La autora de “la jirafa de los Medicis” reconoce que la magnificencia no fue la única clave de la soberanía política de Lorenzo el Magnífico, pero apenas añade el coleccionismo artístico a los métodos informales de control del poder que sugiere al decir eso. Se refiere a que, además de que el mecenazgo servía para pagar servicios prestados, celebraba públicamente la capacidad del comitente de mantener artistas o recibir sofisticados regalos (como jirafas). Que el animal no dejó indiferentes a los florentinos lo demuestra que la copiaran Il Bacchiaca, o Andrea del Sarto, tal y como me ha chivado el mensaje de un lector ocasional. Sin embargo, esa visión del poder mediceo basada exclusivamente en la imagen es una idealización cultista que esconde que no basta con propaganda y apariencia para mantener el poder. En cierto modo es una visión muy nuestra: cuando nuestra sociedad mediática analiza el uso consciente de la imagen como método de influencia, intenta convencerse de que basta con ella para controlar el poder, olvidando los otros medios -a menudo poco confesables- con los que los poderosos se mantienen en el pódium.
En los veinte años durante los que Lorenzo controló Florencia no ocupó ningún cargo oficial, ni tan sólo fue miembro de la Signoria: él decía que sólo era “un ciudadano con cierta autoridad” porque ser señor no era una aspiración propia de la virtud republicana que identificaba a los humanistas. Así lo demostraba Leonardo Bruni al presumir de que, mientras los tiranos se imponían en otros lugares, la ciudad toscana encarnaba las virtudes de Bruto, quien sacrificó a César para preservar la pureza del legado republicano. Florencia, efectivamente, para evitar cualquier aspiración cesarista, renovaba los cargos cada dos meses y elegía a sus titulares mediante votación indirecta y sorteo de entre una lista de ciudadanos ricos. Ese contexto, en el que el control mediceo sobre Florencia puede parecer imposible, hace plausible el retrato de Lorenzo que Lauro Martines dibuja en “Sangre de abril”, cuando le describe “crónicamente preocupado por la dimensión pública de su figura”. Martines atribuye tal susceptibilidad a la ambigüedad de su posición en Florencia, “donde no era ni príncipe ni simple ciudadano, ni señor ni simple político en funciones, pero siempre estaba expuesto a los oscuros complots de los desterrados políticos [… y a ...] la subterránea corriente de resentimiento contra los Medicis. Día a día (...) debía mostrarse fuerte, superior a todos, controlando la situación. Y esto imponía el requisito de que recibiese (y se viese que recibía) generosas cantidades de respeto y honores”. O jirafas, añadiría yo.
Por mucho que su autoridad ejerciera una influencia
persuasiva e incluso decisiva, Lorenzo, pues, no controlaba el poder
formal. Eso le obligaba a actuar entre bambalinas, negociando y
favoreciendo a unos al tiempo que aplastaba a otros. Bien fuera
favoreciendo sorteos amañados que le aseguraran la asignación de
los cargos de hermandades, gremios y cofradías a sus títeres e
informantes, bien fuera simulando la sacralidad de un rey con la
protección del convento dominico de San Marcos, donde pintaba Fra
Angelico. O bien fuera, concluye Felipe Fernández Armesto,
intimidando a diestro y siniestro. Quizá el punto más
representativo de ese ejercicio sistemático de intimidación fue la
reacción al asesinato de su hermano del que él mismo se libró por
los pelos. Ángelo Poliziano, el poeta que escapó junto a Lorenzo de
los puñales conjurados que les atacaron durante una misa en Santa
Maria dei Fiori y se refugió junto a él en la sacristía aquella
mañana de abril de 1478, nos dejó un De
Coniuratione commentarium que relata con
precisión aquellos sórdidos acontecimientos que conocemos como “la
conspiración de los Pazzi”. Christopher Hibbert explica
que, poco después de que se corriera la terrible noticia por la
ciudad, “la
multitud se reunió bajo las ventanas del Palacio Medici, pidiendo
ver a Lorenzo, que apareció ante ellos con el cuello vendado y el
chaleco bordado manchado de sangre, para asegurarles que sólo estaba
levemente herido y rogarles que no ejercieran su venganza sobre los
sospechosos. Insistió en que reservaran su energía para luchar
contra los enemigos del estado que habían tramado la conspiración y
que, sin duda atacarían a la
ciudad que la había frustrado”.
Sin embargo, concluye Hibbert, “aunque
la gente vitoreó su discurso, no lo obedeció”,
y quienes participaron en la conspiración padecieron la violencia
más depravada. Cientos de personas recorrieron las calles
buscándoles, y cebándose en ciudadanos impopulares a los que se
suponía su complicidad en el complot. Aunque tradicionalmente los
criminales eran ejecutados extramuros, en esta ocasión Lorenzo debió
ordenar que se arrojara por las ventanas del palacio del consejo de
gobierno a los conspiradores, atados por el cuello. La multitud
presente en la plaza asistió a sus últimos estertores antes de
descuartizar sus cuerpos. Sus convulsiones fueron el espectáculo que
permitió a Lorenzo convertir la sed de venganza en una política.
Y es que la conspiración de abril, como escribió Guicciardini en sus Storie fiorentine, “exaltó hasta tal punto su grado y fortuna que (…) venturosa jornada fue aquélla para él”. Y no se refiere sólo a las posesiones que hubiera debido compartir, ni a que el atentado fallido justificó su derecho a ir acompañado de escolta armada, sino a que, concluía Guicciardini, “el grande y sospechoso poder que había ejercido hasta ese momento se volvió mucho mayor aún, pero ahora sin resquicios”. En su estudio de la violencia desencadenada tras la conjura de 1478, Lauro Martines se pregunta “por qué no había esa noche patrullas de centinelas que pusiesen coto a los desmanes provocados por las turbas” y responde que la única razón posible es que “el régimen Médicis aprobaba los desmanes”. Incluso afirma que la campaña estaba promovida por el entorno de Lorenzo para aniquilar a los Pazzi, incautar sus propiedades, y suprimir el recuerdo de su linaje. Recuerda que, aunque la fiebre desatada por la conspiración empujó a muchos a salir a las calles para manifestar su apoyo a Lorenzo descuartizando cuerpos, no sabemos si tal movilización fue representativa. Y sugiere que no debía serlo cuando recuerda que el consenso entorno a Lorenzo fue suficientemente frágil como para evaporarse rápido: su heredero político, su hijo Pedro, apenas retuvo el poder tres años después de la muerte del Magnífico, señal de que el resentimiento por la violencia en la que se asentaba el régimen se mantuvo contenido hasta que tuvo oportunidad de aflorar.
Lauro Martines rastrea indicios de la rabia contenida que provocaba el dominio mediceo, tan informal como férreo, y destaca algunos episodios. Una mañana de 1489, por ejemplo, el embajador del duque de Ferrara en Florencia presenció cómo se escoltaba a un joven sospechoso de asesinato al palacio de justicia. Una multitud amotinada envolvía la comitiva gritándole que huyera, y acabó abalanzándose sobre ella, forcejeando para liberarlo. Nos consta que los embajadores de Génova y Milán acudieron para pedir compasión, pero Lorenzo se encargó personalmente de que lo ahorcasen, y ordenó prender, castigar y exiliar a cuatro ciudadanos de los que habían participado en los desórdenes. Que los embajadores acudieran a Lorenzo con su petición de clemencia demuestra que daban por supuesto que su mediación directa permitiría conmutar la pena. Pero hay más: aunque “no ocupaba cargo alguno que le facultase para eso, (…) a ojos de sus contemporáneos bien informados tal facultad era suya, y de hecho la ejerció, aunque no tal como ellos esperaban. Bastó una palabra suya para que en vez de conducirlo a juicio, se ahorcase al joven en el centro de la ciudad para que se interpretara como una advertencia para los ciudadanos contestatarios”. Así, y no sólo con el prestigio demostrado ostentando regalos o protegiendo el taller de Verroccio, se ejercía el poder de los Médicis. Puede que fuera informal, pero está claro que era implacable e inclemente.
Concluyo. Cuando Alamanno Rinuccini, que abogó por los Pazzi en una “Defensa de la libertad” que quedó inédita, se veía obligado a reconocer las virtudes cortesanas de Lorenzo -“dotado por naturaleza, educación y práctica de tan inmensos recursos (…) aprendió a bailar, a disparar con el arco, a cabalgar, a participar en juegos, a tocar diversos instrumentos musicales”- nuestra lectura cultista, mediática y postmoderna queda fascinada por las posibilidades de seducción que ofrecía aquella imagen -verdadero epílogo del Cortesano de Castiglione- para el mantenimiento del poder. Pero eso no debe hacernos olvidar que Francesco Guicciardini afirmaba que “si Florencia tuviese que soportar a un tirano, nunca podría haber encontrado uno mejor o más encantador”. Que nunca, seducidos por su encanto, encubramos al tirano.