Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 29 de julio de 2020

¡MENUDO ELEMENTO! UNA BATALLA EN ESPAÑA DECIDIÓ LA II GUERRA MUNDIAL (y 2)


En el post anterior dejé gigantescos cargamentos de wolframio marchando hacia Alemania al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Aunque pudiera parecer una inteligente estrategia para pagar la deuda de guerra acumulada por el apoyo de los nazis a Franco durante la guerra civil española, lo cierto es que en aquellas ventas pesaba mucho el carácter ideológico de la operación. Lo digo porque, si el único móvil hubiera sido económico, se hubiera constatado que era mucho más rentable vender a los aliados, que, a diferencia de los nazis, podían pagar en divisas. Vender a los nazis era, pues, una opción geopolítica, una preferencia, a pesar de que era mucho más difícil, porque el transporte del wolframio se hacía por mar y los aliados habían instalado una verdadera red de vigilancia e información en las rías gallegas que quería compensar el uso de los pesqueros como espías encubiertos que informaban a las “manadas de lobos” del Almirante Doenitz. Esa colaboración de la población gallega que el documental “La batalla desconocida” llega a definir como “fervor nazi en la zona”, favorecido por las islas de prosperidad y estraperlo que había impulsado la exportación de wolframio, era una demostración más de cómo esta España satelizada iba estrechando su alineamiento junto al Eje: las estaciones de ayuda a la navegación de submarinos, la División Azul, la red de espías nazis moviéndose impunemente por el país, o la ocupación de Tánger para permitir consulados del Eje absolutamente sobredimensionados y consagrados a espiar el estrecho, lo dejaban bien claro. Así que los aliados aumentaron la presión diplomática y consiguieron abrir una brecha en el gobierno que Franco había nombrado en 1942: contra el ministro de Exteriores, el general Gómez Jordana, un miembro de la vieja oligarquía (es conde de Jordana) dispuesto a contemporizar con los aliados, se sitúa Demetrio Carceller, ministro de industria y comercio, falangista y empresario, que desprecia el impacto diplomático de estos negocios que le llenan el bolsillo. Franco, como siempre diletante, usa el doble juego con dos ministros de signo opuesto para evitar plegarse a los aliados y continuar así el negocio.

Cuando en 1943 cambia el signo de la guerra, se precipita el último episodio de esta apasionante batalla diplomática. Será el momento en el que la batalla del wolframio se decida a favor de los aliados porque los alemanes vieron hundirse su capacidad de compra. Todo empezó con la reunión que se celebró el 20 de agosto de 1943 a petición urgente del embajador británico Hoare, quién plantó un ultimátum contra las remesas españolas de wolframio que salían hacia Alemania.  Desesperante en el uso de los tempos en política, Franco juega a desconcertar: el embajador confiesa por escrito que “los proyectiles que esperaba disparar sobre Franco en aquella reunión se ahogaron entre algodones”. Y eso sucedió porque, consciente de la importancia del negocio, el dictador trataba de evitar que acabara: aquellos ingresos extraordinarios le estaban permitiendo comprar oro –cuya procedencia inquietante sugiere el documental y callo ahora para evitar más spoilers- y acumular divisas. Ante el silencio de Franco, los americanos –que planean un gran desembarco en junio, y calculan que necesitan seis meses de defectuoso aprovisionamiento de wolframio por parte de los nazis para menguar su capacidad ofensiva- acaban con toda contemporización: no sólo exigen el cese del comercio, sino que imponen una fecha, enero de 1944, como límite, amenazando con el embargo al suministro de petróleo. Es una medida dura, así que se intenta justificar con una excusa: el “Incidente Laurel”: llamamos así a la grave crisis diplomática entre la dictadura y el gobierno americano desencadenada a finales de 1943 a causa del reconocimiento de facto del gobierno títere de José Paciano Laurel que los japoneses habían impuesto en Filipinas después de la ocupación del archipiélago. En Washington interpretaron el telegrama de felicitación enviado por Franco como un reconocimiento de facto y usaron aquella torpeza -cometida para congratularse con el Eje, sin reparar en la ofensa que representaba para los aliados-, para exigirle a Franco –en una entrevista que el embajador Carlton Yahes mantuvo con Gómez Jordana el 5-11-1943- el embargo total de todas las exportaciones de wolframio a Alemania y la expulsión de los agentes alemanes de Tánger. Franco le ignoró: es más, sabemos por Paul Preston que se entrevistó con el embajador alemán en Madrid, Hans Heinrich Dieckhoff, ý le dijo que temía que la victoria aliada supusiera su propia eliminación.

Así que el embajador Hayes presentó un ultimátum a Gómez-Jordana el 3-1-1944 exigiendo que las exportaciones de wolframio a Alemania cesaran inmediatamente, y, como no recibió respuesta satisfactoria, los americanos suspendieron en febrero los suministros de petróleo. El embargo petrolero durará cuatro meses, de marzo a julio de 1944, y afectó duramente al suministro energético, a los precios… y a la alimentación de la población. En el desfile de la Victoria del 1 de abril de 1944 no participaron tanques ni vehículos acorazados. Por mucho que la prensa oficial atribuyera la falta de combustible a supuestas presiones aliadas para suspender la neutralidad, y a las maquinaciones del exilio republicano, lo cierto es que la dictadura tuvo que claudicar firmando, el 29 de abril de 1944, un acuerdo tan repleto de cesiones que el secretario del Foreign Office británico, Anthony Eden, pudo declarar en la Cámara de los Comunes que Franco se había visto obligado a aceptar prácticamente todas las exigencias que se le habían planteado: reducción de las ventas de wolframio a Alemania, clausura del consultado alemán en Tánger, retirada de los voluntarios españoles del frente ruso.

Se había cambiado en octubre de 1943 la postura oficial de España ante el conflicto, abandonando la “no beligerancia” que regía desde la derrota francesa (1940) y que hacía del país, como le escuché decir tantas veces a Eduardo Martín de Pozuelo, “el cuarto miembro del Eje”. Pero el regreso oficioso a una nueva neutralidad escondía que se seguía prestando apoyo a los alemanes. Y eso nos hace pensar que, en realidad, lo que decidiría el final de la solidaridad con los alemanes fue la progresiva liberación de Francia, que cortó la comunicación terrestre con el Reich. Para demostrarlo, Joan Maria Thomas da un dato importante: al acabar la guerra, en la embajada alemana en Madrid se encontrarán en el sótano cientos de kilos de mineral que no se habían podido enviar, lo que sugiere que el corte físico de la comunicación tuvo más capacidad de interrupción que el cumplimiento español del protocolo firmado. También continuaron, hasta el final de la guerra, los puestos de observación alemanes, las estaciones de interceptación radiofónica y las instalaciones de radar… De hecho, creo recordar que le leía a Bernat muniesa que España fue el último país del mundo en cerrar la embajada nazi y arriar su bandera con la cruz gamada. Es una de las muchas vergüenzas de nuestra historia de difícil digestión, aunque el espectador de “La batalla desconocida” asistirá también hacia el final del metraje a un interesante balance: el de quién ganó y quién perdió con todas los tejemanejes y chanchullos del wolframio. No se llevará una sorpresa.


lunes, 27 de julio de 2020

EL ELEMENTO 74: UNA BATALLA EN ESPAÑA DECIDIÓ LA II GUERRA MUNDIAL (1)



Durante el confinamiento pude ver el documental de la gallega Paula Cons, “La batalla desconocida”, que emitió TVE y he podido repetir en Filmin. Indaga en un episodio poco conocido para el gran público: la batalla del wolframio que libraron los aliados y los nazis en España durante la Segunda Guerra Mundial. Puede parecer un tema secundario, pero este interesante trabajo parte de una idea provocadora: la lucha por conseguir este mineral fue la batalla económica más importante de la contienda. Para demostrarlo, ya al comienzo del documental, se recogen las declaraciones del embajador alemán de entonces, Hans Heinrich Dieckhoff, quien llegó a escribir que el wolframio era, para los alemanes, “como la sangre para el hombre”. 

Si, como se asegura esa tesis tan provocadora, en el Bierzo y en Galicia se decidió el desenlace de la guerra… ¿por qué apenas conocemos esa historia? Los especialistas que participan en el metraje -Eduardo Rolland, Joan Maria Thomas y Emilio Grandío, autores de los libros cuyas portadas incluyo en este post- reflexionan sobre la presencia del tema en los archivos. Pero en seguida se da la palabra a los técnicos que nos definen el wolframio como un metal con propiedades muy singulares, que conserva a una temperatura muy alta: tiene una densidad como la del oro, y el punto de fusión más elevado de toda la tabla periódica, lo que hace que no se deforme ante las altas temperaturas que provoca el impacto y la explosión de obuses y otros proyectiles. Eso explica que los panzer parecieran indestructibles ante los tanques Sherman de los americanos y que el wolframio se convirtiera en un bien tan preciado. E, indirectamente, que su creciente demanda generara en Galicia bolsas de prosperidad que atrajeron a empresas, inversores, recaudadores de impuestos, aventureros y contrabandistas. Las voces en primera persona que recuerdan el ambiente de aquel extraño “Far West” constituyen uno de los momentos más interesantes de “La batalla desconocida”, aunque las notas que tomé estuvieron más pendientes de la influencia de este episodio en el contexto global que se vivía: la II Guerra Mundial.

Para empezar, me pareció apasionante cómo empezó todo. Coincidiendo con el inicio de nuestra guerra civil, el III Reich había puesto en marcha el Plan Cuatrienal, un programa económico de largo alcance para proveerse de los recursos económicos necesarios para empujar la economía de guerra. Goering había encargado una campaña de exploración de yacimientos en España para encontrar minerales estratégicos, para la que había destacado a ingenieros de minas y geólogos de primer nivel. Esta operación, cuya denominación en clave hará sonreír al espectador que vea el documental, se mantuvo tan oculta a la opinión pública alemana como el apoyo que se prestó al bando franquista. Y es que cuando el golpe de julio de 1936 fracasó, dejando el país fragmentado en “dos Españas”, los golpistas buscaron desesperadamente ayuda para desbloquear la situación, y un tal Johannes Bernhardt, que apenas tenía contactos, se ofreció a mediar con la Alemania nazi. Ni él mismo podía soñar, en aquel momento, que acabaría convirtiéndose en el gran factótum del III Reich en España. ¿Cómo? Por pura casualidad. Este comerciante alemán asentado en Marruecos logró, contra todo pronóstico, entrevistarse con Hitler. Ian Kershaw y otros especialistas en la historia política del III Reich han descrito en los últimos años la caótica e impulsiva forma de gobernar, si es que se puede usar ese verbo en su caso, del dictador alemán. Costaba tanto que diese órdenes concretas como encontrar coherencia entre sus ataques de verborrea histérica y sus actuaciones posteriores. Apenas reunía al gobierno, por lo que había ministros que no le veían durante meses. Sin embargo, la misión que encabezaba Johannes Bernhardt tuvo mucha suerte, porque, pese a esa inaccesibilidad del líder todopoderoso, coincidió con él mientras el canciller asistía a una representación el 25-7-1936 de su ópera favorita, El anillo del nibelungo, en Bayreuth. La casualidad quiso que Bernhardt trabajara para el hermano de Hess, que éste llamara a Alfred Hess, que Hess pudiera forzar la reunión y que –como resultado de la ayuda pedida en ella- los golpistas españoles recibieran ayuda a crédito de material de primera calidad para hacer el puente aéreo entre África y Sevilla con el que trasladar a la península al ejército colonial. Ese mismo mes de julio se precipitó la creación de una sociedad ficticia, la HISMA, la Compañía Hispano Marroquí de Transportes, con la que se pretendía ocultar el suministro: nada más montar el tinglado ya se decidió que, como Franco no tenía divisas, la ayuda se pagaría en materias primas, con lo que quedaba institucionalizada la deuda de guerra. Por tanto, el beneficio que obtuvo la Alemania nazi de su participación en la guerra civil española fue más allá de ensayar con nuevas armas: la deuda de guerra, que se llega a valorar alrededor de unos 500 millones de marcos, unía el destino de España a los nazis. Podríamos decir que la satelizaba.

La historia da un vuelco cuando, en septiembre de 1939, los alemanes invaden Polonia. El estallido de la Segunda Guerra Mundial acelera el interés alemán por el elemento 74 de la tabla periódica: les urge para construir armamento. Y esa necesidad perentoria permitiría aliviar el hambre a la España de postguerra: en un contexto de privacidades, fueron muchos -fabricantes, estado y población cercana a las minas- los que vieron un suculento negocio en aquella demanda disparada que ponía en valor, como si de una especie de “fiebre del oro” se tratara, la riqueza mineral del territorio. Es entonces cuando estalla esa “batalla por el wolframio” entre los aliados y los nazis, por empresas interpuestas, a la que, por la dureza del enfrentamiento y la importancia del mineral para ambos contendientes, llamamos la batalla económica más importante de la guerra. Consistía en conseguir que los adversarios compraran más caro a costa de pagar más uno mismo por el wolframio, por lo que una lluvia de millones regó aquellas zonas mineras de Galicia a medida que el precio subía, desde las 8.000 pesetas por tonelada que se cobraron por el wolframio en 1939, hasta las 32.000 pesetas en 1941, y 260.000 pesetas en 1945.

El Consejo Ordenador de Minerales Especiales de Interés Militar advirtió la entrada masiva de divisas, y el estado se enriqueció cobrando tasas a la exportación y negociando facilidades para pagar la deuda de guerra.  Cuando en 1943 el wolframio representó el 28% de las exportaciones españolas, no sólo era un buen negocio para el erario público sino también para intermediarios, cargos públicos que trapicheaban y los más de ochenta mil trabajadores movilizados. ¿Quién se puso al frente de las compras, la gestión de las minas y el transporte a Alemania de todos esos productos? Johannes Bernhardt, que había convencido a Hitler para que ayudara a Franco en la guerra civil española. Este directivo de importantes empresas del conglomerado nazi, cercano a Göering, había ido estrechando su relación con Franco, que le condecoró con la cruz de Isabel la Católica y se enfrentaría a los aliados por protegerle: le haría español y evitaría su entrega, hasta que en 1952 se marchó a Argentina. Él era el hombre clave en SOFINDUS, la sociedad financiera industrial, agencia fundada en 1938 para acoger todas las empresas dedicadas a proteger los intereses económicos alemanes en España, especialmente la exportación de materias primeras valiosas, un holding de actividades distintas, de la agricultura a la minería, con empresas de nombres españoles pero capital de la ROWAK, y por tanto propiedad del ministerio de economía del III Reich. Convertirse en un satélite del Reich parecía muy rentable entonces, pero… ¿y si la guerra daba un giro?





miércoles, 15 de julio de 2020

EL MINISTERIO DEL TIEMPO: APRENDER UNA HISTORIA MEJOR (y 2)


Felipe III confirma el Tratado de Londres, en un episodio que presenta al duque de Lerma era belicista y la reina Margarita pacifista: ¡fue al revés! En el episodio 37 presentan ya anglicana a Isabel Tudor en 1558. Más que errores parecen simplificaciones que hagan inteligible la trama al espectador.


Decía en el post anterior que “El ministerio del tiempo” había cumplido con algo más que una tarea divulgadora de la Historia de España, que también contenía una nueva mirada historiográfica que pretendía superar la retórica peripatética del nacionalismo más casposo, y también los lamentos por el fracaso reiterado y la tragedia repetida que han caracterizado a la mirada más progresista. Es imposible mirar atrás y que no se te encoja el alma en un suspiro, y de hecho en la serie pasa: a menudo alguno de los protagonistas explicita que cada vez que pasa por una puerta del tiempo le parece encontrarse “el duelo a garrotazos de Goya año tras año, siglo tras siglo, en una guerra civil permanente”. Eso sugería Amelia en el capítulo 25 cuando le compraba al pintor su grabado “El sueño de la razón” y le veía reñir con las duquesas de Alba y Osuna, y –cansada de tanta miseria- le echara en cara que “así ha pasado siempre. Los inteligentes acaban divididos en mil luchas intestinas, los audaces frente al pelotón de fusilamiento, los íntegros en el exilio, y los inocentes en la miseria”. Esa tristeza flota en la serie como una especie de personaje fantasmagórico que reaparece muchas veces: ya en el capítulo 3 una Lola Mendieta madura, que aún parece malvada, lamenta la victoria francesa en 1812 porque permitió a Fernando VII anular la Pepa, matar al Empecinado y que “nuestros mejores” (refiriéndose a Goya o Jovellanos) se tuvieran que exiliar; a continuación se pregunta si vale la pena que el Ministerio se desangre –a veces explícitamente- para salvar esa Historia de dolor…

Por poco que uno conozca de la Historia del país resulta difícil no sentirse así de descorazonado. Pero me parece que la serie intenta superar esa tristeza peripatética con dos estrategias: revisando científicamente la historia, y rescatando del olvido a los personajes que nos robó la historiografía oficial para que generalotes y moralistas de medio pelo ocuparan su lugar. Por lo que respecta a la revisión científica no sólo he visto pequeñas explicaciones teóricas, como la que Amelia hace del romanticismo en el episodio sobre Bécquer. También se desnuda el discurso histórico de apriorismos nacionalistas: hay un ajuste de cuentas con Torquemada (4) y cierto reconocimiento de las víctimas de la inquisición. Ya en el capítulo 3 Amelia le desmiente a Alonso la expresión “imperio español”: Breda es una victoria de mercenarios, y Spínola era genovés. El capítulo dedicado a los “últimos de Filipinas” está más pendiente de las miserias del reclutamiento que de ninguna épica imperial (15). La misión en Yucatán (29) muestra muchas de lasmiserias de la conquista: de hecho, que el agente del ministerio en aquel tiempo sea Bernal Díez del Castillo ya es toda una declaración de intenciones. A Felipe II le ponen fino en el capítulo 21, donde se consagra la inquisición como instrumento del poder real. Y cuando unos radicales –los Hijos de Padilla- intentan atentar contra Alfonso XII durante el Consejo de Ministros que en 1881 celebró en la finca del Marqués de Comillas, cuyo pasado esclavista es el hilo conductor del episodio 27, se denuncia la Restauración como un régimen corrupto: “dos partidos se reparten el poder y enriquecen a cuatro empresarios”. También se traza un paralelismo entre los moriscos expulsados en 1609, que son “tan españoles como nosotros” (31), y los refugiados que llaman hoy a las puertas de Europa, y –en el episodio 9- se confecciona un retrato del Cid como mercenario.

Que Isabel la Católica grite "Yo soy la reina de Castilla, no mi esposo" es una lección sobre la época moderna, en la que se ambienta el 35% de las tramas de los episodios. Sólo un 11% de las tramas transcurría en la Edad Media; el 53% en la contemporánea

Que la serie encierra una mirada historiográfica, pues, parece obvio. Es cierto que evita algunos debates –la autoría del Lazarillo, por ejemplo, en el capítulo 6- pero a veces plantea que puede haber miradas distintas sobre el pasado: en el episodio 26 el talante de Godoy puede parecer tiránico, pero Amelia recuerda su papel en la protección de la ilustración. También se ejercen miradas historiográficas contradictorias cuando, en el capítulo 5 una misión para proteger el retorno del Guernica permite celebrar el Madrid de la movida, pero –cuando el objetivo es que Almodóvar conozca a Banderas (36)- el reencuentro de Pacino con aquellos años es una tragedia, porque a su antiguo amigo del instituto le diagnostican la plaga que puso fin terminó con la bohemia creativa. Queda claro así que los ochenta tuvieron dos caras, y que debemos evitar que la nostalgia empañe la mirada.

Los guionistas incluyen pues, también, una mirada comprometida con el presente: hay capítulos que denuncian la violencia de género (38), los desahucios o los recortes del estado del bienestar: Salvador Martí, cuando descubre a la empresa americana que trapichea viajando en el tiempo, afirma enfadado que “hay cosas que no se pueden privatizar, como la educación, la sanidad o los viajes por el tiempo”. Hay cierta normalización de la diversidad en la forma alegre y desprejuiciosa con la que Irene Larra vive su sexualidad, y también se procura empoderar a los personajes femeninos: no sólo porque Amelia es una agente inteligente y culta, y por eso dirigirá la mayor parte de operaciones de la patrulla. También porque los espectadores conocen a María Pita, y a las “Sin Sombrero” en un capítulo (18) en el que Irene se dice fascinada por Clara Campoamor, a la que, en un capítulo posterior con momento emotivo, puede agradecer su trabajo personalmente en el París de la Exposición Universal de 1937 a costa de perderse un “cameo” con Josephine Baker. Esa manera simbólica de saldar la deuda que tenemos con uno de los grandes personajes de nuestro pasado va en la línea también de la relación especial que Julián tiene con Federico: su abrazo al final del capítulo 8, y su reencuentro posterior, que hacen de Lorca un personaje simbólicamente inmanente sobre parte de la trama de la serie, simbolizan, a mi entender, la relectura de la historia de España que se pretende. Le debemos ese abrazo a Federico y ese agradecimiento a la Campoamor; dárselo en la serie no sólo es justicia poética, también constituye una oportunidad de reconciliarnos con esa historia tan ingrata de exilios, hogueras  y espirales de venganza. Yo mismo, cuando descubrí a Emilio Herreraen el capítulo 40 –mucho más que un pedazo de ingeniero- me quedé tan emocionado como enojado. ¿Por qué nos han robado esos personajes? ¿Quién se ha empeñado en callar sus voces? Y es que, como los protagonistas de “El ministerio del tiempo”, todos tenemos cadáveres en el armario que nos incomodan. España los tiene, y muchos. El mejor homenaje que se les puede hacer es contar su verdad, escribir sobre ellos, hacerle un hueco a sus gestas, conocerles, rescatarles de las cunetas de la Historia (y de las otras) y meterles a empujones en los libros. Agradecerles lo que hicieron contando su historia, recogiendo sus palabras o sus obras, en definitiva, darles vida.


¿Quiere decir todo eso que es una serie “de izquierdas”? No lo creo: que haya unas pocas secuencias en catalán y un guiño austracista (7) no la convierte en una serie independentista. De hecho, uno de los adversarios del Ministerio son los Hijos de Padilla, un grupúsculo revolucionario que coquetea con el terrorismo y a los que Amelia recuerda la cita de Sebastian Castellion “Matar a un home no es defender una doctrina, es matar a un hombre”. Los comunistas no salen bien parados (40), y una de las pocas polémicas historiográficas que ha generado la serie igualaba a los dos bandos de la guerra civil al recordar Lola Mendieta el bombardeo de Cabra (Córdoba) por tres Topolev soviéticos el 7-11-1938 como una “Guernica olvidada” (35). Si en algún momento la serie parece escorarse es porque quienes se manifiestan junto a una estatua de Don Pelayo o retiran bustos de Abderrahman III ocupan demasiados titulares: consumimos una historia de cartón piedra, y eso nos aleja de cualquier referente auténtico proveniente del pasado. Sólo una vez he escuchado a un político presentarnos la historia de España que deberíamos conocer: fue Pablo Iglesias, en el discurso que pronunció en el 2015 delante del Museo Reina Sofía, celebrando el resultado de las elecciones europeas que dieron protagonismo a su partido. Allí dijo que aquella noche se podía escuchar “la voz del pueblo de Madrid resistiendo al invasor, de Riego defendiendo espada en mano la constitución, de Torrijos desembarcando en Málaga, la voz de los demócratas de la Gloriosa, la voz de Joaquín Costa y la institución libre de enseñanza, la voz de Rosalía y la risa irónica de Valle Inclán, de las mujeres que lucharon por la extensión del sufragio y de los reformadores republicanos, de Clara Campoamor, de Victoria Kent, Margarita Nelken, Federica Montseny. Dolores Ibárruri (…) de Miguel Hernández, de Federico, de Machado y de Alberti. De los mineros asturianos, de Companys diciéndole a Madrid os habla vuestro hermano. De Durruti, de Largo Caballero, de Azaña y de Andreu Nin. Las voces políglotas de los voluntarios internacionales que por haber defendido nuestra patria serán españoles para siempre. De los que empuñaron las banderas de la libertad frente al terror. Las voces de los que lucharon contra la dictadura. De la clase obrera que ganó con huelgas sus derechos. Se escuchan voces en euskera, en catalán, en gallego (…) a Carlos Cano cantando a los emigrantes, las voces de Serrat, de Paco Ibáñez, de Rosa León, (…) de Manolo Vázquez Montalbán y de todos los que lucharon por un futuro mejor”.

Fueron muchos. Y muchas. Si les atiendes, de repente, todo parecer ser de otra manera. Dicen en “El ministerio” que “la historia es la que es”. Tienen razón. Pero si uno se atreve a meterse por cualquiera de sus puertas, encuentra una realidad muy distinta a la que cuatro machirulos borrachuzos nos presentan entre banderas.

Gracias, Clara Campoamor!
Irene Larra puede conocer en persona a uno de sus personajes favoritos de la Historia... y agradecerle su trabajo y su esfuerzo






domingo, 12 de julio de 2020

EL MINISTERIO DEL TIEMPO, APRENDER HISTORIA Y DIVERTIRSE (1)



Edu Soto caracterizado de Felipe IV... cuela!


Durante el confinamiento seguí el consejo de mi amigo Luis y me tragué sin parar las tres primeras temporadas de la serie “El ministerio del tiempo”, aprovechando que –entre mayo y junio- se iba a emitir la cuarta. Las aventuras de estos funcionarios –un enfermero actual, una universitaria de finales del XIX y un soldado de los tercios de Flandes- que,  al servicio de un imaginario ministerio secreto, se consagran a evitar cambios críticos en los acontecimientos del pasado, constituyen tramas de diversos géneros, mezclando la intriga, el costumbrismo y divertidos gags. La verdad es que tendré que agradecer que me hicieran fijarme en la serie, que en su día fue un fenómeno social que agitó las redes sociales, porque lo he pasado francamente bien viéndola. De hecho, fue un éxito de crítica y –aunque no arrasó en los audímetros- sí que logró una legión de fans –los “ministéricos”- que –tan activos en las redes como los trekkies, los losties o los whovians- inundaban Twitter de comentarios sobre los episodios. El impacto no acabó de gustar a los programadores televisivos del PP, que retrasaron el estreno de la tercera temporada en varias ocasiones, y fueron cambiándola de horario, a cada cual más peregrino, quién sabe si para desconectarla de sus seguidores. Y es que, aunque se trata de un producto comercial y fácil de digerir, tiene una cierta carga subversiva que podría explicar que algunos sectores de la derecha se incomodaran con ella.

Para empezar, no se puede cuestionar que –como producto mediático- “El ministerio del tiempo” ofrece una interesante labor divulgativa. Resulta casi imposible no contagiarse de una inquietante curiosidad cuando entras en la trama de un episodio. Quizá la mayoría de los espectadores pudieran calmarla con cuatro búsquedas precipitadas en la red, pero también los habrá que se habrán perdido entre libros para conocer qué trama de un episodio era real, y cual inventada. Los millones de espectadores que siguieron la serie aprendieron historia, o acabaron sospechando que la que les habían contado constituía un relato que –cuando menos- ofrecía dudas. ¿Quién no querría conocer los entresijos de la Operación Mincemeat (episodio 23), que quería despistar a los nazis ante el desembarco aliado en Sicilia (1943) sembrando Punta Umbría de pistas falsas, o espiar en el palacio de La Granja (41) mientras la esposa y el hermano de un agonizante Fernando VII rivalizan por la sucesión? ¿Quién no querría ver Lisboa con la Gran Armada a punto de partir (2), correr los sanfermines con Hemingway (19), asistir a la proyección de la Viridiana de Buñuel para los censores, o saber qué circunstancias convirtieron en un monstruo a Enriqueta Martí, la “Vampira del Raval”? ¿Quién no querría estar en el Hotel Pennsylvania de NYC en 1924 cuando Houdini se percató de que Joaquín Argamasilla, “el hombre con rayos X en los ojos”, era un impostor (14), o en la Residencia de Estudiantes durante una de las representaciones de Don Juan que dirigieron Buñuel y Lorca, con Dalí al fondo? ¿Quién no querría conocer de primera mano cómo fue el estreno de “Vértigo” de Hitchcokk en San Sebastián (22) o ver el Monasterio de Montserrat durante la visita de Himmler (3)?



¿Hay licencias? ¡Pues claro! ¡A montones! Sin ir más lejos, Lope y Cervantes compiten por conocer a Shakespeare en el capítulo 26 ¡Pero es que es ficción, un juego! Y las tramas no sólo quieren fidelizar al espectador a golpe de sonrisas: es que pretenden darle cierta informalidad a una Historia que hasta ahora se ha contado con una solemnidad tan falsa como patética. Por eso los discretos gags que contiene la serie me parecen tan ingeniosos, y me he reído con Julián pasándole consulta médica a Blas de Lezo (9), o con la cara a Menéndez Pidal cuando Charlon Heston le pregunta por los rifles del Cid (9). Cuando le describen las dolencias de Felipe V, Julián dice “¡Menudo cuadro!”: aunque la locura del primer Borbón se edulcora con los tópicos de la época (“El rey sufre de vapores melancólicos que le empañan el espíritu”), nadie le presenta como el “rey que refundó España y trajo la ilustración”. Aparecen las miserias que disimuló la Farnesio y, al final, se trata al personaje con cierta ternura socarrona: cuando el rey le confiesa que para ser feliz, lejos de necesitar un imperio, apenas quiere “una biblia y una mujer”, Julián añade “y un palacio de Versalles”, recordando su nostalgia por el trono de Francia. En ese sentido, hay episodios que constituyen un divertimento muy especial, como el que se desarrolla en la navidad que Napoleón pasó en Tordesillas encantado de conocer a la anciana abadesa del monasterio (12), o como el que presenta a Felipe IV jugando al “un, dos, tres”, en 1648… (36)


Sin embargo, la tarea divulgadora no me ha parecido la más importante de las que cumple la serie. Me atrevo a decir que presenta una línea interpretativa nueva de la Historia de España, que pretende superar las retóricas huecas con las que venía contándose. Basta con recordar la polémica inauguración de la estatua a Blas de Lezo en la Plaza Colón de Madrid, que simbolizaría el discurso al que me estoy refiriendo: ¿cómo es posible que ese acto galvanice el entusiasmo de una parte de la opinión pública, dispuesta a aplaudir la reivindicación de un militar dieciochesco que, por muy heroica que fuera su defensa de Cartagena de Indias contra los ingleses que la atacaban, estaba protegiendo las posesiones coloniales de un rey absolutista?¿De verdad nuestros referentes historiográficos deben defender imperios y gobiernos autoritarios? Pero es que mientras eso sucedía en la capital, una fundación privada en Catalunya se llevaba subvenciones públicas para investigar los supuestos orígenes catalanes de importantes figuras del pasado a las que –presuntamente- el malvado estado español había privado de identidad nacional. Ambas sandeces no sólo demuestran el éxito del populismo terraplanista de raíz trumpista a ambos lados del Ebro; también demuestran cómo ambas sociedades –presionadas desde altavoces mediáticos por nacionalistas de medio pelo repitiendo sórdidos discursos reaccionarios- fueron engañadas con falsas épicas historiográficas para beneficiar sucios intereses políticos de presente. Mientras esa basura discursiva lo inundaba todo –Franco salvó a España, o España es Mordor- el trabajo científico que se desarrollaba en la Academia apenas cundía, porque su capacidad productiva y el espacio mediático que ocupaba resultaba, en comparación, insignificante.

Entonces llegó “El ministerio del tiempo”, planteando un discurso historiográfico diferente. Cuando en el 2014 vi su primer episodio no me lo pareció; de hecho, el envío del comando recién reclutado para viajar a 1808 y salvar al Empecinado para que pudiera plantear la guerrilla contra los franceses me pareció –en aquel momento- más de lo mismo: unos planos de Garci y unas líneas de Pérez Reverte. Sin embargo, cuando Luis me sugirió dedicarle tiempo a la serie, encontré en ella un consuelo muy sutil, porque me pareció detectar una visión de la Historia parecida a la que intento tejer en clase. ¿A qué me refiero? ¿Cómo podría caracterizar ese discurso?

Para empezar atiende menos al lamento por el fracaso que a la búsqueda de la celebración. Es cierto que a menudo subyace una tristeza nostálgica por “lo que pudo ser y no fue”, que constituye el núcleo del paradigma de la izquierda historiográfica. Pero el encuentro, en cada puerta del tiempo que se abre, con personajes que volvieron a intentar una vez más la creación de un espacio político de convivencia en el que cupieran todos, permite a cualquier observador atento encontrar en el pasado rincones que merece la pena conocer, incluso celebrar. Y entonces descubre que, pese a los sucesivos exterminios programados por sus élites (1492, 1521, 1559, 1591, 1609, 1714, 1798, 1814, 1823, 1856, 1875, 1898, 1909, 1918, 1923, 1933, 1939, 1996…) siempre hubo quien, lejos de rendirse, volvió a intentarlo. Puede que los malos triunfaran siempre, pero los buenos sembraron nuevas esperanzas y volvieron a arriesgarse, legándonos un ejemplo de compromiso y valentía que sigue siendo válido hoy. Y aunque el podio de los más impresentables de nuestra historia esté tan disputado –con Franco, Fernando VII y Aznar pugnando por las primeras medallas- uno se maravilla ante el nivel de los que proponían alternativas.