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Glenn Edwuard McDuffie y Edith Sain |
El
18 de marzo pasado fallecía, a los 86 años, el marinero de la
famosa foto que Alfred Eisenstaedt realizó para “Life” en
Times Square: el envidiable beso conmemoraba la rendición del Japón
en agosto de 1945. Aquel bello final para una tragedia sin parangón
marcaba el comienzo de la operación de reescribir la historia de la
Segunda Guerra Mundial. Y en eso destacó uno de sus principales
protagonistas: Winston Churchill defendía en sus memorias la tesis
de que Hitler había sido el causante del conflicto, que los
partidarios de intentar apaciguarle se habían equivocado, que la
lucha había sido justa, y que la URSS -cuya contribución se
ignoraba tanto como los crímenes de Stalin mientras convenía su
alianza- fue un accesorio. Para Churchill, la liberación empezó en
Normandía y el final de la guerra fue la victoria de la libertad y
la democracia. Puede que la historia, contada así, pueda parecer un
cuento con moraleja y beso apasionado al final, pero tiene un
problema: simplifica una verdad mucho más compleja. ¡Incluso
miente!
Hubo
historiadores que cuestionaron ese discurso onírico: A. J. P. Taylor
(1961) negó la única culpabilidad de Hitler demostrando que no
seguía un calendario de agresiones premeditado sino que –arribista,
temerario y oportunista- forzó el cuestionamiento del tratado de
Versalles con provocaciones improvisadas y precipitadas, que no
seguían ningún plan maléfico esbozado previamente. Al sustituir la
responsabilidad del Maligno (sea Hitler o el Káiser) por un estudio
de causas más profundas, Taylor ya sugería el “cierre incompleto”
de la Gran Guerra que significaron los tratados de 1918.
Recientemente esta teoría parece estar triunfando: ambas guerras
mundiales se estudian como un sólo conflicto encadenado -una
“segunda guerra de los treinta años”- cuya cronología más
amplia, además de permitirnos incluir en el desarrollo de los
acontecimientos algunos focos de tensión que no se apagan en 1918 y
aquellos que -en Asia- empiezan antes de 1939, supera la visión
eurocéntrica y muestra la relación dinámica entre los fascismos,
la URSS y las potencias imperiales.
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Fotograma de "El día más largo" (y no de "La muerte os sienta bien") |
Sin embargo, las interpretaciones con matices suelen tener menos éxito que las de “buenos y malos”. Por eso Hollywood, sirviéndose de la visión “churchilliana” de la guerra, ha logrado crear un imaginario propio sobre la contienda que sirvió para legitimar el papel hegemónico de los Estados Unidos durante la Guerra Fría: en películas como “El día más largo” (1962), un buen puñado de machotes -John Wayne, Henry Fond, Robert Mitchum, Sean Connery...- consagraban la idea de una nación idealista que entraba en guerra para restaurar la libertad y la justicia en Europa. Jacques R.Pauwels escribía en “El mito de la guerra buena. Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial” (2002) que los soldados luchaban -antes que por ninguna ideología- para que la guerra acabara, o -como dice un personaje de “Salvad al soldado Ryan”, una visión mucho más realista y menos elegante de lo que es la guerra- “por el derecho a volver a casa”.
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Steven Spielberg (1998). La guerra se parece más a esto que al glamour de la foto anterior |
Pero lo peor de la visión oficial de la II Guerra Mundial -debate sobre las responsabilidades y mitificación de los combatientes como héroes patéticos aparte- es que, como ha denunciado Donny Glucsktein en "La otra historia de la Segunda Guerra Mundial: Resistencia contra Imperio" (2013), evita las referencias al movimiento de resistencia que liberó Europa. Los sueños de estos "pueblos en armas" que sufrieron lo indecible contra los nazis eran tan radicales, había una distancia tan insalvable entre resistentes/partisanos y los gobiernos aliados, que los vencedores tuvieron que emplearse a fondo para crear el mito de que sus gobiernos sintonizaban con los proyectos de liberados. Trostky ya les caló cuando afirmó que no luchaban contra el fascismo sino a favor de su propia dominación: "la victoria de los imperialistas franceses y británicos no sería menos terrible para el destino de la humanidad que la de Hitler y Mussolini (...) la tarea que la historia nos impone no es apoyar a una parte del sistema imperialista contra la otra, sino acabar con el sistema como un todo (...) los bolcheviques también defendemos la democracia, pero no ese tipo de democracia gobernada por 60 reyes no coronados"
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El autor es profesor del Stevenson College de Edimburgo |
Gluckstein
llama a ese combate por una democracia auténtica la GUERRA POPULAR,
y pone como primer ejemplo la resistencia contra Franco: una lucha
que combinaba la resistencia en el frente y la guerra de clases tras
las líneas, que colectivizó el 80% de las empresas. Orwell, que lo
vio, escribió que “la clase trabajadora tenía el poder (…)
se había colectivizado hasta a los limpiabotas, cuyas cajas se
habían pintado de rojo y negro. Camareros y dependientes te miraban
a la cara y te trababan como a un igual. Las formas serviles y
ceremoniales de hablar desaparecieron (…) las propinas se
prohibieron por ley”. Al actuar la República contra las
fuerzas populares liberalizadoras durante los Fets de Maig de 1937 se
“apagó el entusiasmo popular”.
Sin embargo, había nacido una forma de hacer la guerra, que el autor
persigue por los campos de batalla de la Segunda Guerra Mundial y que
los manuales evitan. Gluckstein no disculpa los excesos de la violencia
popular, pero advierte que palidecen ante los métodos de los rivales
imperialistas.
Los
manuales pasan de puntillas, es cierto, por el apoyo que los aliados
ofrecieron al régimen griego, a pesar de que -desde 1936- la
monarquía había salvado las huelgas generales impulsadas por los
comunistas llamando a un fascista, el general Metaxas, para gobernar.
Pese a la afinidad ideológica, Mussolini había atacado Grecia
pensando que sería una presa fácil. Y cuando los nazis tuvieron que
venir a ayudarle encontraron tan durísima resistencia que -evitando
el aprovisionamiento de Rommel en África- permitió la victoria de
El Alamein. La hazaña del Frente de Liberación Nacional no le
permitió conseguir el aplauso de Londres, cuyo apoyo a los
monárquicos conservadores tendrá su continuidad en la terrible
guerra civil griega (1945-1949): una tragedia que se llevó al 7% de
la población y terminó con la derrota del pueblo en armas.
Tampoco
se nos cuenta que, tras el reparto germano-soviético de Polonia,
Stalin atacó a Finlandia; y que -pese a que la declaración de
guerra franco-británica a Alemania no precipitaba demasiadas
movilizaciones- los proyectos para liberar Finlandia avanzaban
deprisa, y sólo fueron detenidos por la rendición de los
fineses. La caza de brujas contra comunistas que corría
en el interior pareja a esa movilización -que incluyó la suspensión
de 300 ayuntamientos comunistas, la prohibición de Ce Soir y
L'humanité, o el encarcelamiento de diputads electos que
habían denunciado el apaciguamiento (“Francia ha cedido al
chantaje, traicionado a un aliado, allanado el camino a la dominación
alemana”, habían dicho)- nos debería hacer reflexionar sobre
la naturaleza del estado francés y la precipitada rendición que
-ante el ataque nazi- materializó Pétain diciendo que “lo
único que se puede hacer es acabar, negociar y aplastar a la Comuna
como hizo Thiers”. La decisión fue aplaudida por la derecha,
alegando que -puesto que la guerra había estallado para defender
Polonia y los polacos se habían rendido- no merecía ya la pena
continuarla.
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Pauwels dice que los aliados impusieron a De Gaulle "con calzador" |
Tampoco
en Italia los aliados cooperaron con el frente antifascista,
demasiado de izquierdas para ellos, porque si se convertían en
protagonistas de la liberación podrían imponer sus reformas.
Prefirieron pactar con la élite tradicional: la monarquía, los
banqueros, industriales, terratenientes, el Vaticano... que habían
posibilitado la llegada de Mussolini al poder. Algunos italianos
hablaron de un “fascismo senza Mussolini”. En medio del
caos que siguió al fin del Duce, en un contexto de guerra civil, los
aliados avanzaban hacia el norte: en esta ocasión tenían prisa por
llegar a Berlín antes que Stalin, quien -por su parte, habiendo
tomado nota- también se dedicó a crear estados títere en la Europa
que “liberaba”.
La
lista de trapos sucios de los presuntos liberadores sería muy larga:
nuestro autor se detiene en los bombardeos “estratégicos” (¡!), lanzados sobre la población civil
indefensa de Dresde o Hamburgo, y en muchos otros episodios. Me hubiera gustado encontrar también
referencias a las relaciones de Hitler con Henry Ford, la General
Motors, o la Texaco, pero -en su ausencia- seguro que los capítulos
dedicados a la Guerra del Pacífico contendrán emociones fuertes y algún que otro bombazo. Una demostración de fuerza
descomunal que, además de precipitar la derrota japonesa, advertía
al “amigo” soviético de quién la tenía más grande. La bomba,
quiero decir. Voy a seguir leyendo...
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