Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 12 de julio de 2020

EL MINISTERIO DEL TIEMPO, APRENDER HISTORIA Y DIVERTIRSE (1)



Edu Soto caracterizado de Felipe IV... cuela!


Durante el confinamiento seguí el consejo de mi amigo Luis y me tragué sin parar las tres primeras temporadas de la serie “El ministerio del tiempo”, aprovechando que –entre mayo y junio- se iba a emitir la cuarta. Las aventuras de estos funcionarios –un enfermero actual, una universitaria de finales del XIX y un soldado de los tercios de Flandes- que,  al servicio de un imaginario ministerio secreto, se consagran a evitar cambios críticos en los acontecimientos del pasado, constituyen tramas de diversos géneros, mezclando la intriga, el costumbrismo y divertidos gags. La verdad es que tendré que agradecer que me hicieran fijarme en la serie, que en su día fue un fenómeno social que agitó las redes sociales, porque lo he pasado francamente bien viéndola. De hecho, fue un éxito de crítica y –aunque no arrasó en los audímetros- sí que logró una legión de fans –los “ministéricos”- que –tan activos en las redes como los trekkies, los losties o los whovians- inundaban Twitter de comentarios sobre los episodios. El impacto no acabó de gustar a los programadores televisivos del PP, que retrasaron el estreno de la tercera temporada en varias ocasiones, y fueron cambiándola de horario, a cada cual más peregrino, quién sabe si para desconectarla de sus seguidores. Y es que, aunque se trata de un producto comercial y fácil de digerir, tiene una cierta carga subversiva que podría explicar que algunos sectores de la derecha se incomodaran con ella.

Para empezar, no se puede cuestionar que –como producto mediático- “El ministerio del tiempo” ofrece una interesante labor divulgativa. Resulta casi imposible no contagiarse de una inquietante curiosidad cuando entras en la trama de un episodio. Quizá la mayoría de los espectadores pudieran calmarla con cuatro búsquedas precipitadas en la red, pero también los habrá que se habrán perdido entre libros para conocer qué trama de un episodio era real, y cual inventada. Los millones de espectadores que siguieron la serie aprendieron historia, o acabaron sospechando que la que les habían contado constituía un relato que –cuando menos- ofrecía dudas. ¿Quién no querría conocer los entresijos de la Operación Mincemeat (episodio 23), que quería despistar a los nazis ante el desembarco aliado en Sicilia (1943) sembrando Punta Umbría de pistas falsas, o espiar en el palacio de La Granja (41) mientras la esposa y el hermano de un agonizante Fernando VII rivalizan por la sucesión? ¿Quién no querría ver Lisboa con la Gran Armada a punto de partir (2), correr los sanfermines con Hemingway (19), asistir a la proyección de la Viridiana de Buñuel para los censores, o saber qué circunstancias convirtieron en un monstruo a Enriqueta Martí, la “Vampira del Raval”? ¿Quién no querría estar en el Hotel Pennsylvania de NYC en 1924 cuando Houdini se percató de que Joaquín Argamasilla, “el hombre con rayos X en los ojos”, era un impostor (14), o en la Residencia de Estudiantes durante una de las representaciones de Don Juan que dirigieron Buñuel y Lorca, con Dalí al fondo? ¿Quién no querría conocer de primera mano cómo fue el estreno de “Vértigo” de Hitchcokk en San Sebastián (22) o ver el Monasterio de Montserrat durante la visita de Himmler (3)?



¿Hay licencias? ¡Pues claro! ¡A montones! Sin ir más lejos, Lope y Cervantes compiten por conocer a Shakespeare en el capítulo 26 ¡Pero es que es ficción, un juego! Y las tramas no sólo quieren fidelizar al espectador a golpe de sonrisas: es que pretenden darle cierta informalidad a una Historia que hasta ahora se ha contado con una solemnidad tan falsa como patética. Por eso los discretos gags que contiene la serie me parecen tan ingeniosos, y me he reído con Julián pasándole consulta médica a Blas de Lezo (9), o con la cara a Menéndez Pidal cuando Charlon Heston le pregunta por los rifles del Cid (9). Cuando le describen las dolencias de Felipe V, Julián dice “¡Menudo cuadro!”: aunque la locura del primer Borbón se edulcora con los tópicos de la época (“El rey sufre de vapores melancólicos que le empañan el espíritu”), nadie le presenta como el “rey que refundó España y trajo la ilustración”. Aparecen las miserias que disimuló la Farnesio y, al final, se trata al personaje con cierta ternura socarrona: cuando el rey le confiesa que para ser feliz, lejos de necesitar un imperio, apenas quiere “una biblia y una mujer”, Julián añade “y un palacio de Versalles”, recordando su nostalgia por el trono de Francia. En ese sentido, hay episodios que constituyen un divertimento muy especial, como el que se desarrolla en la navidad que Napoleón pasó en Tordesillas encantado de conocer a la anciana abadesa del monasterio (12), o como el que presenta a Felipe IV jugando al “un, dos, tres”, en 1648… (36)


Sin embargo, la tarea divulgadora no me ha parecido la más importante de las que cumple la serie. Me atrevo a decir que presenta una línea interpretativa nueva de la Historia de España, que pretende superar las retóricas huecas con las que venía contándose. Basta con recordar la polémica inauguración de la estatua a Blas de Lezo en la Plaza Colón de Madrid, que simbolizaría el discurso al que me estoy refiriendo: ¿cómo es posible que ese acto galvanice el entusiasmo de una parte de la opinión pública, dispuesta a aplaudir la reivindicación de un militar dieciochesco que, por muy heroica que fuera su defensa de Cartagena de Indias contra los ingleses que la atacaban, estaba protegiendo las posesiones coloniales de un rey absolutista?¿De verdad nuestros referentes historiográficos deben defender imperios y gobiernos autoritarios? Pero es que mientras eso sucedía en la capital, una fundación privada en Catalunya se llevaba subvenciones públicas para investigar los supuestos orígenes catalanes de importantes figuras del pasado a las que –presuntamente- el malvado estado español había privado de identidad nacional. Ambas sandeces no sólo demuestran el éxito del populismo terraplanista de raíz trumpista a ambos lados del Ebro; también demuestran cómo ambas sociedades –presionadas desde altavoces mediáticos por nacionalistas de medio pelo repitiendo sórdidos discursos reaccionarios- fueron engañadas con falsas épicas historiográficas para beneficiar sucios intereses políticos de presente. Mientras esa basura discursiva lo inundaba todo –Franco salvó a España, o España es Mordor- el trabajo científico que se desarrollaba en la Academia apenas cundía, porque su capacidad productiva y el espacio mediático que ocupaba resultaba, en comparación, insignificante.

Entonces llegó “El ministerio del tiempo”, planteando un discurso historiográfico diferente. Cuando en el 2014 vi su primer episodio no me lo pareció; de hecho, el envío del comando recién reclutado para viajar a 1808 y salvar al Empecinado para que pudiera plantear la guerrilla contra los franceses me pareció –en aquel momento- más de lo mismo: unos planos de Garci y unas líneas de Pérez Reverte. Sin embargo, cuando Luis me sugirió dedicarle tiempo a la serie, encontré en ella un consuelo muy sutil, porque me pareció detectar una visión de la Historia parecida a la que intento tejer en clase. ¿A qué me refiero? ¿Cómo podría caracterizar ese discurso?

Para empezar atiende menos al lamento por el fracaso que a la búsqueda de la celebración. Es cierto que a menudo subyace una tristeza nostálgica por “lo que pudo ser y no fue”, que constituye el núcleo del paradigma de la izquierda historiográfica. Pero el encuentro, en cada puerta del tiempo que se abre, con personajes que volvieron a intentar una vez más la creación de un espacio político de convivencia en el que cupieran todos, permite a cualquier observador atento encontrar en el pasado rincones que merece la pena conocer, incluso celebrar. Y entonces descubre que, pese a los sucesivos exterminios programados por sus élites (1492, 1521, 1559, 1591, 1609, 1714, 1798, 1814, 1823, 1856, 1875, 1898, 1909, 1918, 1923, 1933, 1939, 1996…) siempre hubo quien, lejos de rendirse, volvió a intentarlo. Puede que los malos triunfaran siempre, pero los buenos sembraron nuevas esperanzas y volvieron a arriesgarse, legándonos un ejemplo de compromiso y valentía que sigue siendo válido hoy. Y aunque el podio de los más impresentables de nuestra historia esté tan disputado –con Franco, Fernando VII y Aznar pugnando por las primeras medallas- uno se maravilla ante el nivel de los que proponían alternativas.

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