Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
sábado, 2 de agosto de 2008
THE GOLDEN AGE: LA SOLTERONA AMENAZADA
Guillermo I de Orange (1533-1584), al que llamaron “el Taciturno” por su renuencia a decir lo que pensaba, falleció en un atentado perpetrado en sus estancias palaciegas por Baltasar Gérard en 1584, copia de otro frustrado dos años antes también con una pistola de llave de rueda. Se trataba de un artículo de moda, cuyas ornamentaciones lujosas lucía ostentosamente la nobleza más snob, pero también de un arma mortífera que podía viajar oculta para acercarse al objetivo, y una vez en el escenario del crimen sacarse con una mano y disparar de un solo movimiento.
El atroz final del príncipe Guillermo el Taciturno. El primer asesinato de un jefe de estado a punta de pistola, señala las consecuencias que tuvo para la evolución política del continente aquel magnicidio. El libro de Lisa Jardine, catedrática de estudios renacentistas en el Queen Mary College de la Universidad de Londres y miembro del Patronato del Victoria & Albert Museum, contiene curiosos anacronismos –“ciudadano alemán”, “emperador español”- pero también un arriesgado paralelismo entre el impacto que el asesinato de Guillermo de Orange tuvo sobre la Europa de su tiempo, y el que tuvo para Occidente el ataque a las torres gemelas de NYC en septiembre del 2001.
Afirmar que “morir de un balazo de una pistola oculta fue un temor tan presente entre los príncipes de la Europa del siglo XVI como lo ha acabado siendo para el siglo XXI la pesadilla global del atacante suicida armado con explosivos o sustancias tóxicas” puede parecer a simple vista una comparación forzada, por mucho que se encuentren similitudes entre los fanáticos religiosos de entonces y los de hoy. Pero el objetivo del libro no es tanto comparar protagonistas como consecuencias.
Cuando la noticia del asesinato de Orange llegó a Londres, la decisión que la reina Isabel había evitado durante casi veinte años se precipitó. Concluir si los neerlandeses eran rebeldes a su rey ungido por Dios o luchadores por la libertad religiosa no era fácil para Isabel, puesto que violar una soberanía regia ajena podía al día siguiente legitimar similares conspiraciones contra ella misma. Ese escrúpulo, más que la conciencia, la hacía dudar al firmar la sentencia de muerte de María Estuardo.
La muerte de Guillermo hacía vulnerables Holanda y Zelanda ante las tropas católicas, y las convertía en inminente baluarte para una futura invasión. Con argumentos como ése la facción belicista de la corte intentaba persuadir a la reina para que se involucrara en Flandes con la causa protestante. El favorito y antaño pretendiente de Isabel I, Robert Dudley, conde de Leicester, se hacía pintar con pistola, símbolo de la potencia, el valor y la destreza marcial que según su facción le faltaban a la reina; el arma se convertía así en símbolo de los círculos cortesanos descontentos con la política isabelina de evitar la confrontación militar con Felipe II, demasiado cara y de imprevisible desenlace.
Esa facción belicista inventó (o publicitó) toda una serie de complots que pretendían causar alarma, mediante panfletos cargados de espeluznantes detalles y sórdidas especulaciones curiosamente parecidas a las que llenaron la prensa amarilla tras los ataques del 11 de septiembre de 2001 sobre los avisos de inteligencia desoídos o los errores de seguridad de los aeropuertos. El alarmismo que desencadenaron en el Londres isabelino todos aquellos panfletos no sólo hizo girar la política isabelina hacia el belicismo enviando a Leicester a los Países Bajos. También mantuvo al lector inglés “sometido a un régimen cuyas medidas represivas y faltas de libertades civiles eran en teoría la reacción responsable a las omnipresentes amenazas que les rodeaban por todas partes”. El asesinato de Orange agudizó en Inglaterra un clima cercano al pánico, a pesar de que la situación inglesa no recordaba la realidad de Francia o los Países Bajos: ni había guerra civil ni rebelión en marcha ni fuerza de ocupación. Lisa Jardine no dice que el pánico fuera totalmente injustificado, sino que permitió a los ministros que controlaban la seguridad de la reina endurecer el control político de la población inglesa con vigilancia, arrestos e interrogatorios, en aras de la “seguridad”. Denuncia Lisa Jardine que cuando impera el miedo, la tiranía se sufre con resignación si se dice que es “en interés de la seguridad”.
¡Algunas semejanzas con algunos presentes son espeluznantes! Y sin embargo, el análisis es más que una provocación. A mi me facilitó las claves para entender la secuela de la película Elizabeth. Aunque la supera en medios técnicos y espectacularidad barroca, The Golden Age convierte El triunfo de la voluntad en un inocente episodio de los Teletubbies. La resistencia inglesa ante la amenaza oscurantista que se cierne desde el otro lado del canal es idealizada hasta tal punto que llegan a poner en boca de la reina un “Sólo puedo prometer”. Le faltaron cuarenta kilos más, un puro y un bombín, para que el ingenioso guionista le hiciera añadir después “sangre, sudor y lágrimas”. Y se hubiera quedado más ancho que Pancho.
Un panfleto paranoide
La Armada es retratada como un megalómano sueño de ambición mundial para que 1588 sea comparable a 1940: subyace una apelación al nazismo en la escena inverosímil en la que una multitud enfervorizada aclama al rey al pie de un edifico que quiere recordar El Escorial. Jordi Mollá es un absurdo Felipe II sobre el que no parece haberse documentado y al que interpreta como a un esperpento retorcido entre sombras: pudiendo optar por un tirano malvado y sofisticado, o un fantasma huidizo y espectral, han preferido mostrarle como un payaso enfermizo. Como en toda buena superproducción, el malo luce unos defectos físicos que le distinguen del bueno, que tiene tableta, bíceps y un esmalte que parece lavado con detergente.
Las concesiones al lenguaje cinematográfico, que precisa de un final apoteósico, obligan a que Francis Drake en solitario hunda la Armada. Nada que ver con los hechos históricos: aunque los corsarios la hostigaron frecuentemente, el ataque de Drake el 7 de agosto de 1588 inflingió más daño psicológico que material, porque sólo hundió un buque. La Armada se reagrupó y siguió navegando casi intacta hasta que, bordeando las islas para evitar molestias piráticas y desembarcos suicidas, tuvo que enfrentarse a unas tormentas de las de agárrate y no te menees que hicieron naufragar 21 buques. ¿Por qué esta demagogia historiográfica se aparta tanto del cuidadoso rigor de la primera parte de la saga?. El libro sobre las consecuencias en Inglaterra del asesinato de Orange en Flandes me ha hecho entender que, al disculpar a la protagonista de toda tiranía, al olvidar cualquier ataque inglés previo contra la monarquía hispánica (como se olvidan los previos, continuos y seculares ataques occidentales sobre el mundo árabe), se está forzando al espectador a aceptar que, ante la ambición demoníaca del enemigo (llámese Felipe u Ossama), cualquier sacrificio y cualquier defensa son legítimos. ¡Esa es la clave!
En la película los fanáticos católicos son suicidas sin cinturones de bombas a los que Walshingam, obsesionado por la seguridad de la reina, se ve obligado a torturar. No recuerdo una escena cinematográfica de torturas en la que el recurso a la violencia para extraer información no sea retratado como una barbaridad salvaje. En cambio, las torturas isabelinas de The Golden Age no vienen cargadas de dramatismo, sordidez o suciedad, sino de poesía visual. Su objetivo es consagrar una violencia legítima, merecida, el medio inevitable para salvar a la reina, cuyo corazón inestable permite identificarse al espectador. Entonces, desde su butaca, acepta los medios en base a la presunta maldad intrínseca de los asesinos fallidos, convirtiendo así al torturador en el bueno, al torturado en malvado y aquí paz y después gloria. ¡Guantánamo, escuchas telefónicas y asesinatos preventivos quedan justificados sin apenas darnos cuenta!
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