Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

sábado, 17 de septiembre de 2011

CAPOTE (2): NUDOS EN LA GARGANTA Y CÓMODAS PESADILLAS




Como historiador me ha gustado mucho más “Capote” que Infamous, porque da más cancha al contexto social y económico, y encierra una sutil interpretación de una época. En el post anterior intenté argumentar que “Infamous” me parece una película de emociones, en la que el tiempo histórico es apenas el escenario que acompaña la historia que se quiere contar. El contexto importa mucho menos que los intensos, aunque contenidos, sentimientos de sus protagonistas. En cambio, “Capote” apenas se detiene en especular sobre la ambigua actuación de Truman. Sí se aprecia también cómo “A sangre fría” acabó con sus nervios, le consumió como escritor y le sumió en el alcoholismo. Sin embargo, el metraje de la película que le dio un Oscar a Philip Seymour Hoffman (2005) se centra más en describir una justicia tan inclemente como sórdida, y, de fondo, la sociedad a la que protege.

La versión de Bennett Miller tiene un aroma de cine negro, gracias a una fotografía en gama de oscuros/mates que cumple un objetivo historiográfico: la elegante prosperidad de la elite imperial apenas aparenta una grisácea felicidad mediocremente aburguesada. En tanto Capote forma parte de ella, el personaje se nos presenta excéntrico, ególatra, alcohólico, una reinona en las fiestas de sociedad, descritas –entre atmósferas cargadas por el humo del tabaco, y las miradas perdidas que se lleva el wisky- de forma algo sórdida.



La película no es una mera crónica de un crimen espantoso. Una familia decente es asaltada por unos estrafalarios asesinos porque –aunque ellos mismos no lo sabían- representaban el sueño americano: su apariencia de cómoda prosperidad les convirtió en objetivos de quienes –excluidos de ese sueño- envidiaban desde el pozo, con actitud desarraigada, aparentemente invisibles, la porción de prosperidad de la que estaban excluidos. La reconstrucción de los últimos días de la familia que Capote construye en la novela, sirviéndose de las declaraciones de los últimos testimonios que les vieron vivos, permite imaginar al padre de familia como un ferviente cristiano de la América profunda. La película no describe esa rigidez algo farisaica, pero se sirve de cierta rudeza visual para proyectar esos valores a una forma de matar –cumpliendo el “ojo por ojo”, a sangre fría- impulsada por una sociedad entregada a sus apacibles logros.

Hay también algunas referencias explícitas en ese sentido: se nos dice que el inspector de policía no puede leer “Desayuno con diamantes” porque está prohibida en la biblioteca del pueblo. Así se nos advierte del provincianismo de la escena del delito, de las resistencias a la modernidad de una parte de la sociedad americana dispuesta a la venganza contra quien cuestiona el orden social: los primeros abogados sugieren a los todavía presuntos asesinos que renuncien a sus derechos para intentar congraciarse con el juez. En ningún momento Capote verbaliza estar en contra de esa renuncia a un juicio justo, una mera apuesta por la clemencia, una versión de la justicia que apenas persigue una ejemplarizante y sórdida venganza. Pero se explicita que les ayuda a encontrar nuevos abogados, y en su descripción del camino de Perry Smith hacia la horca se intuye que la pena de muerte justificada es tan despiadada como la siniestra comisión del crimen.



La gama de colores apagados no es la única manera de hacernos reparar en una sociedad tan gris como próspera: el escritor protagonista llega a afirmar, hablando de su proyecto, que “existen dos mundos en este país: el de la vida tranquila y conservadora, y el de estos hombres. Y esos dos mundos se encontraron aquella noche”. Una afirmación que en ningún momento pretende justificar la violencia criminal de los desahuciados contra quienes cuentan con un cálido hogar, pero que invita a leer más allá de la pátina de prosperidad que parece impregnarlo todo. En su sistemática investigación, Capote llega a conocer el contexto en el que Perry creció: una familia que, eufemísticamente, podríamos llamar desestructurada y que hará posible la mutua identificación entre el asesino y el periodista. Ese entendimiento no se hace aquí en términos de deseo contenido, como en Infamous. El Capote amanerado se identifica con el Perry que cojea porque comparten también una infancia difícil, sin afecto, con maltratos y abandonos, en la que el arte es un refugio. Ese origen común con destinos distintos –el éxito, la cárcel- es lo que le hace decir “tú saliste por la puerta de atrás y yo por la de delante de la misma casa". Esa comparación con el otro es más que una reflexión sobre la suerte o el destino. No sólo se quiere decir que cada uno podría haber sido el otro, sino que el éxito de uno es la excepción, el milagro, para quien viene de la pobreza y está determinado por ella.

No hay una reflexión explícita sobre la madre cherokee de Perry y sus problemas con el alcoholismo y la depresión, pero la exclusión racial se advierte en la escena con el alcalde de la prisión, en la que –con una discreta perla- se proyectan sombras sobre la corrupción de un sistema –judicial, carcelario- que consagra la exclusión social. La propia trama escenifica esa dualidad social y el conflicto latente que vivían los Estados Unidos: por un lado, los monstruosos asesinos, grotescamente malvados, que no manifiestan arrepentimiento. Por otro, los entrañables miembros de la familia asesinada: todos parecen ser queridos y respetados en su entorno social, lo que hace más repulsiva aún la desalmada actuación de sus asesinos. Visto así el objetivo de Capote –devolver aquel chico triste y tímido que ha encontrado allí donde esperaba encontrar a un monstruo, “al reino de la humanidad”, como él mismo dice- es algo más que nadar contra corriente. Es visibilizar la pobreza norteamericana y mostrar la polarización social.



En 1962, Mike Harrington publicó “The Other América: poverty in the United States”. La crítica a la sociedad de la opulencia que contenía era también una denuncia de las políticas de Eisenhower, en cuya presidencia se sitúa la película.
El ensayo reclamaba la actuación del gobierno federal en una lucha contra la pobreza que la presidencia Johnson materializó con educación preescolar para niños pobres, capacitación vocacional para jóvenes sin estudios, empleos de servicio comunitario para jóvenes de barrios bajos. La lucha por los derechos civiles de la población negra se inscribe en esa misma área de actuación contra el diagnóstico de Harrington, que no sólo cifraba de manera espantosa la presencia de una masa invisible de población al borde de la miseria en la nación más próspera del mundo: también describía el círculo vicioso que encadena a los pobres a la desgracia. Él mismo autor explicaba que, habiendo sido detenido en una manifestación por los derechos civiles, pudo comprobar que el trullo estaba lleno de pobres. Porque la pobreza les abocaba al crimen, porque no disponían de dinero para fianzas ni abogados. Cuando les describe esperando “su proceso con impasibilidad, con una especie de aceptación pasiva” porque “aguardaban lo peor, y probablemente eso fue lo que obtuvieron”, es difícil no pensar en el Perry que describe Capote. Abocado a la carretera, a la soledad, a los hoteluchos, a trampear para sobrevivir, a pasear por el lado oscuro. Mientras tanto, las cifras de crecimiento macroeconómico de los Estados Unidos eran espectaculares y cobraban vida cotidiana en el automóvil, la televisión, la nevera, la lavadora. Aquella sociedad tan ostentosa como aburrida, que nadaba en la abundancia, cada vez más homogénea gracias a la producción en serie y la publicidad era –como decía Henry Millar- “una pesadilla con aire acondicionado”. Y no sólo para un novelista de bragueta fácil, para un mariquita con sueños de escritor, para un cherokee cojo. Lo era para muchos millones de personas más.

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