Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 30 de septiembre de 2020

ILUSTRES ILUSTRADOS (y 4): VOLVER A ENCENDER LAS LUCES


En los cuatro post anteriores he querido retratar las sucesivas visiones que la historiografía ha tenido sobre la ilustración. Durante la primera mitad del siglo XIX los ilustrados fueron vistos como los siniestros conspiradores que habían desencadenado la orgía destructiva de la revolución, y durante la segunda mitad, en cambio, pasaron a ser los progenitores de la idea de progreso que venía empujando Europa a golpe de razón, ciencia y técnica (y saqueo colonial, todo sea dicho de paso). Aunque alguien advirtió entonces que se estaba adorando a ese progreso como si de una especie de dios pagano se tratara porque en el fondo los ilustrados nos habían legado una fe laica, el advenimiento del fascismo permitió reconciliar a los ilustrados con el imaginario colectivo gracias a su compromiso ideológico por la libertad contra la tiranía absolutista, que les emparentaba con los intelectuales que se estaban oponiendo al fascismo. Apenas hubo un atisbo de crítica después de la guerra: en 1945 Europa era un solar en ruinas infestado de cadáveres, y los filósofos de la Escuela de Frankfurt –consternados ante aquel cráter todavía humeante- denunciaron que razón, ciencia y técnica habían permitido industrializar el exterminio. Sin embargo, aquella crítica a la ilustración como inspiradora de una razón monstruosa e implacable no llegó a cuajar porque la sostenida prosperidad de postguerra parecía inagotable y permitía presentar a los ilustrados como advenimiento de la modernidad. Esa visión optimista abrió muchas vías de investigación que ampliaban cronológica, geográfica, social y temáticamente la presencia del fenómeno, hasta consagrar su definición como un conjunto de valores compartidos, más o menos coherentes. El problema fue que al rastrear nuevas voces y costumbres buscando una representación del mundo que, en el ejercicio de la crítica, hubiera contribuido a despertar la tormenta revolucionaria, la ilustración quedó convertida en un agente menor. Así fue como, cuando en 1988 François Furet publicaba una síntesis sobre la revolución francesa, creyó que no hacía falta nombrar a Diderot y Holbach... Por eso, de todas las ilustraciones que la historiografía ha ido tejiendo sucesivamente –la culpable, la progresista, la religiosa, la libertaria, la presuntamente totalitaria, la que parió la modernidad y la que apenas era un conjunto de valores sutiles- esta última me preocupa especialmente. La búsqueda del chascarrillo y la receta de las magdalenas como síntomas de cosmovisiones y representaciones del mundo puede ser interesante, pero –más allá de una recreativa historia de la vida cotidiana- ni permite comprender una época ni, soterrando los conflictos, nos ofrece una descripción más verosímil de la realidad pasada. Es más: me da la impresión de que hemos asesinado la ilustración como sujeto histórico en el momento en que más falta nos hacía.

No digo que no se tenga que criticar su legado, ni las percepciones idealistas con las que a menudo se ha trazado su historia. En ese sentido, comparto y entiendo la queja de Gonzalo Pontón con la que empezaba esta serie de post. Contra la idealización del movimiento monolítico y homogéneo de héroes nacionales de la pluma, Pontón nos recuerda que la mayor parte de ellos eran snobs ennoblecidos y reaccionarios muy pendientes de sus cargos y fortunas. Eran un reducido número de sabios integrados en el sistema, apenas dispuestos a reformarlo tímidamente para salvarlo. Como buenos urbanitas, con visión cosmopolita, apenas se dirigieron a las clases bajas ni a los medios rurales: Gonzalo Pontón dice que “tenían poco que decir para confortar a los pobres, y no mostraron preocupación por los derechos del pueblo”, puesto que su objetivo no era la democracia, que para ellos sería algo parecido a la anarquía. ¿Entonces, para quién escribían? Sus ideas ejercieron un gran atractivo sobre la clase media profesional de funcionarios, abogados, médicos, periodistas… porque defendían sobre todo las necesidades de la burguesía. Por eso la Enciclopedia defenderá la libertad de comercio, la unidad del mercado interior, la abolición de las reglamentaciones gremiales y la igualdad (natural) ante la ley. Pero desaparecidos los privilegios de la sangre, la burguesía se comprometerá en la lucha por la desigualdad de su clase respecto a la del pueblo llano. La claque que envolvía a los divinos le recuerdan, dice Pontón con sorna, “la corte existencialista de Sartre y Beauvoir doscientos años después, cuando luchaban contra los nazis sentados en el Café de Flore” o a la “gauche divine barcelonesa de los setenta, que luchaban contra la dictadura desde las noches del Boccaccio”.

Ingenioso. En circunstancias normales, si nuestros derechos constituyeran ya una plataforma incuestionada que nos permitiera avanzar en la construcción de mejores marcos de libertades, yo aplaudiría a rabiar. Pero resulta que, entre Putin envenenando al disidente con el aplauso de su opinión pública, Trump amenazando con que no saldrá de la Casa Blanca mientras sus estúpidos partidarios desenfundan el fusil, con Ayuso negando el coronavirus, VOX repartiendo palizas y un iluminado en Waterloo trabajando por imponerle al 53% de la sociedad una república bananera nunca descrita, no sé si nos sobra el sentido común ilustrado que venimos menospreciando desde que estalló la postmodernidad. Nos urge la razón para combatir el cambio climático, la pandemia y las campañas de mentiras que niegan evidencias científicas. Y en ese combate por la civilización, el planeta y la libertad nos pillan desarmados porque hemos degradado la ilustración como concepto. Y, por mucho que la izquierda inteligente me seduzca con su sentido hipercrítico, no me parece el momento más adecuado para descalificar el racionalismo ilustrado cuando coincidimos en su deconstrucción con la derecha más carpetovetónica.

Es cierto que algunas mentes sensibles se han puesto ya a reivindicar la ilustración como medicina preventiva contra el irracionalismo ascendente: Zeev Sternhell se marchó en junio pasado dejándonos “The anti-enlightnment Tradition”, el cuarto volumen de la “Contrahistoria de la filosofía” de Michel Onfray se titula “Los ultras de las luces” y Philip Blom ha subtitulado “Gente peligrosa” recordando “el radicalismo olvidado de la ilustración europea”. Pero a la cabeza del rescate de la ilustración está sin duda Jonathan Israel. Yo acabo de leer en diagonal el resumen que hace de su ingente investigación, que ha publicado bajo el título “Una revolución de la mente. La ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna”, y, pese a mis carencias filosóficas, no me ha parecido que se le pueda someter a la crítica sistemática que hace de él Gonzalo Pontón.

Ambos coinciden en valorar positivamente los pensadores del siglo XVII –Galileo, Bacon, Descartes, Kepler, Harvey, Volta, Grocio, Pudendorf…- que habrían puesto las bases del pensamiento crítico que desarrollarían los ilustrados durante el siglo siguiente. Uno de los pensadores más importantes de aquel momento, Spinoza, es para Israel el inspirador del sector más radical de la ilustración francesa. Pero mientras Pontón descalifica la división de la ilustración en dos sectores irreconciliables de moderados y radicales, Israel ve tan diferentes sus metas, sus objetivos, sus instrumentales filosóficos, que nos pide que hablemos de “ilustraciones” en plural.  Esa división entre ilustración moderada y radical sería mucho más importante que las particularidades nacionales de la ilustración que hemos encontrado estas últimas décadas con la bandera empañándonos las gafas… De hecho, concluye Israel, que cuando estalla la Revolución Francesa ve competir en el tablero político tres programas distintos: la ilustración moderada, la radical y la contra-ilustración.

Gonzalo Pontón llega a ridiculizar la apuesta de Jonathan Israel por la ilustración radical como “la única causa directa importante de la revolución”. Y le responde: “¿ni la quiebra del estado francés, ni el atrincheramiento de los dos primeros estamentos en sus privilegios, ni la angustiosa situación de los campesinos que se lanzaron contra los castillos, ni la ambición burguesa, ni la radicalización de la sans-culotterie tuvieron nada que ver?”. No creo que sea eso lo que dice Jonathan Israel, que más bien se lamenta de que hayamos construido una explicación política del estallido de la revolución escondiendo las causas ideológicas, y, a modo de demostración nos ofrece un par de datos significativos: en 1789 la Histoire Philosophique, a la que llama “el asalto más devastador de las estructuras existentes de autoridad y pensamiento del siglo XVIII” llevaba más de 50 ediciones en francés, 20 en inglés y otras tantas en alemán, holandés y danés. Y en los cahiers de doleances, el clero de Angulema denunciaba que el reino se había inundado “de libros impíos y escandalosos” y el de Armañac veía reinar por todas partes “el libertinaje y la incredulidad”, demostraciones ambas de la extensión de los nuevos valores ilustrados.

Es obvio que la revolución no tuvo sólo causas intelectuales, que los culpables no fueron sólo los libros, pero también lo es que los presupuestos ideológicos de la última generación de los ilustrados rompen trágicamente con cualquier intento de reformar el Antiguo Régimen: esos autores percibían las carencias de la revolución americana y rechazaban la monarquía mixta británica como modelo porque apenas veían en ella corrupción electoral. Le criticaban a Rousseau que su “voluntad general” podía amenazar la libertad individual, y proponían que los representantes elegidos deben ser supervisados. En su Essai sur les préjugés (1770), Holbach dice que el hecho sorprendente de que los pueblos del mundo se dejaran oprimir/explotar en beneficio de dinastías rapaces se debía primero a la superstición y a la religión crédula que enturbiaba sus mentes. Esa generación reconoce que el desmontaje del viejo régimen podría traer tragedias, pero se preguntaba si no serían más beneficiosos para la humanidad unos pocos disturbios temporales que languidecer eternamente bajo una tiranía sin fin. Es más: la ilustración radical amplía la definición de tiranía hasta incluir el ejercicio de cualquier autoridad, legítima o no, que no esté fundada en los beneficios que procura a aquellos sobre los que se ejerce.

Estas obras tendrían, según Israel, una penetración más profunda que las grandes obras de referencia de Montesquieu, Rousseau o Voltaire. Sin embargo, parecen olvidados. De hecho, Philip Blom empieza el libro que les dedicó buscando la Rue Royale Saint Roch, donde se encontraba el salón del barón d’Holbach, y –aunque encontró la casa en la Rue des Moulins número 10- ni una placa lo recordaba, y en la cercana Iglesia de Saint-Roch, Holbach y Diderot descansan en osarios anónimos bajo gastadas losas, profanados durante la Comuna. Quizá deberíamos recuperarlos: incluirlos en los manuales, conocer mejor sus propuestas, añadirles al Olimpo de las plumas ilustradas. Precisamente leyendo a Israel he encontrado a un personaje al que descubría recientemente en una película: Johan Friedrich von Struensse fue el médico del rey danés Christian VII (1766-1808). Su influencia sobre el matrimonio real le permitió impulsar, entre 1770 y 1771, un puñado de ambiciosas reformas, como el primer decreto de libertad de prensa de la historia. La campaña de injurias que desencadenó la prensa que él había liberado de la censura estatal provocó su caída: fue juzgado por traición y ejecutado. Pero más allá de la fuerza de la anti-ilustración, el episodio no solamente nos permite intuir la fuerza revolucionaria de los panfletos que se publicaron al amparo de ese decreto, sino el conocimiento popular de Spinoza y la influencia de la ilustración europea. Eso dice Jonathan Israel, y me parece que su reivindicación de la ilustración radical merece ser tenida en cuenta.



sábado, 26 de septiembre de 2020

EL ABUELO, LA TÍA Y LOS LIBROS DE CABALLERÍA (1)

 


Haciendo limpieza de papelotes acumulados me encontré hace unos días las notas que tomé del Carlos V de Geoffrey Parker durante unas noches de vela hospitalaria. No llegué a escribir ninguna entrada en el blog porque no pude acabar de leer el libro, a pesar de que es imposible dudar de la extrema profesionalidad del autor. Ya en 1978 Parker había escrito una pequeña joya sobre Felipe II que, en su voluntad de humanizarle, usaba la correspondencia con sus hijas, conservada en el Archivo de Estado de Turín. La pasión por las obras y los jardines de sus palacios, el sentido del deber que le ataba al despacho, la angustiosa religiosidad que condicionaba sus responsabilidades corrían por aquellas páginas, que, sin justificarle, matizaban la imagen del tirano monstruoso repetida hasta entonces por la historiografía protestante. Parker ha sido, pues, un historiador importante, cuya comprometida dedicación a Felipe II le permitió subtitular el estudio sobre el rey que publicó en 2012 con una expresión tan provocadora –“la biografía definitiva”- como comercial. Aquellas mil trescientas páginas, suculentas y apasionantes, constituían un retrato fehaciente del rey y su reinado que consiguió un merecido éxito. Sin embargo, hay que decir que aquel subtítulo fue una temeridad o algo peor, porque apenas dos años más tarde Geoffrey Parker publicaba otro libro al que incorporó una llamativa banda: “la biografía esencial” (2015). Es cierto que trabajaba nuevas fuentes primarias, concretamente cerca de tres mil documentos encontrados entre los fondos de la Hispanic Society of America y que, en tanto se trataba de documentación de despacho del rey y sus secretarios privados, parecía especialmente interesante.  Sin embargo, cualquier vistazo al libro ya dejaba claro que no parecía ampliar nuestros conocimientos sobre el reinado; y que reclamar otra vez la atención de los lectores me pareció un abuso. Por eso apenas le presté atención, y aún me duraba el desengaño cuando supe que Parker publicaba un “Carlos V”: como en “la biografía esencial” pensé que el gran historiador forzaba su trayectoria y que “una nueva vida del emperador” era apenas un producto comercial.

Descarté terminarlo durante aquellas largas noches de hospital, pero un buen amigo –“llegidet”, dice él- se ofreció a prestármelo y, ahora que he tenido que devolvérselo tras meses secuestrándolo en casa por causa del confinamiento y otros accidentes vitales, le he echado un vistazo de nuevo, he recuperado las notas que tomé en su día, y considero que algunas cosas buenas sí se pueden decir de él. No sólo el ritmo trepidante con que nos lleva de Gante a Laredo, de Barcelona a Aquisgrán; también las páginas dedicadas a la dieta de Worms me han parecido muy interesantes, y, sobre todo, el retrato del joven Carlos me ha fascinado más que nunca; quizá porque el Emperador en marcha permanente, viajero y viajado, titán en permanente lucha, llama tanto nuestra atención que nos hace descuidar su infancia. Quizá también quienes antes se habían atrevido con el período no contaban con la eficaz metodología que Parker ya había usado con Felipe II para sistematizar las influencias juveniles que marcarían su personalidad.

Para empezar, creo que es un acierto marcar el ascendente que significó su tía, Margarita de Austria. Cuando Felipe el Hermoso se marchó a España presuponiendo presuntuosamente que arrebataría a su esposa la herencia de la reina Isabel, su suegra, Carlos tenía seis años y quedó como regente el barón de Chievrès. Sabemos que a Felipe se le atragantó una partida de tenis, a no ser que demos por cierto rumores maledicentes que acercan al cardenal Cisneros a la copa de agua fría que se tomó entre sudores después de colgar la raqueta. Cuando llegó la noticia a Malinas (1506), los nobles flamencos que ejercían la tutela del joven Conde de Flandes eran francófilos. Manda cojones ser partidario de Luis XII años después de la derrota de Carlos el Temerario en Nancy (1477), la batalla que había dejado las aspiraciones borgoñonas en un recuerdo entre mítico y fantasmal. Quizá por eso a esa facción nobiliaria francófila a la que la muerte del Archiduque en España dejaba la tutela de su hijo se opuso, en los Estados Generales, la fuerza mercantil de las provincias marítimas, que preferían potenciar las relaciones con Enrique VII de Inglaterra, a donde su activa clase mercantil dirigía la mayor parte de sus exportaciones. Tan fuerte era la tensión entre ambas facciones, que mandaron aviso al emperador Maximiliano, quien encargó a su hija Margarita (hermana del archiduque fallecido) la tutela de su sobrino Carlos. 

La Archiduquesa tenía sólo 28 años, pero tenía a sus espaldas una larga experiencia en el tablero dinástico: había sido repudiada por Carlos VIII tras ocho años en la corte francesa porque su prometido francés prefirió casarse con Ana de Bretaña, cuya suculenta dote había de proporcionarle la presunta fortaleza con la que pretendía lanzarse sobre Italia, primero, y cruzarse hacia Tierra Santa, después. El fracaso del enlace (y de la expedición francesa) había dejado en la joven Margarita la suficiente fobia francesa como para que, años más tarde, se situara a favor de las ciudades costeras que exportaban piezas de lana hacia Inglaterra en su lucha contra los nobles flamencos que envolvían a su joven sobrino. Por eso debió estar encantada cuando, contra los franceses, su padre el emperador había negociado una alianza con los Reyes Católicos que se formalizaría con el doble matrimonio de Margarita y su hermano Felipe con dos de los hijos de Isabel y Fernando: Felipe casaría con Juana (de cuyo matrimonio nacería Carlos), y ella casaría con el príncipe Juan, que debería heredar todos los estados de los Trastamara. La cosa tampoco salió bien: si el matrimonio de Felipe y Juana daría varios hijos, el suyo con Juan acabó con el fallecimiento del príncipe adolescente y media Europa cuchicheando que el jovenzuelo se había dejado la salud alargando la noche de bodas mucho más allá de lo razonablemente recomendable.

Las desgracias de Margarita habían ido a peor, porque, habiendo enviudado en España en 1497, la habían casado en 1501 con Filiberto de Saboya, quien también había fallecido en 1504. Así que ahora, viuda por segunda vez, se hizo cargo de la tutela de su sobrino Carlos, siguiendo las instrucciones del emperador Maximiliano, al morir Felipe el Hermoso. Que Carlos y sus hermanas, -Leonor, Isabel y María- se encariñaron con su tía no ofrece lugar a dudas. Parker dice que “Carlos y sus hermanas se convirtieron en el proyecto de Margarita, la familia que nunca antes había tenido (…) se referían a ella como su señora tía y querida madre”. Lo sabemos porque el emperador siempre firmó sus cartas diciéndose “Tu humilde hijo y sobrino”. Y cuando Margarita falleció, en 1530, el todopoderoso emperador dirá que “su pérdida a nadie afecta más que a mí porque la consideraba mi madre”. No es de extrañar: su correspondencia muestra una preocupación tierna y cercana por sus sobrinos, enseñó a las niñas a coser, bordar y hacer conservas, y cuando ya adolescentes se habían marchado a casarse se consagró a mantener cálidos contactos epistolares entre las cortes donde residían.

¿De qué manera influyó Margarita en Carlos? Que el futuro emperador vio en ella la profunda lealtad a la casa/dinastía no hay duda. Pero Parker sugiere también cómo el joven Carlos presenció el despliegue del mecenazgo, ya que la corte de su tía Margarita se convirtió pronto en un importante centro cultural: tenía cuatrocientos libros en la biblioteca, muchos de ellos manuscritos ilustrados, y había contratado a pintores de renombre, como Jan Vermeyen, y, como tejedor de tapices, a Peter de Pannemaker. También recibiría a los artistas más famosos de su época: Durero alabó en su diario la colección pictórica de Margarita “y muchas otras cosas de valor, además de una muy valiosa biblioteca”. A su muerte en 1530, la archiduquesa poseía más de cien tapices, cincuenta esculturas y doscientos cuadros de los mejores artistas neerlandeses, como Roger van der Weyden, El Bosco, o Jan van Eyck. Parker incluye referencias a la bisagra que encargó para que las alas del tríptico de “El matrimonio Arnolfini” cerraran bien, y recoge que el inventario de sus posesiones contiene correcciones y anotaciones de su puño y letra, que rebelan su implicación personal en la creación de la colección. Margarita era, queda claro, un importante mecenas: las cuentas del tesorero que Parker ha consultado registran pagos a un joven fraile agustino llamado Erasmo para que se pagase la universidad, quizá a cuenta del panegírico que había escrito para Felipe el Hermoso. Aunque Erasmo rechazó ser tutor del príncipe Carlos, sabemos que mantuvo una activa correspondencia con la casa del Príncipe y le dedicó alguno de sus libros.

El caso es que cuando el emperador Maximiliano se volvía al imperio en 1509 dejó a su hija Margarita como gobernadora, y contra ella se movía en la sombra la facción de los señores, alrededor de Chievrès, quien llegará a ser chambelán del príncipe y por tanto su compañero inseparable. Margarita y los señores competirán “sin cuartel por ganarse el control y la mente del príncipe huérfano”. Ese pulso político por la influencia sobre el joven rey permitirá al historiador francés Jules Michelet referirse a Margarita –en tiempos del romanticismo- como “el verdadero hombre fuerte de la familia”, aunque fuera una exageración: ella siempre firmaba “por orden del emperador” y los nombramientos venían confirmados desde Alemania. Fue Maximiliano quien asentó el poder de la dinastía, y el control que ejercía sobre Margarita queda claro en las visitas que le hizo desde la muerte de Felipe -de noviembre de 1508 a marzo de 1509, durante la primavera de 1512, durante el verano de 1513 y en enero de 1517-, para alegría de los niños, que comían, bailaban, jugaban a las cartas y salían de excursión con el abuelo, quien les cargaba de regalos. La influencia del abuelo también sería decisiva en la formación del futuro Carlos V…

domingo, 13 de septiembre de 2020

ILUSTRES ILUSTRADOS (3): DE LA HISTORIA SOCIAL A LA HISTORIA CULTURAL

La visión de la ilustración que triunfó durante los “Treinta Gloriosos” partía de una visión idealista de la Historia que incluía creencias apriorísticas del tipo “los libros cambian el mundo”, e individualistas, en tanto trataba a aquellos filósofos como verdaderos genios con influencia y poder de convicción. Era una visión vinculada a la historia de las ideas, que se centraba en exclusiva en los grandes textos de la cultura occidental, cuyo modelo económico estaba demostrando su presunta superioridad con décadas de crecimiento sostenido. Foucault trataría de ridiculizar esa visión diciendo que aquella forma de entender la ilustración,  con la que acabé el post anterior, estudiaba a los autores como si fueran una “cabezas sin cuerpo”: se refería a que los analizaba como si fueran mentes magistrales que representaban por sí solos el espíritu de su tiempo, o como precursores desconectados de los condicionantes de su época, incluso adelantados a ella.

Esta interpretación de la ilustración fue entrando en crisis a medida que se imponía el nuevo clima social e intelectual que propiciaron los sesentayochos y, por ejemplo, la Nouvelle Histoire de la tercera generación de la Escuela de los Annales, bajo la influencia de la sociología y la antropología, empezó a fijar su atención en la dimensión colectiva de los aspectos mentales, consagrándose a reflexionar sobre las visiones del mundo, los sistemas de valores, y las representaciones colectivas. En ese momento en que la concepción de la cultura fue más allá del pensamiento nítido y los historiadores se lanzaron a estudiar las actitudes ante la muerte, el miedo, o los sentimientos, la visión de las ideas de la ilustración como si se tratara de un programa coherente que marcaba el camino a la modernidad iría entrando en crisis. Aunque metodológicamente seguía fascinada por la cliometría norteamericana, la Historia Social de las Luces bajó la escala de observación para estudiar el impacto de la ilustración: para conocer el nivel de alfabetización y secularización, secuenciaron cuantas misas se encargaban en los testamentos, cuántos libros se publicaban, cuantos se vendían (circulaban), cuántos había en los inventarios postmortem que permitían reconstruir las bibliotecas particulares.

Un ejemplo de ese nuevo clima fue el libro que el historiador norteamericano Robert Darnton dedicó al proceso de edición, impresión y distribución de la Enciclopedia. Creo que fue el primero que demostró curiosidad sobre  las condiciones materiales de producción, difusión y circulación de las obras literarias. Según un interesante artículo de Mónica Bolufer que encontré en el libro que recogía las aportaciones al seminario “La ilustración y las ciencias” (2000), Darnton no sólo subrayó que la ilustración debía enmarcarse en el contexto en que se organizaba la actividad intelectual del Antiguo Régimen, caracterizada por los mecanismos de privilegio y patronazgo. Sino que eso le permitió distinguir entre los que tenían acceso a esos mecanismos, philosophes famosos y reconocidos por los círculos de la alta sociedad (una ilustración court-sponsored, como diría Jonathan Israel),  y muchos otros autores de segunda fila que malvivían de sus ocupaciones literarias, resentidos contra la jerarquía de la “república de las letras” y dispuestos a denunciar el sistema de privilegios, o incluso a abrazar la revolución.

Al distinguir entre los grandes divos de la moderación ilustrada, y los radicales desclasados, Darnton estaba defendiendo una Historia que, en lugar de considerar a los autores meras cabezas pensantes, los situara en su contexto social, el mundo de poder y prestigio en el que se desenvolvían sus carreras y su producción intelectual. Esta historia social le distancia de la historia intelectual y de la historia de las mentalidades basada en el análisis cuantitativo que venían practicando los Annales, y al hacerlo fue introduciéndose el estudio de los fenómenos culturales, la Historia cultural de la ilustración que triunfaría ya a finales de los ochenta. El advenimiento del neoliberalismo en 1979, con Maggie  en Downing Street y su amigo vaquero en la Casa Blanca, alentó la postmodernidad... Si los neoliberales se revestían de presunto pragmatismo para descalificar los viejos discursos ideológicos como si de estúpidas Vulgatas se tratara, los postmodernos aprovechaban el hundimiento del bloque comunista para proclamar la caducidad de las macro-visiones: la realidad, decían, no existe; existen los discursos que la describen de forma parcial y subjetiva. En ese contexto, el "fin de la Historia" lo llamó un idiota yuppie con ínfulas, había que desarticular el potencial crítico de las Humanidades, que servirían para advertir que, tras sus insistentes y sospechosas apelaciones a la libertad, los neoliberales apenas llevaban en su programa, aparte de un orden moral reaccionario de cintura para abajo que aplicarnos a los demás, pero no a ellos, la deslocalización y la desregulación que permitirían volver al viejo orden caníbal especulativo previo a 1929. Así que había que negar cualquier cientificidad a la Historia, una de las pocas herramientas que podía advertir que aquellos siniestros políticos eran tan sólo unos buenos trileros. Muertos los discursos profundos, hubo historiadores que, para entender la ilustración, preferían analizar cualitativamente algo tan “deconstruido”, tan huidizo y gaseoso como la práctica cultural.

No seré yo quien defienda la postmodernidad historiográfica, pero sí que podemos convenir que tuvo algunos aciertos. Sin ir más lejos, no sé si hubiéramos reparado en otras voces hasta entonces silentes, alternativas, a la hora de recoger fuentes. Escuchar las voces femeninas, las de la alteridad, las de los oprimidos y los colonizados, fue un acierto que enriqueció el discurso histórico. Y en este caso también fue acertado –excesos posteriores aparte, si se cree que los hubo- ampliar el concepto de cultura: si antes se la había considerado un nivel más de la actividad humana –el escultor puliendo la piedra, el escritor manejando la pluma-, ahora se ampliaba el concepto para que recogiera prácticas significativas, formas de hacer y decir que por banales o rutinarias se tenían por poco trascendentes, pero tras las que se esconde una manera de interpretar el mundo. Rastrear esas formas informales de cultura era desarrollar una historia de las mentalidades difícil de teorizar, pero permitiría conocer el impacto de la ilustración en la sociedad; o eso pensaba uno de los autores más representativos de esa trayectoria, Roger Chartier. En su libro “Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII” (1995) sugería que, más que la emisión o circulación de obras impresas, y más que los contenidos de las bibliotecas, que no demostraban nada por sí mismas, había que estudiar el uso de los libros. O lo que es lo mismo, la práctica de la lectura, la actitud del lector. Y que en tanto leer exige un clima de libertad de expresión e intercambio de información, había que estudiar también los ámbitos de encuentro, los espacios de sociabilidad.

En cuanto a estudiar la actitud del lector, Chartier se rebelaba contra la idea de que el lector es pasivo en la lectura, y que, sin filtro selectivo, moldea su pensamiento según el contenido de la lectura y actúa conforme a esas ideas que ha aprehendido. Esa idea había permitido establecer un nexo claro entre ilustración y revolución, puesto que se sobreentendía que los lectores de la ilustración constituirían, por su influencia, las masas revolucionarias. Esa relación directa le parecía a Chartier absurda porque, añadía, ningún texto tiene en sí mismo un solo significado, está siempre expuesto a ser interpretado de formas distintas, incluso contradictorias, dependiendo del bagaje personal del lector. Y en cuanto a bagajes, aunque reconocía que la filosofía tuvo mucha difusión, en el s. XVIII fueron mucho más leídos otros géneros, como la sátira política o la pornografía. Lo cual desmerecía bastante el presunto impacto de la ilustración en el devenir político de Occidente.

En cuanto al segundo aspecto, la necesidad de estudiar los espacios de sociabilidad, Chartier ya había publicado poco antes “Lecturas y lectores en la Francia del Antiguo Régimen” (1994). En ese libro postulaba tres espacios básicos en el uso de materiales impresos: el taller o la tienda, donde maestros y aprendices cuentan con obras de consulta que les guían en el cumplimiento de sus labores, las asambleas religiosas convocadas por los protestantes (donde la ausencia de mediación institucional permite al cristiano contactar directamente con la palabra divina, para lo que se necesitaba la lectura), y las celebraciones colectivas, donde con frecuencia se leían piezas jocosas para acompañar los festejos. En este último contexto, las sátiras y los folletos tuvieron buena acogida, porque eran textos breves y baratos, sensacionalistas, que alimentan la imaginación con desmesuras sobre el desorden moral, el caos o lo sobrenatural, todo cuanto rompe con el normal devenir de lo cotidiano.

A ese primer estadio de circulación informativa cabría añadir otros más sofisticados, también influyentes, a los que se asigna un papel de extensión de los mensajes. Cuando Chartier reflexiona sobre las bibliotecas de préstamo, los clubes de lectura, las academias provinciales que imitan en la periferia los brillantes círculos parisinos, o los cafés, se va comprobando que la politización del público no se produjo solamente leyendo a la ilustración, sino que también cumplieron con un papel decisivo los libelos y panfletos vendidos clandestinamente, cuyo contenido sería compartido en clubs, chocolaterías, tertulias, salones, billares, logias, jardines o picnics, lugares privados en los que el trasunto de ideas genera una cultura política que se extendía por calles, plazas, mercados y ferias. Si a eso añadimos el aumento del número de publicaciones entenderemos fácilmente el surgimiento de la opinión pública como espacio de legitimación del discurso y de manifestación de un público crítico capaz de emitir su juicio. La revolución no sería pues consecuencia directa de la ilustración, sino que se generaría en el momento en que toda esa toma individual de conciencia, toda esa mentalización, permite pensarla. La revolución se genera porque fue pensable…

Cuando estaba en la facultad escuchaba todo esto y pensaba que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. Seguramente la pereza que me daba Chartier en mis tiempos de estudiante demostraba lo atrevida que es la ignorancia, algo que hoy en día me sigue permitiendo resumir sesudos libros en parrafitos de consumo rápido. Esa pretensión no me impide reconocer que el libro de Chartier que cité antes es importante, porque encierra en sí mismo una visión historiográfica. El subtítulo del libro, “Los orígenes culturales de la Revolución francesa”, fue su título principal en francés y parafraseaba el de otro libro clásico que en 1995 Chartier consideraba  haber superado. Se trata del ensayo que Daniel Mornet había publicado en 1933 con el título “Los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa”: si allí se sugería que la principal causa de la revolución había sido la ilustración, ahora se buscaban otros orígenes e incluso se llegaba a firmar que había sido al revés, que la revolución había construido el concepto de ilustración que venimos defendiendo desde entonces. Eso quiere decir que la burguesía había seleccionado, de entre todo el magma de publicaciones dieciochescas, aquellas cuyo contenido legitimaban sus realizaciones revolucionarias: los ejemplos que suelen ponerse en ese sentido, tanto las inscripciones en el sarcófago de Voltaire como  la reivindicación de Rousseau por parte de Robespierre, son especialmente esclarecedoras. La burguesía revolucionaria seleccionó los pensadores que le convenían y creó así el Olimpo de pensadores que nosotros explicamos aún en clase. Sólo admitieron a unos pocos en el Panteón de Hombres Ilustres, rechazaron a los radicales y crearon así una genealogía de la revolución a la que, probablemente, aquellos autores no aspiraban. Del mismo modo, los independentistas americanos definieron a Tupac Amaru como un antecedente ilustre, a pesar de que sus objetivos respectivos se parecían como un huevo a una castaña, de lo que se deduce que deberíamos desconfiar de las genealogías manipuladas.

El título de Mornet suponía que las ideas pasan del libro al lector, y que éste cambia su consciencia y desarrolla una acción acorde con lo que ha leído. Por Chartier sabemos que las transformaciones culturales que permiten la producción, circulación y aceptación de ciertas ideas son más profundas. Voltaire no hubiera tenido éxito si no se hubieran instalado ya profundas transformaciones en la cultura francesa: el incremento de la lectura individual, el mayor acceso a los libros, la pérdida de la hegemonía cultural de la iglesia, la crisis del carácter sagrado de la monarquía absoluta, la nueva cultura política que se aprecia en la prensa escrita, y el inicio de la opinión pública. Todos esos cambios habían creado las circunstancias propicias para aceptar ciertas ideas, y no al revés. Todos esos cambios provocaron una revolución de las mentalidades que hicieron pensable la revolución. No vale decir que los libros provocaron la revolución, sino que el libro circulaba cuando el cambio que producirá la revolución ha empezado ya. En conclusión, la revolución tuvo orígenes culturales, y no orígenes intelectuales.


martes, 8 de septiembre de 2020

ILUSTRES ILUSTRADOS (2): EXCESOS Y ÉXITOS DE LA RAZÓN

 

Para comprobar que aquello del progreso, como la “Fuerza” en Star Wars, tenía su “lado oscuro”, no hizo falta esperar a Dar Vader: aquel gigantesco matadero que fue la Gran Guerra conmocionó a una generación entera y la obligó a tomar consciencia de que el progreso tecnológico y científico no necesariamente conducían al hombre a la felicidad, de que incluso una joya exquisita de moderna sofisticación como el Titanic podía ser el protagonista de una tragedia tratando de superar un reto técnico, y recordar la distancia a la que estaba la condición humana de la capacidad divina de crear, de someter a la naturaleza, abrió algunas dudas sobre la ilustración en tanto madre ejemplar del progreso.

En ese sentido cabe citar las conferencias que pronunció en la Universidad de Yale el historiador norteamericano Carl Becker bajo el título “La ciudad de Dios en el siglo XVIII” (1932): en ellas propuso una interpretación crítica y provocadora de la ilustración, que, lejos de contraponerla a lo medieval, buscaba algunas semejanzas con el cristianismo. De hecho, decía, se la podía considerar una religión en sí misma, con un nuevo contenido: si “en el s. XIII las palabras clave serían, sin duda, Dios, el pecado, la gracia, la salvación, el cielo, y similares; (…) en el XVIII las palabras sin las que ninguna persona iluminada podría llegar a una conclusión reparadora fueron naturaleza, ley natural, razón, humanidad”. La ilustración quedaba definida como una nueva fe, que había sustituido la concepción depravada del hombre típica del cristianismo por la del hombre “bueno por naturaleza”, que había pasado de predicar la salvación eterna como recompensa futura a filosofar sobre el sentido de la vida en la vida misma, y que había sustituido el providencialismo por un mantra nuevo, la idea de que la razón sirve para mejorar el mundo. Es más: si en la cosmovisión cristiana el consuelo ante las tragedias de la vida podía encontrarse en la fe, los ilustrados habían visto posible la felicidad en nuestra liberación de la ignorancia y la superstición. La idea de que la ilustración había convertido en religión los asuntos humanos, que era en sí misma una nueva cosmovisión religiosa en la que se podían reconocer ciertas liturgias y un santoral, abrió una grieta importante en la consideración positiva de la ilustración.

El período de Entreguerras estaba siendo una mala época para el recuerdo de los ilustrados: dejaban de ser definidos como sinónimo de progreso mientras la sinrazón fascista celebraba la acción (bruta) sobre el pensamiento (en el que los berzotas uniformados apenas veían aburrida especulación). Sin embargo, aunque de forma minoritaria, el irracionalismo fascista permitió recuperar elogiosamente la lucha dieciochesca de los ilustrados contra la censura y las prisiones del absolutismo. Julien Benda no sólo respondió a la celebración nacionalista de aquellos pensadores del siglo XVIII que se había hecho anteriormente, sino que definió la ilustración como lo contrario al particularismo: lo propio de la cultura ilustrada no es el nacionalismo, sino el cosmopolitismo, como demuestran los viajes, la correspondencia y los debates de alcance europeo en los que participaron muchas de esas divinas plumas. Es más: Europa queda definitivamente definida como el espacio geográfico de valores compartidos… por la ilustración. La respuesta de Julien Benda a las versiones nacionales de la ilustración se producía en unos años en que los nazis y sus imitadores más radicales arrastraban a Europa hacia la catástrofe: asumiendo aquel papel crítico que los ilustrados habían ejercido, supuestamente, a finales del s. XVIII, Benda se atrevía a recomendar imitar el modelo que nos habrían proporcionado. En su “Discurso a la nación europea” (1939) sugería que la gran aportación de la ilustración había sido el intelectual comprometido con su tiempo para criticar el poder haciendo de referente moral y, viendo a los hombres de cultura de los años treinta  someterse a la sinrazón del fascismo, lamentó “la traición de los intelectuales” que habían abandonado su función natural y se habían sometido con más o menos entusiasmo a la fe nacional. Ese papel comprometido que Benda pedía a los intelectuales de su tiempo fue el que asumió un joven italiano que, habiendo sido purgado su padre como catedrático de Historia del Arte en la Universidad de Turín por negarse a prestar juramento al régimen fascista, había tenido que marcharse de Italia y estudiar en la Sorbona. Digo que asumió ese papel porque no sólo se vino a luchar por la República española, sino que continuaría su activismo político contra el fascismo hasta ser confinado en un campo de concentración al sur de Italia entre 1941 y 1943. Se llamaba Franco Venturi, y, camino de ser años después uno de los grandes expertos en la ilustración, publicaba ya en 1939 “Juventud de Diderot”. En estos trabajos, los ilustrados quedaban definidos como una minoría elitista de intelectuales enfrentados a la tiranía; y algunos pensadores del s. XX acentuaban su compromiso político viendo en ellos un antecedente ilustre. 

La pesadilla de la guerra barrería, entre tantas otras cosas, aquella concepción política de los ilustrados como activistas libertarios. Hubo quien, exhausto tras aquel Armagedón de destrucción, sugirió que era precisamente la razón ilustrada (concretada en el culto a la ciencia y la técnica) la que nos había llevado hasta el infierno. La postmodernidad, que ya había enseñado la patita por debajo de la puerta presentando algunas dudas sobre las virtudes de la razón a comienzos del siglo XX, cuestionaría durante la postguerra europea cualquier concepción positiva de los ilustrados. Dos filósofos de la Escuela de Frankfurt, Adorno y Horkheimer (Dialéctica de la Ilustración, 1947), acusarían a la ilustración de consagrar mitos -la razón científica, la unicidad de la verdad…- en cuyo nombre se habían cometido delitos horrorosos. Según esta visión, el nazismo había pretendido ordenar racional y científicamente el mundo en base a un ideal al que todos debían someterse en tanto verdad incuestionable. Y todo porque los ilustrados habían abierto la veda del pensamiento para la acción, de que “todo lo pensable es practicable”. Visto así, concluían, el más genuino de los ilustrados no sería Voltaire, sino Sade, que había actuado sin consideraciones éticas, sin pudor ni límites, hasta convertirse en un monstruo. Parece claro que esta visión de la razón como un instrumento de poder, como una herramienta de dominio, procedía de la experiencia traumática que había significado esa orgía de sangre y destrucción que había sido la guerra total. Los filósofos de la Escuela de Frankfurt sugerían que en el corazón de la ilustración acechaba el terror político: ciencia y técnica habían permitido seriar, organizar, planificar y ejecutar el Holocausto. Por tanto, la ilustración había conducido al totalitarismo porque, más allá de buscar significado al mundo, pretendía ejercer el poder de la razón sobre la naturaleza, sometiéndola como una manera de abrir camino hacia la felicidad humana, venciendo todo cuanto se oponga, y a todo a quien se oponga, a la verdad deificada. En resumen, la ilustración había fracasado porque, lejos de haber liberado a los hombres del miedo, había traído el infierno a la tierra.

Las élites intelectuales de las antiguas colonias que iban accediendo a la independencia reforzaron pronto esa visión: el pensamiento ilustrado les parecía eurocéntrico, racista e imperialista, y había lavado hipócritamente su conciencia por la tragedia colonial escudándose en su supuesta misión histórica, “la pesada carga del hombre blanco”, la obligación moral de acudir a los territorios vírgenes a luchar contra la superstición imponiendo allí una cultura pretendidamente superior (y, ya de paso, llevándose todo cuanto permitiera alimentar las fábricas del hombre blanco). La ilustración había justificado los excesos del imperialismo…

Sin embargo, la Escuela de Frankfurt y las voces de los colonizados se quedaron solas reflexionando críticamente sobre la ilustración: durante la Guerra Fría ambos contendientes se sentían descendientes de aquella apuesta por el pensamiento técnico y científico como arietes del progreso, bien fuera a golpe de iniciativas privadas o Planes de Desarrollo. Así que la visión de la ilustración como emancipadora y progresista triunfó de nuevo. Incluso Hobsbawn escribiría que los valores ilustrados habían sido de las pocas cosas que, en la era atómica, había impedido la barbarie definitiva. Foucault celebraba los 200 años del artículo de Kant definiendo la ilustración como una ética del comportamiento, una forma de ser. Regada por una prosperidad que, durante los “Treinta Gloriosos” parecía no tener fin, se consolidaría de forma casi unánime la visión optimista de un movimiento original y unitario, paneuropeo, laicista, coherente y –como ironiza Gonzalo Pontón- “Padre de la democracia, defensor de la igualdad y redentor de los oprimidos”. Fue entonces cuando nuestros libros de texto se llenaron de explicaciones más o menos sistemáticas de un programa presuntamente compartido –hostilidad hacia la religión, búsqueda de la libertad, progreso alcanzado con la aplicación de la razón- en el que apenas se podrían distinguir –como fijaba Peter Gay en The Enlightenment: an interpretación (1966)- tres fases, representadas por Voltaire (1), el trío Diderot-D’Alembert-Rousseau (2) y Lessing-Kant (3).

Las investigaciones posteriores fueron ampliando el concepto durante los años cincuenta y sesenta: Paul Hazard veía sus antecedentes muchos años antes, entre 1680 y 1715, y ya Peter Gay había visto triunfar por primera vez el programa de la ilustración en la independencia de las Trece Colonias. La ampliación geográfica del concepto la continuó Franco Venturi, al que podemos ver joven en la foto inferior: en uno de sus libros (Settecento riformatore , 1969) decía que era en la periferia política donde se podían analizar más fácilmente las tensiones de la ilustración, por lo que expandió su área de búsqueda por Italia, los Balcanes, Polonia, Hungría y Rusia. También se buscaba huellas ilustradas más allá de los grandes textos de los filósofos y se empezaron a analizar periódicos, cartas y panfletos. Esta ampliación del concepto llegaría a renovar los estudios sobre la ilustración ya en los años setenta…




lunes, 7 de septiembre de 2020

ILUSTRES ILUSTRADOS (1): DE CULPABLES A HÉROES

 


Hasta que un periódico berlinés organizó un concurso para premiar la mejor respuesta a la pregunta “¿Qué es la ilustración?”, ni la Enciclopedia se había propuesto definirla. El ganador del concurso fue Immanuel Kant, quien veía en ella “la salida del hombre de la minoría de edad, a la que se encuentra sometido por su propia culpa. Porque su causa estriba, no en la falta de mente, sino en la falta de decisión y del valor de utilizarla sin ser guiado por nadie. Sapere Aude! Ten el valor de servirte de tu propia mente. Ese es el fundamento de la ilustración”. Después de la bronca que nos ha pegado Gonzalo Pontón al recordarnos que no hemos traducido ni interpretado correctamente los textos originarios de los ilustrados, lo cierto es que cojo temblando las fuentes primarias, con el respeto que, de hecho, merecen. Sin embargo, parece claro que –contra la verdad revelada por la fe o la tradición- Kant está proponiendo una búsqueda, una desconfianza, en definitiva una apuesta por mirar con nuestros propios ojos, un espíritu crítico.

Resulta irónico que un movimiento que supuestamente encumbra la razón como herramienta de conocimiento de la verdad se deba explicar como algo tan mistérico, -“un espíritu”-, o inconcreto, “una desconfianza”. Y es que explicar qué es la ilustración no es fácil, y de hecho en secundaria y en bachillerato solemos recurrir al tópico que, tras describir el Antiguo Régimen como unos tiempos siniestros, presenta aquellos pensadores –diversos, contradictorios si se quiere, pero que compartían una actitud crítica- como los sagaces formuladores de las alternativas dispares –por mucho que la mayor parte de ellos quisiera salvar con reformas aquel mundo agonizante-  que contribuyeron a alumbrar el mundo contemporáneo. Es un esquema útil y didáctico, pero esencialmente falso, por lo que está bien que –en un premiado libro reciente- Gonzalo Pontón nos advierta sobre la necesidad de matizarlo.

Hace apenas un año que yo hubiera aplaudido con las orejas al leer al prestigioso editor, porque –con una cierta impostura- yo mismo me refería a los ilustrados como “fachas” para escandalizar, con ese evidente anacronismo, a los auditorios más sensibles. Más sutilmente, a veces les recordaba que Voltaire –tan moderno y tolerante él- tenía parte de su capital invertido en el comercio de esclavos; o cómo Rousseau –más melómano que altruista- acudía disfrazado al concierto de un castratti. Lo que quiero decir es que comparto la desconfianza por aquellos plumillas de vía estrecha con la que Pontón acaba su libro, un manual de autor sobre el siglo XVIII. Y, sin embargo, el recordatorio me parece un poco a destiempo. Sé que nada más decirlo se escuchará un rumor de desaprobación a mi izquierda, y a más de un amigo progre escucharé cuchichear un “¡Ya estamos! ¿Y cuándo es el momento? ¡Nunca, seguro!”, ganándose alguna risita de complicidad  mientras me dirige aquella mirada por encima del hombro que descalifica como presuntamente conservador todo aquello que no aplaude sus gracias libertarias. Así que voy a ver si puedo explicarme mejor, no vaya a ser que acabe defendiendo a aquellos ilustres pensadores a los que, como dice Pontón, no podemos considerar revolucionarios con pedigree, ya que aquella avalancha de cabezas rodando que sería más tarde la revolución les hubiera incomodado...  y –más que la filantropía- defendieron los intereses (revestidos de elevados códigos morales) de la burguesía en ascenso.

A todos los que las libertades nos tiran de la sisa y nos gustaría ver ampliado su margen nos incomodaba que esos tímidos timoratos fueran elevados al olimpo de los activistas como padres del pensamiento moderno. Pero de pronto llegó la COVID, que entiendas como resultado lógico de una economía depredadora que destruye ecosistemas, o del progreso globalizado que viaja en avión, nos obligaría a hablar de la oportunidad del desmontaje del estado del Bienestar, o del fanatismo con que se agitan las banderas. Sin embargo, quizá para evitar esos temas, quienes con más entusiasmo han tomado la palabra en plena pandemia son un sinfín de tarugos sin cuento que acuden a hacer su agosto de confusión. Hoy por hoy, por mucho que lo que dice Pontón en su manual de autor me parece un recordatorio urgente de la necesidad de volver a las fuentes y, para acercarnos a la verdad, deshacernos de los tópicos interesados con que leyeron / nos presentaron a los ilustrados los historiadores del positivismo decimonónico, Voltaire y Rousseau, con sus mil carencias, me parecen más oportunos que toda esta multitud de terraplanistas, antivacunas, conspiranoicos, neonazis y adoradores de ovnis, que saturan la red de idiotadas… gente que te hace pensar que razón, verdad, ciencia y lógica, que ya empezaron a ser cuestionados cuando la Gran Guerra segó todo optimismo en las trincheras, constituyen un corsé más liberador de lo que hemos creído hasta ahora, cuando pensábamos que no era posible ningún paso atrás. No es que quiera negar la crítica que los del 68 y otros progres dirigieron al culto insensato al becerro de oro del progreso, sino que me gustaría evitar que toda esta fauna presuntamente alternativa nos devuelva al pleistoceno. Me escandalizo al pensar que en pocos meses haya podido cambiar tanto de opinión, pero es que el debate sobre el significado de la ilustración es más complicado (y angustioso) de lo que parece cuando da la vez a toda esa fauna de chalados. 

Como que todo cuanto aborda la historiografía hierve a fuego lento, cada época ha tenido su propia lectura de la ilustración. En su día los filósofos tuvieron una acogida muy favorable entre los gobernantes europeos: el postureo no se inventó en los bares de la Barcelona post-olímpica, y la zarina Catalina (tan cacareada últimamente en las plataformas), e incluso Federico de Prusia desde el fondo de su armario, coquetearon con ellos (aunque siempre que fue posible… por carta). Ni que decir tiene que no les reían todas las gracias, pero sí aquellas que contribuían a racionalizar el esfuerzo controlador del estado, por lo que lograron pasar a la historia como déspotas (más o menos) ilustrados. Sólo en plena resaca postrevolucionaria hubo quien –borrachos de razón, o con una sensibilidad afectada (o enfermiza)- empezó a criticarlos.  Los primeros románticos –que preferían la fantasía a la ciencia, el genio creador a la reflexión paciente, y el particularismo al cosmopolitismo- reaccionaron con furia contra el racionalismo, que les parecía uniformizador, y acusaron a la ilustración de haber traído la revolución. Para ellos, lejos de constituir ningún progreso, la ilustración apenas era la culpable de aquel episodio terrible de sangre y violencia que había empezado en 1789... Hasta que Tocqueville no escribiera, años después, “El Antiguo Régimen y la revolución”, los acontecimientos de Francia no serían resultado de un complejo ovillo de causas a desentrañar, sino de una conspiración que habían impulsado a escondidas cuatro masones muy empolvados y con peluca.

El acceso de la burguesía triunfante a la dirección del estado comportó una nueva visión a finales del s. XIX: la Europa de la Belle Epoque, o mejor dicho aquellos burgueses de puro, chistera, levita y bigote para los que era bella, vio en aquellos "filósofos" del siglo anterior un antecedente ilustre. Incluso Nietzsche, a quien aquella Europa tan señoreada y encantada de haberse conocido le rechinaba, llegó a dedicarle a Voltaire, con motivo del centenario de su muerte (1878), su “Humano demasiado humano. Un libro para espíritus libres”. Allí celebraba la ilustración como uno de los grandes eslabones del progreso humano, desmentía que hubiera traído la revolución (porque, en ese caso, no hubiera estallado solo en Francia) y distinguía entre una ilustración contraproducente (los delirios igualitaristas de Rousseau) y la que, representada por Voltaire, hubiera permitido desenmascarar al cristianismo y consagrar esa linterna con que contaba el (super)hombre para abrirse camino entre las tinieblas de la superstición… Ernst Troelsch profundizaba en esa visión (“Teoría sobre la ilustración”, 1897) sustituyendo el binomio “ilustración = revolución”, tan cacareado hasta entonces por los sectores más reaccionarios del primer romanticismo, por el binomio “ilustración – progreso”: todo lo anterior a la modernidad racionalista pasaba a ser medievalizante, y sólo la ilustración había logrado sustituir el dogma (la verdad sobrenatural) por el empirismo (la verdad científica). El progreso pasaba por el capitalismo, sus críticos eran unos pobres ignorantes, los obreros no sabían ver su grandeza cuando se gastaban el jornal en cerveza barata y se emborrachaban de anarquismo, y el futuro se prometía tan feliz que urgía llevarle la buena nueva a los africanos, que, en tanto corrían en taparrabos por la selva sin respetar la hora del té, demostraban vivir todavía entre tinieblas de superstición.  

Así que el progreso y la lucha contra la superchería propios de la ilustración justificaban el reparto del pastel colonial. La burguesía alemana, que llegaba tarde a la fiesta pero lo hacía pletórica de éxito tras lograr su unificación también a golpe de “sangre y hierro”, apenas le añadió un matiz a esa definición tan optimista. Un pensador alemán de aquellos tiempos de positivismo historicista, Wilhem Dilthey, "nacionalizó" la definición de ilustración con tanta pasión como los franceses habían hecho con Voltaire: más allá de un sistema de ideas, una lista de valores favorables o contrarios a otros, la ilustración había sido un espíritu, una mentalidad, una cosmovisión. Y en su voluntad de ampliar el concepto, Dilthey desmentía la visión medievalizante que Nietzsche había propuesto de los tiempos de la modernidad encontrándole una excepción muy alemana: a sus ojos, la crítica del cristianismo instituido que había impulsado la reforma protestante en el siglo XVI era el antecedente ilustre de la toma de consciencia individual. Y ambas cosas, crítica e individualismo, constituían un paso decisivo en el camino hacia la ilustración del que los alemanes –en aquellos tiempos de construcción de naciones- podían sentirse orgullosos. Dicho de otra manera, Kant y Goethe podían ser considerados “Padres de la Patria” porque aportando razón, ciencia y técnica habían puesto la primera piedra del estado alemán que Bismarck acababa de construir. Los estados  científicos que conformaban el mapa europeo en las vísperas de 1914 habían entronizado la ilustración: no esperaban que al masticarla en términos nacionales y progresistas se les iba a atragantar. La espina que se les clavó en el paladar se llamaría ametralladora.