El reciente estreno en Filmin de “Palabras para el fin del mundo” me ha permitido volver a visionar el documental reflexionando con tranquilidad y comprobar que –aunque nos hemos concentrado en el acto del paraninfo y la sospechosa muerte de Miguel de Unamuno- la cinta contiene muchos más elementos de análisis que son interesantes. El documental selecciona cuidadosamente, por ejemplo, aquellos pasajes que harían de Unamuno un intelectual estrechamente comprometido con la república: cuando volvió del exilio en 1930 declaró que “en España hay una consciencia que empieza a despertar” y abogó por una república civil, social, laica. Cuando fue nombrado alcalde honorífico perpetuo en 1931, felicitó el ejemplo de la ciudadanía que había mantenido el orden tras el hundimiento de la monarquía, y en Salamanca saludó el advenimiento de la República apelando a los comuneros que, desde su punto de vista, ya habían significado “la soberanía popular”. Manuel Menchón añade en su metraje unas imágenes de la manifestación del 1 de mayo, que Unamuno parecer presidir junto a los políticos. Sin embargo, también explica cómo la primera quema de conventos en mayo de 1931, por la que su hermana monja se lamenta en una carta, provocaron que emitiera una primera reprobación: acabaría diciendo que la República le dolía, pero al mismo tiempo también se mostró inquieto por el ascenso del fascismo, escribió que Hitler era un “deficiente mental y espiritual” y llamó a Mussolini “trágico polichinela”. Aunque se felicitó porque “no nos ha llegado la tontería de la esvástica” también lamentó que tuviéramos “a Millán Astray”, que en aquellos momentos debía parecer una especie de Gabriele D'Annunzio.
No debemos precipitarnos: Unamuno era un liberal conservador, y como liberal se sintió incómodo con las quemas de conventos, o con la Ley de Defensa de la República. Pero queda claro que estaba mucho más lejos del fascismo ascendente. De hecho, el régimen le reconoció públicamente nombrándole rector, presidente del Consejo Nacional de Instrucción Pública, alcalde honorario de Salamanca, diputado … y muchas de las críticas que él pronunció tienen más que ver con la polarización política (que no sería fruto de la república en sí, sino del mal uso que pudieron hacer los “hunos y los hotros” participando de la espiral de radicalizaciones). Cuando leo aquellos tirones de orejas me parecen referencias a la derecha, ya que criticaba a quien patrimonializaba el amor a España, porque, según él, “nadie tiene la exclusividad del patriotismo”, proponiendo como alternativa la mano extendida que muestra la estatua de Fray Luis de León a la entrada de la Universidad de Salamanca como símbolo de calma y meditación. Apoyó el golpe, sí, pero porque sus protagonistas lo presentaron en sus primeros momentos como "netamente republicano y de lealtad absoluta al régimen", una especie de dignificación de la República; y porque la sabiduría no te libra del error. Así que los golpistas pudieron presumir del donativo de cinco mil pesetas que les cedió (quizá coaccionado, como tantos otros, ya que era la mitad de su sueldo anual y en su casa no sobraban). Declaraciones y donativos explican que –como se escucha en el documental- el presidente Azaña dijera que “el gobierno veía con dolor que don Miquel de Unamuno, para quien la república había reservado las máximas expresiones de respeto y devoción, no haya respondido en el momento presente a la lealtad a la que estaba obligado sumándose de modo público a la facción en armas”. La República actuó en consecuencia: en agosto de 1936 destituyó a Unamuno como rector de la Universidad.
Fue entonces cuando las tribus del golpe vieron su oportunidad y le restituyeron en el rectorado. Él debió sentirse en un primer momento muy halagado, pero seguro que a los pocos días debió empezar a notar que aquel nuevo traje de rector le tiraba la sisa. Probablemente sin quererlo, se había convertido en rehén de los sublevados, y durante las seis escasas semanas que duró en el cargo se vio obligado a ensuciarse las manos. Y no me refiero solamente a que asistirá desconcertado a la depuración de la universidad, y al espectáculo impúdico de la violencia sumaria, sino a otros sapos concretos que deberá tragarse como “intelectual orgánico”:
* Se verá obligado a pedir disculpas al general Martínez Anido por un artículo de 1920 en el que –criticando la represión a la que por entonces venía sometiendo al movimiento obrero en Barcelona- le había llamado “ganso histérico”.
* O a que, cuando el claustro de profesores aprobó por unanimidad una declaración de adhesión al Movimiento, su texto fue publicado como si Unamuno fuera su autor, lo que –según una carta al director del ABC en Sevilla- le molestó profundamente.
El mayor marrón que debió comerse, sin embargo, son las violencias. Y en ese contexto podemos entender que alzara la voz en el acto del paraninfo en octubre. El documental se suma a la tesis del matrimonio Rabaté, que ve en el enfrentamiento con Millán Astray una gran tensión escénica, tal y como parece sugerir que la prensa reprodujera al día siguiente los discursos del acto obviando las aportaciones de Millán Astray y Unamuno. Los acontecimientos inmediatamente posteriores parecen confirmarlo: la retirada del título honorífico de alcalde perpetuo al día siguiente, el claustro votando su destitución como rector el 14 de octubre, la ejecución de su discípulo el día 23 de octubre, y el 8 de diciembre –día de la Inmaculada Concepción, dogma que los protestantes niegan- lo será también su buen amigo, el pastor evangélico. Él mismo autoriza “a difundir ampliamente en mi nombre que vivo bajo llave y cerrojo (…) me sorprende que aún no me hayan fusilado”.
Manuel Menchón ya había tratado el acto del paraninfo en la ficción: al final de "La isla del viento" |
Es cierto que esas medidas vengativas (o preventivas, en el caso que estuvieran destinadas a evitar la trascendencia del acto del Paraninfo) no implican necesariamente que Bartolomé Aragón acudiera al domicilio de Unamuno a asesinarle; pero también lo es que los críticos del documental ignoran el contexto cultural en que se produce el fallecimiento, como si fuera absolutamente ajeno. Me refiero al creciente irracionalismo del fascismo que se estaba desplegando. El mismo anciano asustado, recluido y vigilado por los funcionarios de propaganda (ansiosos de subsanar el error para la imagen del golpe que podrían significar las declaraciones de Unamuno el 12 de octubre), describió con la misma quirúrgica capacidad descriptiva que se le aplaude cuando critica a la república, que “toda esta gente está contra la inteligencia (…) están disparando contra los intelectuales (…) si triunfan España se convertirá en un país de imbéciles”. Si con los expedientes de depuración y el asesinato sistemático de los maestros no hay suficientes pistas para darle forma a ese contexto, Manchón demuestra con un buen número de imágenes –y esa creo que es su gran aportación, la que sus críticos descuidan para reprenderle por apropiadas pero banales zarandajas documentales- que se organizaron grandes quemas de libros. Estos bibliocaustos venían acompañados de rituales iniciáticos tras la toma de importantes localidades; en ellos se incluían lecturas de grandes pasajes de las “buenas lecturas” y se maldecía a los intelectuales y escritores objeto de persecución. El fenómeno ha sido estudiado por Ana Martínez Rus, quien confesaba hace poco a Eldiario.es que contamos con pocas imágenes “porque la dictadura duró mucho, tuvo tiempo de borrarlo”. Todos los que asistimos a congresos hemos escuchado lamentarse a importantes historiadores sobre la eficaz tarea de destrucción documental que acometió el régimen, y –aunque pueda ser casual el incendio que en agosto de 1945 destruyó los laboratorios Cinematiraje Riera de Madrid, donde se almacenaban las películas y negativos del NO-DO producidos hasta entonces- resulta cansino comprobar la decisiva influencia de esta casualidad en la conformación del régimen franquista: sabemos que es casualidad que Sanjurjo y Mola se estrellaran y Franco nunca cogiera un avión, ya sabemos que es casualidad que el almacén (y sólo el almacén) de esos estudios se quemara mientras el régimen probaba de disimular su estrecha alianza con el Reich agonizante, y sabemos que es casualidad que Bartolomé Aragón visitara a Unamuno la tarde en que murió.
Así pues, también será casualidad que el deceso coincidiera con una agresiva ofensiva coordinada contra la cultura por
parte del Nuevo Estado en formación, que, además de la depuración de la universidad
y la ejecución de los maestros, incluía también las quemas de libros en las que
–oh, por dios, otra casualidad- con tanta efectividad participaba Bartolomé
Aragón. En una ceremonia de quema de libros en Huelva, el Jefe de Falange había advertido –por si alguien buscaba sutiles semejanzas con lo que había ocurrido en
Alemania- que aquella ceremonia que iba a producirse no era un acto de
importación, sino que formaba parte de la más gloriosa tradición propia.
Quienes crean que eso de quemar libros lo habían inventado los nazis, parecía
decir, “no conocen lo mejor de nuestra literatura”: y tomaba el Quijote en sus
manos para acudir al pasaje en que –cuando el barbero y el cura se proponen
apartar de la biblioteca los libros que, presuntamente, habían enturbiado la
mente de Alonso Quijano- la sobrina sugería que “no hay para qué perdonar a
ninguno porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las
ventanas y prenderles fuego”. Ana Martínez Rus ha explicado cómo fueron
destruidas las bibliotecas de Castelao, o la del presidente Casares Quiroga en
La Coruña, la de Max Aub en Valencia, o la de Juan Ramón. Y cómo el diario Ya
daba cuenta de la ceremonia con la que se festejó el Día del Libro en Madrid ese
1939 de ingrata memoria: “con un
simbólico y ejemplar auto de fe. En el viejo huerto de la Universidad Central
(…) se alzó una humilde tribuna, custodiada por dos grandes banderas
victoriosas. Frente a ella, sobre la tierra reseca y áspera, un montón de
libros torpes y envenenados”. Parece ser que un tal Antonio Luna,
catedrático de derecho, discursó sobre el orgullo de quemar los libros “separatistas, liberales, marxistas, los de
la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los
pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis”, y se
felicitaba porque, entre ellos, los había de Rousseau, Marx o Sabino Arana. La
crónica terminaba diciendo que “prendido
el fuego al sucio montón de papeles, mientras las llamas subían al cielo con
alegre y purificador chisporroteo, la juventud universitaria, brazo en alto,
cantaba con ardor y valentía el Cara al sol”.
Vamos a suponer que ni la depuración universitaria, ni
el exterminio de los maestros, ni los bibliocaustos, ni las amenazas que
encerraron a Unamuno su casa, tuviesen nada que ver con la casual defunción de
Unamuno. Supongamos que el “Muera la intelectualidad traidora” que
presuntamente Millán Astray pronunció en el acto del paraninfo nos parece poco
creíble porque en la foto que publicó la prensa al día siguiente se nos aparecen
ambos en medio de una cordial despedida. Caso de que esas fuentes nos parezcan insuficientes para considerar sospechoso el contexto en el que Unamuno falleció, podemos acudir a las
palabras que, durante el primer acto que celebró después del 12 de octubre,
pronunció Millán Astray: “Ay de aquellos
intelectuales que marchen por las sendas tenebrosas y los que emplean caminos
sutiles, disfraces, juegos de palabras (…) serán fulminados”. Puede que
Bartolomé Aragón no lo fulminara, pero el secuestro y el silenciamiento de la
voz de Unamuno constituyen, aunque figuradamente, un asesinato. La culminación
de ese proceso de apropiación del personaje culminó cuando los falangistas se
presentaron en el funeral y cargaron a hombros el féretro. Uno de los nietos del finado,
Miguel de Unamuno Adagarra, recuerda cómo la mañana del primer día de 1937 “sin previo aviso, se presentaron algunos
falangistas (…) agarraron el féretro y se lo llevaron sin más (…) sin pedir
permiso ni nada”. En el documental, este señor manifiesta recordar la
angustia de un pequeño primo que le preguntaba a su tía Felisa si lo iban “a
tirar al río”. Un familiar de Unamuno califica aquello como un “robo violento” que
culminaba el proceso de apropiación del personaje para hacer un uso
propagandístico presentándolo como si alguna vez hubiera sintonizado con Falange.
Aunque Francisco Blanco Prieto se sirve de la fotografía de la salida del
féretro para negar esa afirmación, el nieto de Unamuno censura el “abusivo protagonismo de los
falangistas”, que lo presentaron como uno de los suyos “sin tener en cuenta la
dureza con que los había despreciado”. Por el momento hemos de creer que la
rapidez con la que intelectuales orgánicos próximos a Falange se presentaron
en el velatorio fue también casualidad.