Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

martes, 26 de enero de 2021

UNAMUNO EN SU LABERINTO ¡Y NOSOTROS EN EL NUESTRO! (2)

La discusión sobre el contenido de la participación de Unamuno en el acto celebrado en el paraninfo de la universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936 puede parecer bizantina porque especula más que concluye, pero la que ha seguido al éxito del documental “Palabras para el fin del mundo” supera todas las expectativas porque sugiere que la versión oficial de la muerte del escritor es falsa. En el post anterior me refería a la carta que el jefe de la falange salmantina había escrito al hijo mayor de Unamuno después del “grave incidente” del Paraninfo, aconsejándole que su padre “evitara actuaciones públicas”, no fuera que “pudiera sucederle algún incidente desagradable”. Esas inquietantes palabras, escritas por uno de los impulsores de la represión, remiten al exterminio que se estaba practicando allí donde el golpe había triunfado. En el caso de Salamanca fueron más de mil asesinados, a pesar de que la provincia fue controlada a las pocas horas del golpe: entre ellos se pueden contar –además de maestros y jornaleros- a algunos amigos de Unamuno, como su discípulo Salvador Vila, el pastor protestante Atilano Coco, y el alcalde Casto Prieto. Sabemos que Unamuno había sido abucheado en el casino pocas horas después del acto del paraninfo, que el Ayuntamiento le cesó del cargo de concejal y que el claustro de profesores de la Universidad votó su destitución como rector. Todo apunta a que se estaba tejiendo la venganza. El capítulo 7 de “Arqueología de un mito” describe la situación de Unamuno después del 12 de octubre como una especie de confinamiento sin detención oficial, pero con vigilancia constante. Los periodistas que lo visitaron en esos días lo describieron cansado y canoso; más que viejo, envejecido. El día 31 de diciembre falleció mientras hablaba con un joven profesor que le visitaba, quien, según dijo, se dio cuenta cuando notó que las zapatillas del maestro se quemaban en el brasero. Afuera… ¡caía la nieve! (Y los republicanos como chinches, todo sea dicho de paso).

El relato de aquella tarde de fin de año es idílico, a pesar de que se produjo en mitad del infierno. Y por eso Manuel Menchón se ha atrevido a llamarlo con ironía “un cuento de Dickens”. No sólo ha cuestionado el discurso onírico que –ignorando la lluvia de sangre que estaba cayendo sobre Salamanca- parece mecer la plácida muerte de Unamuno. También ha proyectado algunas dudas sobre la naturaleza del extraño visitante para el que Unamuno pronunció sus últimas palabras. Para empezar, Bartolomé Aragón –que así se llamaba la criatura- no había sido alumno suyo, y les separaba un abismo ideológico: este solícito joven había estudiado en la Universidad de Pisa, la meca intelectual del fascismo (si es que el fascismo puede tener algo intelectual). No parece que fuera un conocido cercano, ni desde luego un apreciado antiguo alumno, como decía la versión que él mismo contaría.

Palabras para el fin del mundo” no sólo cuestiona a la última persona que vio con vida a Unamuno. También proyecta algunas dudas sobre los documentos que certifican la defunción del prestigioso escritor, tratándolos de irregulares. No es que cuestione al médico que firmó el certificado: el doctor Núñez era amigo de Unamuno y un prestigioso cirujano. Había sido concejal por Acción Republicana, por lo que había tenido que pagar una elevada multa unos días antes. Menchón dice que falló un diagnóstico que no se podía conocer sin autopsia, y, aunque no dice textualmente que mintiera, sugiere que el médico estaba “bajo el yugo de los sublevados”. No concreto las otras presuntas irregularidades documentales de las que se extraña, porque un artículo de Francisco Blanco Prieto las ha desmentido de forma razonable.

Una tercera sombra que el documental proyecta sobre los hechos tiene que ver con la censura que, a partir del acto del paraninfo, sufrió el escritor. Si en la advertencia de que callara para que no pudiera sucederle “algo desagradable” que, tan amablemente, le envió a su hijo un reconocido falangista no reconocemos una amenaza en toda regla, podemos escuchar al propio Unamuno: en una entrevista concedida al periodista George Sadoul confesaba que estaba “vigilado y no me dejan salir, pero sin embargo aún no me han fusilado”; también escribió al director del ABC en Sevilla, Juan Carretero, que “si me han de asesinar, será aquí en mi casa”.  Pocos académicos ofrecen a estas palabras la misma consideración que las críticas que Unamuno dispensó a la República, quizá porque nos llevan a un camino sin salida por el que el documental se ha atrevido a caminar sirviéndose de las incoherencias del relato oficial. No explicita ninguna acusación, pero sugiere hipótesis de gran envergadura difíciles de contrastar. Hay que decir, sin embargo, que los desmentidos tampoco parecen mucho más consistentes…

Menchón ya había tratado el acto de paraninfo en "La isla del viento", ficción a la que pertenece este fotograma

Un ejemplo de la gravedad de las apuestas del documental tiene que ver con la censura sufrida por Unamuno… que vendría de largo, y de lejos. Para poder presentar a Unamuno como archienemigo del fascismo y diseñarle así un perfil de víctima propiciatoria, se habla de las presiones nazis a la Fundación Nobel para que no le concediera el Premio Nobel de Literatura. Usando documentos oficiales alemanes y recordando que Unamuno había firmado junto a Marañón y Ortega un “Manifiesto contra la Alemania nazi” que publicó el diario El Sol en junio de 1933, se puede mezclar el choque del paraninfo con el hecho de que el galardón sueco quedara desierto en 1935. Y por todo ello Severiano Delgado se lleva las manos a la cabeza: el sesudo investigador que le hizo la prueba del algodón a la crónica del acto del Paraninfo escrita por Luis Portillo (un mito, titulaba) no advierte nada sospechoso en el idílico final de Unamuno. Aunque ha reconocido la espléndida factura estética del documental, también ha escrito un artículo en el que llama “Ramón Mercader de pacotilla” al ambicioso falangista que visitó al escritor aquella última tarde del año. Se quiere desacreditar cualquier sospecha que nos acerque al asesinato dando –como sugiere que hace Menchón en el documental- “martillazos a la historia”. ¿Con qué argumentos responde Delgado a la provocación audiovisual que significa “Palabras para el fin del mundo"?

Sobre el misterioso visitante, afirma que no hay nada en la biografía de Bartolomé Aragón que pudiera decidir una participación dolosa en la muerte de Unamuno. Aunque miles de militantes como él estaban demostrando ser de “gatillo fácil”, a Aragón se le presenta más bien como un mediocre con ambiciones, dispuesto a medrar para ascender. Tiene razón en cuanto a que parece raro que ejerciera –como dice el documental- de Jefe Provincial de Prensa y Propaganda de la Falange en Huelva, y a la vez, se enrolara en las filas del Requeté que protagonizó la matanza de Nerva. Ser a la vez falangista y tradicionalista puede costar de masticar, pero un buen aspirante no desprecia ningún ascensor. Y en alguno de ellos es plausible que coincidiera con el general Millán Astray a su paso por Huelva, al que Franco acababa de encargar tareas de propaganda. Que un fontanero especializado en estas lides visite a Unamuno la tarde de Nochevieja, como si no hubiera más días que longanizas, a pocas semanas del acto del paraninfo, mientras el veterano intelectual condenado al silencio concedía entrevistas a la prensa extranjera en su casa, muy normal no es. ¡Pero oye, cada uno le dedica la última tarde nevada del año a lo que más le gusta! Lo que me parece más difícil de tragar es que el bendito de Bartolomé quisiera mostrarle al maestro un ejemplar de La Provincia, el periódico que dirigía en Huelva, y mucho menos un estudio sobre el fascismo italiano, en tanto a Unamuno –a juzgar por el reciente acto del paraninfo, algunos feos a José Antonio y los manifiestos que había firmado- el fascismo le daba más bien pereza. Que aquel no era el día apropiado, a no ser que se tenga algún interés urgente, y que el motivo no era el confeso, creo que entra dentro del sentido común. No podemos decir que iba a matarlo, porque fue casualidad que se quedara a solas con él, pero el caso es que Aurelia –la sirvienta- le escuchó gritar dos veces. En la segunda Aragón también gritaba que no lo había matado, por tanto, podemos creer que lo que pasó durante su reunión con Unamuno a Aragón (pobrecillo, ¿eh?) le daba, cuando menos, coraje. Ahora bien: aunque creamos en su angustia tras percibir el fallecimiento inesperado del maestro, podemos dar por cierto que (1) el tema que traía bajo el brazo al rector se la traía al pairo, y (2) los gritos que se escucharon nos permiten concluir que no hablaron. ¡Discutieron! Y que la discusión podría haber precipitado la tan oportuna –para los fascistas- ruptura del sobado bulbo raquídeo de Unamuno que llevamos meses manoseando.


Severiano Delgado también cuestiona que la documentación generada por el óbito sea irregular
, y mete el dedo en la llaga cuando se fija en el análisis que el documental hace del acta de defunción. En el momento en que el metraje muestra ese documento, cubre una parte de él con un destacado que insiste en que la muerte se produjo por “hemorragia bulbar” y parece que lo haga estratégicamente para que el espectador no vea que, a continuación, el diagnóstico escrito continúa diciendo “causa fundamental asterioesclerosis e hipertensión arterial”. El espectador se ve obligado a aceptar, puesto que no conoce las dolencias previas, que –según dice la voz en off- “cuando una hemorragia bulbar producía muerte súbita había que realizar una autopsia judicial por ser muerte sospechosa de criminalidad, ya que puede provocarse sin dejar señales externas”. Severiano Delgado tiene razón en que esa fuente no se debería haber cubierto; lo que se sugiere entre líneas es suficientemente importante como para que el uso de la fuente sea lo más transparente posible. Pero eso no quiere decir que el médico que escribió el diagnóstico actuara exclusivamente con criterios profesionales.

Por lo que respecta al doctor Núñez, Delgado lo retrata como parte del pequeño círculo liberal salmantino vinculado a la universidad. Además de médico de Beneficencia Municipal había sido elegido concejal el 14 de abril de 1931 y, ese mismo año, presidente de la agrupación local de la nueva Acción Republicana. Los alzados le multaron por eso, y fue militarizado como cirujano con el grado de teniente. Francisco Blanco Prieto ha disipado cualquier duda sobre su trabajo, diciendo que, por mucha hemorragia bulbar que hubiera diagnosticado, la autopsia no era legalmente obligatoria porque la Ley de Enjuiciamiento Criminal vigente entonces decía que el juez podía evitarla si el médico forense dictaminaba la causa del fallecimiento. Así que no hacía falta autopsia porque el doctor Núñez, con experiencia acreditada y conocedor del estado clínico de su amigo, no pensó que aquella hemorragia bulbar fuera “sospechosa de criminalidad”. Los críticos del documental consideran que, a pesar de que aquel día se inscribieran once fusilados en el registro, a pesar de que acabaran de asesinar al alcalde de Salamanca, que era de su propio partido, a pesar de que el doctor hubiera tenido que hacer una generosa “suscripción patriótica” para hacerse olvidar su pasado político, y a pesar de que hubieran militarizado su función médica, nada nos permite pensar que el médico certificara una causa de la muerte dictada por otras razones que no fueran sus conocimientos.  O lo que es lo mismo: nos intentan convencer de que si, en el momento de entrar en el domicilio de Unamuno, el doctor hubiera encontrado en el cadáver un orificio de bala entre ceja y ceja, hubiera podido pasear su indignación hasta el juzgado de guardia para denunciarlo.

Por lo que respecta a la censura, se nos dice que sólo en dos de las entrevistas que Unamuno concedió a periodistas extranjeros hubo presentes censores militares y que en el resto no se advierte intervención del Servicio de Prensa y Propaganda. Delgado también descalifica el documento presentado como prueba de la censura alemana. Dice que es un informe fechado en mayo de 1935 por la sucursal madrileña del Servicio Alemán de Intercambio Académico, no de la Embajada, para enviarlo al Ministerio de Asuntos Exteriores. También niega injerencias nazis en el Premio Nobel de Literatura de ese año, basándose en un artículo de Carmen Villar Mir, la corresponsal del ABC en Estocolmo: en 2001 cubrió la publicación de un libro de la Academia Sueca que testimoniaba que el premio se declaró desierto por discusiones internas entre los académicos, no por la situación mundial. Al no lograr ponerse de acuerdo declaraban desierto el premio, lo que privó a Unamuno –el autor más veces nominado de la primera mitad del siglo pasado- de optar al galardón.

Creer que sin un censor presente una entrevista no se corrige a interés de una autoridad, que las discusiones en el seno de la Fundación Nobel estaban movidas exclusivamente por la calidad literaria, y que un organismo menor de un estado científico/burocrático no actúa de acuerdo con las instrucciones más centralizadas, a mi entender, es olvidar la naturaleza de los estados totalitarios y cómo movían sus tentáculos. Me jugaría algo a que los finos analistas que critican a Menchón precipitar conclusiones con documentación incompleta también certifican (sin que podamos contar con el mismo nivel de exigencia documental que le exigen) que Stalin satelizaba a la República. Puedo llegar a aceptar que los mecanismos controladores del precario Nuevo Estado español sufrieran fugas informativas, o que el Torrente de turno que vigilaba el domicilio de Unamuno ejerciera su función con poco celo y algunas entrevistas se colaran, pero me cuesta aceptar que la circulación de la información en un estado burocrático centralizado como el Reich no funcionara como un reloj, tanto para comprar voluntades como para llamar a Estocolmo (menuda neutralidad la de los suecos durante la posterior guerra mundial, todo sea dicho de paso). El documento en alemán que se muestra en “Palabras” demuestra con incomodidad que alguien en Berlín ha preguntado por Unamuno y que se le responde que “tanto por motivos de interés nacional como de política cultural, se ha de rechazar la candidatura presentada por la Universidad de Salamanca”. Otra cosa es si aquel consejo cayó en saco roto, y si las conclusiones para las que se utiliza el documento quedan automáticamente validadas por su existencia. En ese caso, si se trata de criticar los castillos de naipes levantados con ellas, habrá que poner también en cuestión las fuentes que sugieran lo contrario (si no llegan a permitirnos una explicación completa). Y reconocer que, al margen de si el doctor podía ejercer su profesión con garantías y el finado estaba más o menos amenazado, lo que queda claro es que aquel falangista consagrado a la propaganda –ni tesorero de las ursulinas, ni vendedor de enciclopedias- estaba de más aquella tarde en el domicilio de Unamuno.

El frágil anciano al que iba a visitar estaba aislado y deprimido, y se le había privado, con su destitución, de toda tribuna. Quizá no constituyera una amenaza inminente, pero mantenía interés mediático y el acto del Paraninfo había mostrado su progresivo desvelamiento, más o menos arrepentido, porque –de saludar el alzamiento- había pasado en poco tiempo a la condena explícita, o, cuando menos, al “vencer no es convencer”. El asesinato de Lorca pocos meses antes debía pesar como una losa en la percepción de la imagen que los golpistas proyectaban al mundo; había conmocionado la opinión pública internacional, así que había una cierta prisa en que el viejo rector liberal no sembrara más opiniones en la pluma de los periodistas que pudieran entrevistarle sin la eficaz mediación del Servicio de Propaganda que le tenía vigilado. Por si fuera poco, los falangistas, encargados de instaurar el nuevo orden en los territorios controlados por los golpistas, necesitaban el apoyo de alguna firma de referencia, puesto que la intelectualidad (desde Londres a Hollywood) venía abrazando la causa republicana.

Aragón no iba a hacer una visita cualquiera, aunque eso no quiere decir que matara a Unamuno, desde luego. Es cierto que ni sus hijos manifestaron públicamente dudas sobre la versión oficial de la muerte, ni vecinos, colegas o amigos la cuestionaron jamás. Pero la verdad es que el contexto no se prestaba a ponerle comas a las versiones oficiales de aquella dictadura sanguinaria; y –conociendo las puyas políticas que cualquier traspiés podía sembrar en aquellos frágiles tiempos- tampoco parece que la Transición estuviera para muchas revisiones: que aún no hayamos podido sacar de las cunetas a nuestros muertos apunta a que no.

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