
El suplemento cultural del diario ABC anunciaba en portada el 17 de marzo de 1984 la primera publicación de los “Sonetos del amor oscuro”. El título del especial –“Lorca, sonetos de amor”- descuidaba sin embargo la palabra “oscuro” del título original. Un lector atento repararía en que el destinatario de las rimas era masculino, pero los artículos que incluía el periódico aquel día minimizaban esa posibilidad: unos relacionaban las referencias a la oscuridad con el “ímpetu indomable y a los martirios ciegos del amor, a su poder para encender cuerpos y almas, y abrasarlos como hogueras”, otros decían esperar que la publicación “contribuya a arrumbar ese muro de equívocos y maledicencias que, desde hace muchos años, se ha levantado en torno a la figura del poeta”. Lorca, en resumen, se refería al amor difícil, desesperado, torturado.
No sólo la academia negaba la identidad sexual de Lorca aún a finales del siglo XX. También los supervivientes de la Generación del 27 que “entendían” su vivencia, como Vicente Aleixandre, insistían a Ian Gibson, que el amor oscuro de Lorca “era el amor de la difícil pasión, de la pasión maltrecha, de la pasión dolorosa, o correspondida o mal vivida”. Hay que hacerse cargo: salir del armario no tenía entonces nada de glamour, y para llegar a la visibilidad actual han hecho falta muchas palizas, mucho escarnio, mucha lucha… y alguna vida que se quedó en el camino. Por su parte, Ian Gibson se esfuerza –en su último libro- en entender la incomodidad de la familia: explica que Francisco García Lorca no incluyó ninguna referencia a la homosexualidad de su hermano en “Federico y su mundo” –una publicación de 1980- confesando que a él mismo no le fue fácil aceptar la sexualidad de un hermano mayor que “no tuvo fuerzas” para soportar el “calvario de descubrirse gay en la retrógrada Irlanda católica”. Sin embargo, ha emprendido una cruzada por descubrirnos al verdadero Federico sin ningún tabú.
Academia, coetáneos y familia minimizan pues la homosexualidad del poeta, pero tampoco son –pese al paso de los años- las únicas restricciones: reediciones de “Poeta en NY” o “El público” siguen acompañadas de largas introducciones que –como ha denunciado Alberto Mira- evitan la homosexualidad como criterio interpretativo de la obra de Lorca. Hasta que Ángel Sahuquillo publicó en español su tesis -Federico García Lorca y la cultura de la homosexualidad, 1991- nadie había considerado imprescindible recurrir a la compleja relación del autor con su propia sexualidad para entender la obra lorquiana. En el libro se describe primero la brutal represión jurídica, religiosa y médica de la homosexualidad, un contexto que imposibilitaba a los autores homosexuales expresar abiertamente su auténtico sentir; y después se desarrolla su hipótesis central: que el tratamiento de temas como el silencio, el secreto, los sueños, las sombras, el fuego, la enfermedad, la muerte, el suicidio conforman un “código secreto” que encierra “los problemas y los gozos del amor homosexual”.

Decir eso en 1991 era una heroicidad, porque apenas tres años antes la celebración del centenario del nacimiento del poeta había permitido a Cela desear que “ojalá dentro de cien años los homenajes a Lorca sean más sólidos, menos anecdóticos y sin el apoyo de los colectivos gays. No estoy a favor ni en contra de los homosexuales, simplemente me limito a no tomar por el culo”. Sólo Maruja Torres tuvo la valentía de responderle con la misma verbigracia que el siniestro censor merecía: diciéndole que “es más digno tomar por el culo que lamérselo al poder, como Cela ha hecho tantas veces”. El caso es que el centenario dejó sin estudiar críticamente el componente homosexual de la obra del poeta, que la familia minimizó el tema tanto como pudo, y que la Fundación Federico García Lorca se alegró porque se había superado “la visión reduccionista del escritor como homosexual e izquierdista”. Pobre Federico. ¡Asesinado otra vez!
El Federico que Ian Gibson viene presentándonos desde hace años en sus libros, sin embargo, está marcado por su forma de sentir el deseo. Por eso toda ella muestra siempre empatía con todos los perseguidos: el gitano, el negro, el judío, el morisco que, como él decía, “que todos llevamos dentro”. Por eso, como testigo presencial del colapso de Wall Street, denunció la falta de caridad y la indiferencia hacia la pobreza; por eso “Poeta en NY” proporciona una visión desoladora y deshumanizada del mundo industrial, en el que el “hombre es una máquina productiva sin tiempo para la contemplación de la Naturaleza, de la cual vive brutalmente separado”. Ese compromiso, acentuado cuando –al regresar a España- se encontró la crispación política cotidiana que promovía la derecha contra la república, le valió campañas de descrédito durísimas, tanto contra La Barraca –despilfarro de dinero público, inmoralidad sexual, decían- como contra él mismo: la prensa de derechas le llamaba “el maricón de la pajarita”, o “Federico García Loca”. La misma basura retórica insultante a la que nos tiene acostumbrada la derecha aún hoy.

Conocemos bien al Federico militante y comprometido, al republicano convincente y convencido. Pero ahora Gibson ha ido más lejos y nos lo ha presentado “gay”. En cierto modo, es una provocación, un anacronismo algo forzado; pero que nos permite intuir a un Federico que no estaba serio, ni amargado, ni desconsolado, ni lloroso, ni sufriente. Antes del martirio, hubo un Federico valiente, rijoso, divertido, seductor, algo promiscuo, ocurrente, ingenioso, lanzado, muy suelto, amado y amoroso, follado y follonero... Es el que mantienen secuestrado los que renuncian a “hurgar en la intimidad del poeta” como si lo protegieran, cuando en realidad pretenden callarlo porque –siendo como fue faro de libertad- puede serlo hoy también.