chisporroteaban las hogueras inquisitoriales a sus espaldas! En conclusión: a Erasmo no le place España porque los motivos que permitieron su éxito editorial son los mismos que empujarán la persecución de sus partidarios.
jueves, 10 de noviembre de 2011
CRIMEA Y LA SECESIÓN AMERICANA, INICIO DE LA GUERRA INDUSTRIAL
Me ha gustado este documental porque me permite introducir la guerra de Crimea y la de secesión en clase. Explica cómo la tecnología aceleró el ritmo de las matanzas. Parte de la afirmación de que durante siglos la tecnología bélica había permanecido igual: un combatiente en Waterloo, dice, hubiera reconocido armas y tácticas de cien años antes porque se seguía luchando con pólvora, caballos y espadas. Esa batalla marca precisamente el final. Tras ella, Europa gozó de cuatro décadas de paz, durante las cuales el éxito industrial desarrolló la producción masiva y una cadena de inventos que lo cambiará todo: nuevas armas de fuego que multiplican la potencia de fuego, los trenes que conducirán velozmente a los hombres al frente, las cámaras de fotografiar que registran su sufrimiento, relojes precisos permitían sincronizar los ataques, el telégrafo repartía sistemáticamente las órdenes sobre el terreno de operaciones y permitía que los enviados especiales de la prensa enviarán crónicas como las que William Howard Russell envió desde Crimea para el TIMES. También incentivó las innovaciones médicas que Florence Nithingale llevaría al frente…
Los franceses y los ingleses llevaron a sus tropas a Crimen en barcos de vapor: desde lejos se podían precisar planes de ataque y calendarios. El vapor permitió trasladar una ingente cantidad de tropas, munición y provisiones allí y cuando se necesitara. El desembarco cerca de Sebastopol les enfrentó a unos soldados rusos armados con mosquetes parecidos a los que usaron sus abuelos para frenar a Napoleón. Tolstoi, el autor de “Guerra y Paz” sirvió en Crimea como oficial de infantería, y describió consternado el efecto terrible que causaban los silbidos de las aparentemente interminables lluvias de balas.
Fascinado por el sobrecogedor espectáculo de las trincheras, afirman que Karl Marx afirmó que “se mire como se mire, la guerra civil americana es un espectáculo inédito sin precedentes en los anales de la historia militar. La extensión del territorio en disputa, las amplias líneas del frente de operaciones, la fuerza numérica de los ejércitos enfrentados, su coste fabuloso, y los principios tácticos y estratégicos, todo es nuevo a los ojos del observador europeo”. Tenía razón: ambos bandos luchaban con la tecnología más moderna, lo que alargó de forma cruel una guerra sin precedentes. Incluso predijo que la guerra terminaría luchando por Georgia. La trágica ocupación de Atlanta por el general Sherman simboliza la capacidad destructiva de la guerra moderna sobre la población civil. El conflicto terminaría con más víctimas americanas de las que les costarían después las dos guerras mundiales, la de Corea y la de Vietnam juntas.
El documental se queda, sin embargo, en la victoria de Bismarck sobre los austriacos en 1866.
martes, 1 de noviembre de 2011
LINGÜÍSTICA Y NACIONALISMO (JUAN CARLOS MORENO CABRERA)
Apasionante conferencia: "La lingüística y el nacionalismo lingüístico español", del del profesor Juan Carlos Moreno Cabrera, en la jornada "10 anys de filologia catalana a la UOC".
Juan Carlos Moreno Cabrera (Madrid, 1956) es doctor en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Madrid y, desde 1993, catedrático de Lingüística General en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha sido miembro del Comité Científico del Informe Sobre las Lenguas del Mundo llevado a cabo por la UNESCO [publicado como Words and Worlds Multilingual Matters, 2005 y en castellano con el título Palabras y Mundos, Barcelona, Icaria, 2006] y participó en el proyecto EUROTYP (tipología de las lenguas de Europa) financiado por la European Science Foundation (1990-1994). En la actualidad es miembro del comité científico de LINGUAMON- CASA DE LAS LENGUAS de la Generalitat de Cataluña. Es autor, entre otros muchos libros, del ensayo "El nacionalismo lingüístico. Una ideología destructiva" (Barcelona, Península, 2008); Spanish is Different (Castalia, 2010).
domingo, 9 de octubre de 2011
EL DISCRETO ENCANTO DE LAS MAGDALENAS (Y 2)

La principal fuente de encargos para los pintores de la Belle Époque fue el retrato de sociedad. Así que acudí a la exposición de Caixaforum pensando que la muestra "Retratos de la Belle Époque"(impulsada por la Generalitat valenciana) me permitiría conocer algunas claves de la época. No fue así: fui incapaz de encontrar ningún hilo conductor. Estaba a punto de bostezar de aburrimiento, cansado y algo incómodo de que tantos señores trajeados me miraran con arrogancia desde sus retratos, cuando (al fin) pude refugiar el espíritu en un Anglada Camarasa que me acogió en un rincón al que contagiaba un verde algo estridente. Detenerme allí me permitió reparar en la sala habilitada para consultar los catálogos. Cuando me puse a ojearlos comprendí el aburrimiento.
El retrato responde a la intención de representación social, es obvio. El mecanismo, sin embargo, resulta decisivo en una sociedad “dominada por la ansiedad de la imagen”. Entonces, decían los rótulos de la muestra, los retratistas entran en el juego de apariencias que centra las relaciones internas de las elites de la época. Siguiendo el ejemplo de la novela naturalista del momento, los pintores intentan hacer visible la complejidad de la naturaleza humana. Surge así un nuevo tipo de retrato, aparentemente espontáneo y directo, menos convencional, destinado a la contemplación próxima en el ambiente de la intimidad doméstica. Pero incluso esas pequeñas transgresiones se me antoja que siguen reflejando una existencia aburrida, desencantada, perezosa, opulenta, obsesionada por ostentar y parecer. El catálogo de “Retratos de la Belle Epoque” recoge un fragmento de “La edad de la inocencia”, de Edith Warton, que a mi entender nos describe el alma de muchos de los retratados: “L’absoluta falta d’entusiasme per una cosa que de veritat l’apassionara, l’empobriment i la desolació que regnaven en el seu interior, -una desolació tan profunda que es traduïa en un estat de pesar quasi permanent, tan indeterminat com angoixòs-, units a una implacable sentit del deure i a la ferma determinació de continuar mostrant la máxima dignitat a qualsevol preu, de dissimular la seva debilitat per tots els mitjans i salvar les aparences, havien tranformat la seva existencia en això: quelcom artifical (...) per la qual cosa qualsevol paraula, qualsevol moviment, qualsevol acció que implicara el més mínim contacte amb altres persones es convertia en una esgotadora i irritant actuació teatral”.

Me resulta familiar este vivo sin vivir en mí, esta incomodidad en la prosperidad, este inconformismo de salón, esta eterna insatisfacción. No me parece casual que nuestra sociedad elija fijar su atención en la Belle Époque. Como muchos de los retratados, nos desvivimos por aparentar, llevamos treinta años paseando por el lado oscuro sin valorar el riesgo y seguimos fascinados por la tecnología: si al inicio de “Rostros de la Belle Époque” se proyectan imágenes cotidianas a la sombra de la Torre Eiffel, paradigma de la vanguardia tecnológica de entonces, bien podríamos aparecer nosotros hurgando en nuestros móviles o fascinados por la rapidez del AVE. También nuestras ciudades, como las suyas, compiten con edificios singulares.
La crisis está fagocitando aquel mundo de especulación incontrolada e irresponsable, en el que veníamos divirtiéndonos como si de un parque de atracciones permanente se tratara, tal y como la Gran Guerra hizo de los sueños de los retratados unas espantosas pesadillas. Como ellos, seguimos abrazados a los clichés del tiempo perdido con inconfesada desesperación, conscientes de que se nos escurre entre los dedos aquella falsa prosperidad, como Proust (a quien podemos ver en la exposición retratado por Jacques-Émile Blanche en 1897) permanecía abrazado al recuerdo de los sabores del tiempo perdido. Quizá por eso nos fascinan aquellas aristócratas con etéreos vestidos de gasa, que podrían ser nuestros propios fantasmas. Como ellas, anduvimos empachados de evasión y magdalenas.

Hemos vivido incubando la crisis de hoy, del mismo modo que aquellos burgueses tan aparentemente prósperos vivieron, como si un permanente desayuno en la hierba se tratara, incubando todos los monstruos que propiciarían el desastre (nacionalismo, industrialismo, imperialismo, militarismo). Había habido críticos: Freud intuyó la jaula dorada en la que la doble moral mantenía histriónico y sojuzgado al individuo, Nietzsche recomendó ser un superhombre para romper esas cadenas, y Wilde denunció que –hablando de retratos- Dorian Grey sólo podía ponerse hasta el culo de magdalenas a costa de perder el alma. Su crítica de la sociedad de las apariencias llegó tan lejos como su falsedad matrimonial le dejó: el marqués de Queensberry pudo defenderse citando fragmentos de El retrato en una contraacusación que resultó fatal. Deborah Davies sostiene, según el catálogo, que la relación que intuyó Wilde entre John Sirgent Sargent y el doctor Pozzi le inspiró la novela. El amante de Sarah Bernhard al que el retratista más importante de su tiempo nos legó vestido de rojo pasión, en bata de estar en casa cubriendo su camisa de dormir blanca, y con la mano en el corazón, conseguiría en 1884 la primera cátedra de ginecología de la facultad de medicina de París, dos años después de la exhibición del cuadro en la Royal Academy de Londres (1882). Fue allí donde llamó la atención de Wilde, quizá por su apariencia dandy, que cuestiona el rol de género en tanto convención, y lo reemplaza por una indefinición tan andrógina como provocadora. Aquella mente positivista tenía doble vida, está claro.

También la presencia española en la muestra se limita a “fotografiar” máscaras. Aunque Ramón Casas retrató con excelencia esa atmósfera de cierta dejadez, algo extemporánea, tan fluida y acogedora, de señoras desmayadas e intimidades familiares, su presencia en la muestra (“Cosint (dona amb vestit vermell)", 1889) se me antoja menor. Quizá porque la exposición viene de Valencia prefiere recrearse en Sorolla. Nada que ver con el pintor que Blasco Ibáñez conoció paseando por la Malva-rosa mientras “laborava a ple sol i reproduïa màgicament sobre les teles l’or de la llum, el color invisible de l’aire, el blau palpitant del Mediterrani, la blancor transparent i sòlida, al mateix temps, de les veles, la mola rossa i carnal dels grans bous tallant l’ona majestuosament a l’estirar les barques”. El Sorolla luminoso que nos entusiasma siempre, al que Blasco Ibáñez definía así en “Flor de Mayo”, no está en la muestra. En tanto se define al pintor como fotógrafo de apariencias, figura un retrato de Alfonso XIII con uniforme de húsares (1909), al aire libre para que transmitiera la salud y fuerza que no tuvo su padre; y otro de Blasco, a la izquierda en al foto anterior, muy formal, que disimula su republicanismo y su reputación mujeriega.

Y es que la burguesía construye las apariencias y se construye a sí misma en ellas. Vive de ellas. Cada individuo o familia compone una imagen en la que puede contemplarse. Hacerlo es algo fundamental, ya que sólo gracias a la imagen ocupará un lugar adecuado en el marco social. Un juego de falsedades que me recuerda mucho al nuestro… Me temo que les contemplamos porque les compadecemos. Ignoramos su culpabilidad porque, como nosotros, eligieron libremente precipitarse hacia el abismo
martes, 4 de octubre de 2011
EL DISCRETO ENCANTO DE LA ARQUITECTURA (1)

Hace ya tiempo que la gestión rentabilizadora ha convertido Barcelona en un parque temático para turistas. El proceso ha venido levantando un lúcido repertorio de críticas, no muy numerosas, pero cualitativamente significativas. Los barceloneses, carnalmente enamorados de nuestra ciudad, urbanitas de diseño donde los haya, hemos callado la mayor parte de las veces, quizá absortos en el éxito internacional de la marca BCN, quizá más pendientes de si la rendida admiración turística devengaba intereses.
Hoy en Caixaforum me di cuenta de que el fenómeno ha tenido al menos una consecuencia historiográfica: hemos creado un discurso monotemático del pasado de la ciudad. Al acercarme por tercera vez en menos de un mes a visitar una exposición sobre el mismo periodo histórico, noté que sólo promocionamos una imagen del pasado urbano tan confortable como acomodaticia, que esconde bajo la alfombra cualquier conflicto, del mismo modo que ese diseño de la ciudad como un parque temático del modernismo ha escondido los barrios más pobres tras la fachada especulativa. Estamos borrando parte de nuestro pasado más lúcido: la personalidad reivindicativa, dinámica, ideológica, liberal, transgresora, de la ciudad. Celebramos exclusivamente el tiempo del modernismo con una especie de nostalgia algo rancia: así, por ejemplo, en la conferencia que inauguraba el ciclo de actividades relacionadas con la exposición “La Barcelona de Sagnier”, Lluís Permanyer definía aquellos tiempos como si de “nuestro renacimiento” se tratara.
Lo que sí es cierto es que las propuestas de Caixaforum son casi siempre brillantes: en este caso, la que celebra el centenario de La Caixa en Tarragona, reflexiona sobre la obra de Enric Sagnier i Villavecchia (1858-1931), cuya trayectoria vital, no por casualidad, se sitúa entre el momento en que se discuten los proyectos de ensanche de la ciudad que acaba de derribar las murallas medievales y el año en que el advenimiento de la república permite democratizar la calle, o al menos que la tomaran los ciudadanos y dejara de ser un muestrario de familias bien. El arquitecto fue hijo del presidente de La Caixa Lluís Sagnier i Nadal, lo que le permitió construir la sede de la entidad en distintas ciudades catalanas. Así ocurrió en la Rambla Nova de Tarragona, lo cual no fue considerado en su tiempo ningún tráfico de influencias.

Sagnier es un arquitecto importantísimo, por mucho que la fama se la lleven la tríada de creadores que, por la singularidad de sus construcciones, se ganan la atención de los turistas. Permanyer le asignaba en su conferencia más de 500 obras, lo que debería permitirnos definirle como el verdadero autor del escenario que Gaudí, Puig i Cadafalch, o Doménech i Muntaner, apenas salpicaron de selecta extravagancia. Merecería pues una exposición de gran formato: “La ciutat de Sagnier” no lo es, pero es densa, seductora y muy interesante. Consta de dos espacios: una recepción rectangular y una gran sala que distribuye las secciones desde un punto central. La sala propiamente dicha parte es mucho mayor que la recepción: parte de un plano de la ciudad en el suelo, salpicada de puntos rojos que sitúan en la trama urbana los edificios que construyó. El visitante pisa la trama y elige la dirección en la que adentrarse en la “Barcelona de Sagnier”: El Pinar, el palacio de Justicia, el Tibidabo, el Hotel Colón o los edificios de viviendas.

Por lo que respecta a la sala que recibe al visitante, le enfrenta a su desconocimiento de la obra del arquitecto. Seguro que no he sido yo el único barcelonés escandalizado por su propia ignorancia al constatar que no sabía atribuirle ningún edificio importante, pese a ser muy numerosos y algunos de ellos notablemente significativos. El rincón expositivo cataloga la obra de Sagnier con un mapa de sus 25 obras imprescindibles, una secuencia de diapositivas que demuestran su eclecticismo en las fachadas, y dos filmaciones aceleradas de 24 horas en la vida de dos rincones de la ciudad mostrando cómo los miles de coches y ciudadanos discurren al galope, ignorantes de que el escenario en el que interpretan sus prisas fue levantado por Sagnier. No es pues una entrada neutra, sino una presentación del personaje mediante fotografías y objetos personales que nos recuerda que Sagnier es un hombre de la alta burguesía. Como promotor del Cercle Artístic de Sant Lluc le podemos suponer en el sector más reaccionario de la industria de la creación. Sus clientes son importantísimos: los Girona, Godó, Sert, Andreu, Garriga Nogués… Quizá eso resulte especialmente notorio en la Casa Arnús: El Pinar (en la foto de este párrafo) es un lujoso chalet encargado por el banquero Manuel Arnús, que incorpora elementos de arquitectura fantástica, como torres con almenas, pináculos, gárgolas, tribunas, balcones, logias y galerías… Aquí Sagnier se nos aparece como un arquitecto modernista típico, ya que el edificio cuenta con todas las características destacadas de la arquitectura modernista: inspiración medieval, sofisticados trabajos de hierro forjado y cerámica esmaltada artesanalmente, motivos vegetales de vivos colores, preferencia por la línea sinuosa y suave… En cambio, la sede de la Banca Arnús en la Plaza Cataluña, esquina con las Ramblas, un edificio hoy ocupado por una tienda de ropa de marca, recuerda el estilo de la Escuela de Chicago.

Por si el edificio no demostrara por sí sólo la buena relación del arquitecto con el mundo financiero de su tiempo, cabe recordar que en los dos extremos de la Via Laietana Sagnier levantó la sede del Banco Hispano Colonial (junto a la estatua de Antonio López) y la sede de La Caixa (en plan castillo medieval, arriba). Entre sus obras más importantes está también el templo expiatorio del Tibidabo: para la burguesía quienes debían expiar sus culpas –como un excesivo apego al cuestionamiento del orden que les explotaba, al experimento ideológico, o a las bombas- eran siempre los demás. En la misma línea, el actual consejero de interior de la Generalitat sigue obsesionado por los pecados ajenos y se consagra a perseguir con eficacia a las prostitutas, las casas ocupadas y la venta ilegal de películas, pero descuida con la misma eficiencia el saqueo que sus amigos efectuaron en el Palau de la Música. Como los Sagnier, entiende que esos negocios (o corruptelas) son los propios de su clase.

En la memoria del proyecto del Palau de Justícia, en la que Sagnier trabajó junto a Joseph Doménech i Estapé, ambos arquitectos señalaban que el material representativo de la civilización moderna era el hierro, pero que la función del edificio exigía la solidez de la piedra para hacer sentir el peso de la justicia. La sociedad no estaba preparada, añadían, para aceptar el uso de estructuras de hierro en los edificios monumentales. Así que el edificio finalmente combinó un interior ligero con vidrieras montadas con arcos metálicos, con un exterior de piedra, severo y regular, que transmite una imagen colosal. Esa diferencia entre un exterior que impone respeto y un interior que sugiere elegancia me remite a la doble moral de la burguesía y su desprecio por la masa, en la que sólo ve ignorancia, y a la que llama eufemísticamente “la sociedad”. No deja de ser significativo que aquellos próceres de la Restauración quisieran dejar bien claro que el orden político (y judicial) no tenía nada de moderno. Experimentar con moderneces puede acabar volando por los aires el edificio político más inmóvil y casposo de Europa. ¡Entre el tornillo de hierro y la revolución hay más de un paso, pero sería mejor no dar ninguno… por si acaso! No debería olvidársenos que la Barcelona que promocionamos no fue precisamente la vanguardia cultural…
domingo, 18 de septiembre de 2011
ALEJANDRO (2): UN ENCUENTRO CON PREJUICIOS
Desconozco si las entidades que patrocinaban la exposición sobre Alejandro Magno que durante unos meses se alojó en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid pensaban que lo que ha sucedido estos últimos años en Irak es un “encuentro con Oriente”. En cualquier caso, ese era el leit motiv de un evento de gran formato y promoción grandilocuente que se ha dedicado a la expedición asiática del rey de Macedonia. La muestra contaba con audiovisuales muy didácticos y piezas de excepción, que merecía la pena ver y que el elegante diseño del recinto celebraba. No creo, sin embargo, que el discurso expositivo permitiera celebrar ningún “encuentro”, puesto que flojeaba al describir el mundo persa, y no se justificaba la importancia del fortín de Kugasol, uno de los fuertes construidos en el 328 a.C. cuya excavación ha corrido a cargo de la Fundación Curt-Engelhorn y el Departamento de Eurasia del Instituto Arqueológico Alemán. Supongo que para publicitar ese éxito arqueológico se intentaba demostrar el impacto del helenismo en Asia Central sirviéndose de UNA bañera de factura macedónica hallada en mitad de aquellos desiertos. No sé pronunciarme sobre la importancia del hallazgo, aunque desconfío de que ningún encuentro se pueda rastrear de forma unidireccional, sin apuntar sobre el impacto –a la inversa- de Oriente en los expedicionarios. La historiografía, cuando lo ha buscado, apenas ha advertido sobre la tentación despótica ante la que presumiblemente sucumbió Alejandro al exigir la postración de sus súbditos. Nuestros prejuicios apenas nos permiten ver una continuidad entre los tiranos de entonces (Darío III) y los de hoy (Saddam, Ahmanideyah). Vamos, que de Oriente no viene nada bueno.

Me hago cargo de que estos grandes eventos persiguen más la rentabilidad que la verosimilitud, pero me parece que también la comercialización del producto cultural –su merchandising- tiene que estar a la altura. También entiendo que la salida de una exposición concebida como espectáculo conduzca obligatoriamente al visitante a través de la tienda, a ver si le arranca unas perrillas. Afortunadamente, visité la muestra en un horario poco frecuentado y me ahorré las nubes de niños lloriqueándoles a sus padres en la tienda por una espada de plástico. Lo que ya me pareció más sorprendente fue qué libros se ofrecía a los visitantes. No había ningún clásico, ningún referente académico. Estaban, eso sí, la saga de novelas de Manfredi, y unas memorias de Bucéfalo: en el mundo de la postmodernidad los caballos tienen derecho a su punto de vista. Sin embargo, el más esperpéntico era el ensayo de un doctor en empresariales que se servía de Alejandro para explicar técnicas de liderazgo y dirección de equipos comerciales. ¡Hay momentos en los que la España del PP me parecería cómica si no fuera porque es siniestra!

Alejandro es un personaje apasionante sobre el que se viene discutiendo desde la misma antigüedad y una exposición que se promociona como divulgativa apenas ofrece 3 libros menores en los expositores de su tienda. La cosa me parece especialmente grave porque la bibliografía se ha actualizado recientemente: la discusión sobre si Alejandro fue un héroe homérico que alumbró un mundo nuevo extendiendo la civilización con sus conquistas (Hammon, 2004; Lane Fox, 2007), o si era un ambicioso pragmático y sin escrúpulos al que el éxito militar acabó convirtiendo en un déspota desequilibrado (Bosworth, 2005; Cartledge, 2008), está más viva que nunca. Pero los organizadores de la macro-exposición la ventilan con un solo ensayo que apenas permite imaginarnos al rey cruzando el Helesponto con camisa blanca, corbata azul y un elegante traje de Emidio Ducci. Alejandro, parecen querer decir, es uno de los nuestros.

Menos irrisorio es, sin embargo, que una exposición que pretende dar una visión divulgativa y genérica de Alejandro, a volapié, sin profundidad, descuide un aspecto importante del crucigrama alejandrino. Mary Renault, en su biografía de Alejandro, escribió que el rey de Macedonia respondió incondicionalmente al precepto, tan aristotélico como misógino, que –considerando a la mujer una forma imperfecta del hombre- exaltaba las relaciones vitales entre compañeros. La autora de “El muchacho persa” concluía que “apenas se sustentan las teorías que sostienen que (Hefasteion) fue un mero compañero de cama o un amigo íntimo apreciado por su devoción absoluta”. Aunque ningún testimonio incontestable confirme plenamente que fueron amantes, los indicios son avasalladores. La anécdota de la confusión de la madre de Darío III, que presentó sus respetos a Hefasteion por error, y a quien Alejandro tranquilizó diciendo “No te preocupes, madre, él también es Alejandro”, es sólo una guinda. Nadie con rigor académico niega esa cara de Alejandro: y para muestra, recuerdo un artículo de Borja Antela que pretende “aproximarse a las fuentes antiguas para revelar en qué medida el conquistador habría vivido sus relaciones de carácter íntimo con otros hombres”.
El texto analiza la corte macedónica a la búsqueda de rastros del sistema de cortejo a los muchachos. El investigador de la UAB parte del supuesto de que la helenización del entorno de Filipo que demuestran el gusto por el teatro, la filosofía o la lengua, también pudo adaptar el modelo pederástico de relaciones sexuales entre la elite macedónica. Y, efectivamente, encuentra en las fuentes –Diodoro y Justino, concretamente- la descripción de los acontecimientos que envolvieron la muerte del rey. Parece ser que su amante Pausanias, se quiso vengar de una afrenta sexual recibida de un cortesano llamado Átalo, que el rey había dejado impune porque –aunque vio que se le quería insultar por medio de un subordinado interpuesto- necesitaba la alianza con la nobleza. Lo que para nosotros es una anécdota morbosa (que no para Filipo y Pausanias, que se dejaron la piel en la conjura) sirve para comprobar que en la corte macedónica había encuentros entre hombres. Y Alejandro se formó en ese contexto…

Ya en su tiempo aparecen referencias a su afecto desmedido por Hefestión, en cuyos muslos, se dice, en clara referencia al sexo intercrutal, encontró Alejandro su única derrota. Hefestion representa a Patroclo en la emulación de Aquiles que el rey publicita para definir su agresión a Persia como si se tratara de una nueva guerra de Troya. Es más: cuando Plutarco analiza el autocontrol (o su ausencia), para mostrar las virtudes de Alejandro, se sirve del episodio en que el conquistador se encuentra con el harén de Darío. Y celebra que no sucumbiera a su belleza –pese a que las mujeres persas eran “un tormento para los ojos” (Plut., Alex, 21.10)- añadiendo que tal estoicidad no se debía a su debilidad por los muchachos. Para Antela, hoy, aquel respeto –en un tiempo en que la victoria sobre el enemigo se proclamaba también con la posesión de sus mujeres- se lee como “un alegato respetuoso hacia los vencidos, en su deseo de integrarlos”. Plutarco también entiende que el autocontrol alejandrino se manifiesta al no abusar de la autoridad que le confiere la victoria. Pero en cualquier caso la anécdota sirve para demostrarnos que los comportamientos sexuales de la aristocracia macedonia superaban las limitaciones que los griegos imponían a las relaciones sexuales entre hombres, permitiendo que se extendieran hasta la edad adulta, lo que en Atenas constituía motivo de infamia y vergüenza. Otro especialista en Antigüedad clásica, Francisco Javier Gómez Espelosín, escribe en “La leyenda de Alejandro Magno: mito, historiografía y propaganda” –una síntesis exquisita publicada en 2007 por la Universidad de Alcalá de Henares- que parece incuestionable que, “en una sociedad dominada por varones, cuyas elites compartían desde niños años de entrenamiento, juegos y pasatiempos, y en la que las mujeres desempeñaban sólo el papel de meras trasmisoras de la sucesión o de piezas utilizables en la política de alianzas, se desarrollaran todo tipo de sentimientos afectivos entre los miembros masculinos de la aristocracia macedonia”. No se trata de idealizar esas relaciones, como hizo Klaus Mann en su novela sobre Alejandro, pero me parece grave silenciarlas. Porque, como dice Borja Antela, “ocultar cualquiera de las realidades transmitidas sobre su persona por las fuentes, u obviar comportamientos en virtud de la moral de nuestra época, supone aproximarnos erróneamente a su figura, ya por sí bastante compleja como para añadir dificultades adicionales”.
sábado, 17 de septiembre de 2011
CAPOTE (2): NUDOS EN LA GARGANTA Y CÓMODAS PESADILLAS
Como historiador me ha gustado mucho más “Capote” que Infamous, porque da más cancha al contexto social y económico, y encierra una sutil interpretación de una época. En el post anterior intenté argumentar que “Infamous” me parece una película de emociones, en la que el tiempo histórico es apenas el escenario que acompaña la historia que se quiere contar. El contexto importa mucho menos que los intensos, aunque contenidos, sentimientos de sus protagonistas. En cambio, “Capote” apenas se detiene en especular sobre la ambigua actuación de Truman. Sí se aprecia también cómo “A sangre fría” acabó con sus nervios, le consumió como escritor y le sumió en el alcoholismo. Sin embargo, el metraje de la película que le dio un Oscar a Philip Seymour Hoffman (2005) se centra más en describir una justicia tan inclemente como sórdida, y, de fondo, la sociedad a la que protege.
La versión de Bennett Miller tiene un aroma de cine negro, gracias a una fotografía en gama de oscuros/mates que cumple un objetivo historiográfico: la elegante prosperidad de la elite imperial apenas aparenta una grisácea felicidad mediocremente aburguesada. En tanto Capote forma parte de ella, el personaje se nos presenta excéntrico, ególatra, alcohólico, una reinona en las fiestas de sociedad, descritas –entre atmósferas cargadas por el humo del tabaco, y las miradas perdidas que se lleva el wisky- de forma algo sórdida.

La película no es una mera crónica de un crimen espantoso. Una familia decente es asaltada por unos estrafalarios asesinos porque –aunque ellos mismos no lo sabían- representaban el sueño americano: su apariencia de cómoda prosperidad les convirtió en objetivos de quienes –excluidos de ese sueño- envidiaban desde el pozo, con actitud desarraigada, aparentemente invisibles, la porción de prosperidad de la que estaban excluidos. La reconstrucción de los últimos días de la familia que Capote construye en la novela, sirviéndose de las declaraciones de los últimos testimonios que les vieron vivos, permite imaginar al padre de familia como un ferviente cristiano de la América profunda. La película no describe esa rigidez algo farisaica, pero se sirve de cierta rudeza visual para proyectar esos valores a una forma de matar –cumpliendo el “ojo por ojo”, a sangre fría- impulsada por una sociedad entregada a sus apacibles logros.
Hay también algunas referencias explícitas en ese sentido: se nos dice que el inspector de policía no puede leer “Desayuno con diamantes” porque está prohibida en la biblioteca del pueblo. Así se nos advierte del provincianismo de la escena del delito, de las resistencias a la modernidad de una parte de la sociedad americana dispuesta a la venganza contra quien cuestiona el orden social: los primeros abogados sugieren a los todavía presuntos asesinos que renuncien a sus derechos para intentar congraciarse con el juez. En ningún momento Capote verbaliza estar en contra de esa renuncia a un juicio justo, una mera apuesta por la clemencia, una versión de la justicia que apenas persigue una ejemplarizante y sórdida venganza. Pero se explicita que les ayuda a encontrar nuevos abogados, y en su descripción del camino de Perry Smith hacia la horca se intuye que la pena de muerte justificada es tan despiadada como la siniestra comisión del crimen.

La gama de colores apagados no es la única manera de hacernos reparar en una sociedad tan gris como próspera: el escritor protagonista llega a afirmar, hablando de su proyecto, que “existen dos mundos en este país: el de la vida tranquila y conservadora, y el de estos hombres. Y esos dos mundos se encontraron aquella noche”. Una afirmación que en ningún momento pretende justificar la violencia criminal de los desahuciados contra quienes cuentan con un cálido hogar, pero que invita a leer más allá de la pátina de prosperidad que parece impregnarlo todo. En su sistemática investigación, Capote llega a conocer el contexto en el que Perry creció: una familia que, eufemísticamente, podríamos llamar desestructurada y que hará posible la mutua identificación entre el asesino y el periodista. Ese entendimiento no se hace aquí en términos de deseo contenido, como en Infamous. El Capote amanerado se identifica con el Perry que cojea porque comparten también una infancia difícil, sin afecto, con maltratos y abandonos, en la que el arte es un refugio. Ese origen común con destinos distintos –el éxito, la cárcel- es lo que le hace decir “tú saliste por la puerta de atrás y yo por la de delante de la misma casa". Esa comparación con el otro es más que una reflexión sobre la suerte o el destino. No sólo se quiere decir que cada uno podría haber sido el otro, sino que el éxito de uno es la excepción, el milagro, para quien viene de la pobreza y está determinado por ella.
No hay una reflexión explícita sobre la madre cherokee de Perry y sus problemas con el alcoholismo y la depresión, pero la exclusión racial se advierte en la escena con el alcalde de la prisión, en la que –con una discreta perla- se proyectan sombras sobre la corrupción de un sistema –judicial, carcelario- que consagra la exclusión social. La propia trama escenifica esa dualidad social y el conflicto latente que vivían los Estados Unidos: por un lado, los monstruosos asesinos, grotescamente malvados, que no manifiestan arrepentimiento. Por otro, los entrañables miembros de la familia asesinada: todos parecen ser queridos y respetados en su entorno social, lo que hace más repulsiva aún la desalmada actuación de sus asesinos. Visto así el objetivo de Capote –devolver aquel chico triste y tímido que ha encontrado allí donde esperaba encontrar a un monstruo, “al reino de la humanidad”, como él mismo dice- es algo más que nadar contra corriente. Es visibilizar la pobreza norteamericana y mostrar la polarización social.

En 1962, Mike Harrington publicó “The Other América: poverty in the United States”. La crítica a la sociedad de la opulencia que contenía era también una denuncia de las políticas de Eisenhower, en cuya presidencia se sitúa la película.
El ensayo reclamaba la actuación del gobierno federal en una lucha contra la pobreza que la presidencia Johnson materializó con educación preescolar para niños pobres, capacitación vocacional para jóvenes sin estudios, empleos de servicio comunitario para jóvenes de barrios bajos. La lucha por los derechos civiles de la población negra se inscribe en esa misma área de actuación contra el diagnóstico de Harrington, que no sólo cifraba de manera espantosa la presencia de una masa invisible de población al borde de la miseria en la nación más próspera del mundo: también describía el círculo vicioso que encadena a los pobres a la desgracia. Él mismo autor explicaba que, habiendo sido detenido en una manifestación por los derechos civiles, pudo comprobar que el trullo estaba lleno de pobres. Porque la pobreza les abocaba al crimen, porque no disponían de dinero para fianzas ni abogados. Cuando les describe esperando “su proceso con impasibilidad, con una especie de aceptación pasiva” porque “aguardaban lo peor, y probablemente eso fue lo que obtuvieron”, es difícil no pensar en el Perry que describe Capote. Abocado a la carretera, a la soledad, a los hoteluchos, a trampear para sobrevivir, a pasear por el lado oscuro. Mientras tanto, las cifras de crecimiento macroeconómico de los Estados Unidos eran espectaculares y cobraban vida cotidiana en el automóvil, la televisión, la nevera, la lavadora. Aquella sociedad tan ostentosa como aburrida, que nadaba en la abundancia, cada vez más homogénea gracias a la producción en serie y la publicidad era –como decía Henry Millar- “una pesadilla con aire acondicionado”. Y no sólo para un novelista de bragueta fácil, para un mariquita con sueños de escritor, para un cherokee cojo. Lo era para muchos millones de personas más.
lunes, 22 de agosto de 2011
TEMA 13: L'ECONOMIA D'ENTREGUERRES

1. Els problemas econòmics de la pau
• El debat sobre les reparacions
• La crisi del Ruhr (1923)
• El Pla Dawes de 1924
2. La prosperity:
• Reacció política: Harding guanya Wilson (1920) reclamant “Amèrica primer”
• Reacció racial: KKK i Quota Act (1921)
• Reacció religiosa: el creacionisme
• Reacció moral: la Llei Seca
3. Del cracK a la Gran Depressió: les causes
• Sobreproducció
• Especulació
• Inflació creditícia
• Dependència
4. Del crack a la Gran Depressió:
• El Dijous Negre s’enfonsa la borsa
• L’expansió a altres sectors
• Conseqüències socials
• L’extensió a Europa: com?
5. Les sortides de la crisi
El Regne Unit: la proposta keynesiana
La França del Front Popular: Maintegnon, 1936
El New Deal de Roosevelt (1933-1939)
Les crítiques al New Deal
Alemanya: autarquia, obres públiques i rearmament
domingo, 21 de agosto de 2011
TEMA 15: LA II GUERRA MUNDIAL

Introducció : “guerra total” i causes llunyanes
1. Les relacions internacionals d’entreguerres
El sistema de seguretat col•lectiva
• El debat sobre les reparacions: Rhur, 1923
• Ataturk i els armenis: el mapa de 1918 és canviable
• L’esperit de Locarno (1925): respecte fronterer i renúncia guerra
• Les limitacions de la SDN
El girs cap a la guerra
• 1933: servei militar i Dolfuss
• 1935: la crisi d’Abissínia (Eix Roma-Berlín)
• 1936 Renània mata Versalles i Espanya divideix Europa
• 1938; Anschluss i Sudetes. L’apaivagament a Munich
• 1939: Txecoslovàquia i Dantzing
2. Les etapes de la guerra
La guerra llampec (1939-1941)
• El pacte germanosoviètic de no agressió, darrer repartiment de Polònia
• El drôle de guerre: March Bloch i la rendició de França
• Davant resistència anglesa, nous fronts: Àfrica i els Balcans
• El nou ordre del Pacte Tripartit
El canvi de signe (1941-1943)
• L’atac a la Unió Soviètica: raons i especificitats
• L’expansió del Japó (fins a Pearl Harbor)
• Stalingrad / Midwai i Guadalcanal / El Alamein
La iniciativa aliada (1943-1945)
• Desembarcaments: Casablanca, Sicília, Normandia
• Bombardejos estratègics: el cas de Dresde
• Alliberar Itàlia: Montecassino i la República Feixista
• Alliberar França: col•laboració, resistència, depuració
• La Batalla de Berlín i el final de la guerra a Àsia
3. L’Holocaust
- Discriminació i intimidació: Lleis de Nuremberg i Nit dels Vidres Trencats
- La revifalla del problema a l’Europa ocupada: la concentració
- Conferència de Wansee, solució final i maquinària de l’extermini
- Per què? Les teories dels historiadors intencionalistes (o hitleristes)
- Els estructuralistes o funcionalistes: la responsabilitat col•lectiva
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