Durante el
confinamiento seguí el consejo de mi amigo Luis y me tragué sin parar las tres
primeras temporadas de la serie “El ministerio del tiempo”, aprovechando que
–entre mayo y junio- se iba a emitir la cuarta. Las aventuras de estos
funcionarios –un enfermero actual, una universitaria de finales del XIX y un
soldado de los tercios de Flandes- que, al servicio de un imaginario ministerio
secreto, se consagran a evitar cambios críticos en los acontecimientos del
pasado, constituyen tramas de diversos géneros, mezclando la intriga, el costumbrismo
y divertidos gags. La verdad es que tendré que agradecer que me hicieran
fijarme en la serie, que en su día fue un fenómeno social que agitó las redes
sociales, porque lo he pasado francamente bien viéndola. De hecho, fue un éxito
de crítica y –aunque no arrasó en los audímetros- sí que logró una legión de fans
–los “ministéricos”- que –tan activos en las redes como los trekkies, los
losties o los whovians- inundaban Twitter de comentarios sobre los episodios. El
impacto no acabó de gustar a los programadores televisivos del PP, que
retrasaron el estreno de la tercera temporada en varias ocasiones, y fueron
cambiándola de horario, a cada cual más peregrino, quién sabe si para
desconectarla de sus seguidores. Y es que, aunque se trata de un producto
comercial y fácil de digerir, tiene una cierta carga subversiva que podría
explicar que algunos sectores de la derecha se incomodaran con ella.
Para empezar, no se
puede cuestionar que –como producto mediático- “El ministerio del tiempo”
ofrece una interesante labor divulgativa. Resulta casi imposible no contagiarse
de una inquietante curiosidad cuando entras en la trama de un episodio. Quizá la
mayoría de los espectadores pudieran calmarla con cuatro búsquedas precipitadas
en la red, pero también los habrá que se habrán perdido entre libros para
conocer qué trama de un episodio era real, y cual inventada. Los millones de
espectadores que siguieron la serie aprendieron historia, o acabaron
sospechando que la que les habían contado constituía un relato que –cuando
menos- ofrecía dudas. ¿Quién no querría conocer los entresijos de la Operación
Mincemeat (episodio 23), que quería despistar a los nazis ante el desembarco
aliado en Sicilia (1943) sembrando Punta Umbría de pistas falsas, o espiar en
el palacio de La Granja (41) mientras la esposa y el hermano de un agonizante
Fernando VII rivalizan por la sucesión? ¿Quién no querría ver Lisboa con la
Gran Armada a punto de partir (2), correr los sanfermines con Hemingway (19),
asistir a la proyección de la Viridiana de Buñuel para los censores, o saber qué circunstancias convirtieron en un monstruo a Enriqueta Martí, la “Vampira del Raval”? ¿Quién
no querría estar en el Hotel Pennsylvania de NYC en 1924 cuando Houdini se
percató de que Joaquín Argamasilla, “el hombre con rayos X en los ojos”, era un
impostor (14), o en la Residencia de Estudiantes durante una de las representaciones de
Don Juan que dirigieron Buñuel y Lorca, con Dalí al fondo? ¿Quién no querría conocer
de primera mano cómo fue el estreno de “Vértigo” de Hitchcokk en San Sebastián
(22) o ver el Monasterio de Montserrat durante la visita de Himmler (3)?
¿Hay licencias?
¡Pues claro! ¡A montones! Sin ir más lejos, Lope y Cervantes compiten por
conocer a Shakespeare en el capítulo 26 ¡Pero es que es ficción, un juego! Y las tramas
no sólo quieren fidelizar al espectador a golpe de sonrisas: es que pretenden
darle cierta informalidad a una Historia que hasta ahora se ha contado con una
solemnidad tan falsa como patética. Por eso los discretos gags que contiene la
serie me parecen tan ingeniosos, y me he reído con Julián pasándole consulta
médica a Blas de Lezo (9), o con la cara a Menéndez Pidal cuando Charlon
Heston le pregunta por los rifles del Cid (9). Cuando le describen las
dolencias de Felipe V, Julián dice “¡Menudo cuadro!”: aunque la locura del
primer Borbón se edulcora con los tópicos de la época (“El rey sufre de vapores
melancólicos que le empañan el espíritu”), nadie le presenta como el “rey que refundó
España y trajo la ilustración”. Aparecen las miserias que disimuló la Farnesio
y, al final, se trata al personaje con cierta ternura socarrona: cuando el rey
le confiesa que para ser feliz, lejos de necesitar un imperio, apenas quiere
“una biblia y una mujer”, Julián añade “y un palacio de Versalles”, recordando
su nostalgia por el trono de Francia. En ese sentido, hay episodios que
constituyen un divertimento muy especial, como el que se desarrolla en la
navidad que Napoleón pasó en Tordesillas encantado de conocer a la anciana
abadesa del monasterio (12), o como el que presenta a Felipe IV jugando al “un,
dos, tres”, en 1648… (36)
Sin embargo, la
tarea divulgadora no me ha parecido la más importante de las que cumple la
serie. Me atrevo a decir que presenta una línea interpretativa nueva de la
Historia de España, que pretende superar las retóricas huecas con las que venía
contándose. Basta con recordar la polémica inauguración de la estatua a Blas de Lezo en la Plaza Colón de Madrid, que simbolizaría el discurso al
que me estoy refiriendo: ¿cómo es posible que ese acto galvanice el entusiasmo
de una parte de la opinión pública, dispuesta a aplaudir la reivindicación de
un militar dieciochesco que, por muy heroica que fuera su defensa de Cartagena
de Indias contra los ingleses que la atacaban, estaba protegiendo las
posesiones coloniales de un rey absolutista?¿De verdad nuestros referentes historiográficos
deben defender imperios y gobiernos autoritarios? Pero es que mientras eso
sucedía en la capital, una fundación privada en Catalunya se llevaba
subvenciones públicas para investigar los supuestos orígenes catalanes de
importantes figuras del pasado a las que –presuntamente- el malvado estado
español había privado de identidad nacional. Ambas sandeces no sólo demuestran el
éxito del populismo terraplanista de raíz trumpista a ambos lados del Ebro;
también demuestran cómo ambas sociedades –presionadas desde altavoces
mediáticos por nacionalistas de medio pelo repitiendo sórdidos discursos
reaccionarios- fueron engañadas con falsas épicas historiográficas para
beneficiar sucios intereses políticos de presente. Mientras esa basura
discursiva lo inundaba todo –Franco salvó a España, o España es Mordor- el
trabajo científico que se desarrollaba en la Academia apenas cundía, porque su
capacidad productiva y el espacio mediático que ocupaba resultaba, en
comparación, insignificante.
Entonces llegó “El
ministerio del tiempo”, planteando un discurso historiográfico diferente.
Cuando en el 2014 vi su primer episodio no me lo pareció; de hecho, el envío
del comando recién reclutado para viajar a 1808 y salvar al Empecinado para que
pudiera plantear la guerrilla contra los franceses me pareció –en aquel
momento- más de lo mismo: unos planos de Garci y unas líneas de Pérez Reverte.
Sin embargo, cuando Luis me sugirió dedicarle tiempo a la serie, encontré en
ella un consuelo muy sutil, porque me pareció detectar una visión de la Historia parecida a la que intento tejer en clase. ¿A qué me
refiero? ¿Cómo podría caracterizar ese discurso?
Para empezar
atiende menos al lamento por el fracaso que a la búsqueda de la celebración. Es
cierto que a menudo subyace una tristeza nostálgica por “lo que pudo ser y no
fue”, que constituye el núcleo del paradigma de la izquierda historiográfica.
Pero el encuentro, en cada puerta del tiempo que se abre, con personajes que
volvieron a intentar una vez más la creación de un espacio político de
convivencia en el que cupieran todos, permite a cualquier observador atento
encontrar en el pasado rincones que merece la pena conocer, incluso celebrar. Y
entonces descubre que, pese a los sucesivos exterminios programados por sus
élites (1492, 1521, 1559, 1591, 1609, 1714, 1798, 1814, 1823, 1856, 1875, 1898, 1909,
1918, 1923, 1933, 1939, 1996…) siempre hubo quien, lejos de rendirse, volvió a
intentarlo. Puede que los malos triunfaran siempre, pero los buenos sembraron
nuevas esperanzas y volvieron a arriesgarse, legándonos un ejemplo de
compromiso y valentía que sigue siendo válido hoy. Y aunque el podio de los
más impresentables de nuestra historia esté tan disputado –con Franco, Fernando
VII y Aznar pugnando por las primeras medallas- uno se maravilla ante el nivel
de los que proponían alternativas.
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