Este libro de Jerry Brotton tiene traducción española y sostiene que el Renacimiento surgió en Europa
gracias a la competencia y al intercambio de ideas y bienes con sus
vecinos orientales y predominantemente islámicos: “estas
transacciones pusieron las bases del gran arte y de la cultura que
ahora asociamos con el Renacimiento y revelan también que Europa
surgió en estrecha relación, y no en franca oposición, con las
culturas y comunidades que a menudo ha despreciado y calificado de
subdesarrolladas e incivilizadas”. Es
una tesis interesante y provocadora, que desmiente demasiados tópicos
como para condensarse en tan pocas páginas. Y sin embargo, el tamaño
del libro acaba siendo un acierto porque, en su lucha por demostrar
la factura oriental del Renacimiento, el autor se ve obligado a
ponernos al día y sintetizar precipitadamente un estado de la
cuestión muy apretado que hace del libro un manual capaz de
condensar todos los aspectos interesantes de la época. Ya el título
se sirve del bazar oriental como metáfora de un proceso por el que
“Europa empezó a definirse comprando
y emulando la opulencia y la sofisticación cultural de las ciudades,
comerciantes, eruditos e imperios de los otomanos, los persas y los
mamelucos egipcios. El flujo de especias, sedas, alfombras,
porcelana, pórfido, cristalería, laca, tintes y pigmentos
procedentes de los bazares orientales de la España musulmana, el
Egipto de lo mamelucos, la Turquía otomana, Persia, y la ruta de la
seda entre China y Europa, proporcionaron la inspiración y los
materiales para el arte y la arquitectura de Bellini, Van Eyck,
Durero y Alberti”. Por si fuera poco,
se añade, los conocimientos árabes en astronomía, filosofía y
medicina influyeron en Leonardo, Copérnico, Vesalio y Montaigne.
Brotton confiesa que su intento de encontrar las “raíces orientales” del
Renacimiento pretende responder al “clima global” del presente:
en un tiempo que parece enfrentar dos fundamentalismos –el mercado
contra Dios- él ha preferido recordar que “en
los orígenes de nuestra modernidad, (…) las personas
intercambiaban ideas y objetos, dejando al margen su ideología”.
El propósito es loable, aunque quizá las fuentes y los argumentos
citados no me acaban de convencer porque se margina cuantos no
permiten rastrear la influencia oriental. Sin embargo, la nobleza
del propósito otorga al libro una originalidad que merece atención,
y te vuelve consciente de que cada visión del Renacimiento tiene
intencionalidad.
Vasari
ya habló de “rinascità”, pero el término “renacimiento” no
se inventó hasta que el nacionalista romántico y republicano Jules
Michelet publicó el séptimo volumen (1855) de la “Historia
de Francia” que venía escribiendo
desde 1833. Empeñado en celebrar “el
descubrimiento del mundo y el descubrimiento del hombre”,
Michelet definía una “Renaissance”
como el momento en el que “el hombre
se reencontró a si mismo”. Esa
concepción del Renacimiento como ruptura, como eclosión del genio
individual, materializada en un Olimpo de intrépidos exploradores,
sesudos reformadores y eruditos escritores, nos resultaría familiar
si no fuera porque Michelet, -en su calidad de nacionalista francés-
quiso reivindicar el fenómeno como propio, alejándolo de la Italia
llena de tiranos y papas a los que su pasión democrática detestaba.
Desengañado tras el fracaso de las revoluciones de 1848, Michelet
buscaba en el pasado un triunfo de la libertad, y creyó encontrarlo
en la sofisticación artística del Renacimiento y en los escritos de
Rabelais o Montaigne.
Aquellos
individuos geniales también fascinaron al suizo Jacob Burckhardt
cuando esbozó su clásico “La cultura
del Renacimiento en Italia” (1860).
En él, la esencia de aquella época es el nacimiento de la
individualidad moderna: el artista, el navegante, el reformador, el
humanista, incluso el príncipe -cuya obra maestra era el estado-
contrastarían con el hombre medieval, al que le faltaría -según su
visión- una conciencia clara de su identidad individual. Ese
Renacimiento profundamente subjetivo es, dice, Brottom, la fantasía
de un intelectual elitista, “orgulloso de su
individualismo suizo protestante y republicano, temeroso del
creciente poder imperial alemán y de la destrucción de la belleza y
el buen gusto que propiciaba el drama de la industrialización”.
Burckhardt también se quiso refugiar en un tiempo en el que el arte
y la vida estuvieran unidos, y se ensalzara el republicanismo.
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Huizinga describía las pervivencias
medievales en la sociedad borgoñona
del s. XV |
Contra
la visión del Renacimiento como ruptura/novedad Johan Huizinga
publicó “El otoño de la Edad Media”
(1922). Lejos de oponerlo a los tiempos medievales, el Renacimiento
de Huizinga era su declinar. Escribía tras la Gran Guerra, mal
momento para celebrar el supuesto florecer de la individualidad
europea, empujado por una especie de “revolución de los
medievalistas” que se oponía al retrato de lo medieval como tiempo
de oscuridad. Así, C.H. Haskinks le quitaba excepcionalidad al
Renacimiento señalando al que él advertía en el s. XII (1927). El
pesimismo de postguerra impedía a Huizinga reconocer ninguna
modernidad en el s. XV; sólo cuando la barbarie del Holocausto urgió
a buscar un “kit de emergencia” con el que sobreponerse a las
miserias del progreso, el judío alemán Erwin Panofsky se atrevió a
recetar el estudio de la iconología del Renacimiento para recuperar
valores -saber, urbanidad...- que sirvieran de antídoto a la
deshumanización experimentada: reflexionar sobre las fuentes
literarias, filosóficas y políticas, como habían hecho los
humanistas, nos hace humanos y nos aparta de la barbarie.
Así fue como
la visión del sofisticado “Renacimiento rupturista” se volvió a
poner de moda. Sin embargo, Peter Burke lleva tiempo advirtiéndonos
contra el espejismo creado por los escritores del Quattrocento para
canonizar su época. Su visión del fenómeno es más progresiva que
rupturista, y pretende enlazar a Petrarca con Descartes construyendo
una sucesión de cambios que empezaría en 1300 y llegaría hasta
1600. Mientras Francia se mantenía como epicentro del gótico, la
caballería y la escolástica, fue surgiendo en las ciudades
italianas autónomas una cultura alternativa, más laica y civil que
clerical y militar; y mientras gran parte de las viejas estructuras
sociales y económicas se mantenían, la élite que compartía esa
cultura creó un discurso laudatorio tan fascinante que todavía hoy
seguimos haciéndole los coros. Burke, por ejemplo, explica cómo
tras la derrota del Duque de Milán Giangaleazzo Viscoti durante su
campaña por conquistar Florencia (1402), la ciudad del Arno celebró
la derrota del tirano comparándose, en tanto estaba libre de
príncipes, con la antigua Atenas y la Roma republicana.
Intelectuales a sueldo de los mercaderes que copaban las
instituciones colegiadas de la ciudad inventaron entonces una “edad
oscura” / “edad media” que les separaría del mundo clásico
que querían recuperar, y en el que creían encontrar recetas tan
virtuosas como válidas para encarar su presente. El profesor de
historia cultural en Cambridge nos sugiere que desconfiemos del
relato simbólico que satura la historia de las ciudades-estado
italianas de metáforas (despertar, renacer...) y personajes
sobrehumanos (heroicos como Miguel Ángel, o malvados como los
Borgia) para convencernos de que su advenimiento fue una especie de
milagro.
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Peter Burke, autor de "El Renacimiento europeo. Centros y periferias" (2005) |
¿Por qué
nos ha seducido tanto ese discurso? Por una parte, es obvio que es un
relato tan fascinante que ofrece atractivo turístico, y posibilidades didácticas:
facilita un espejismo comprensible mientras te paseas por las calles de
Florencia o cuando explicas en clase. Pero pensando en los
refugios que con talante republicano y decadentista se inventaron
Burckhart y Michelet, se me ocurre que el mito del Renacimiento no sólo proporciona mercaderes y príncipes con los que el capital y el estado se letigimen hoy.
También a nosotros, consumidores compulsivos del s. XXI, nos facilita una cálida hospitalidad alejada de nuestra "hoguera de las vanidades", un oasis de belleza estética alejada de nuestro evanescente presente. Aquel mundo de
valores cívicos y paganos nos resulta atractivo porque somos tan individualistas y hedonistas como aquellos genios. También es posible, como sugiere el historiador norteamericano de la
literatura Stephen Greenblartt (Renaissance self-fashioning: from
More to Shakespeare, 1980), que nos fascinen los grandes autores del
Renacimiento porque produjeron unos personajes de ficción (Fausto,
Hamlet...) tan angustiados en su reflexión sobre su propia identidad
como nosotros mismos. Ver en aquellos intelectuales orgánicos /
genios un sofisticado antecedente ilustre de nosotros mismos nos
rendiría a los pies del Renacimiento como “kilómetro cero” de
nuestra modernidad. Lo malo de la modernidad es que, como la fuerza
en “Star Wars”, también tiene su lado oscuro. Y que esa segunda
cara no nos gusta: no sólo no es reivindicable, sino que incluso es sórdida. En el caso de que el
Renacimiento fuera el alba de nuestra modernidad, añade Greenblartt,
también tuvo su lado oscuro: si nuestro culto a la ciencia y la técnica produjo el Holocausto, aquella “primera modernidad” produjera la
debacle demográfica americana. ¿Acaso no es cierto que cuando
oteamos la Europa del primer Quinqueccento buscando la cúpula de
Brunelleschi, no estamos evitando conscientemente mirar al Caribe?