Armand-Louis de Gontaut Biron,
duque de Lauzun, era un atractivo joven que sirvió a Luis XV en el asalto a
Córcega, en el Senegal y –junto a Lafayette- en América. Tan brillante
currículum no nos debe hacer olvidar que era, antes que nada, un cortesano: acumuló
fama de libertino en el salón de Madame du Deffand, y desempeñará cierto papel
político durante la revolución. Su amigo Chodelclos de Larclos describe la
seducción como una guerra en Las
Amistades Peligrosas, lo que nos da algunas pistas sobre la cultura militar
de su tiempo. No es que Lauzun o Larclos pensaran que lo que ocurre en el campo
de batalla fuera una aventura galante, pero –como el sofisticado coqueteo en
los palacetes nobiliarios- se consideraba algo innato al orden social.
Por el contrario, los ilustrados estaban
propagando una visión peyorativa de la guerra, que
iba separando milicia y mundo civil de la mano de cuarteles, uniformes y
academias. Hoy ha culminado ese proceso, la milicia es una profesión a tiempo
completo, separada de la sociedad civil. Pero antes de 1750 los militares
vivían junto a la población, la guerra era en verano y el resto del año Larclos
describía el coqueteo como un combate, tan contenido como la guerra. En su
visión de la guerra la nobleza engalanada proyectaba al campo de batalla su
comportamiento mesurado en la corte, porque el estado absolutista la había
domesticado y –frente a la desmesura feudal- le había impuesto –mediante el
protocolo y la etiqueta- contención y autocontrol. Toda esa represión
“emocional” palaciega se proyectaba también al campo de batalla. Aquel estricto
control del cuerpo –ejercitado mediante la esgrima, la equitación, el baile, el
duelo y la caza- extendía a la guerra la gracia y la frialdad del cortesano.
Por eso la Escuela Militar de París ofrecía clases diarias de baile. La
obsesión por el honor, corazón de la cultura militar de la aristocracia, exigía
ese estricto control de uno mismo.
La crítica a la guerra como
actividad nobiliaria, por muy contenida que fuera, no era exclusiva de la ilustración.
Ya a finales del s. XVII el obispo Fenelon, -tutor del nieto del Rey Sol, Luis,
Duque de Borgoña (1689)- se contagió de piedad quietista, y del abandono total
del cristiano al amor de Dios que preconizaba. Renunciar a sí mismo en
beneficio de la oración y la devoción, presuntamente, permitiría a Dios tomar
posesión de su fe y llevar al cristiano a un estado de éxtasis y amor puro. Esa
perspectiva hacía de Versalles la meca de lo pecaminoso, y del Rey Sol –cuya
guerra contra la Liga de Ausburgo sumía a sus súbditos en las epidemias y el
hambre- un obseso de la gloria militar. Así se lo dijo Fénelon (1694) al Rey en
una carta que jamás se atrevió a enviar pero que corrió por la corte: “Vuestros pueblos, a quienes deberíais amar
como si fueran vuestros hijos (…), se mueren de hambre (…) Francia entera no es
más que un gran hospital desolado (…) Es usted mismo, Majestad, quien ha traído
todos estos apuros”. El capellán fue expulsado de la corte en 1697 y
–defraudada toda esperanza de regresar cuando murió el Duque de Borgoña en
1711- murió en 1714. Sin embargo, el programa educativo pacifista que escribió
para el infante quedó escrito en “Las aventuras de Telémaco” (1699), una
continuación de la Odisea de Homero que sigue al hijo de Ulises en busca de su
padre. Aquel best-seller del XVIII criticaba la cultura cortesana aristocrática,
su artificialidad, su hipocresía y el monumental egoísmo de supeditar la ética
a la sed de gloria.
Al morir el Rey Sol, la elegía
fúnebre escrita por el predicador de la corte advertía al joven heredero que
incluso la más legítima de las guerras traía más pena que gloria. Las victorias
del viejo rey sólo habían traído “un siglo entero de horror y matanza”.
Voltaire parece retomar la crítica a la guerra a través de Cándido, Kant en su
“Idea para una historia universal en sentido cosmopolita” (1984).
Queda claro:
el pacifismo ilustrado critica la guerra en tanto pauta del viejo orden
aristocrático. Cuando la revolución elimine la nobleza, las asambleas se
convertirán en el escenario de una serie de debates excepcionales durante los
que todas esas ideas abstractas de los filósofos invadirán periódicos y
salones. Así, veremos a la Constituyente renunciar a toda guerra de agresión.
Los acontecimientos apretarían, sin embargo, en otra dirección. Seguir el
análisis que hace de ellos David Bell nos ayudará a entender su idea del
componente ideológico / político de la guerra moderna, motivo al que adjudica
una capacidad destructiva que mantiene hasta hoy.
¿Dónde empieza todo? David Bell
cuenta que, mientras la revolución se ponía en marcha en París, la fragata
española Princesa capturaba dos buques británicos en Vancouver. Londres
respondió con una encendida queja diplomática. En virtud del Pacto de Familia
vigente, Francia debía ayudar a España en ese conflicto; pero los
revolucionarios sentados en la asamblea se plantearon si aquel viejo compromiso
dinástico tenía aún el derecho de llevar a Francia a la guerra. Es ahí donde
entra Lauzun en escena: el 15 de mayo de 1790 Lauzun –noble libertino, seductor,
héroe de guerra, cercano a Felipe d’Orléans- participa en el debate defendiendo
la antigua prerrogativa del rey: según su visión todavía nobiliaria de la
guerra, Francia tenía obligaciones de lealtad que cumplir y –si quería ser
respetada- debía mostrar su poder. Alexandre de Lameth, un noble de
Arras, le contestó que lo que quería en realidad era devolverle al rey sus antiguos
poderes. Lameth creía que el “terrible derecho” a declarar la guerra pertenecía
ahora a la asamblea. Mientras Lauzun defendía los viejos valores nobiliarios de
servicio personal al rey, Lameth estaba –al traspasar el derecho a hacer la
guerra a la asamblea- disolviendo los viejos vínculos (feudales) de lealtad. El
fondo de la cuestión era si un ejército aristocrático vinculado al rey mediante
la lealtad personal era compatible con un régimen constitucional. Apareció
entonces en el debate la denuncia ilustrada de la guerra que habíamos visto
prosperar durante el siglo: lo hizo en boca de Robespierre, quien propuso a la
asamblea que mostrara que “siguiendo
principios bien distintos de los que han provocado la desgracia de los pueblos,
la nación francesa, contenta de ser libre, no quiere entablar ninguna guerra y
quiere vivir con todas las naciones en la fraternidad que la naturaleza ha
mandado”. La conclusión aprobada al día siguiente por la Asamblea Nacional
declaraba que “la nación francesa nunca
emprenderá nada contra los derechos de ningún pueblo, pero repelerá con el
coraje de un pueblo libre y todo el poder de una gran nación, los ataques que
pudieran hacerse contra sus derechos”. Jacques Jallet, un cura de una aldea
pobre del oeste, intervino para insistir que cualquier uso de la fuerza, salvo
legítima defensa, era una violación de la ley natural, afirmando que cuando “todas las naciones sean tan libres como
nosotros queremos ser ya no habrá más guerras”.
Lejos de aquel idealismo, los diputados nobles respondieron que transferir el derecho de declarar la guerra a la asamblea no garantizaría la paz, que si Francia renunciaba a sus alianzas quedaba aislada, que necesitaba defender las colonias, y que las infinitas páginas de la historia manchadas de sangre demostraban la ingenuidad de todas esas patrañas. Jacques-Antoine de Cazalès, por ejemplo, criticó que la unidad de los pueblos era una ficción: “No amo a rusos, alemanes, ni ingleses; son los franceses a los que quiero; la sangre de uno solo de mis conciudadanos me es más preciosa que la de todos los pueblos del mundo”. La asamblea le abucheó, pero finalmente la propuesta de Mirabeuau de que el rey dirigiera las relaciones internacionales y el ejército con la supervisión de la asamblea, ganó. A la izquierda hubo frustración: dado que el rey mantenía la iniciativa de declarar la guerra, el semanario Révolutions de París titulaba: “Franceses, todavía sois esclavos”. Sin embargo, ilustrados de toda Europa quedaron fascinados por la declaración, a la que –cien años más tarde- Albert Sorel definiría como el “deseo platónico de un congreso de metafísicas especulando en el vacío político sobre los misterios de la paz perpetua”.
De todos modos, lo que nos
interesa de la conclusión asamblearia no es tanto su ingenuidad como lo que
tiene de ruptura respecto a la vieja práctica aristocrática en materia de
guerra y diplomacia. La asamblea renunciaba a la guerra en nombre del honor y
la gloria de los reyes, y rechazaba alianzas que pudiesen conducir a los franceses
a luchar por el honor y la gloria de terceros. No estaba diciendo que no haría
nunca la guerra, sino afirmando que no la quería, pero que –si la había- la
libraría “con el coraje y poderío de una
nación verdaderamente libre”. Hasta que no llegara el momento feliz en que
la guerra desapareciera de la faz de la tierra, Francia se defendería con la
nueva y legítima furia que, pretendidamente, le otorgaba la libertad. La
concepción de la guerra propia de la nobleza había muerto… desde ahora la
harían los pueblos. Eso cambiaría su esencia, su contención, sus efectos
limitados.
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