Tras mis primeros quince días de confinamiento contra
el coronavirus, las cifras de víctimas me abocan al desánimo. Clío siempre me
ha tratado bien, así que he probado una vez más a refugiarme entre sus brazos
viendo documentales. He encontrado uno que ARTE ofrece en abierto, y que me ha
parecido muy interesante porque desmenuza la actividad diplomática de los años
treinta. Se centra en el pacto Germano-soviético de 1939 y se plantea cómo
había sido posible el “inverosímil acercamiento de dos enemigos jurados”. Califica así aquella inesperada alianza porque, en el opúsculo que había escrito en la
cárcel, Hitler ya miraba al este como el “espacio vital” que, según él, Alemania
necesitaba; y hacía de la eliminación del comunismo una especie de leit motiv
vital que le guiaba. Así que la guerra con Stalin estaba anunciada, y, sin
embargo, Stalin firmó un acuerdo de no agresión con él en 1939. La “teoría del
totalitarismo” con que la CIA embadurnó las ciencias sociales durante la Guerra
Fría ha querido ver en esa alianza el acercamiento lógico de dos regímenes de
la misma naturaleza. Y aunque todas esas quincallas ideológicas siguen formando
parte de la Vulgata historiográfica del neoliberalismo, el documental bucea en
las verdaderas circunstancias que produjeron el acuerdo, con el objetivo de encontrar una
explicación más científica a esa sorpresa diplomática.
Parte del aislamiento en que los
tratados de postguerra dejaron a la recién creada Unión Soviética, pero no
atiende a sus dificultades para establecer puentes internacionales. Se limita a
definirla como una especie de “apestado” de la geopolítica de postguerra, que,
especialmente preocupado por el avance japonés en China, aspiraba a romper su
aislamiento intentando acercarse a los capitalistas europeos porque había advertido antes que nadie la amenaza que el ascenso de los nazis en Alemania suponía
para todos. Para romper el cerco Stalin apenas contaba, dice el documental, con
Maxime Litvinov, el Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores desde 1930.
Había nacido en el seno de una acaudalada familia de banqueros judíos muy
crítica con el zarismo. Tras el fracaso de la revuelta de 1905 se había
exiliado a Occidente, donde se había casado con Ivy Loew, hija de las más
distinguidas familias judías de Gran Bretaña. La prensa le había considerado
representante formal del gobierno bolchevique después de Octubre, porque Lenin
le había nombrado plenipotenciario de manera oficiosa, puesto que el gobierno
británico ni reconocía el estado surgido de la revolución ni mantenía
relaciones diplomáticas formales. Encabezando una delegación soviética, Litvinov
había negociado el levantamiento del bloqueo económico por los británicos y al
año siguiente el reconocimiento diplomático por parte de Francia y el Reino
Unido. Eso le había valido el título de primer vice-comisario de Asuntos
Exteriores en 1921. Como tal, y como muchos de los políticos de su generación,
marcados por la experiencia de las trincheras, se había mostrado siempre
obsesionado por crear un sistema de “seguridad colectiva” que impidiera repetir la
tragedia de 1914. Ese espíritu parecía presidir las relaciones internacionales
en los años veinte, por lo que cultivaba la amistad francesa esperando repetir
el acuerdo de 1907. En Francia había encontrado el apoyo del ministro de
exteriores francés, Louis Barthou. Sin embargo, el asesinato de este ministro
junto al del rey de Yugoslavia, durante la visita que Pedro II realizaba a
Marsella en 1934, enterró las posibilidades de estrechar una alianza con los
franceses. No es que los franceses no se incomodaran con el ascenso del cabo
austríaco a la cancillería del Reich; es que esperaban enfrentarlo cuidando la
estrecha alianza de los británicos.
El problema del sueño francés es que el Reino Unido seguía sumido en su “splendid isolation”, y que –en tanto que aquel nacionalista un poco esperpéntico no ponía en cuestión su gigantesco imperio mundial- preferían continuar el férreo aislacionismo respecto a los asuntos continentales que venía caracterizando tradicionalmente su política exterior. Sin embargo, Litvínov movía sus hilos en Londres: había nombrado embajador a Ivan Maiski, un amigo desde los tiempos del exilio que llevaba la diplomacia en la sangre (en la foto, a la derecha). Aunque su pasado menchevique le hacía sospechoso a los ojos de Stalin, su brillante y seductora esposa, Aigna, era una activa bolchevique capaz de codearse con soltura entre la aristocracia británica que les era, por naturaleza, hostil. Y en aquel mundo pretencioso encantado de haberse conocido, Maiski había encontrado una fisura: se trataba de una joven promesa política, Anthony Eden (en la foto, a la izquierda). Educado en Eton y en Oxford, este diputado por el partido conservador desde 1923 se había convertido (1931) en secretario de estado de Asuntos Exteriores, asumiendo las relaciones con la SDN. El documental le define como “lo mejorcito de la upper class británica”, y sugiere que era “más abierto de mente” que sus colegas de partido porque “hablaba cinco idiomas, entre ellos el ruso”. Cuando Hitler restablece el servicio militar obligatorio poco después de llegar a canciller, él forma parte de la misión diplomática que se desplaza a Berlín para hacerle entrar en razón. El dictador alemán se mostrará inflexible, y Eden regresa muy crítico con él, sembrando en los sectores más sensibles de la sociedad británica la primera señal de alarma.
Maiski aprovechó la ocasión para invitarle a Moscú:
“representa el futuro y no tenemos otra cosa”, dice de él en su desesperada
lucha por encontrar partidarios ingleses de una gran alianza contra Hitler.
Durante la visita oficial que Eden realiza a Moscú, Maiski y Litvinov le
muestran el metro recientemente inaugurado, y lo invitan a uno de los espectáculos
del Bolshoi. Al día siguiente, Eden se convierte en el primer occidental que, en el
mismo despacho de Molótov en el Kremlin, puede estrechar la mano de Stalin. Le describirá tan “distante y cruel” que el acercamiento con la URSS se demostrará imposible, así que los franceses, siempre complacientes con los ingleses,
entierran todo contacto con los rusos. Sin embargo, la facción cosmopolita del
bolchevismo no se rendía, y seguía trabajando en la creación de un sistema de
seguridad colectiva: en 1933 había obtenido el reconocimiento oficial del
gobierno soviético por parte de los EE.UU, y en 1934 el ingreso de su país en
la Sociedad de Naciones, donde Litvinov lo representará entre 1934 y 1938.
Molotv i Ribentropp |
Pero Hitler también movía sus fichas: en 1935 enviaba
a von Ribbentropp a Gran Bretaña para conseguir el permiso británico a la
construcción de una nueva armada, presentando como cebo la promesa de
mantenerla siempre en un tamaño inferior a la Royal Navy. Maiski quedó
consternado cuando los británicos aceptaron, porque veía agonizar su sueño de
seguridad colectiva, mientras Stalin interpretaba el acuerdo anglo-alemán como
el típico complot capitalista: a sus ojos, fascismo y liberalismo apenas constituían dos caras del capitalismo. Litvinov desalentado,
debió asustarse cuando en Nüremberg los nazis impulsan sus leyes raciales (1935)
y en Inglaterra todos, excepto Churchill, que parece predicar en el desierto,
miran hacia otro lado. Lo mismo ocurrió cuando Hitler remilitarizó Renania: Litvinov
interpeló a Eden en la SDN para conseguir una reacción conjunta “antes de que
sea tarde”, pero no hubo acuerdo. Mientras se hundía cualquier esperanza de
unas relaciones internacionales ponderadas, Alemania se estaba convirtiendo en
un océano infinito de brazos alzados. En apenas tres años Hitler lograría deshacer
el tratado de Versalles, por lo que los alemanes le aclamarían como un héroe:
cuando él les prometía el “espacio vital” que Alemania necesitaba, sabía que
necesitaría el silencio británico, así que decidió enviar como embajador en Londres, en consideración a su anterior éxito, a Joaquim von Ribbentropp.
Ya a su llegada, el inexperto diplomático improvisó un primer discurso contra la “terrible enfermedad que amenaza Inglaterra”, el comunismo, que al día siguiente toda la prensa criticó escandalizada: incluso los comunistas se expresan aquí con libertad, decían al reivindicar su libertad de expresión. Maiski creía que el nuevo embajador alemán no entendía Inglaterra porque, al presentar su credencial ante el rey, se saltó el protocolo haciendo el saludo nazi. Aquella ofensa a los británicos tendría continuidad en un montón de groserías: la prensa empezó a llamarle Brickentrop, en referencia al verbo “to drop a brick” (meter la pata). Maiski se esforzaba en ganarse la amistad de los dueños de los periódicos para que rebajaran sus feroces campañas anticomunistas, pero su esfuerzo resultaba vano: el advenimiento del gabinete Chamberlain en mayo de 1937 distanció todavía más a Londres de Moscú. Tras la visita de Lord Hallifax a Goering, que le presenta a Hitler en el Bergoff, Eden sale de ese gobierno como protesta ante el apaciguamiento. Maiski pierde definitivamente influencia en Inglaterra cuando Lord Hallifax sustituye a Eden en la cartera de exteriores. Pero la creciente influencia de los reaccionarios en el gobierno británico no fueron la única causa de la imposibilidad de tejer una alianza contra Hitler: el documental también recrimina a Stalin por las purgas, que, en el caso del Ejército Rojo, se llevaron a cuatro de cada cinco oficiales. ¿Quién iba a querer una alianza con un tirano loco que ha dejado a su ejército decapitado?
A partir de este momento los acontecimientos se precipitan porque von Ribbentrop llega a Ministro de Exteriores e impulsa la anexión de Austria. La URSS apenas reacciona: las purgas estaban depurando el personal diplomático, y Stalin se debatía entre la facción aislacionista (Molotov) y la agonizante postura que defendía participar de un sistema internacional de seguridad colectiva. Todavía mantuvieron a Maiski en Londres durante la crisis de los Sudetes, cuando Stalin anunciaba que sería fiel a su compromiso de defender Checoslovaquia. Chamberlain acepta ceder los Sudetes a cambio de que Hitler no haga más reclamaciones, y Daladier presiona al presidente Benes para que acepte el plan. Pero cuando Hitler ocupa toda Checoslovaquia, Maiski informa a Litvínov de que los ingleses están furiosos por el engaño de Munich: los soviéticos corren a ofrecer una alianza militar que, además de dar garantías a Polonia, se las dé también a Finlandia, las repúblicas bálticas y Rumanía. Fue un último intento desesperado: los polacos se niegan a aceptar que los soviéticos, para enfrentarse a los alemanes, atraviesen su territorio. Así pues, todos los sueños de una acción conjunta contra Alemania se desvanecen. Además, las purgas arrasan la Comisaría de Asuntos Exteriores, hasta el punto en que en 1939 había nueve capitales relevantes sin embajador soviético. Con la eliminación de esa facción cosmopolita del bolchevismo, el camino hacia una alianza soviética con Alemania quedaba abierta. Hitler escribía a Mussolini que la destitución de Litvínov indicaba la disposición del Kremlin a cambiar sus relaciones con Berlín.
Ya a su llegada, el inexperto diplomático improvisó un primer discurso contra la “terrible enfermedad que amenaza Inglaterra”, el comunismo, que al día siguiente toda la prensa criticó escandalizada: incluso los comunistas se expresan aquí con libertad, decían al reivindicar su libertad de expresión. Maiski creía que el nuevo embajador alemán no entendía Inglaterra porque, al presentar su credencial ante el rey, se saltó el protocolo haciendo el saludo nazi. Aquella ofensa a los británicos tendría continuidad en un montón de groserías: la prensa empezó a llamarle Brickentrop, en referencia al verbo “to drop a brick” (meter la pata). Maiski se esforzaba en ganarse la amistad de los dueños de los periódicos para que rebajaran sus feroces campañas anticomunistas, pero su esfuerzo resultaba vano: el advenimiento del gabinete Chamberlain en mayo de 1937 distanció todavía más a Londres de Moscú. Tras la visita de Lord Hallifax a Goering, que le presenta a Hitler en el Bergoff, Eden sale de ese gobierno como protesta ante el apaciguamiento. Maiski pierde definitivamente influencia en Inglaterra cuando Lord Hallifax sustituye a Eden en la cartera de exteriores. Pero la creciente influencia de los reaccionarios en el gobierno británico no fueron la única causa de la imposibilidad de tejer una alianza contra Hitler: el documental también recrimina a Stalin por las purgas, que, en el caso del Ejército Rojo, se llevaron a cuatro de cada cinco oficiales. ¿Quién iba a querer una alianza con un tirano loco que ha dejado a su ejército decapitado?
A partir de este momento los acontecimientos se precipitan porque von Ribbentrop llega a Ministro de Exteriores e impulsa la anexión de Austria. La URSS apenas reacciona: las purgas estaban depurando el personal diplomático, y Stalin se debatía entre la facción aislacionista (Molotov) y la agonizante postura que defendía participar de un sistema internacional de seguridad colectiva. Todavía mantuvieron a Maiski en Londres durante la crisis de los Sudetes, cuando Stalin anunciaba que sería fiel a su compromiso de defender Checoslovaquia. Chamberlain acepta ceder los Sudetes a cambio de que Hitler no haga más reclamaciones, y Daladier presiona al presidente Benes para que acepte el plan. Pero cuando Hitler ocupa toda Checoslovaquia, Maiski informa a Litvínov de que los ingleses están furiosos por el engaño de Munich: los soviéticos corren a ofrecer una alianza militar que, además de dar garantías a Polonia, se las dé también a Finlandia, las repúblicas bálticas y Rumanía. Fue un último intento desesperado: los polacos se niegan a aceptar que los soviéticos, para enfrentarse a los alemanes, atraviesen su territorio. Así pues, todos los sueños de una acción conjunta contra Alemania se desvanecen. Además, las purgas arrasan la Comisaría de Asuntos Exteriores, hasta el punto en que en 1939 había nueve capitales relevantes sin embajador soviético. Con la eliminación de esa facción cosmopolita del bolchevismo, el camino hacia una alianza soviética con Alemania quedaba abierta. Hitler escribía a Mussolini que la destitución de Litvínov indicaba la disposición del Kremlin a cambiar sus relaciones con Berlín.
El documental explica cómo se realizó la oferta de un pacto, y como, a las cláusulas públicas de no agresión, se sumaban unas cláusulas secretas que permitían a los rusos recuperar los territorios que había perdido en Brest-Litovsky en 1917. La oferta de los nazis era demasiado suculenta: Stalin, siempre desconfiado, había caído en la trampa y creía garantizarse la calma guiñándole un ojo al monstruo a costa de los polacos. No se lo puedo reprochar: es exactamente el mismo tipo de acuerdo que soñaban en Londres y París los “apaciguadores” que vendieron su alma por Checoslovaquia con los Acuerdos de Munich. Su negativa a aceptar las ofertas de amistad de Stalin constituyen, en el subtítulo que el documental ofrece en la web de Arte, “El fiasco de la diplomacia occidental”.
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