Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
jueves, 28 de abril de 2011
CAYO: LAS RAZONES DE LA LOCURA
Una excelente reseña reciente que Laura Devenat ha publicado en el boletín de Fent Història me ha despertado la (durmiente) curiosidad por lo que Ludwig Quidde llamó, a finales del siglo XIX, “delirio cesáreo”. En aquellos tiempos de apoteosis científica y mentalidad positivista, el triunfo de la medicina y la psiquiatría le permitió describir el fenómeno como un delirio paranoico, agudizado hasta la autodeificación, que desprecia toda barrera legal y los derechos de los demás, sirviéndose de una crueldad sin objeto ni sentido. El catedrático de Historia Antigua en la universidad de Friburgo Aloys Winterling nos cuenta, en su biografía sobre Calígula, que cuando Quidde matizó que “la posición de poder suministraba la posibilidad de que esas predisposiciones llegaran a un grado de desarrollo ilimitado, en otras circunstancias apenas posible”, se ganó tres meses de cárcel porque susceptibles funcionarios imperiales debieron leer entre líneas que se refería al káiser Guillermo. El caso es que la obra superó las 30 ediciones y ha triunfado en el imaginario occidental hasta constituir un prejuicio que una lectura atenta de las fuentes parece cuestionar. ¿Qué tiene de cierta aquella locura?
Para entenderla, hay que empezar por reconocer el contexto político en el que crece Cayo. Ya la muerte de César había demostrado que la aristocracia contestaría toda forma de poder personal excusándose en la presunta tiranía que la apartaba del control rotativo, compartido o colegial, del poder. Temiendo esos discursos libertarios, Octavio revistió su triunfo en las guerras civiles de restablecimiento formal de la antigua república. Siempre evitó manifestar la posición de poder conseguida: se comportaba como un senador normal, cultivaba relaciones de amistad con otros aristócratas como si fueran sus iguales, evitaba aparecer en público con grandes comitivas. Esa renuncia a los honores respondía a una estrategia deliberada, a fin de asegurarse la aceptación de su singular posición, que la aristocracia soportaba expectante por las dádivas imperiales (beneficia) que el contacto personal pudiera proporcionarles.
Tiberio fue más allá en la escenificación de la restauración republicana: dice Winterling que "no intentó, como Augusto, tapar la paradoja de que se diese un régimen autocrático como el suyo y persistiesen las instituciones republicanas mediante una comunicación de doble fondo, es decir, al fin y al cabo no sincera”, sino que dejaba que el senado le asesorase, como si fuera, igual que en tiempos de la república, el centro de poder del imperio romano. Esa mayor participación en el poder despertó las viejas rivalidades entre facciones nobiliarias. Pero con un agravante: al empeñarse Tiberio en librarse de la carga que representaban todos esos contactos a los que tanto tiempo había tenido que dedicar su antecesor, limitó la posibilidad de que una comunicación personal con el emperador se tradujera en cargos y prebendas. Expectantes, y alejados de la fuente de dádivas por el aislamiento de Tiberio, los aristócratas se sirvieron de un nuevo procedimiento de eliminación de rivales: las intrigas y denuncias recíprocas, inculpaciones que querían despertar la atención de un emperador poco accesible, al tiempo que servían para desembarazarse de rivales personales y ganar–a costa del condenado- el aumento de patrimonio con el que se premiaría su fidelidad. No sirvió de mucho: harto de aduladores e intrigantes, Tiberio se retiró a Capri (27) hasta su muerte (37).
Sejano -en la foto junto al Tiberio de "Yo, Claudio"- se ganó su confianza asumiendo los riesgos (y el trabajo) que significaba dispensar la gracia y atender a los pedigüeños en Roma. Mientras, Calígula fue llamado a Capri. Sin embargo, su inclusión en el séquito imperial no sólo le realzaba como posible sucesor: nuestro autor dice que en realidad era un rehén, que en tanto depositario del prestigio de su padre sirvió para reforzar la posición de Tiberio. ¿Cómo? La simpatía que el último hijo de Germánico despertaba pasaba a legitimar su agonizante reinado, y al mismo tiempo –manteniéndole en Capri- impedía que otros le instrumentalizaran para opositar. Tiberio no sabía a quien metía en casa, porque todas las versiones sugieren alguna intervención de Calígula, más o menos directa, en su muerte.
La frágil relación entre el poder imperial y el senatorial explica que Calígula empezara imitando el principado de Augusto. Sin embargo, todo se torció en el 39. No sabemos exactamente qué ocurrió: la fuentes apenas muestran coros de quejas plebeyas en los espectáculos, unos juicios por corruptelas a unos curatores viarum que habían gastado para otros fines el presupuesto recibido para el acondicionamiento vial, y un discurso imperial tras el que los senadores le agradecieron la clemencia y le premiaron con una entrada triunfal “como si hubiera vencido a algunos enemigos” (Dión Casio, Historia Romana, LIX, 16, 10)
El discurso no tiene desperdicio. Calígula, dolido, les reprende por sus críticas a Tiberio –“si era realmente un ser tan malvado no deberíais haberle colmado con tantos honores”- y anunciaba la reanudación de los procesos de lesa majestad. Cayo demostraba conocer el significado de la adulación hipócrita con la que el senado trataba al emperador, revelando que los senadores escondían su verdadera intención de destruir el poder imperial. No sólo está criticando a los senadores, que, como dice Winterling, no necesitaban ser informados sobre su propio comportamiento; lo peor era que el reproche les incapacitaba para seguir comunicándose en el futuro, y que Calígula estaba renunciando al esfuerzo que le costaba el reconocimiento aristocrático. Cayo había anunciado pues el fin del principado. Al comprobar que los senadores siguieron envileciéndose adulándole, él usó la nueva situación para humillar a la aristocracia y ridiculizarla. Ese es el sentido del nombramiento de Incinato, tan dócil ante su amo desde su pesebre de marfil y su establo de mármol como los senadores. Una burla que, al tiempo que pretende recordarles el poder del emperador de hacer cónsul a quienquiera, sirve para deshonrar a la nobilitas.
Lo que se avecinaba con ese comportamiento parecía ser una nueva monarquía de inspiración oriental que se serviría de libertos como personal de gobierno, excluyendo a los senadores, y que se legitimaría con el boato que correspondía a su presunta filiación divina. Para demostrar la subordinación del senado respecto al poder imperial, y por tanto su incapacidad de otorgarle ningún honor, Calígula se organizó un triunfo él solito lejos de Roma. Ese es el sentido de la travesía triunfal en el golfo de Baia, un puente de barcas de carga, ancladas en dos hileras y unidas entre sí hasta alcanzar 5 km, sobre las que esparció tierra en la superficie como si fuera una vía pavimentada, y cruzó ceremonial y artificiosamente. Suetonio interpreta un triple objetivo de tal sofisticada obra de ingeniería: una seria advertencia a Germania y Britania (“puedo cruzar”), el sueño de superar a Jerjes (“puedo lo que el Gran Rey no logró”) y demostrar su magnificencia (“a ver quien tiene la pasta –y los cojones- para montarse una rave mejor que ésta”).
¿Podría pues la locura que recogen las fuentes denunciar en realidad un programa político orientalizante? ¿Querría el rosario de perversiones que los frustrados aristócratas -reducidos al servicio imperial- nos contaron, convencernos de la incapacidad de los Césares y de la aberración que suponía privar a los virtuosos senadores del poder que pretendidamente merecían? Lo que queda claro es que cada vez son más los discursos historiográficos que interpretan, al menos de forma plausible, las razones que explican la supuesta locura de los Julio-Claudios.
sábado, 2 de abril de 2011
ROGER CASEMENT SEGUN VARGAS LLOSA (3): UN CORAZÓN EN LAS TINIEBLAS
En los post anteriores me permitía apuntar que el “Elogio de la lectura” con el que Mario Vargas Llosa aceptó el Nobel nos quiso convencer de que en su oficio primaba un romántico compromiso libertario antes que cualquier labor de altavoz propagandista del “canon” (económico) occidental. Añadí que tras su última novela no hay ninguna investigación exhaustiva: el tratamiento de la conciencia nacional de Casement parece propia de un opúsculo y el trabajo de campo desarrollado por el autor en el Congo podría haberse suplido con un vaciado inteligente de “El fantasma del Rey Leopoldo” (Adam Hochschild, Península, 2002), más dramático e impactante que la novela que nos ocupa. Hay un tercer aspecto del personaje que Don Mario aborda de forma presuntamente liberal, pero profundamente conservadora: y es que lo que llevó a Casement a la horca, lo que le ayudó a subir el último escalón del cadalso, no fue tanto su aventura nacional, como su aventura pasional. Y aunque, con una tolerancia presuntamente liberal Don Mario se acerca a la homosexualidad de Roger Casement, lo cierto es que en el fondo… ¡tampoco de eso lo absuelve!
Detenido tras el fracaso del Levantamiento de Pascua, Roger Casement vio desfilar por su juicio a los irlandeses recién liberados de un campo de prisioneros alemán. Todos ellos juraron que Casement, “los había exhortado a pasarse a las filas del enemigo, haciendo espejear ante ellos como cebo la perspectiva de la libertad, un salario y futuras granjerías”. La traición irlandesa a la unidad británica debía acabar con castigos ejemplarizantes que sirvieran de advertencia a los cientos de miles de jóvenes atrincherados frente a los alemanes en Francia. Así que Casement fue condenado a muerte en abril de 1916.
Cuando Conrad, G.B. Shaw, o Conan Dolyle salieron en su defensa, se difundieron fragmentos de unos diarios que, según la corona, habían sido hallados en poder de Casement y que no dejaban lugar a dudas en cuanto a su homosexualidad (y su predilección por los adolescentes): los “Diarios Negros” minaron el apoyo a Casement y permitieron explicar por qué nunca se había casado ni se le conocían romances. Se convirtieron en una prueba determinante y me atrevo a decir que el verdadero motivo de su ejecución, ya que su defensa perdió apoyos y Casement fue finalmente colgado en junio de 1916. Su cuerpo fue enterrado en cal viva allí mismo, en prisión; hasta su repatriación en 1965.
Casement no desmintió los diarios, pero tampoco aceptó haberlos escrito. Así que las dudas sobre su autenticidad llegaron hasta la biografía que el doctor William Maloney escribió en 1936: se afirmaba que –mientras investigaba en la Amazonía- Casement había obtenido los diarios privados de Armando Normand, un infame gerente de la empresa de caucho de Camilo José Arana. Para mostrar su crueldad con los trabajadores nativos, Casement tradujo y envió a Londres fragmentos de depravados actos de sadismo, que –según la teoría de la falsificación- se incorporaron fragmentaria y tendenciosamente a los diarios genuinos. El problema era que los diarios presuntamente adjudicados a Casement describen las actividades de un homosexual promiscuo, pero se desprende del Informe Putumayo que el tal Normand fue violentamente heterosexual. El debate sobre si Casement fue víctima de la inteligencia británica parece que se ha cerrado: en el 2002 un nuevo estudio forense llevado a cabo por el doctor Audrey Giles, afirmaba –por cuenta de la BBC- que los “Diarios Negros” estaban escritos por la mano de Roger Casement y desmentía cualquier posible falsificación.
Mario Vargas Llosa opta por admitirlos como válidos: el personaje sugiere que son parte de una campaña contra él, calla sin entenderse si niega u otorga, como hizo el Casement real; pero recuerda episodios de tosca voluptuosidad furtiva, teñidos de arrepentimiento. Un ejemplo: “Muy hermoso y enorme. Lo seguí y lo convencí. Nos besamos ocultos por los helechos gigantes de un descampado. Fue mío, fui suyo”. Pese a que a mi esas anotaciones, casi telegramas, me parecen contenidores de intensidad, los encuentros de Casement en la novela nunca son felices, ni poéticos, ni sudorosos, ni apasionantes. Siempre dejan una sensación de tristeza y de compulsividad. Casement parece arrepentirse de su promiscuidad y considera sórdidos sus encuentros “veloces en parques, esquinas oscuras, baños públicos, estaciones, hoteluchos inmundos o en plena calle, -como los perros, pensó- con hombres" casi desconocidos.
Es el narrador quien condena a Casement por ese comportamiento: la víspera de su ejecución nos lo muestra pensando que siempre ha estado sólo por culpa de su forma de desear, y concluye que no sabe amar:: “También en esta campo su vida había sido un completo fracaso. Muchos amantes de ocasión –decenas, acaso centenas- y ni una sola relación de amor. Sexo puro, apresurado y animal”. No hay tregua para Casement cuando siente deseo: nuestro autor describe un primer contacto en África, desconozco si inventado o tomado textualmente de los Black Diaries, como algo torpe. Y en cambio, basta haber tenido miedo o dudas antes de asaltar tu primera vez, para ver que pudo haber sido puro y liberador. A mí, al menos, aquel primer polvo ocasional en África se me antoja feliz, cuando menos divertido, casual y felizmente imprevisto. Roger, pálido y expectante, comparte unos minutos con unos jóvenes negros en pleno baño. Las torpes caricias transcurren en un río caudaloso que refresca un calor sofocante, ante un escenario verde brillante de profunda maleza, la selva como guardarropa y un cielo azul por techo. Don Mario olvida que aquel joven victoriano debió encontrarse por primera vez en su vida con una actividad sexual desprovista de culpa, de condena, de rigidez, de regulación política, de prohibición castrante. No hacen falta promesas de amor eterno, ni anillos de compromiso, ni sábanas de satén azul, para que el sexo signifique una comunicación auténtica, feliz, calurosa, emotiva, con otra persona que horas después se va, pero que no por quedarse poco rato se marcha sin dejarte una señal en el alma, un cosquilleo en el corazón, el vello de punta o el emocionado recuerdo de una caricia a contra-piel. Patrimonio suficiente para felicitarte por la vida, agradecer el encuentro, y abrazarlo muy fuerte… antes de dejarlo ir y devolverle la libertad que le arrebataste por un rato al hacerlo tuyo.
Así pues, Don Mario censura el sexo sin amor y nos alecciona sobre qué tipo de sexualidad nos eleva hacia lo divino, y cual nos encoge hasta la miseria. La moraleja es que Casement caía en depresiones porque “lo entristecía saber que nunca tendría un hogar, que su vida sería cada vez más solitaria a medida que envejeciera. Pagaba caros esos minutos de placer mercenario. Se moriría sin haber saboreado esa intimidad cálida, una esposa con quien comentar las ocurrencias del día y planear el futuro –viajes, vacaciones, sueños-, sin hijos que prolongaran su nombre y su recuerdo cuando se fuera de este mundo”.
Tengo 42 años y –a estas alturas- difícilmente podré escribir en mi diario que tuve, como Casement escribió, “Tres amantes en una noche, dos marineros entre ellos. ¡Me lo hicieron seis veces! Llegué al hotel caminando con las piernas abiertas como una parturienta”. Es una lástima. Pero he escuchado atentamente tantas confidencias tantas noches (entre sábanas, paseando por la ciudad, o a la luz de un cubata) para saber que hay tantas formas de pasión como personas; que todas son legítimas si no fuerzan la voluntad del otro; que muchas de las que presumiste alejadas de ti te sorprendieron un día inesperadamente. Ni los diarios de Casement, ni los ensayos que los analizan se han traducido al español: leerlos nos permitiría darle vida a todos y cada uno de esos jóvenes de los que Casement dejó constancia, certificando que otro sexo es posible, y que merece ser recordado: “Baños públicos. Stanley Weeks: atleta, joven, 27 años. Enorme, durísimo, 9 pulgadas por lo menos. Besos, mordiscos, penetración con grito. Dos libras”. Sea éste mi brindis por Roger; y por Stanley. Fuera quien fuera.
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