En los cuatro post anteriores he querido retratar las sucesivas visiones que la historiografía ha tenido sobre la ilustración. Durante la primera mitad del siglo XIX los ilustrados fueron vistos como los siniestros conspiradores que habían desencadenado la orgía destructiva de la revolución, y durante la segunda mitad, en cambio, pasaron a ser los progenitores de la idea de progreso que venía empujando Europa a golpe de razón, ciencia y técnica (y saqueo colonial, todo sea dicho de paso). Aunque alguien advirtió entonces que se estaba adorando a ese progreso como si de una especie de dios pagano se tratara porque en el fondo los ilustrados nos habían legado una fe laica, el advenimiento del fascismo permitió reconciliar a los ilustrados con el imaginario colectivo gracias a su compromiso ideológico por la libertad contra la tiranía absolutista, que les emparentaba con los intelectuales que se estaban oponiendo al fascismo. Apenas hubo un atisbo de crítica después de la guerra: en 1945 Europa era un solar en ruinas infestado de cadáveres, y los filósofos de la Escuela de Frankfurt –consternados ante aquel cráter todavía humeante- denunciaron que razón, ciencia y técnica habían permitido industrializar el exterminio. Sin embargo, aquella crítica a la ilustración como inspiradora de una razón monstruosa e implacable no llegó a cuajar porque la sostenida prosperidad de postguerra parecía inagotable y permitía presentar a los ilustrados como advenimiento de la modernidad. Esa visión optimista abrió muchas vías de investigación que ampliaban cronológica, geográfica, social y temáticamente la presencia del fenómeno, hasta consagrar su definición como un conjunto de valores compartidos, más o menos coherentes. El problema fue que al rastrear nuevas voces y costumbres buscando una representación del mundo que, en el ejercicio de la crítica, hubiera contribuido a despertar la tormenta revolucionaria, la ilustración quedó convertida en un agente menor. Así fue como, cuando en 1988 François Furet publicaba una síntesis sobre la revolución francesa, creyó que no hacía falta nombrar a Diderot y Holbach... Por eso, de todas las ilustraciones que la historiografía ha ido tejiendo sucesivamente –la culpable, la progresista, la religiosa, la libertaria, la presuntamente totalitaria, la que parió la modernidad y la que apenas era un conjunto de valores sutiles- esta última me preocupa especialmente. La búsqueda del chascarrillo y la receta de las magdalenas como síntomas de cosmovisiones y representaciones del mundo puede ser interesante, pero –más allá de una recreativa historia de la vida cotidiana- ni permite comprender una época ni, soterrando los conflictos, nos ofrece una descripción más verosímil de la realidad pasada. Es más: me da la impresión de que hemos asesinado la ilustración como sujeto histórico en el momento en que más falta nos hacía.
No digo que no se tenga que criticar su legado, ni las percepciones idealistas con las que a menudo se ha trazado su historia. En ese sentido, comparto y entiendo la queja de Gonzalo Pontón con la que empezaba esta serie de post. Contra la idealización del movimiento monolítico y homogéneo de héroes nacionales de la pluma, Pontón nos recuerda que la mayor parte de ellos eran snobs ennoblecidos y reaccionarios muy pendientes de sus cargos y fortunas. Eran un reducido número de sabios integrados en el sistema, apenas dispuestos a reformarlo tímidamente para salvarlo. Como buenos urbanitas, con visión cosmopolita, apenas se dirigieron a las clases bajas ni a los medios rurales: Gonzalo Pontón dice que “tenían poco que decir para confortar a los pobres, y no mostraron preocupación por los derechos del pueblo”, puesto que su objetivo no era la democracia, que para ellos sería algo parecido a la anarquía. ¿Entonces, para quién escribían? Sus ideas ejercieron un gran atractivo sobre la clase media profesional de funcionarios, abogados, médicos, periodistas… porque defendían sobre todo las necesidades de la burguesía. Por eso la Enciclopedia defenderá la libertad de comercio, la unidad del mercado interior, la abolición de las reglamentaciones gremiales y la igualdad (natural) ante la ley. Pero desaparecidos los privilegios de la sangre, la burguesía se comprometerá en la lucha por la desigualdad de su clase respecto a la del pueblo llano. La claque que envolvía a los divinos le recuerdan, dice Pontón con sorna, “la corte existencialista de Sartre y Beauvoir doscientos años después, cuando luchaban contra los nazis sentados en el Café de Flore” o a la “gauche divine barcelonesa de los setenta, que luchaban contra la dictadura desde las noches del Boccaccio”.Ingenioso. En
circunstancias normales, si nuestros derechos constituyeran ya una plataforma
incuestionada que nos permitiera avanzar en la construcción de mejores marcos
de libertades, yo aplaudiría a rabiar. Pero resulta que, entre Putin
envenenando al disidente con el aplauso de su opinión pública, Trump amenazando
con que no saldrá de la Casa Blanca mientras sus estúpidos partidarios
desenfundan el fusil, con Ayuso negando el coronavirus, VOX repartiendo palizas
y un iluminado en Waterloo trabajando por imponerle al 53% de la sociedad una
república bananera nunca descrita, no sé si nos sobra el sentido común
ilustrado que venimos menospreciando desde que estalló la postmodernidad. Nos
urge la razón para combatir el cambio climático, la pandemia y las campañas de
mentiras que niegan evidencias científicas. Y en ese combate por la
civilización, el planeta y la libertad nos pillan desarmados porque hemos
degradado la ilustración como concepto. Y, por mucho que la izquierda
inteligente me seduzca con su sentido hipercrítico, no me parece el momento más
adecuado para descalificar el racionalismo ilustrado cuando coincidimos en su
deconstrucción con la derecha más carpetovetónica.
Es cierto que algunas
mentes sensibles se han puesto ya a reivindicar la ilustración como medicina
preventiva contra el irracionalismo ascendente: Zeev Sternhell se marchó en
junio pasado dejándonos “The anti-enlightnment Tradition”, el cuarto volumen de
la “Contrahistoria de la filosofía” de Michel Onfray se titula “Los ultras de
las luces” y Philip Blom ha subtitulado “Gente peligrosa” recordando “el
radicalismo olvidado de la ilustración europea”. Pero a la cabeza del rescate
de la ilustración está sin duda Jonathan Israel. Yo acabo de leer en diagonal
el resumen que hace de su ingente investigación, que ha publicado bajo el título
“Una revolución de la mente. La ilustración radical y los orígenes
intelectuales de la democracia moderna”, y, pese a mis carencias filosóficas,
no me ha parecido que se le pueda someter a la crítica sistemática que hace de
él Gonzalo Pontón.
Ambos coinciden en
valorar positivamente los pensadores del siglo XVII –Galileo, Bacon, Descartes,
Kepler, Harvey, Volta, Grocio, Pudendorf…- que habrían puesto las bases del
pensamiento crítico que desarrollarían los ilustrados durante el siglo
siguiente. Uno de los pensadores más importantes de aquel momento, Spinoza, es
para Israel el inspirador del sector más radical de la ilustración francesa. Pero
mientras Pontón descalifica la división de la ilustración en dos sectores
irreconciliables de moderados y radicales, Israel ve tan diferentes sus metas,
sus objetivos, sus instrumentales filosóficos, que nos pide que hablemos de “ilustraciones”
en plural. Esa división entre
ilustración moderada y radical sería mucho más importante que las particularidades
nacionales de la ilustración que hemos encontrado estas últimas décadas con la
bandera empañándonos las gafas… De hecho, concluye Israel, que cuando estalla
la Revolución Francesa ve competir en el tablero político tres programas
distintos: la ilustración moderada, la radical y la contra-ilustración.
Gonzalo Pontón llega
a ridiculizar la apuesta de Jonathan Israel por la ilustración radical como “la
única causa directa importante de la revolución”. Y le responde: “¿ni la quiebra del estado francés, ni el
atrincheramiento de los dos primeros estamentos en sus privilegios, ni la
angustiosa situación de los campesinos que se lanzaron contra los castillos, ni
la ambición burguesa, ni la radicalización de la sans-culotterie tuvieron nada
que ver?”. No creo que sea eso lo que dice Jonathan Israel, que más bien se
lamenta de que hayamos construido una explicación política del estallido de la
revolución escondiendo las causas ideológicas, y, a modo de demostración nos
ofrece un par de datos significativos: en 1789 la Histoire Philosophique, a la que llama “el asalto más devastador de las estructuras existentes de autoridad y
pensamiento del siglo XVIII” llevaba más de 50 ediciones en francés, 20 en
inglés y otras tantas en alemán, holandés y danés. Y en los cahiers de doleances, el clero de
Angulema denunciaba que el reino se había inundado “de libros impíos y escandalosos” y el de Armañac veía reinar por
todas partes “el libertinaje y la
incredulidad”, demostraciones ambas de la extensión de los nuevos valores
ilustrados.
Es obvio que la
revolución no tuvo sólo causas intelectuales, que los culpables no fueron sólo
los libros, pero también lo es que los presupuestos ideológicos de la última
generación de los ilustrados rompen trágicamente con cualquier intento de
reformar el Antiguo Régimen: esos autores percibían las carencias de la
revolución americana y rechazaban la monarquía mixta británica como modelo porque
apenas veían en ella corrupción electoral. Le criticaban a Rousseau que su
“voluntad general” podía amenazar la libertad individual, y proponían que los
representantes elegidos deben ser supervisados. En su Essai sur les préjugés (1770),
Holbach dice que el hecho sorprendente de que los pueblos del mundo se dejaran
oprimir/explotar en beneficio de dinastías rapaces se debía primero a la
superstición y a la religión crédula que enturbiaba sus mentes. Esa generación
reconoce que el desmontaje del viejo régimen podría traer tragedias, pero se
preguntaba si no serían más beneficiosos para la humanidad unos pocos
disturbios temporales que languidecer eternamente bajo una tiranía sin fin. Es
más: la ilustración radical amplía la definición de tiranía hasta incluir el
ejercicio de cualquier autoridad, legítima o no, que no esté fundada en los
beneficios que procura a aquellos sobre los que se ejerce.
Estas obras tendrían,
según Israel, una penetración más profunda que las grandes obras de referencia
de Montesquieu, Rousseau o Voltaire. Sin embargo, parecen olvidados. De hecho,
Philip Blom empieza el libro que les dedicó buscando la Rue Royale Saint Roch,
donde se encontraba el salón del barón d’Holbach, y –aunque encontró la casa en
la Rue des Moulins número 10- ni una placa lo recordaba, y en la cercana Iglesia
de Saint-Roch, Holbach y Diderot descansan en osarios anónimos bajo gastadas losas,
profanados durante la Comuna. Quizá deberíamos recuperarlos: incluirlos en los
manuales, conocer mejor sus propuestas, añadirles al Olimpo de las plumas
ilustradas. Precisamente leyendo a Israel he encontrado a un personaje al que
descubría recientemente en una película: Johan Friedrich von Struensse fue el
médico del rey danés Christian VII (1766-1808). Su influencia sobre el
matrimonio real le permitió impulsar, entre 1770 y 1771, un puñado de
ambiciosas reformas, como el primer decreto de libertad de prensa de la historia.
La campaña de injurias que desencadenó la prensa que él había liberado de la
censura estatal provocó su caída: fue juzgado por traición y ejecutado. Pero
más allá de la fuerza de la anti-ilustración, el episodio no solamente nos
permite intuir la fuerza revolucionaria de los panfletos que se publicaron al
amparo de ese decreto, sino el conocimiento popular de Spinoza y la influencia
de la ilustración europea. Eso dice Jonathan Israel, y me parece que su reivindicación
de la ilustración radical merece ser tenida en cuenta.