Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 27 de enero de 2021

UNAMUNO EN SU LABERINTO ¡Y NOSOTROS EN EL NUESTRO! (y 3)

 

El reciente estreno en Filmin de “Palabras para el fin del mundo” me ha permitido volver a visionar el documental reflexionando con tranquilidad y comprobar que –aunque nos hemos concentrado en el acto del paraninfo y la sospechosa muerte de Miguel de Unamuno- la cinta contiene muchos más elementos de análisis que son interesantes. El documental selecciona cuidadosamente, por ejemplo, aquellos pasajes que harían de Unamuno un intelectual estrechamente comprometido con la república: cuando volvió del exilio en 1930 declaró que “en España hay una consciencia que empieza a despertar” y abogó por una república civil, social, laica. Cuando fue nombrado alcalde honorífico perpetuo en 1931, felicitó el ejemplo de la ciudadanía que había mantenido el orden tras el hundimiento de la monarquía, y en Salamanca saludó el advenimiento de la República apelando a los comuneros que, desde su punto de vista, ya habían significado “la soberanía popular”. Manuel Menchón añade en su metraje unas imágenes de la manifestación del 1 de mayo, que Unamuno parecer presidir junto a los políticos. Sin embargo, también explica cómo la primera quema de conventos en mayo de 1931, por la que su hermana monja se lamenta en una carta, provocaron que emitiera una primera reprobación: acabaría diciendo que la República le dolía, pero al mismo tiempo también se mostró inquieto por el ascenso del fascismo, escribió que Hitler era un “deficiente mental y espiritual” y llamó a Mussolini “trágico polichinela”. Aunque se felicitó porque “no nos ha llegado la tontería de la esvástica” también lamentó que tuviéramos “a Millán Astray”, que en aquellos momentos debía parecer una especie de Gabriele D'Annunzio.

No debemos precipitarnos: Unamuno era un liberal conservador, y como liberal se sintió incómodo con las quemas de conventos, o con la Ley de Defensa de la República. Pero queda claro que estaba mucho más lejos del fascismo ascendente. De hecho, el régimen le reconoció públicamente nombrándole rector, presidente del Consejo Nacional de Instrucción Pública, alcalde honorario de Salamanca, diputado … y muchas de las críticas que él pronunció tienen más que ver con la polarización política (que no sería fruto de la república en sí, sino del mal uso que pudieron hacer los “hunos y los hotros” participando de la espiral de radicalizaciones). Cuando leo aquellos tirones de orejas me parecen referencias a la derecha, ya que criticaba a quien patrimonializaba el amor a España, porque, según él, “nadie tiene la exclusividad del patriotismo”, proponiendo como alternativa la mano extendida que muestra la estatua de Fray Luis de León a la entrada de la Universidad de Salamanca como símbolo de calma y meditación. Apoyó el golpe, sí, pero porque sus protagonistas lo presentaron en sus primeros momentos como "netamente republicano y de lealtad absoluta al régimen", una especie de dignificación de la República; y porque la sabiduría no te libra del error. Así que los golpistas pudieron presumir del donativo de cinco mil pesetas que les cedió (quizá coaccionado, como tantos otros, ya que era la mitad de su sueldo anual y en su casa no sobraban). Declaraciones y donativos explican que –como se escucha en el documental- el presidente Azaña dijera que “el gobierno veía con dolor que don Miquel de Unamuno, para quien la república había reservado las máximas expresiones de respeto y devoción, no haya respondido en el momento presente a la lealtad a la que estaba obligado sumándose de modo público a la facción en armas”. La República actuó en consecuencia: en agosto de 1936 destituyó a Unamuno como rector de la Universidad.

Fue entonces cuando las tribus del golpe vieron su oportunidad y le restituyeron en el rectorado. Él debió sentirse en un primer momento muy halagado, pero seguro que a los pocos días debió empezar a notar que aquel nuevo traje de rector le tiraba la sisa. Probablemente sin quererlo, se había convertido en rehén de los sublevados, y durante las seis escasas semanas que duró en el cargo se vio obligado a ensuciarse las manos. Y no me refiero solamente a que asistirá desconcertado a la depuración de la universidad, y al espectáculo impúdico de la violencia sumaria, sino a otros sapos concretos que deberá tragarse como “intelectual orgánico”:

* Se verá obligado a pedir disculpas al general Martínez Anido por un artículo de 1920 en el que –criticando la represión a la que por entonces venía sometiendo al movimiento obrero en Barcelona- le había llamado “ganso histérico”.

O a que, cuando el claustro de profesores aprobó por unanimidad una declaración de adhesión al Movimiento, su texto fue publicado como si Unamuno fuera su autor, lo que –según una carta al director del ABC en Sevilla- le molestó profundamente.

El mayor marrón que debió comerse, sin embargo, son las violencias. Y en ese contexto podemos entender que alzara la voz en el acto del paraninfo en octubre. El documental se suma a la tesis del matrimonio Rabaté, que ve en el enfrentamiento con Millán Astray una gran tensión escénica, tal y como parece sugerir que la prensa reprodujera al día siguiente los discursos del acto obviando las aportaciones de Millán Astray y Unamuno. Los acontecimientos inmediatamente posteriores parecen confirmarlo: la retirada del título honorífico de alcalde perpetuo al día siguiente, el claustro votando su destitución como rector el 14 de octubre, la ejecución de su discípulo el día 23 de octubre, y el 8 de diciembre –día de la Inmaculada Concepción, dogma que los protestantes niegan- lo será también su buen amigo, el pastor evangélico. Él mismo autoriza “a difundir ampliamente en mi nombre que vivo bajo llave y cerrojo (…) me sorprende que aún no me hayan fusilado”.


Manuel Menchón ya había tratado el acto del paraninfo en la ficción: al final de "La isla del viento"

Es cierto que esas medidas vengativas (o preventivas, en el caso que estuvieran destinadas a evitar la trascendencia del acto del Paraninfo) no implican necesariamente que Bartolomé Aragón acudiera al domicilio de Unamuno a asesinarle; pero también lo es que los críticos del documental ignoran el contexto cultural en que se produce el fallecimiento, como si fuera absolutamente ajeno. Me refiero al creciente irracionalismo del fascismo que se estaba desplegando. El mismo anciano asustado, recluido y vigilado por los funcionarios de propaganda (ansiosos de subsanar el error para la imagen del golpe que podrían significar las declaraciones de Unamuno el 12 de octubre), describió con la misma quirúrgica capacidad descriptiva que se le aplaude cuando critica a la república, que “toda esta gente está contra la inteligencia (…) están disparando contra los intelectuales (…) si triunfan España se convertirá en un país de imbéciles”. Si con los expedientes de depuración y el asesinato sistemático de los maestros no hay suficientes pistas para darle forma a ese contexto, Manchón demuestra con un buen número de imágenes –y esa creo que es su gran aportación, la que sus críticos descuidan para reprenderle por apropiadas pero banales zarandajas documentales- que se organizaron grandes quemas de libros. Estos bibliocaustos venían acompañados de rituales iniciáticos tras la toma de importantes localidades; en ellos se incluían lecturas de grandes pasajes de las “buenas lecturas” y se maldecía a los intelectuales y escritores objeto de persecución. El fenómeno ha sido estudiado por Ana Martínez Rus, quien confesaba hace poco a Eldiario.es que contamos con pocas imágenes “porque la dictadura duró mucho, tuvo tiempo de borrarlo”. Todos los que asistimos a congresos hemos escuchado lamentarse a importantes historiadores sobre la eficaz tarea de destrucción documental que acometió el régimen, y –aunque pueda ser casual el incendio que en agosto de 1945 destruyó los laboratorios Cinematiraje Riera de Madrid, donde se almacenaban las películas y negativos del NO-DO producidos hasta entonces- resulta cansino comprobar la decisiva influencia de esta casualidad en la conformación del régimen franquista: sabemos que es casualidad que Sanjurjo y Mola se estrellaran y Franco nunca cogiera un avión, ya sabemos que es casualidad que el almacén (y sólo el almacén) de esos estudios se quemara mientras el régimen probaba de disimular su estrecha alianza con el Reich agonizante, y sabemos que es casualidad que Bartolomé Aragón visitara a Unamuno la tarde en que murió.

Así pues, también será casualidad que el deceso coincidiera con una agresiva ofensiva coordinada contra la cultura por parte del Nuevo Estado en formación, que, además de la depuración de la universidad y la ejecución de los maestros, incluía también las quemas de libros en las que –oh, por dios, otra casualidad- con tanta efectividad participaba Bartolomé Aragón. En una ceremonia de quema de libros en Huelva, el Jefe de Falange había advertido –por si alguien buscaba sutiles semejanzas con lo que había ocurrido en Alemania- que aquella ceremonia que iba a producirse no era un acto de importación, sino que formaba parte de la más gloriosa tradición propia. Quienes crean que eso de quemar libros lo habían inventado los nazis, parecía decir, “no conocen lo mejor de nuestra literatura”: y tomaba el Quijote en sus manos para acudir al pasaje en que –cuando el barbero y el cura se proponen apartar de la biblioteca los libros que, presuntamente, habían enturbiado la mente de Alonso Quijano- la sobrina sugería que “no hay para qué perdonar a ninguno porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas y prenderles fuego”. Ana Martínez Rus ha explicado cómo fueron destruidas las bibliotecas de Castelao, o la del presidente Casares Quiroga en La Coruña, la de Max Aub en Valencia, o la de Juan Ramón. Y cómo el diario Ya daba cuenta de la ceremonia con la que se festejó el Día del Libro en Madrid ese 1939 de ingrata memoria: “con un simbólico y ejemplar auto de fe. En el viejo huerto de la Universidad Central (…) se alzó una humilde tribuna, custodiada por dos grandes banderas victoriosas. Frente a ella, sobre la tierra reseca y áspera, un montón de libros torpes y envenenados”. Parece ser que un tal Antonio Luna, catedrático de derecho, discursó sobre el orgullo de quemar los libros “separatistas, liberales, marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis”, y se felicitaba porque, entre ellos, los había de Rousseau, Marx o Sabino Arana. La crónica terminaba diciendo que “prendido el fuego al sucio montón de papeles, mientras las llamas subían al cielo con alegre y purificador chisporroteo, la juventud universitaria, brazo en alto, cantaba con ardor y valentía el Cara al sol”.

Vamos a suponer que ni la depuración universitaria, ni el exterminio de los maestros, ni los bibliocaustos, ni las amenazas que encerraron a Unamuno su casa, tuviesen nada que ver con la casual defunción de Unamuno. Supongamos que el “Muera la intelectualidad traidora” que presuntamente Millán Astray pronunció en el acto del paraninfo nos parece poco creíble porque en la foto que publicó la prensa al día siguiente se nos aparecen ambos en medio de una cordial despedida. Caso de que esas fuentes nos parezcan  insuficientes para considerar sospechoso el contexto en el que Unamuno falleció, podemos acudir a las palabras que, durante el primer acto que celebró después del 12 de octubre, pronunció Millán Astray: “Ay de aquellos intelectuales que marchen por las sendas tenebrosas y los que emplean caminos sutiles, disfraces, juegos de palabras (…) serán fulminados”. Puede que Bartolomé Aragón no lo fulminara, pero el secuestro y el silenciamiento de la voz de Unamuno constituyen, aunque figuradamente, un asesinato. La culminación de ese proceso de apropiación del personaje culminó cuando los falangistas se presentaron en el funeral y cargaron a hombros el féretro. Uno de los nietos del finado, Miguel de Unamuno Adagarra, recuerda cómo la mañana del primer día de 1937 “sin previo aviso, se presentaron algunos falangistas (…) agarraron el féretro y se lo llevaron sin más (…) sin pedir permiso ni nada”. En el documental, este señor manifiesta recordar la angustia de un pequeño primo que le preguntaba a su tía Felisa si lo iban “a tirar al río”. Un familiar de Unamuno califica aquello como un “robo violento” que culminaba el proceso de apropiación del personaje para hacer un uso propagandístico presentándolo como si alguna vez hubiera sintonizado con Falange. Aunque Francisco Blanco Prieto se sirve de la fotografía de la salida del féretro para negar esa afirmación, el nieto de Unamuno censura el “abusivo protagonismo de los falangistas”, que lo presentaron como uno de los suyos “sin tener en cuenta la dureza con que los había despreciado”. Por el momento hemos de creer que la rapidez con la que intelectuales orgánicos próximos a Falange se presentaron en el velatorio fue también casualidad.

martes, 26 de enero de 2021

UNAMUNO EN SU LABERINTO ¡Y NOSOTROS EN EL NUESTRO! (2)

La discusión sobre el contenido de la participación de Unamuno en el acto celebrado en el paraninfo de la universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936 puede parecer bizantina porque especula más que concluye, pero la que ha seguido al éxito del documental “Palabras para el fin del mundo” supera todas las expectativas porque sugiere que la versión oficial de la muerte del escritor es falsa. En el post anterior me refería a la carta que el jefe de la falange salmantina había escrito al hijo mayor de Unamuno después del “grave incidente” del Paraninfo, aconsejándole que su padre “evitara actuaciones públicas”, no fuera que “pudiera sucederle algún incidente desagradable”. Esas inquietantes palabras, escritas por uno de los impulsores de la represión, remiten al exterminio que se estaba practicando allí donde el golpe había triunfado. En el caso de Salamanca fueron más de mil asesinados, a pesar de que la provincia fue controlada a las pocas horas del golpe: entre ellos se pueden contar –además de maestros y jornaleros- a algunos amigos de Unamuno, como su discípulo Salvador Vila, el pastor protestante Atilano Coco, y el alcalde Casto Prieto. Sabemos que Unamuno había sido abucheado en el casino pocas horas después del acto del paraninfo, que el Ayuntamiento le cesó del cargo de concejal y que el claustro de profesores de la Universidad votó su destitución como rector. Todo apunta a que se estaba tejiendo la venganza. El capítulo 7 de “Arqueología de un mito” describe la situación de Unamuno después del 12 de octubre como una especie de confinamiento sin detención oficial, pero con vigilancia constante. Los periodistas que lo visitaron en esos días lo describieron cansado y canoso; más que viejo, envejecido. El día 31 de diciembre falleció mientras hablaba con un joven profesor que le visitaba, quien, según dijo, se dio cuenta cuando notó que las zapatillas del maestro se quemaban en el brasero. Afuera… ¡caía la nieve! (Y los republicanos como chinches, todo sea dicho de paso).

El relato de aquella tarde de fin de año es idílico, a pesar de que se produjo en mitad del infierno. Y por eso Manuel Menchón se ha atrevido a llamarlo con ironía “un cuento de Dickens”. No sólo ha cuestionado el discurso onírico que –ignorando la lluvia de sangre que estaba cayendo sobre Salamanca- parece mecer la plácida muerte de Unamuno. También ha proyectado algunas dudas sobre la naturaleza del extraño visitante para el que Unamuno pronunció sus últimas palabras. Para empezar, Bartolomé Aragón –que así se llamaba la criatura- no había sido alumno suyo, y les separaba un abismo ideológico: este solícito joven había estudiado en la Universidad de Pisa, la meca intelectual del fascismo (si es que el fascismo puede tener algo intelectual). No parece que fuera un conocido cercano, ni desde luego un apreciado antiguo alumno, como decía la versión que él mismo contaría.

Palabras para el fin del mundo” no sólo cuestiona a la última persona que vio con vida a Unamuno. También proyecta algunas dudas sobre los documentos que certifican la defunción del prestigioso escritor, tratándolos de irregulares. No es que cuestione al médico que firmó el certificado: el doctor Núñez era amigo de Unamuno y un prestigioso cirujano. Había sido concejal por Acción Republicana, por lo que había tenido que pagar una elevada multa unos días antes. Menchón dice que falló un diagnóstico que no se podía conocer sin autopsia, y, aunque no dice textualmente que mintiera, sugiere que el médico estaba “bajo el yugo de los sublevados”. No concreto las otras presuntas irregularidades documentales de las que se extraña, porque un artículo de Francisco Blanco Prieto las ha desmentido de forma razonable.

Una tercera sombra que el documental proyecta sobre los hechos tiene que ver con la censura que, a partir del acto del paraninfo, sufrió el escritor. Si en la advertencia de que callara para que no pudiera sucederle “algo desagradable” que, tan amablemente, le envió a su hijo un reconocido falangista no reconocemos una amenaza en toda regla, podemos escuchar al propio Unamuno: en una entrevista concedida al periodista George Sadoul confesaba que estaba “vigilado y no me dejan salir, pero sin embargo aún no me han fusilado”; también escribió al director del ABC en Sevilla, Juan Carretero, que “si me han de asesinar, será aquí en mi casa”.  Pocos académicos ofrecen a estas palabras la misma consideración que las críticas que Unamuno dispensó a la República, quizá porque nos llevan a un camino sin salida por el que el documental se ha atrevido a caminar sirviéndose de las incoherencias del relato oficial. No explicita ninguna acusación, pero sugiere hipótesis de gran envergadura difíciles de contrastar. Hay que decir, sin embargo, que los desmentidos tampoco parecen mucho más consistentes…

Menchón ya había tratado el acto de paraninfo en "La isla del viento", ficción a la que pertenece este fotograma

Un ejemplo de la gravedad de las apuestas del documental tiene que ver con la censura sufrida por Unamuno… que vendría de largo, y de lejos. Para poder presentar a Unamuno como archienemigo del fascismo y diseñarle así un perfil de víctima propiciatoria, se habla de las presiones nazis a la Fundación Nobel para que no le concediera el Premio Nobel de Literatura. Usando documentos oficiales alemanes y recordando que Unamuno había firmado junto a Marañón y Ortega un “Manifiesto contra la Alemania nazi” que publicó el diario El Sol en junio de 1933, se puede mezclar el choque del paraninfo con el hecho de que el galardón sueco quedara desierto en 1935. Y por todo ello Severiano Delgado se lleva las manos a la cabeza: el sesudo investigador que le hizo la prueba del algodón a la crónica del acto del Paraninfo escrita por Luis Portillo (un mito, titulaba) no advierte nada sospechoso en el idílico final de Unamuno. Aunque ha reconocido la espléndida factura estética del documental, también ha escrito un artículo en el que llama “Ramón Mercader de pacotilla” al ambicioso falangista que visitó al escritor aquella última tarde del año. Se quiere desacreditar cualquier sospecha que nos acerque al asesinato dando –como sugiere que hace Menchón en el documental- “martillazos a la historia”. ¿Con qué argumentos responde Delgado a la provocación audiovisual que significa “Palabras para el fin del mundo"?

Sobre el misterioso visitante, afirma que no hay nada en la biografía de Bartolomé Aragón que pudiera decidir una participación dolosa en la muerte de Unamuno. Aunque miles de militantes como él estaban demostrando ser de “gatillo fácil”, a Aragón se le presenta más bien como un mediocre con ambiciones, dispuesto a medrar para ascender. Tiene razón en cuanto a que parece raro que ejerciera –como dice el documental- de Jefe Provincial de Prensa y Propaganda de la Falange en Huelva, y a la vez, se enrolara en las filas del Requeté que protagonizó la matanza de Nerva. Ser a la vez falangista y tradicionalista puede costar de masticar, pero un buen aspirante no desprecia ningún ascensor. Y en alguno de ellos es plausible que coincidiera con el general Millán Astray a su paso por Huelva, al que Franco acababa de encargar tareas de propaganda. Que un fontanero especializado en estas lides visite a Unamuno la tarde de Nochevieja, como si no hubiera más días que longanizas, a pocas semanas del acto del paraninfo, mientras el veterano intelectual condenado al silencio concedía entrevistas a la prensa extranjera en su casa, muy normal no es. ¡Pero oye, cada uno le dedica la última tarde nevada del año a lo que más le gusta! Lo que me parece más difícil de tragar es que el bendito de Bartolomé quisiera mostrarle al maestro un ejemplar de La Provincia, el periódico que dirigía en Huelva, y mucho menos un estudio sobre el fascismo italiano, en tanto a Unamuno –a juzgar por el reciente acto del paraninfo, algunos feos a José Antonio y los manifiestos que había firmado- el fascismo le daba más bien pereza. Que aquel no era el día apropiado, a no ser que se tenga algún interés urgente, y que el motivo no era el confeso, creo que entra dentro del sentido común. No podemos decir que iba a matarlo, porque fue casualidad que se quedara a solas con él, pero el caso es que Aurelia –la sirvienta- le escuchó gritar dos veces. En la segunda Aragón también gritaba que no lo había matado, por tanto, podemos creer que lo que pasó durante su reunión con Unamuno a Aragón (pobrecillo, ¿eh?) le daba, cuando menos, coraje. Ahora bien: aunque creamos en su angustia tras percibir el fallecimiento inesperado del maestro, podemos dar por cierto que (1) el tema que traía bajo el brazo al rector se la traía al pairo, y (2) los gritos que se escucharon nos permiten concluir que no hablaron. ¡Discutieron! Y que la discusión podría haber precipitado la tan oportuna –para los fascistas- ruptura del sobado bulbo raquídeo de Unamuno que llevamos meses manoseando.


Severiano Delgado también cuestiona que la documentación generada por el óbito sea irregular
, y mete el dedo en la llaga cuando se fija en el análisis que el documental hace del acta de defunción. En el momento en que el metraje muestra ese documento, cubre una parte de él con un destacado que insiste en que la muerte se produjo por “hemorragia bulbar” y parece que lo haga estratégicamente para que el espectador no vea que, a continuación, el diagnóstico escrito continúa diciendo “causa fundamental asterioesclerosis e hipertensión arterial”. El espectador se ve obligado a aceptar, puesto que no conoce las dolencias previas, que –según dice la voz en off- “cuando una hemorragia bulbar producía muerte súbita había que realizar una autopsia judicial por ser muerte sospechosa de criminalidad, ya que puede provocarse sin dejar señales externas”. Severiano Delgado tiene razón en que esa fuente no se debería haber cubierto; lo que se sugiere entre líneas es suficientemente importante como para que el uso de la fuente sea lo más transparente posible. Pero eso no quiere decir que el médico que escribió el diagnóstico actuara exclusivamente con criterios profesionales.

Por lo que respecta al doctor Núñez, Delgado lo retrata como parte del pequeño círculo liberal salmantino vinculado a la universidad. Además de médico de Beneficencia Municipal había sido elegido concejal el 14 de abril de 1931 y, ese mismo año, presidente de la agrupación local de la nueva Acción Republicana. Los alzados le multaron por eso, y fue militarizado como cirujano con el grado de teniente. Francisco Blanco Prieto ha disipado cualquier duda sobre su trabajo, diciendo que, por mucha hemorragia bulbar que hubiera diagnosticado, la autopsia no era legalmente obligatoria porque la Ley de Enjuiciamiento Criminal vigente entonces decía que el juez podía evitarla si el médico forense dictaminaba la causa del fallecimiento. Así que no hacía falta autopsia porque el doctor Núñez, con experiencia acreditada y conocedor del estado clínico de su amigo, no pensó que aquella hemorragia bulbar fuera “sospechosa de criminalidad”. Los críticos del documental consideran que, a pesar de que aquel día se inscribieran once fusilados en el registro, a pesar de que acabaran de asesinar al alcalde de Salamanca, que era de su propio partido, a pesar de que el doctor hubiera tenido que hacer una generosa “suscripción patriótica” para hacerse olvidar su pasado político, y a pesar de que hubieran militarizado su función médica, nada nos permite pensar que el médico certificara una causa de la muerte dictada por otras razones que no fueran sus conocimientos.  O lo que es lo mismo: nos intentan convencer de que si, en el momento de entrar en el domicilio de Unamuno, el doctor hubiera encontrado en el cadáver un orificio de bala entre ceja y ceja, hubiera podido pasear su indignación hasta el juzgado de guardia para denunciarlo.

Por lo que respecta a la censura, se nos dice que sólo en dos de las entrevistas que Unamuno concedió a periodistas extranjeros hubo presentes censores militares y que en el resto no se advierte intervención del Servicio de Prensa y Propaganda. Delgado también descalifica el documento presentado como prueba de la censura alemana. Dice que es un informe fechado en mayo de 1935 por la sucursal madrileña del Servicio Alemán de Intercambio Académico, no de la Embajada, para enviarlo al Ministerio de Asuntos Exteriores. También niega injerencias nazis en el Premio Nobel de Literatura de ese año, basándose en un artículo de Carmen Villar Mir, la corresponsal del ABC en Estocolmo: en 2001 cubrió la publicación de un libro de la Academia Sueca que testimoniaba que el premio se declaró desierto por discusiones internas entre los académicos, no por la situación mundial. Al no lograr ponerse de acuerdo declaraban desierto el premio, lo que privó a Unamuno –el autor más veces nominado de la primera mitad del siglo pasado- de optar al galardón.

Creer que sin un censor presente una entrevista no se corrige a interés de una autoridad, que las discusiones en el seno de la Fundación Nobel estaban movidas exclusivamente por la calidad literaria, y que un organismo menor de un estado científico/burocrático no actúa de acuerdo con las instrucciones más centralizadas, a mi entender, es olvidar la naturaleza de los estados totalitarios y cómo movían sus tentáculos. Me jugaría algo a que los finos analistas que critican a Menchón precipitar conclusiones con documentación incompleta también certifican (sin que podamos contar con el mismo nivel de exigencia documental que le exigen) que Stalin satelizaba a la República. Puedo llegar a aceptar que los mecanismos controladores del precario Nuevo Estado español sufrieran fugas informativas, o que el Torrente de turno que vigilaba el domicilio de Unamuno ejerciera su función con poco celo y algunas entrevistas se colaran, pero me cuesta aceptar que la circulación de la información en un estado burocrático centralizado como el Reich no funcionara como un reloj, tanto para comprar voluntades como para llamar a Estocolmo (menuda neutralidad la de los suecos durante la posterior guerra mundial, todo sea dicho de paso). El documento en alemán que se muestra en “Palabras” demuestra con incomodidad que alguien en Berlín ha preguntado por Unamuno y que se le responde que “tanto por motivos de interés nacional como de política cultural, se ha de rechazar la candidatura presentada por la Universidad de Salamanca”. Otra cosa es si aquel consejo cayó en saco roto, y si las conclusiones para las que se utiliza el documento quedan automáticamente validadas por su existencia. En ese caso, si se trata de criticar los castillos de naipes levantados con ellas, habrá que poner también en cuestión las fuentes que sugieran lo contrario (si no llegan a permitirnos una explicación completa). Y reconocer que, al margen de si el doctor podía ejercer su profesión con garantías y el finado estaba más o menos amenazado, lo que queda claro es que aquel falangista consagrado a la propaganda –ni tesorero de las ursulinas, ni vendedor de enciclopedias- estaba de más aquella tarde en el domicilio de Unamuno.

El frágil anciano al que iba a visitar estaba aislado y deprimido, y se le había privado, con su destitución, de toda tribuna. Quizá no constituyera una amenaza inminente, pero mantenía interés mediático y el acto del Paraninfo había mostrado su progresivo desvelamiento, más o menos arrepentido, porque –de saludar el alzamiento- había pasado en poco tiempo a la condena explícita, o, cuando menos, al “vencer no es convencer”. El asesinato de Lorca pocos meses antes debía pesar como una losa en la percepción de la imagen que los golpistas proyectaban al mundo; había conmocionado la opinión pública internacional, así que había una cierta prisa en que el viejo rector liberal no sembrara más opiniones en la pluma de los periodistas que pudieran entrevistarle sin la eficaz mediación del Servicio de Propaganda que le tenía vigilado. Por si fuera poco, los falangistas, encargados de instaurar el nuevo orden en los territorios controlados por los golpistas, necesitaban el apoyo de alguna firma de referencia, puesto que la intelectualidad (desde Londres a Hollywood) venía abrazando la causa republicana.

Aragón no iba a hacer una visita cualquiera, aunque eso no quiere decir que matara a Unamuno, desde luego. Es cierto que ni sus hijos manifestaron públicamente dudas sobre la versión oficial de la muerte, ni vecinos, colegas o amigos la cuestionaron jamás. Pero la verdad es que el contexto no se prestaba a ponerle comas a las versiones oficiales de aquella dictadura sanguinaria; y –conociendo las puyas políticas que cualquier traspiés podía sembrar en aquellos frágiles tiempos- tampoco parece que la Transición estuviera para muchas revisiones: que aún no hayamos podido sacar de las cunetas a nuestros muertos apunta a que no.

domingo, 24 de enero de 2021

UNAMUNO EN SU LABERINTO ¡Y NOSOTROS EN EL NUESTRO! (1)


Desde que Alejandro Amenábar estrenó “Mientras dure la guerra” estamos envueltos en una espiral de dimes y diretes sobre el acto celebrado en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. Ya durante el rodaje de la película, los Veteranos de la Legión amenazaron con denuncias si el director no tomaba como fuente una fotografía publicada por el diario “El Adelantado de Salamanca” dando cuenta de la conmemoración de aquel “Día de la Raza”: inmortalizaba una despedida aparentemente relajada y sonriente entre Miguel de Unamuno y el general Millán Astray, cuyo presunto “Muera la inteligencia” había que olvidar como lugar común de nuestra memoria en tanto era una invención que Luis Portillo incluyó en el artículo publicado en 1941 bajo el título Unamuno’s Last Lecture. Para descalificar ese relato, recogido con posterioridad por Hugh Thomas y Ricardo de la Cierva, los neofranquistas se han servido del libro publicado por Severiano Delgado, bibliotecario en la Universidad de Salamanca, donde se precisa que la versión canónica de lo ocurrido aquel “Día de la Raza” había sido creada con más ínfulas literarias que historiográficas y, por tanto, no era veraz. De hecho, Luis Portillo no estuvo allí: el profesor de derecho civil en la Universidad salmantina recogería de varios testimonios el dramático enfrentamiento entre Unamuno y Millán Astray, y, tiempo después, ejerciendo como periodista en el servicio exterior en español de la BBC, se sirvió de aquellos recuerdos cuando George Orwell le pidió un artículo para la revista Horizons. Al escribirlo, embelleció el relato de lo ocurrido aquel día con “vivas a la muerte”, mueras a la inteligencia, y “venceréis pero no convenceréis” que en realidad no se produjeron. ¿Qué ocurrió entonces en el paraninfo de la Universidad aquel 12 de octubre de 1936?

Que el acto tenía caspa a toneladas, parece una obviedad. En la mesa presidía, junto a Unamuno y la esposa de Franco, el General Millán Astray, presidente honorario de la Legión Española. Además de esa importante representación del ejército, la había de otras fuerzas político-sociales que venían apoyando el golpe: la universidad (sometida), la iglesia (que se apuntaba al bombardeo) y los monárquicos (simbolizados por José María Pemán). Por lo que respecta a los discursos que se pudieron escuchar durante el acto, repasaban el pasado nacional para culminar en el Alzamiento como si de una promesa de reposición de aquel pasado glorioso se tratara, y condimentaban toda esa propaganda chabacana con retóricas neo-imperialistas que vindicaban a España como Descubridora del Nuevo Mundo, evangelizadora de la mitad del orbe, y un largo etcétera de idioteces muy alejadas del pensamiento de Unamuno.

Cinco días antes se había constituido en Guernica elprimer gobierno vasco bajo la presidencia de José Antonio Aguirre, después de que las cortes, reunidas en Valencia, aprobaran el estatuto de autonomía. Así que para aquella turba de carneros España se estaba rompiendo, y, por tanto, la ceremonia del Paraninfo, la primera del Nuevo Estado emergente, constituía la ocasión ideal para celebrar el pasado histórico imperial aderezándolo con ínfulas cientifoides basadas en la consideración de la hispanidad como una raza. Unamuno nunca había defendido la diversidad cultural y lingüística de España, pero había acabado votando a favor del estatuto catalán. Él había rechazado ya la noción de Raza como “categoría zoológica”, asociaba la Hispanidad a la lengua, y desechaba la noción de “anti-España”.  Podemos pensar, pues, que todos aquellos discursos, seguramente, debieron incomodarle. El desasosiego aumentaría cuando uno de los oradores, el catedrático de literatura Francisco Maldonado de Guevara, pronunció una ponencia sobre la oposición entre Oriente (como símbolo del comunismo) y una presunta “civilización occidental” en la que España sintonizaba por la vía del cristianismo. Como visión historiográfica es tan sencilla y didáctica como estúpida, pero el principal problema que presenta es que choca con otras formas de sentir España y, sobre todo, con quienes no la sienten, lo que obligaba metodológicamente (y ojalá sólo hubiera sido así) a identificar al País Vasco y a Cataluña como la “anti-España”, dos cánceres en el cuerpo de la nación que el ejército -en tanto cirujano de hierro- estaba dispuesto a extirpar.

Si a cualquier persona con sentido común toda esa basura carpetovetónica le sulfura, imagínese a un coco del calibre Unamuniano. Así que, mientras José María Pemán peroraba sobre la vocación de España como “defensora de la civilización cristiana”, Don Miguel empezó a tomar notas en el reverso de una carta que llevaba en el bolsillo. En ella, Carmen Carbonell, esposa de su amigo el pastor protestante Atilano Coco, le pedía intercesión para que los militares excarcelaran a su marido. ¿Con qué estado de ánimo articuló su intervención precipitando unas palabras en el dorso de aquella carta doliente? Para empezar, hemos de recordar que no estaba previsto que hablara; por tanto, lo hizo como reacción a lo que escuchó. Los testimonios parecen sugerir que su actitud se movía entre el dolor, la desesperanza y la indignación. No podemos concretarlo, pero sí podemos meter en la olla de cocción historiográfica los datos que nos describen el contexto en que vivía: aunque en Salamanca no se estaba viviendo la guerra, sí se estaba viviendo el exterminio; Unamuno carecía de noticias de sus dos hijos, que servían en el frente republicano; y algún tipo de arrepentimiento por su inicial justificación del golpe debía estar zarandeándole. Que escribiera precipitadamente cuatro argumentos al vuelo en el dorso de aquella carta olvidada en su bolsillo no es baladí: la impotencia que debía provocarle no poder dar respuesta a las llamadas desesperadas de familiares de detenidos cercanos debía aumentar su incomodidad. Según Delgado, el bombardeo de Bilbao que había ordenado el general Mola pocos días antes pudo traer a su memoria los recuerdos infantiles de la guerra carlista allí vivida (1874) y supuso un punto de inflexión.

Aunque no podamos meternos en su cabeza o en su corazón, tenemos un dato objetivo que puede ayudarnos a entenderle. En “Arqueología de un mito” se nos descubre que, apenas una semana antes, se había reunido con Franco –recién proclamado Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Gobierno del Estado por la Junta de Defensa- en el Palacio Episcopal de Salamanca, cedido por el obispo de la ciudad, Pla y Deniel, como Cuartel General del Ejército Nacional. Tenemos constancia de ese encuentro porque en el número 52 de la revista Esprit: revue International (1/1937) un periodista del grupo de prensa católica belga Ven l’Avenir reproduciría las palabras que, según Unamuno, trasladó a Franco. Parece ser que el escritor confesaba haber visto excesos y habérselos hecho constar explícitamente: “Se cometen crímenes, venganzas, ejecuciones sumarias (…) Esto es inadmisible. He sugerido a Franco que debía hacer reinar el orden en todas partes. No se trata de conquistar; hay una diferencia entre conquistar y convertir”. Esta idea debía ir dándole vueltas durante esos días, porque la podemos reconocer también en las palabras que, inesperadamente, querrá pronunciar en el paraninfo. En resumen, tal y como se puede concluir de la comparación de las quince entrevistas concedidas a periodistas entre agosto y diciembre de 1936, el Unamuno que pide la palabra aquel 12 de octubre no es el mismo que había justificado su adhesión al Alzamiento. Ha comprobado su brutalidad y su deriva fascista, y está, cuando menos, desasosegado. Cuando alza la voz aquel día, quiere mandar –como un náufrago, en el símil que hace Delgado en el capítulo 8 de su libro, que se titula “Mensaje en una botella”- una condena desde su isla liberal sacudida por un océano de fascismo.

¿Y qué dijo, finalmente, cuando tomó la palabra? Él mismo había descrito la realidad sociopolítica española como una guerra civil, y, como sinónimo de rifirrafe político (en un contexto polarizado, de movilización masiva y conflictividad social) se había extendido su uso hasta sugerir la bondad de tal guerra como mecanismo de superación de los conflictos pendientes. Era una metáfora, pero muy frívola. Urgido interiormente a separarse del símil, la primera idea que desgajó frente al auditorio de carneros que llenaba el paraninfo fue la definición de la pesadilla de 1936 como una “guerra incivil”, en tanto abandonaba las armas de la civilidad, aquellas con las que él hubiera preferido ver combatir a la sociedad española. No podemos conocer las palabras exactas que pronunció, pero parece claro que ese juego de palabras nos permitiría incluir la idea de que no basta vencer para convencer, ni conquistar para convertir. También negó la idea de la “anti-España” defendiendo la españolidad de catalanes y vascos, lo que equivale a identificar a España con la diversidad, y no con la unicidad. Y parece que concluyó que la Hispanidad giraba en torno a la lengua común, y no a ninguna Raza, poniendo como ejemplo de ese universo de valores común entorno a la lengua al poeta José Rizal. La mención del nacionalista filipino fusilado en 1896 debió ser lo que provocó la reacción de Millán Astray, que había combatido en Filipinas, quien se empeñó en interrumpirle y a raíz de cuya intervención se pronunciaron confusos y truculentos gritos. Si no creemos que gritara textualmente “Mueran los intelectuales”, tendremos que dar por bueno el recuerdo que el propio general tenía del evento: él diría más tarde que había advertido brevemente a los jóvenes soldados que llenaban el local para que no se dejaran embaucar “por intelectuales que hacían juegos malabares de palabras”. A ese presuntamente sutil cruce de palabras se reduciría el altercado que tuvo lugar en el paraninfo, lo que explicaría que la fotografía que sirve de portada al libro de Severiano Delgado mostrara a Unamuno y Millán Astray despidiéndose amablemente. Es cierto que no parece existir tensión entre ellos, que se les ve despedirse cortésmente, pero el entorno no parece precisamente amable. Por mucho que se quiera blanquear el contexto, no atino a ver en la fotografía nada más que a jóvenes machirulos acosando a un anciano, sin mostrarle la mínima consideración.


Es más. Hay otros estudiosos que recogen indicios de que el incidente fue mucho más incómodo de lo que la nueva versión supone: el catedrático emérito de la Sorbona Jean-Claude Rabaté y su esposa Colette, unamunólogos muy respetados, sugieren que el enfrentamiento fue de calado. Y hay otros indicios. Para empezar, la carta que, al día siguiente, escribió el jefe de la Falange salmantina, un tal Francisco Bravo, al hijo mayor de Unamuno, que estaba en Palencia: hacía referencia “al grave incidente suscitado con ocasión del acto del paraninfo” para aconsejarle que convenciera a su padre de que evitara “actuaciones públicas que alarmen o indignen a gentes que andamos metidos en la guerra”, no fuera que “pudiera sucederle algún incidente desagradable”. Sabemos también que Unamuno fue abucheado aquella misma tarde en el casino, que su hijo Rafael tuvo que acudir a protegerle. Y sabemos que las represalias llegaron en seguida: al día siguiente se le revocó el cargo de concejal, y el día 14 le destituyeron como rector. También he leído en una entrevista a Raimundo Cuesta que, para confirmar la gravedad del enfrentamiento, se puede usar el posterior testimonio de Millán Astray: el fundador de la Legión escribió que, de no haber sido por su invitación a que el rector saliera del brazo de Carmen Polo, “quizá se hubiera tomado alguna medida violenta contra el señor Unamuno”. El mismo Unamuno escribirá a un amigo pocas semanas después: “hubiera visto usted aullar a esos dementes azuzados por el grotesco y loco histrión que es Millán Astray”.

Parece claro que la recreación que veníamos dando por buena mitificaba el choque entre intelectuales y militares, entre las letras y las armas, entre la persuasión y el insulto, simbolizados, respectivamente, por un anciano lúcido y sereno, y una horda vociferante de carneros armados. Todo debió ser más atropellado y confuso, pero, en cualquier caso, el gesto agranda a Unamuno fueran cuales fueran sus palabras. Es absurdo intentar reconstruirlas con exactitud porque dependemos de la memoria de fuentes interesadas, aunque contamos con sus notas para hacernos una idea. Y, en cualquier caso, aquel gesto, que hace justicia a su acreditado coraje de decir lo que se piensa, le salió muy caro. Porque el precio que tuvo que pagar no se abonó al contado aquel día de octubre.