Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
sábado, 26 de abril de 2014
lunes, 21 de abril de 2014
1914 NO ES UN CISNE NEGRO
La
metáfora de los “cisnes negros” está de moda: la idea es que,
cuando un evento es una sorpresa inesperada y tiene gran impacto,
después es racionalizado retrospectivamente. Un cisne negro sería
uno de esos descubrimientos científicos o tecnológicos, o un
acontecimiento muy trascendente, que -aunque era en realidad
impredecible- es explicado “a posteriori” como si formara parte
de lo deducible. Ha sido Nassim Nicholas Taleb (“El cisne negro:
el impacto de lo improbable”, 2008) quién ha lanzado el
concepto, definiéndolo como “un caso atípico, (…) fuera de
las expectativas regulares porque nada en el pasado podía apuntar de
manera convincente a su posibilidad, […que además...] conlleva un
impacto extremo, [… y para el que inventamos...] explicaciones (…)
después de los hechos”. Resumiendo, un “cisne negro” se
define por su rareza, su impacto y porque se le
otorga,retrospectivamente, previsibilidad. Taleb parte del aforismo
de Juvenal “rara avis in terris nigroque
simillima cygno”, escrita cuando se
presumía que no existían cisnes negros, y que todavía en el siglo
XVI se usaba como declaración de imposibilidad. Entonces, en 1697,
una expedición holandesa en Australia descubrió cisnes negros,
dejando a las élites cultas tan estupefactas como si nosotros
-acostumbrados a postergar para “cuando las ranas crien pelo” o
“los cerdos vuelen” las demandas que no pensamos atender-
descubriéramos una nueva especie porcina con alas en un recóndito
rincón del Amazonas, o un batracio peludo en una de esas islas del
Pacífico donde se ejecutaron los ensayos nucleares.
La
idea más importante del concepto es la previsibilidad que se le
otorga de forma retrospectiva. A toro pasado, creamos un discurso que
explica lo que ocurrió, sin que las causas que hoy le adjudicamos
condujeran ni probable ni necesariamente al cisne negro en cuestión.
Lo que Taleb denuncia es la tendencia humana a (re)explicar los
sucesos improbables e imprevisibles a partir de modelos
interpretativos (re)creados para obviar la fuerza del azar. El libro
de Taleb nos recuerda que vivimos en una realidad tan caótica como
compleja, cuyo futuro está marcado por la incertidumbre. Si tuvo
tanto impacto fue porque apareció en plena crisis financiera del
2008, cuando se demostraba que expertos economistas y cálculos
informáticos habían sido incapaces de prever que aquello ocurriría.
El mismo autor había estudiado matemática financiera y trabajado en
el mercado financiero neoyorquino.
Si
me refiero a él -que no le he leído, ni pienso hacerlo- es porque
Taleb -en su empeño por concluir que conocer el pasado no sirve para
explicar la causalidad- se sirvió de ejemplos históricos, y definió
el estallido de la Gran Guerra, cuyo centenario se está conmemorando
actualmente, como cisne negro. Al hacerlo desmentía la teoría de la
guerra inevitable, que la hacía resultante del imperialismo
orquestado por las burguesías nacionales dispuestas a utilizar los
estados, recientemente conquistados durante las revoluciones
liberales, para pugnar por la conquista de los mercados mundiales. El
máximo ejemplo de esta teoría que pone la explotación de las
colonias en el centro de la explicación causal de la Gran Guerra
tuvo su máximo exponente en el libro “El imperialismo, fase
superior del capitalismo” que Lenin publicó en 1916... A
posteriori, vaya!
Valorando
la casualidad por encima de la causalidad, Taleb afirma que la Gran
Guerra fue una sorpresa, que nunca fue prevista por sus
contemporáneos pese a las supuestas tensiones en aumento, la
competencia comercial entre los estados burgueses, la carrera de
armamentos, la verborrea nacionalista, los compromisos militares de
ayuda mutua, y la creencia (darwinista) en la legitimidad de la lucha
por la hegemonía. Que aquella Europa pueda parecernos una olla a
presión, en la que cualquier chispa podría dar lugar a una
tragedia, no determina que ocurra, diría Taleb: otras crisis
anteriores, añadiría, no desembocaron en guerra general.
En mi opinión, las circunstancias concretas que se precipitaron aquel verano de 1914 pudieron haber contado con alternativas capaces de provocar algún desenlace similar durante alguna de las crisis anteriores. No ocurrió, pero eso no quiere decir que no pudiera haber ocurrido. No estoy reivindicando una historia contrafactual, sino sorprendiéndome de que los historiadores estemos buscando hoy explicaciones para el estallido de la guerra exclusivamente en los comportamientos individuales del centenar de personajes que -pudiendo tomar decisiones equivocadas, o evitando dar pasos oportunos- contribuyó a que Europa se acercara al abismo, y a que -inesperadamente- la guerra se produjera. Que los poderosos de entonces convivieran cotidianamente con las tensiones internacionales, y aquéllas se sucedieran sin traca final, no puede "descausalizarlas". Que la visita del Káiser a Tanger (1905) generara un conflicto diplomático resuelto no significa que las cosas no hubieran podido irse de las manos entonces, tal y como ocurrió cuando los disparos de Gavrilo Prinzip acabaron con el Archiduque Francisco Fernando y su esposa nueve años después en Sarajevo. Deshacer el intrincado "encaje de bolillos" que explotó la guerra puede permitirnos escribir el thriller más apasionante, pero no podemos despreciar las causas profundas que crearon las circunstancias que permitieron que determinado azar (y no otro) fuera posible... El factor azaroso que precipitó 1914 -sea la movilización rusa, el famoso “cheque en blanco” alemán a los austriacos, la indecisión parlamentaria británica, el inasumible ultimátum austrohúngaro a los serbios, o cualquier combinación de ellos a la vez- puede interesarnos a la hora de reconstruir los acontecimientos, pero no convierte su consecuencia -el estallido de la Gran Guerra- en una rareza increíble, puesto que hay factores de fondo que venían atizando el fuego.
Tampoco
la crisis actual es una rareza improbable. Nadie
creía que la crisis fuera a estallar, todos confiaban en el
crecimiento eterno, había expectativas de crecimiento ininterrumpido
y sin embargo se produjo. Pero del mismo modo que la especulación no
determina la crisis, la creencia generalizada en que no ocurrirá
nada no certifica que no se esté gestando. Cuando Taleb sugiere que
la búsqueda de explicaciones a posteriori es retórica banal parece
querernos tan inconscientes como cuando la amenaza pendía sobre
nuestras cabezas; en cierto modo, cuando afirma la improbabilidad de
que aquello ocurriera está justificando/disculpando nuestras
acciones de entonces, las que probablemente no sean determinantes,
pero sí merecen una reflexión formativa para evitar repetir
errores. Cuando por norma un alumno no estudia y confía en su suerte
(constatándole su experiencia que ha pasado de curso con poco
esfuerzo, dos chuletas y un poco de imaginación), aquel castillo de
naipes que es su expediente académico puede venirse abajo. Por mucho
que él creyera que aquello no ocurriría, el cisne negro
aparentemente impredecible se estaba formando, seguramente le fue
advertido, y no era una rareza improbable, sino una posibilidad
voluntaria e interesadamente no contemplada: estudiar cada día da
mucha pereza y no podemos echarle la culpa a sus padres por no obligarle! Puede que la crisis no fuera anunciada con luces de
neón ni grandes titulares; puede que quienes nos mostrábamos
extrañados por el ascenso infinito de los precios de las viviendas,
convertidos en el hazmereír de una sociedad que aparentaba
opulencia, no supiéramos bautizar aquello como “burbuja” por
ignorar los mínimos rudimentos económicos. Pero definir el
suspenso, o el pinchazo especulativo como “cisnes negros”
inesperados, apenas puede servir para legitimar las inconsciencias
previas y evitar el análisis de las responsabilidades: quién iba a
decirlo, parece querer decir Taleb, pobres especuladores de entonces
(que se lo llevaron caliente), no pudieron advertir que venía un
cisne negro. Pudieran advertirlo, o no, lo cierto es que su
comportamiento fue irresponsable, poco ético, y peligroso. Su
resultado fue involuntario, pero homicidio.
Gravilo Prinzip, según la serie "37 días", que acaba de emitir la BBC |
La
conversión del azar en el motor de la historia no es nada nuevo. Ya los
más radicales apóstoles de la postmodernidad descalificaron
cualquier cientificidad del estudio racional del pasado por
inaprensible e irreproducible. Se quiso reducir a la Historia a la
categoría de narración para desactivar su carga crítica. La colección de despropósitos, a veces sórdidamente risibles, que incluye la narración de aquel 28 de junio de 1914 puede constituir una narración apasionante; pero la causa fatídica de la Gran Guerra
no fue que Prinzip se encontró inesperadamente el coche del
Archiduque vagando por Sarajevo después de un primer intento
fallido. Aunque tratemos de convertir al azar en el “Deus ex
machina” de la Historia, el implacable juicio que todas las generaciones instruyen a la generación
anterior nos llegará tarde o temprano. Algún día caerá sobre nosotros, y
no valdrá responder que la culpa fue de los dados.
viernes, 18 de abril de 2014
1939-1945: LOS TRAPOS SUCIOS DE LOS ALIADOS
Glenn Edwuard McDuffie y Edith Sain |
El
18 de marzo pasado fallecía, a los 86 años, el marinero de la
famosa foto que Alfred Eisenstaedt realizó para “Life” en
Times Square: el envidiable beso conmemoraba la rendición del Japón
en agosto de 1945. Aquel bello final para una tragedia sin parangón
marcaba el comienzo de la operación de reescribir la historia de la
Segunda Guerra Mundial. Y en eso destacó uno de sus principales
protagonistas: Winston Churchill defendía en sus memorias la tesis
de que Hitler había sido el causante del conflicto, que los
partidarios de intentar apaciguarle se habían equivocado, que la
lucha había sido justa, y que la URSS -cuya contribución se
ignoraba tanto como los crímenes de Stalin mientras convenía su
alianza- fue un accesorio. Para Churchill, la liberación empezó en
Normandía y el final de la guerra fue la victoria de la libertad y
la democracia. Puede que la historia, contada así, pueda parecer un
cuento con moraleja y beso apasionado al final, pero tiene un
problema: simplifica una verdad mucho más compleja. ¡Incluso
miente!
Hubo
historiadores que cuestionaron ese discurso onírico: A. J. P. Taylor
(1961) negó la única culpabilidad de Hitler demostrando que no
seguía un calendario de agresiones premeditado sino que –arribista,
temerario y oportunista- forzó el cuestionamiento del tratado de
Versalles con provocaciones improvisadas y precipitadas, que no
seguían ningún plan maléfico esbozado previamente. Al sustituir la
responsabilidad del Maligno (sea Hitler o el Káiser) por un estudio
de causas más profundas, Taylor ya sugería el “cierre incompleto”
de la Gran Guerra que significaron los tratados de 1918.
Recientemente esta teoría parece estar triunfando: ambas guerras
mundiales se estudian como un sólo conflicto encadenado -una
“segunda guerra de los treinta años”- cuya cronología más
amplia, además de permitirnos incluir en el desarrollo de los
acontecimientos algunos focos de tensión que no se apagan en 1918 y
aquellos que -en Asia- empiezan antes de 1939, supera la visión
eurocéntrica y muestra la relación dinámica entre los fascismos,
la URSS y las potencias imperiales.
Fotograma de "El día más largo" (y no de "La muerte os sienta bien") |
Sin embargo, las interpretaciones con matices suelen tener menos éxito que las de “buenos y malos”. Por eso Hollywood, sirviéndose de la visión “churchilliana” de la guerra, ha logrado crear un imaginario propio sobre la contienda que sirvió para legitimar el papel hegemónico de los Estados Unidos durante la Guerra Fría: en películas como “El día más largo” (1962), un buen puñado de machotes -John Wayne, Henry Fond, Robert Mitchum, Sean Connery...- consagraban la idea de una nación idealista que entraba en guerra para restaurar la libertad y la justicia en Europa. Jacques R.Pauwels escribía en “El mito de la guerra buena. Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial” (2002) que los soldados luchaban -antes que por ninguna ideología- para que la guerra acabara, o -como dice un personaje de “Salvad al soldado Ryan”, una visión mucho más realista y menos elegante de lo que es la guerra- “por el derecho a volver a casa”.
Steven Spielberg (1998). La guerra se parece más a esto que al glamour de la foto anterior |
Pero lo peor de la visión oficial de la II Guerra Mundial -debate sobre las responsabilidades y mitificación de los combatientes como héroes patéticos aparte- es que, como ha denunciado Donny Glucsktein en "La otra historia de la Segunda Guerra Mundial: Resistencia contra Imperio" (2013), evita las referencias al movimiento de resistencia que liberó Europa. Los sueños de estos "pueblos en armas" que sufrieron lo indecible contra los nazis eran tan radicales, había una distancia tan insalvable entre resistentes/partisanos y los gobiernos aliados, que los vencedores tuvieron que emplearse a fondo para crear el mito de que sus gobiernos sintonizaban con los proyectos de liberados. Trostky ya les caló cuando afirmó que no luchaban contra el fascismo sino a favor de su propia dominación: "la victoria de los imperialistas franceses y británicos no sería menos terrible para el destino de la humanidad que la de Hitler y Mussolini (...) la tarea que la historia nos impone no es apoyar a una parte del sistema imperialista contra la otra, sino acabar con el sistema como un todo (...) los bolcheviques también defendemos la democracia, pero no ese tipo de democracia gobernada por 60 reyes no coronados"
El autor es profesor del Stevenson College de Edimburgo |
Gluckstein
llama a ese combate por una democracia auténtica la GUERRA POPULAR,
y pone como primer ejemplo la resistencia contra Franco: una lucha
que combinaba la resistencia en el frente y la guerra de clases tras
las líneas, que colectivizó el 80% de las empresas. Orwell, que lo
vio, escribió que “la clase trabajadora tenía el poder (…)
se había colectivizado hasta a los limpiabotas, cuyas cajas se
habían pintado de rojo y negro. Camareros y dependientes te miraban
a la cara y te trababan como a un igual. Las formas serviles y
ceremoniales de hablar desaparecieron (…) las propinas se
prohibieron por ley”. Al actuar la República contra las
fuerzas populares liberalizadoras durante los Fets de Maig de 1937 se
“apagó el entusiasmo popular”.
Sin embargo, había nacido una forma de hacer la guerra, que el autor
persigue por los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial y que
los manuales evitan. Gluckstein no disculpa los excesos de la violencia
popular, pero advierte que palidecen ante los métodos de los rivales
imperialistas.
Los
manuales pasan de puntillas, es cierto, por el apoyo que los aliados
ofrecieron al régimen griego, a pesar de que -desde 1936- la
monarquía había salvado las huelgas generales impulsadas por los
comunistas llamando a un fascista, el general Metaxas, para gobernar.
Pese a la afinidad ideológica, Mussolini había atacado Grecia
pensando que sería una presa fácil. Y cuando los nazis tuvieron que
venir a ayudarle encontraron tan durísima resistencia que -evitando
el aprovisionamiento de Rommel en África- permitió la victoria de
El Alamein. La hazaña del Frente de Liberación Nacional no le
permitió conseguir el aplauso de Londres, cuyo apoyo a los
monárquicos conservadores tendrá su continuidad en la terrible
guerra civil griega (1945-1949): una tragedia que se llevó al 7% de
la población y terminó con la derrota del pueblo en armas.
Tampoco
se nos cuenta que, tras el reparto germano-soviético de Polonia,
Stalin atacó a Finlandia; y que -pese a que la declaración de
guerra franco-británica a Alemania no precipitaba demasiadas
movilizaciones- los proyectos para liberar Finlandia avanzaban
deprisa, y sólo fueron detenidos por la rendición de los
fineses. La caza de brujas contra comunistas que corría
en el interior pareja a esa movilización -que incluyó la suspensión
de 300 ayuntamientos comunistas, la prohibición de Ce Soir y
L'humanité, o el encarcelamiento de diputads electos que
habían denunciado el apaciguamiento (“Francia ha cedido al
chantaje, traicionado a un aliado, allanado el camino a la dominación
alemana”, habían dicho)- nos debería hacer reflexionar sobre
la naturaleza del estado francés y la precipitada rendición que
-ante el ataque nazi- materializó Pétain diciendo que “lo
único que se puede hacer es acabar, negociar y aplastar a la Comuna
como hizo Thiers”. La decisión fue aplaudida por la derecha,
alegando que -puesto que la guerra había estallado para defender
Polonia y los polacos se habían rendido- no merecía ya la pena
continuarla.
Pauwels dice que los aliados impusieron a De Gaulle "con calzador" |
Tampoco
en Italia los aliados cooperaron con el frente antifascista,
demasiado de izquierdas para ellos, porque si se convertían en
protagonistas de la liberación podrían imponer sus reformas.
Prefirieron pactar con la élite tradicional: la monarquía, los
banqueros, industriales, terratenientes, el Vaticano... que habían
posibilitado la llegada de Mussolini al poder. Algunos italianos
hablaron de un “fascismo senza Mussolini”. En medio del
caos que siguió al fin del Duce, en un contexto de guerra civil, los
aliados avanzaban hacia el norte: en esta ocasión tenían prisa por
llegar a Berlín antes que Stalin, quien -por su parte, habiendo
tomado nota- también se dedicó a crear estados títere en la Europa
que “liberaba”.
La
lista de trapos sucios de los presuntos liberadores sería muy larga:
nuestro autor se detiene en los bombardeos “estratégicos” (¡!), lanzados sobre la población civil
indefensa de Dresde o Hamburgo, y en muchos otros episodios. Me hubiera gustado encontrar también
referencias a las relaciones de Hitler con Henry Ford, la General
Motors, o la Texaco, pero -en su ausencia- seguro que los capítulos
dedicados a la Guerra del Pacífico contendrán emociones fuertes y algún que otro bombazo. Una demostración de fuerza
descomunal que, además de precipitar la derrota japonesa, advertía
al “amigo” soviético de quién la tenía más grande. La bomba,
quiero decir. Voy a seguir leyendo...
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