En el post anterior dejé gigantescos cargamentos de wolframio marchando hacia Alemania al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Aunque pudiera parecer una inteligente estrategia para pagar la deuda de guerra acumulada por el apoyo de los nazis a Franco durante la guerra civil española, lo cierto es que en aquellas ventas pesaba mucho el carácter ideológico de la operación. Lo digo porque, si el único móvil hubiera sido económico, se hubiera constatado que era mucho más rentable vender a los aliados, que, a diferencia de los nazis, podían pagar en divisas. Vender a los nazis era, pues, una opción geopolítica, una preferencia, a pesar de que era mucho más difícil, porque el transporte del wolframio se hacía por mar y los aliados habían instalado una verdadera red de vigilancia e información en las rías gallegas que quería compensar el uso de los pesqueros como espías encubiertos que informaban a las “manadas de lobos” del Almirante Doenitz. Esa colaboración de la población gallega que el documental “La batalla desconocida” llega a definir como “fervor nazi en la zona”, favorecido por las islas de prosperidad y estraperlo que había impulsado la exportación de wolframio, era una demostración más de cómo esta España satelizada iba estrechando su alineamiento junto al Eje: las estaciones de ayuda a la navegación de submarinos, la División Azul, la red de espías nazis moviéndose impunemente por el país, o la ocupación de Tánger para permitir consulados del Eje absolutamente sobredimensionados y consagrados a espiar el estrecho, lo dejaban bien claro. Así que los aliados aumentaron la presión diplomática y consiguieron abrir una brecha en el gobierno que Franco había nombrado en 1942: contra el ministro de Exteriores, el general Gómez Jordana, un miembro de la vieja oligarquía (es conde de Jordana) dispuesto a contemporizar con los aliados, se sitúa Demetrio Carceller, ministro de industria y comercio, falangista y empresario, que desprecia el impacto diplomático de estos negocios que le llenan el bolsillo. Franco, como siempre diletante, usa el doble juego con dos ministros de signo opuesto para evitar plegarse a los aliados y continuar así el negocio.
Cuando en 1943 cambia el signo de la guerra, se precipita el último episodio de esta apasionante batalla diplomática. Será el momento en el que la batalla del wolframio se decida a favor de los aliados porque los alemanes vieron hundirse su capacidad de compra. Todo empezó con la reunión que se celebró el 20 de agosto de 1943 a petición urgente del embajador británico Hoare, quién plantó un ultimátum contra las remesas españolas de wolframio que salían hacia Alemania. Desesperante en el uso de los tempos en política, Franco juega a desconcertar: el embajador confiesa por escrito que “los proyectiles que esperaba disparar sobre Franco en aquella reunión se ahogaron entre algodones”. Y eso sucedió porque, consciente de la importancia del negocio, el dictador trataba de evitar que acabara: aquellos ingresos extraordinarios le estaban permitiendo comprar oro –cuya procedencia inquietante sugiere el documental y callo ahora para evitar más spoilers- y acumular divisas. Ante el silencio de Franco, los americanos –que planean un gran desembarco en junio, y calculan que necesitan seis meses de defectuoso aprovisionamiento de wolframio por parte de los nazis para menguar su capacidad ofensiva- acaban con toda contemporización: no sólo exigen el cese del comercio, sino que imponen una fecha, enero de 1944, como límite, amenazando con el embargo al suministro de petróleo. Es una medida dura, así que se intenta justificar con una excusa: el “Incidente Laurel”: llamamos así a la grave crisis diplomática entre la dictadura y el gobierno americano desencadenada a finales de 1943 a causa del reconocimiento de facto del gobierno títere de José Paciano Laurel que los japoneses habían impuesto en Filipinas después de la ocupación del archipiélago. En Washington interpretaron el telegrama de felicitación enviado por Franco como un reconocimiento de facto y usaron aquella torpeza -cometida para congratularse con el Eje, sin reparar en la ofensa que representaba para los aliados-, para exigirle a Franco –en una entrevista que el embajador Carlton Yahes mantuvo con Gómez Jordana el 5-11-1943- el embargo total de todas las exportaciones de wolframio a Alemania y la expulsión de los agentes alemanes de Tánger. Franco le ignoró: es más, sabemos por Paul Preston que se entrevistó con el embajador alemán en Madrid, Hans Heinrich Dieckhoff, ý le dijo que temía que la victoria aliada supusiera su propia eliminación.
Así que el embajador Hayes presentó un ultimátum a
Gómez-Jordana el 3-1-1944 exigiendo que las exportaciones de wolframio a
Alemania cesaran inmediatamente, y, como no recibió respuesta satisfactoria,
los americanos suspendieron en febrero los suministros de petróleo. El embargo
petrolero durará cuatro meses, de marzo a julio de 1944, y afectó duramente al
suministro energético, a los precios… y a la alimentación de la población. En
el desfile de la Victoria del 1 de abril de 1944 no participaron tanques ni
vehículos acorazados. Por mucho que la prensa oficial atribuyera la falta de
combustible a supuestas presiones aliadas para suspender la neutralidad, y a
las maquinaciones del exilio republicano, lo cierto es que la dictadura tuvo
que claudicar firmando, el 29 de abril de 1944, un acuerdo tan repleto de
cesiones que el secretario del Foreign Office británico, Anthony Eden, pudo
declarar en la Cámara de los Comunes que Franco se había visto obligado a
aceptar prácticamente todas las exigencias que se le habían planteado:
reducción de las ventas de wolframio a Alemania, clausura del consultado alemán
en Tánger, retirada de los voluntarios españoles del frente ruso.
Se había cambiado en octubre de 1943 la postura
oficial de España ante el conflicto, abandonando la “no beligerancia” que regía
desde la derrota francesa (1940) y que hacía del país, como le escuché decir
tantas veces a Eduardo Martín de Pozuelo, “el cuarto miembro del Eje”. Pero el
regreso oficioso a una nueva neutralidad escondía que se seguía prestando apoyo
a los alemanes. Y eso nos hace pensar que, en realidad, lo que decidiría el
final de la solidaridad con los alemanes fue la progresiva liberación de
Francia, que cortó la comunicación terrestre con el Reich. Para demostrarlo,
Joan Maria Thomas da un dato importante: al acabar la guerra, en la embajada
alemana en Madrid se encontrarán en el sótano cientos de kilos de mineral que no
se habían podido enviar, lo que sugiere que el corte físico de la comunicación
tuvo más capacidad de interrupción que el cumplimiento español del protocolo
firmado. También continuaron, hasta el final de la guerra, los puestos de
observación alemanes, las estaciones de interceptación radiofónica y las
instalaciones de radar… De hecho, creo recordar que le leía a Bernat muniesa
que España fue el último país del mundo en cerrar la embajada nazi y arriar su
bandera con la cruz gamada. Es una de las muchas vergüenzas de nuestra historia
de difícil digestión, aunque el espectador de “La batalla desconocida” asistirá
también hacia el final del metraje a un interesante balance: el de quién ganó y
quién perdió con todas los tejemanejes y chanchullos del wolframio. No se
llevará una sorpresa.