Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 18 de septiembre de 2011

ALEJANDRO (2): UN ENCUENTRO CON PREJUICIOS















Desconozco si las entidades que patrocinaban la exposición sobre Alejandro Magno que durante unos meses se alojó en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid pensaban que lo que ha sucedido estos últimos años en Irak es un “encuentro con Oriente”. En cualquier caso, ese era el leit motiv de un evento de gran formato y promoción grandilocuente que se ha dedicado a la expedición asiática del rey de Macedonia. La muestra contaba con audiovisuales muy didácticos y piezas de excepción, que merecía la pena ver y que el elegante diseño del recinto celebraba. No creo, sin embargo, que el discurso expositivo permitiera celebrar ningún “encuentro”, puesto que flojeaba al describir el mundo persa, y no se justificaba la importancia del fortín de Kugasol, uno de los fuertes construidos en el 328 a.C. cuya excavación ha corrido a cargo de la Fundación Curt-Engelhorn y el Departamento de Eurasia del Instituto Arqueológico Alemán. Supongo que para publicitar ese éxito arqueológico se intentaba demostrar el impacto del helenismo en Asia Central sirviéndose de UNA bañera de factura macedónica hallada en mitad de aquellos desiertos. No sé pronunciarme sobre la importancia del hallazgo, aunque desconfío de que ningún encuentro se pueda rastrear de forma unidireccional, sin apuntar sobre el impacto –a la inversa- de Oriente en los expedicionarios. La historiografía, cuando lo ha buscado, apenas ha advertido sobre la tentación despótica ante la que presumiblemente sucumbió Alejandro al exigir la postración de sus súbditos. Nuestros prejuicios apenas nos permiten ver una continuidad entre los tiranos de entonces (Darío III) y los de hoy (Saddam, Ahmanideyah). Vamos, que de Oriente no viene nada bueno.



Me hago cargo de que estos grandes eventos persiguen más la rentabilidad que la verosimilitud, pero me parece que también la comercialización del producto cultural –su merchandising- tiene que estar a la altura. También entiendo que la salida de una exposición concebida como espectáculo conduzca obligatoriamente al visitante a través de la tienda, a ver si le arranca unas perrillas. Afortunadamente, visité la muestra en un horario poco frecuentado y me ahorré las nubes de niños lloriqueándoles a sus padres en la tienda por una espada de plástico. Lo que ya me pareció más sorprendente fue qué libros se ofrecía a los visitantes. No había ningún clásico, ningún referente académico. Estaban, eso sí, la saga de novelas de Manfredi, y unas memorias de Bucéfalo: en el mundo de la postmodernidad los caballos tienen derecho a su punto de vista. Sin embargo, el más esperpéntico era el ensayo de un doctor en empresariales que se servía de Alejandro para explicar técnicas de liderazgo y dirección de equipos comerciales. ¡Hay momentos en los que la España del PP me parecería cómica si no fuera porque es siniestra!



Alejandro es un personaje apasionante sobre el que se viene discutiendo desde la misma antigüedad y una exposición que se promociona como divulgativa apenas ofrece 3 libros menores en los expositores de su tienda. La cosa me parece especialmente grave porque la bibliografía se ha actualizado recientemente: la discusión sobre si Alejandro fue un héroe homérico que alumbró un mundo nuevo extendiendo la civilización con sus conquistas (Hammon, 2004; Lane Fox, 2007), o si era un ambicioso pragmático y sin escrúpulos al que el éxito militar acabó convirtiendo en un déspota desequilibrado (Bosworth, 2005; Cartledge, 2008), está más viva que nunca. Pero los organizadores de la macro-exposición la ventilan con un solo ensayo que apenas permite imaginarnos al rey cruzando el Helesponto con camisa blanca, corbata azul y un elegante traje de Emidio Ducci. Alejandro, parecen querer decir, es uno de los nuestros.



Menos irrisorio es, sin embargo, que una exposición que pretende dar una visión divulgativa y genérica de Alejandro, a volapié, sin profundidad, descuide un aspecto importante del crucigrama alejandrino. Mary Renault, en su biografía de Alejandro, escribió que el rey de Macedonia respondió incondicionalmente al precepto, tan aristotélico como misógino, que –considerando a la mujer una forma imperfecta del hombre- exaltaba las relaciones vitales entre compañeros. La autora de “El muchacho persa” concluía que “apenas se sustentan las teorías que sostienen que (Hefasteion) fue un mero compañero de cama o un amigo íntimo apreciado por su devoción absoluta”. Aunque ningún testimonio incontestable confirme plenamente que fueron amantes, los indicios son avasalladores. La anécdota de la confusión de la madre de Darío III, que presentó sus respetos a Hefasteion por error, y a quien Alejandro tranquilizó diciendo “No te preocupes, madre, él también es Alejandro”, es sólo una guinda. Nadie con rigor académico niega esa cara de Alejandro: y para muestra, recuerdo un artículo de Borja Antela que pretende “aproximarse a las fuentes antiguas para revelar en qué medida el conquistador habría vivido sus relaciones de carácter íntimo con otros hombres”.

El texto analiza la corte macedónica a la búsqueda de rastros del sistema de cortejo a los muchachos. El investigador de la UAB parte del supuesto de que la helenización del entorno de Filipo que demuestran el gusto por el teatro, la filosofía o la lengua, también pudo adaptar el modelo pederástico de relaciones sexuales entre la elite macedónica. Y, efectivamente, encuentra en las fuentes –Diodoro y Justino, concretamente- la descripción de los acontecimientos que envolvieron la muerte del rey. Parece ser que su amante Pausanias, se quiso vengar de una afrenta sexual recibida de un cortesano llamado Átalo, que el rey había dejado impune porque –aunque vio que se le quería insultar por medio de un subordinado interpuesto- necesitaba la alianza con la nobleza. Lo que para nosotros es una anécdota morbosa (que no para Filipo y Pausanias, que se dejaron la piel en la conjura) sirve para comprobar que en la corte macedónica había encuentros entre hombres. Y Alejandro se formó en ese contexto…



Ya en su tiempo aparecen referencias a su afecto desmedido por Hefestión, en cuyos muslos, se dice, en clara referencia al sexo intercrutal, encontró Alejandro su única derrota. Hefestion representa a Patroclo en la emulación de Aquiles que el rey publicita para definir su agresión a Persia como si se tratara de una nueva guerra de Troya. Es más: cuando Plutarco analiza el autocontrol (o su ausencia), para mostrar las virtudes de Alejandro, se sirve del episodio en que el conquistador se encuentra con el harén de Darío. Y celebra que no sucumbiera a su belleza –pese a que las mujeres persas eran “un tormento para los ojos” (Plut., Alex, 21.10)- añadiendo que tal estoicidad no se debía a su debilidad por los muchachos. Para Antela, hoy, aquel respeto –en un tiempo en que la victoria sobre el enemigo se proclamaba también con la posesión de sus mujeres- se lee como “un alegato respetuoso hacia los vencidos, en su deseo de integrarlos”. Plutarco también entiende que el autocontrol alejandrino se manifiesta al no abusar de la autoridad que le confiere la victoria. Pero en cualquier caso la anécdota sirve para demostrarnos que los comportamientos sexuales de la aristocracia macedonia superaban las limitaciones que los griegos imponían a las relaciones sexuales entre hombres, permitiendo que se extendieran hasta la edad adulta, lo que en Atenas constituía motivo de infamia y vergüenza. Otro especialista en Antigüedad clásica, Francisco Javier Gómez Espelosín, escribe en “La leyenda de Alejandro Magno: mito, historiografía y propaganda” –una síntesis exquisita publicada en 2007 por la Universidad de Alcalá de Henares- que parece incuestionable que, “en una sociedad dominada por varones, cuyas elites compartían desde niños años de entrenamiento, juegos y pasatiempos, y en la que las mujeres desempeñaban sólo el papel de meras trasmisoras de la sucesión o de piezas utilizables en la política de alianzas, se desarrollaran todo tipo de sentimientos afectivos entre los miembros masculinos de la aristocracia macedonia”. No se trata de idealizar esas relaciones, como hizo Klaus Mann en su novela sobre Alejandro, pero me parece grave silenciarlas. Porque, como dice Borja Antela, “ocultar cualquiera de las realidades transmitidas sobre su persona por las fuentes, u obviar comportamientos en virtud de la moral de nuestra época, supone aproximarnos erróneamente a su figura, ya por sí bastante compleja como para añadir dificultades adicionales”.

sábado, 17 de septiembre de 2011

CAPOTE (2): NUDOS EN LA GARGANTA Y CÓMODAS PESADILLAS




Como historiador me ha gustado mucho más “Capote” que Infamous, porque da más cancha al contexto social y económico, y encierra una sutil interpretación de una época. En el post anterior intenté argumentar que “Infamous” me parece una película de emociones, en la que el tiempo histórico es apenas el escenario que acompaña la historia que se quiere contar. El contexto importa mucho menos que los intensos, aunque contenidos, sentimientos de sus protagonistas. En cambio, “Capote” apenas se detiene en especular sobre la ambigua actuación de Truman. Sí se aprecia también cómo “A sangre fría” acabó con sus nervios, le consumió como escritor y le sumió en el alcoholismo. Sin embargo, el metraje de la película que le dio un Oscar a Philip Seymour Hoffman (2005) se centra más en describir una justicia tan inclemente como sórdida, y, de fondo, la sociedad a la que protege.

La versión de Bennett Miller tiene un aroma de cine negro, gracias a una fotografía en gama de oscuros/mates que cumple un objetivo historiográfico: la elegante prosperidad de la elite imperial apenas aparenta una grisácea felicidad mediocremente aburguesada. En tanto Capote forma parte de ella, el personaje se nos presenta excéntrico, ególatra, alcohólico, una reinona en las fiestas de sociedad, descritas –entre atmósferas cargadas por el humo del tabaco, y las miradas perdidas que se lleva el wisky- de forma algo sórdida.



La película no es una mera crónica de un crimen espantoso. Una familia decente es asaltada por unos estrafalarios asesinos porque –aunque ellos mismos no lo sabían- representaban el sueño americano: su apariencia de cómoda prosperidad les convirtió en objetivos de quienes –excluidos de ese sueño- envidiaban desde el pozo, con actitud desarraigada, aparentemente invisibles, la porción de prosperidad de la que estaban excluidos. La reconstrucción de los últimos días de la familia que Capote construye en la novela, sirviéndose de las declaraciones de los últimos testimonios que les vieron vivos, permite imaginar al padre de familia como un ferviente cristiano de la América profunda. La película no describe esa rigidez algo farisaica, pero se sirve de cierta rudeza visual para proyectar esos valores a una forma de matar –cumpliendo el “ojo por ojo”, a sangre fría- impulsada por una sociedad entregada a sus apacibles logros.

Hay también algunas referencias explícitas en ese sentido: se nos dice que el inspector de policía no puede leer “Desayuno con diamantes” porque está prohibida en la biblioteca del pueblo. Así se nos advierte del provincianismo de la escena del delito, de las resistencias a la modernidad de una parte de la sociedad americana dispuesta a la venganza contra quien cuestiona el orden social: los primeros abogados sugieren a los todavía presuntos asesinos que renuncien a sus derechos para intentar congraciarse con el juez. En ningún momento Capote verbaliza estar en contra de esa renuncia a un juicio justo, una mera apuesta por la clemencia, una versión de la justicia que apenas persigue una ejemplarizante y sórdida venganza. Pero se explicita que les ayuda a encontrar nuevos abogados, y en su descripción del camino de Perry Smith hacia la horca se intuye que la pena de muerte justificada es tan despiadada como la siniestra comisión del crimen.



La gama de colores apagados no es la única manera de hacernos reparar en una sociedad tan gris como próspera: el escritor protagonista llega a afirmar, hablando de su proyecto, que “existen dos mundos en este país: el de la vida tranquila y conservadora, y el de estos hombres. Y esos dos mundos se encontraron aquella noche”. Una afirmación que en ningún momento pretende justificar la violencia criminal de los desahuciados contra quienes cuentan con un cálido hogar, pero que invita a leer más allá de la pátina de prosperidad que parece impregnarlo todo. En su sistemática investigación, Capote llega a conocer el contexto en el que Perry creció: una familia que, eufemísticamente, podríamos llamar desestructurada y que hará posible la mutua identificación entre el asesino y el periodista. Ese entendimiento no se hace aquí en términos de deseo contenido, como en Infamous. El Capote amanerado se identifica con el Perry que cojea porque comparten también una infancia difícil, sin afecto, con maltratos y abandonos, en la que el arte es un refugio. Ese origen común con destinos distintos –el éxito, la cárcel- es lo que le hace decir “tú saliste por la puerta de atrás y yo por la de delante de la misma casa". Esa comparación con el otro es más que una reflexión sobre la suerte o el destino. No sólo se quiere decir que cada uno podría haber sido el otro, sino que el éxito de uno es la excepción, el milagro, para quien viene de la pobreza y está determinado por ella.

No hay una reflexión explícita sobre la madre cherokee de Perry y sus problemas con el alcoholismo y la depresión, pero la exclusión racial se advierte en la escena con el alcalde de la prisión, en la que –con una discreta perla- se proyectan sombras sobre la corrupción de un sistema –judicial, carcelario- que consagra la exclusión social. La propia trama escenifica esa dualidad social y el conflicto latente que vivían los Estados Unidos: por un lado, los monstruosos asesinos, grotescamente malvados, que no manifiestan arrepentimiento. Por otro, los entrañables miembros de la familia asesinada: todos parecen ser queridos y respetados en su entorno social, lo que hace más repulsiva aún la desalmada actuación de sus asesinos. Visto así el objetivo de Capote –devolver aquel chico triste y tímido que ha encontrado allí donde esperaba encontrar a un monstruo, “al reino de la humanidad”, como él mismo dice- es algo más que nadar contra corriente. Es visibilizar la pobreza norteamericana y mostrar la polarización social.



En 1962, Mike Harrington publicó “The Other América: poverty in the United States”. La crítica a la sociedad de la opulencia que contenía era también una denuncia de las políticas de Eisenhower, en cuya presidencia se sitúa la película.
El ensayo reclamaba la actuación del gobierno federal en una lucha contra la pobreza que la presidencia Johnson materializó con educación preescolar para niños pobres, capacitación vocacional para jóvenes sin estudios, empleos de servicio comunitario para jóvenes de barrios bajos. La lucha por los derechos civiles de la población negra se inscribe en esa misma área de actuación contra el diagnóstico de Harrington, que no sólo cifraba de manera espantosa la presencia de una masa invisible de población al borde de la miseria en la nación más próspera del mundo: también describía el círculo vicioso que encadena a los pobres a la desgracia. Él mismo autor explicaba que, habiendo sido detenido en una manifestación por los derechos civiles, pudo comprobar que el trullo estaba lleno de pobres. Porque la pobreza les abocaba al crimen, porque no disponían de dinero para fianzas ni abogados. Cuando les describe esperando “su proceso con impasibilidad, con una especie de aceptación pasiva” porque “aguardaban lo peor, y probablemente eso fue lo que obtuvieron”, es difícil no pensar en el Perry que describe Capote. Abocado a la carretera, a la soledad, a los hoteluchos, a trampear para sobrevivir, a pasear por el lado oscuro. Mientras tanto, las cifras de crecimiento macroeconómico de los Estados Unidos eran espectaculares y cobraban vida cotidiana en el automóvil, la televisión, la nevera, la lavadora. Aquella sociedad tan ostentosa como aburrida, que nadaba en la abundancia, cada vez más homogénea gracias a la producción en serie y la publicidad era –como decía Henry Millar- “una pesadilla con aire acondicionado”. Y no sólo para un novelista de bragueta fácil, para un mariquita con sueños de escritor, para un cherokee cojo. Lo era para muchos millones de personas más.