Ronald E. Powaski dedicó la introducción de su libro “La Guerra Fría: USA y URSS 1917-1991” (1998) a las teorías con que se han explicado los orígenes de este conflicto. Según él, si en un primer momento se decía que los intentos de Stalin por extender el comunismo por Europa y el Lejano Oriente hacían de la URSS la principal culpable, en tanto obligó a los americanos a reaccionar intentando contenerla, una escuela revisionista contestó en los años 70 y 80 que, en realidad, fueron los americanos quienes exageraron la amenaza que la URSS podía representar y reaccionaron desproporcionadamente. Powaski recordaba el diferente coste que tuvo la Segunda Guerra Mundial para ambas super-potencias: mientras los americanos, cuyo territorio principal no había sido atacado, sufrieron unas 400.000 bajas, el coste pagado por los soviéticos fue mucho mayor: en 1945 la URSS había perdido “20 millones de ciudadanos, 15 grandes ciudades, 6 millones de edificios, 31.000 empresas industriales, 65.000 Km. de vía férrea, 90.000 kilómetros de carreteras y miles de puentes, pozos petrolíferos, granjas y ganado”. Por eso la escuela revisionista se preguntó ¿Quién iba a iniciar así, y con qué, el proyecto de dominación universal que le suponían los americanos? Incluso algunos investigadores, más radicales, creían que fueron los soviéticos quienes reaccionaron contra la agresiva actitud con la que los Estados Unidos querían garantizarse el acceso a los mercados y recursos del mundo aplastando cualquier oposición que cuestionara ese interés. Según esa teoría, Truman inventaría el mito de una URSS hostil para lograr el apoyo ciudadano a una nueva estrategia intervencionista cuyo objeto era hacer del mundo un lugar seguro para el capitalismo.
Si
las tesis conspiranoicas que responsabilizaban exclusivamente a la
URSS de la Guerra Fría quedaron reservadas para la propaganda y se
fue imponiendo la “teoría del agua y el aceite” (socialismo y
capitalismo no pueden compartir el vaso), en los años 90 la tesis de
la incompatibilidad de sistemas dejó paso a una visión más o menos
consensuada sobre las causas del conflicto. La Guerra Fría había
terminado, y -aunque los voceros del “fin de la historia” hacían leña del árbol caído adjudicándole todas las culpas habidas y por haber-, del debate historiográfico nacía una
tercera tendencia, la post-revisionista. Especialmente atenta a las
actuaciones de ambas super-potencias capaces de provocar reacciones
hostiles en el otro, esta escuela concluyó que, del mismo modo que
los dirigentes americanos tenían una visión demoníaca del carácter
perverso de la URSS e intentaron contestarla con una actitud rígida,
los soviéticos encuadraban la política americana en los más
rígidos moldes del petrificado marxismo oficial, según el cual el
móvil imperialista/económico inducía a los americanos a la dureza.
Visto así, resulta absurda la discusión sobre quién empezó la
Guerra Fría, porque -atendiendo a las mutuas desconfianzas y a las
falsas percepciones- el conflicto puede definirse como resultado de
una dialéctica que no tiene culpables, el corazón de cuya lógica
se encuentra en lo que Francisco Veiga, Enrique U. Da Cal y Ángel
Duarte llamaron “el síndrome de 1941” en La paz simulada. Una
historia de la Guerra Fría 1941-1991 (1998): ese año, tanto los
EUA como la URSS entraron en una guerra que hasta ese momento
consideraban europea, ajena a sus intereses, porque fueron atacados
por los japoneses (en el caso americano) y los alemanes (en el caso
soviético). Cuando en 1945 llegó la victoria se manifestó el
trauma del “efecto sorpresa” de ambos ataques: el miedo a otro
ataque de ese tipo, y la evidencia de que -en el páramo que
constituía el mundo de posguerra- sólo podía llevarlo a cabo el
otro actor omnipresente, generó un miedo irracional y una actitud
agresiva que conducirá a ambas potencias a erigir un sistema
defensivo destinado a prevenir otra sorpresa igual, otro ataque a
traición. El Informe Jdanov y el Telegrama Kenan, que teorizaron las
políticas para romper el presumido cerco capitalista, o contener la
revolución mundial, se entienden en ese clima.
Sin
embargo, la desconfianza y el miedo venían de antes, tal y como sugería Powaski en el título del libro al que me refería al comenzar este post: la primera semana de julio
asistí a un curso, dedicado a los orígenes y el presente del estado
del bienestar, en el que las conferencias dedicadas al contexto
histórico describían el ambiente de posguerra; y cuando analizaba
la correlación de fuerzas existente en 1945, Martí Marín sugería
que -además de soportar estoicamente el mayor peso de la guerra
contra los nazis- los soviéticos asistieron a los retrasos con los
que se abordó la apertura del “segundo frente” que Stalin había
pedido a Churchill en julio de 1941, y que no se abrió
definitivamente hasta mayo de 1944, casi tres años después, con el
desembarco de Normandía. Pensé en ese momento que a los
occidentales de pronto les vinieron las prisas, al ver que los
soviéticos, en su contraataque después de detener a los nazis en
Stalingrado, podían tomar Berlín; quién sabe si Lisboa, debieron
pensar. Y por eso, de prisa y corriendo, al comprobar que la
resistencia del Eje en el norte de Italia les impediría llegar a
Berlín antes que los rusos, organizaron ese aquelarre suicida que,
pese al éxito final, constituyó el matadero de Normandía. Martí
Marín afirmaba que la destrucción sufrida por la URSS hace casi
imposible empujar ningún proyecto de dominación universal, y que el
motor de su actitud no era el sueño de la revolución mundial, sino
la búsqueda de una garantía defensiva. Pero, ¿tenían motivos para
desconfiar de su aliado?
Otra de las estupendas conferencias incluidas en el curso “Dictadura, democracia y estado del bienestar” para analizar el contexto que puso en marcha el estado asistencial fue la que pronunció Víctor Gavin. El profesor de la UB afirmaba que los proyectos occidentales para la postguerra habían sido definidos por Churchill y Roosevelt en la Bahía de Terranova el 14 de agosto de 1941. El documento surgido de esa reunión, la Carta del Atlántico (14-8-1941), establece que el mundo debe organizarse en torno a dos principios: libre mercado y, consecuentemente, derecho a la autodeterminación de los pueblos. Digo consecuentemente para precisar qué sentido quisieron darle los norteamericanos, porque realmente se prestaba a interpretaciones: de hecho, donde Churchill entendía que las referencias a la liberación afectaban a los territorios ocupados por los nazis, Roosevelt pensaba en la libertad de las colonias, porque aquellos territorios africanos y asiáticos sometidos al comercio exclusivo con su metrópoli constituían para los liberales una auténtica aberración que debía dejar paso al libre comercio. ¿No fue Sartre quien dijo que cuando dos hombres se entienden es que ha habido un malentendido? Pues más grave que el mal entendido fue el hecho de que ambos principios eran incompatibles con la Unión Soviética, quien -además de temer por su seguridad y querer rodearse de un “cinturón defensivo” que evitara un tercer ataque occidental después de los de 1914, 1918 y 1941- pretendía organizarse con un modelo de economía planificada. Y en la búsqueda de su seguridad precisamente utilizó uno de los acuerdos de Yalta, la Declaración de la Europa Liberada, según la cual quien expulsaba a los nazis de un territorio se arrogaba el derecho a tutelar el territorio mientras no tuviera un gobierno propio. En virtud de ese acuerdo, ambas unos y otros se dedicaron a expandir el sistema propio: los soviéticos, concretamente, se dedicaron a “sovietizar” la Europa del Este recuperada.
Churchill
se dio cuenta de lo que ocurría y -en la famosa conferencia
pronunciada en Fulton- advirtió que había caído un “telón de
acero” (1946). Víctor Gavin advirtió que, aunque las tesis de
Churchill figuran en todos los manuales, ignoramos el artículo con
el que Stalin contestó en Pravda a la denuncia pronunciada por el
político inglés. Decía que garantizar la seguridad de la URSS
implicaba controlar su frontera occidental -por donde habían venido
en 1918 y 1941 sendas cruzadas anticomunistas- y que,
para hacerlo, era lógico desear que, en aquellos estados
fronterizos, hubiera gobiernos leales.
No
he respondido a la pregunta que me hacía más arriba sobre si los
soviéticos tenían motivos para pensar eso, más allá de comprobar
cómo en los territorios liberados se procedía a excluir a los
comunistas del poder, por mucho prestigio que pudieran tener como
luchadores antifascistas. Josep Fontana, en su último
libro, relaciona los recelos soviéticos con hechos concretos: en
abril y mayo de 1945, cuando los británicos y norteamericanos
negociaban en Suiza la rendición del ejército alemán en Italia,
excluyeron a los soviéticos de las conversaciones, “lo que
temieron que pudiera ser un anticipo de una paz por separado con la
Alemania nazi”. Esos miedos, según Fontana, tenían fundamento,
“por cuanto sabemos que Hitler conocía y apoyaba estas
negociaciones de sus generales en Italia, con la esperanza de que
podrían conducir a una división entre los aliados”. En un dossier
sobre la Europa en ruinas de 1945 que recientemente se ha incluido en
“La aventura de la Historia”, Álvaro Lozano pone un ejemplo
concreto: “Patton pensaba que Alemania estaba llamada a ser un
estado tapón frente a la amenaza soviética y que la política de
desnazificación no sólo era nefasta, sino que implicaba también
utilizar métodos de la Gestapo para debilitar a un aliado en
potencia. Cuando un alarmado Eisenhower decidió que se interviniera
su línea telefónica, descubrió que Patton planeaba simular una
serie de incidentes para poder declarar la guerra a la Unión
Soviética”. Vamos, que al saberse que estaba dispuesto a marchar
contra la URSS con tropas de las SS si era necesario, fue destituido
de manera fulminante.
Pero
por si la demostración de testosterona concentrada que supuso el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki no es suficiente
para demostrar que la URSS no constituía ninguna amenaza, y no lo
haría hasta que se produjera el empate atómico en 1949, podemos
recurrir a algunas fuentes concretas que demuestran que esa evidencia
estaba sobre la mesa de los poderosos. Con una de esas fuentes acabó
su charla Martí Marín. Se trata de un fragmento de un mensaje que
Frank Roberts, agregado de negocios británico en Moscú, enviaba al
Foreign Office en 1946: “Aunque la Rusia de los soviets pretende
extender su influencia por todos los medios a su alcance, la
revolución a escala mundial ya no forma parte de su programa y no
existe ningún elemento en la situación de la URSS que pueda
promover el retorno a las antiguas tradiciones revolucionarias”.
Las mutuas sospechas y desconfianzas caldearían las relaciones entre
los vencedores en 1945, pero la larga cadena de malentendidos no fue
una iniciativa comunista. Lo que les separó en 1945 fue lo mismo que
les había separado en 1917, aquello que les había mantenido
alejados y que sólo disimularon para enfrentarse conjunta y
excepcionalmente a un enemigo común entre 1941 y 1945. Vencido ese
enemigo, la rivalidad resucitaba. Y es que el arma principal de los
contendientes en la Guerra Fría no fue jamás ninguna de las
sofisticadas piezas del arsenal atómico: lo que realmente asustaba a
cada uno de los dos rivales -decía Víctor Gavin (UB)- es que el
adversario contaba con un sistema alternativo.
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