Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 9 de octubre de 2011

EL DISCRETO ENCANTO DE LAS MAGDALENAS (Y 2)




La principal fuente de encargos para los pintores de la Belle Époque fue el retrato de sociedad. Así que acudí a la exposición de Caixaforum pensando que la muestra "Retratos de la Belle Époque"(impulsada por la Generalitat valenciana) me permitiría conocer algunas claves de la época. No fue así: fui incapaz de encontrar ningún hilo conductor. Estaba a punto de bostezar de aburrimiento, cansado y algo incómodo de que tantos señores trajeados me miraran con arrogancia desde sus retratos, cuando (al fin) pude refugiar el espíritu en un Anglada Camarasa que me acogió en un rincón al que contagiaba un verde algo estridente. Detenerme allí me permitió reparar en la sala habilitada para consultar los catálogos. Cuando me puse a ojearlos comprendí el aburrimiento.

El retrato responde a la intención de representación social, es obvio. El mecanismo, sin embargo, resulta decisivo en una sociedad “dominada por la ansiedad de la imagen”. Entonces, decían los rótulos de la muestra, los retratistas entran en el juego de apariencias que centra las relaciones internas de las elites de la época. Siguiendo el ejemplo de la novela naturalista del momento, los pintores intentan hacer visible la complejidad de la naturaleza humana. Surge así un nuevo tipo de retrato, aparentemente espontáneo y directo, menos convencional, destinado a la contemplación próxima en el ambiente de la intimidad doméstica. Pero incluso esas pequeñas transgresiones se me antoja que siguen reflejando una existencia aburrida, desencantada, perezosa, opulenta, obsesionada por ostentar y parecer. El catálogo de “Retratos de la Belle Epoque” recoge un fragmento de “La edad de la inocencia”, de Edith Warton, que a mi entender nos describe el alma de muchos de los retratados: “L’absoluta falta d’entusiasme per una cosa que de veritat l’apassionara, l’empobriment i la desolació que regnaven en el seu interior, -una desolació tan profunda que es traduïa en un estat de pesar quasi permanent, tan indeterminat com angoixòs-, units a una implacable sentit del deure i a la ferma determinació de continuar mostrant la máxima dignitat a qualsevol preu, de dissimular la seva debilitat per tots els mitjans i salvar les aparences, havien tranformat la seva existencia en això: quelcom artifical (...) per la qual cosa qualsevol paraula, qualsevol moviment, qualsevol acció que implicara el més mínim contacte amb altres persones es convertia en una esgotadora i irritant actuació teatral”.



Me resulta familiar este vivo sin vivir en mí, esta incomodidad en la prosperidad, este inconformismo de salón, esta eterna insatisfacción. No me parece casual que nuestra sociedad elija fijar su atención en la Belle Époque. Como muchos de los retratados, nos desvivimos por aparentar, llevamos treinta años paseando por el lado oscuro sin valorar el riesgo y seguimos fascinados por la tecnología: si al inicio de “Rostros de la Belle Époque” se proyectan imágenes cotidianas a la sombra de la Torre Eiffel, paradigma de la vanguardia tecnológica de entonces, bien podríamos aparecer nosotros hurgando en nuestros móviles o fascinados por la rapidez del AVE. También nuestras ciudades, como las suyas, compiten con edificios singulares.

La crisis está fagocitando aquel mundo de especulación incontrolada e irresponsable, en el que veníamos divirtiéndonos como si de un parque de atracciones permanente se tratara, tal y como la Gran Guerra hizo de los sueños de los retratados unas espantosas pesadillas. Como ellos, seguimos abrazados a los clichés del tiempo perdido con inconfesada desesperación, conscientes de que se nos escurre entre los dedos aquella falsa prosperidad, como Proust (a quien podemos ver en la exposición retratado por Jacques-Émile Blanche en 1897) permanecía abrazado al recuerdo de los sabores del tiempo perdido. Quizá por eso nos fascinan aquellas aristócratas con etéreos vestidos de gasa, que podrían ser nuestros propios fantasmas. Como ellas, anduvimos empachados de evasión y magdalenas.



Hemos vivido incubando la crisis de hoy, del mismo modo que aquellos burgueses tan aparentemente prósperos vivieron, como si un permanente desayuno en la hierba se tratara, incubando todos los monstruos que propiciarían el desastre (nacionalismo, industrialismo, imperialismo, militarismo). Había habido críticos: Freud intuyó la jaula dorada en la que la doble moral mantenía histriónico y sojuzgado al individuo, Nietzsche recomendó ser un superhombre para romper esas cadenas, y Wilde denunció que –hablando de retratos- Dorian Grey sólo podía ponerse hasta el culo de magdalenas a costa de perder el alma. Su crítica de la sociedad de las apariencias llegó tan lejos como su falsedad matrimonial le dejó: el marqués de Queensberry pudo defenderse citando fragmentos de El retrato en una contraacusación que resultó fatal. Deborah Davies sostiene, según el catálogo, que la relación que intuyó Wilde entre John Sirgent Sargent y el doctor Pozzi le inspiró la novela. El amante de Sarah Bernhard al que el retratista más importante de su tiempo nos legó vestido de rojo pasión, en bata de estar en casa cubriendo su camisa de dormir blanca, y con la mano en el corazón, conseguiría en 1884 la primera cátedra de ginecología de la facultad de medicina de París, dos años después de la exhibición del cuadro en la Royal Academy de Londres (1882). Fue allí donde llamó la atención de Wilde, quizá por su apariencia dandy, que cuestiona el rol de género en tanto convención, y lo reemplaza por una indefinición tan andrógina como provocadora. Aquella mente positivista tenía doble vida, está claro.



También la presencia española en la muestra se limita a “fotografiar” máscaras. Aunque Ramón Casas retrató con excelencia esa atmósfera de cierta dejadez, algo extemporánea, tan fluida y acogedora, de señoras desmayadas e intimidades familiares, su presencia en la muestra (“Cosint (dona amb vestit vermell)", 1889) se me antoja menor. Quizá porque la exposición viene de Valencia prefiere recrearse en Sorolla. Nada que ver con el pintor que Blasco Ibáñez conoció paseando por la Malva-rosa mientras “laborava a ple sol i reproduïa màgicament sobre les teles l’or de la llum, el color invisible de l’aire, el blau palpitant del Mediterrani, la blancor transparent i sòlida, al mateix temps, de les veles, la mola rossa i carnal dels grans bous tallant l’ona majestuosament a l’estirar les barques”. El Sorolla luminoso que nos entusiasma siempre, al que Blasco Ibáñez definía así en “Flor de Mayo”, no está en la muestra. En tanto se define al pintor como fotógrafo de apariencias, figura un retrato de Alfonso XIII con uniforme de húsares (1909), al aire libre para que transmitiera la salud y fuerza que no tuvo su padre; y otro de Blasco, a la izquierda en al foto anterior, muy formal, que disimula su republicanismo y su reputación mujeriega.



Y es que la burguesía construye las apariencias y se construye a sí misma en ellas. Vive de ellas. Cada individuo o familia compone una imagen en la que puede contemplarse. Hacerlo es algo fundamental, ya que sólo gracias a la imagen ocupará un lugar adecuado en el marco social. Un juego de falsedades que me recuerda mucho al nuestro… Me temo que les contemplamos porque les compadecemos. Ignoramos su culpabilidad porque, como nosotros, eligieron libremente precipitarse hacia el abismo

1 comentario:

Anónimo dijo...

http://enlahistorioteca.blogspot.com/2011/10/cada-uno-puede-salvarse-en-su-ley.html