El matrimonio
practicado en la época moderna se caracterizaba por una edad cada
vez más tardía de la contrayente que servía para reducir su
período de fecundidad, de tal modo que los intervalos intergenésicos superaban los dos años. La iglesia instituyó además en Trento la presencia
personal de los contrayentes y el rechazo de la consanguinidad.
Ninguna de esas cuatro características del modelo matrimonial, sin
embargo, fueron respetados por los compromisos dinásticos de la
realeza, que se basaban en el matrimonio precoz de la mujer, un
exceso de consanguinidad que rayaba el incesto, las bodas por
procuración y las maternidades sucesivas. ¿Por qué la práctica
matrimonial principesca violaba sistemáticamente el modelo
matrimonial seguido por el resto de la población? Para responder a
esa pregunta, Bartolomé Bennasar ha “auscultado
el destino de ciento veinte reinas, princesas y archiduquesas”
en un libro que, bajo el epígrafe “Reinas
y princesas del Renacimiento a la Ilustración”,
busca superar el catálogo de desdichas individuales para
sistematizar las circunstancias vitales nada envidiables de estas
mujeres.
Para empezar, sus
bodas eran el producto resultante de árduas negociaciones sobre las
que los contrayentes nunca eran informados. Ni que decir tiene que la
elección de esposa para un príncipe dependía de la razón de
estado, y nunca del amor. Para ella podía ser especialmente frustrante porque, tras renunciar a su familia,
costumbres, guardarropa y lengua para convertirse en garantía de una
alianza entre su padre y su marido, estas adolescentes se encontraban
de pronto en territorio enemigo, rehenes de un pacto que no
comprendían, que las alejaba para siempre del escenario de su
infancia. En ese sentido pocas ceremonias de entrega igualan la
teatralidad de la de María Antonieta: fue un ritual iniciático para
el que se diseñó un edificio para la ocasión sobre una isla del
Rhin. Tal y como recreó magistralmente Sophia Coppola al comienzo de
la película que dedicó al personaje, la princesa entró como
archiduquesa de Austria para metamorfosearse en delfina flanqueando
una línea invisible pero irrevocable que la despojaba de todo.
Incluso su mascota resultó cuestionable para la expectante corte de
Versalles...
El recibimiento en la corte no solía
ser mucho mejor. Desamparadas, las jóvenes princesas eran escrutadas
con alevosía por una altiva nobleza que se burlaba de su acento o de
las confusiones con el protocolo de la novata recién llegada.
Apenas púberes subían al lecho con una urgencia por concebir que pretendía garantizar el futuro de
la dinastía. En una corte que las consideraba espías virtuales se
debían sentir desamparadas, muy solas, acosadas -si el embarazo no
venía- por la sospecha de infertilidad que las sometía a todo tipo
de peregrinaciones, emplastes, astrólogos, cataplasmas y brebajes.
Si el embarazo prosperaba, eran prematuramente apartadas de sus bebés
para reintegrarlas cuanto antes a su principal objetivo, la
concepción, convirtiendo sus vidas en una sucesión de embarazos que
por consecutivos multiplicaban las posibilidades de riesgo y que
pretendía proporcionar hijas para continuar con las alianzas
internacionales y superar la alta mortalidad infantil ropia del
sistema demográfico del Antiguo Régimen facilitando a la familia
de acogida un heredero sano. En el caso de que no les tocara enterrar
a varios de sus hijos, frecuentemente sufrían su separación, porque se quería alejar de la formación del heredero cualquiera de las influencias extranjeras que envolvían el ambiente de la reina.
Y es
que, en tanto representantes de una dinastía extranjera, a menudo se consideraba a las reinas una especie de enemigas virtuales a las que había que espiar. ¿Por qué? En cierto modo, sus obligaciones para con su familia de
origen no habían terminado con su sacrificio personal: se contaba
con su fidelidad a los intereses familiares de origen, lo que debía
sumirlas en un angustioso conflicto de lealtades. En la biografía que Henry Kamen dedicó a Felipe II encontré la
transcripción de un documento que resultaría ilustrativo en ese
sentido. El rey aleccionaba a sus embajadores en Viena para que
trataran con su hermana María, la esposa del emperador Maximiliano:
“en todos los
negocios que ocurrieren, os habéis de valer siempre de su favor y
medio, y tomar y su orden y consejo, antes de hablarlos al emperador,
porque ella os dirá la manera y a los tiempos que los habéis de
tratar para que se acierten y, en fin, habéis de tener la mira a
proceder y gobernaros en todo por el camino que mi hermana os mandare
que llevéis”. El
documento insinúa un papel de influencia sobre las decisiones de su
esposo, aunque su función no se circunscribía a esa asesoría
informal sobre el emperador: también espiaba a Maximiliano. Por
ejemplo, en 1567, María le dijo a un diplomático español “en
secreto, que leyendo estos días unas cartas que estaban en la mesa
del emperador”
descubrió algunos asuntos que su hermano debía conocer; de modo que
se los transmitió. En cierto modo los temores de las cortes de
acogida, pues, eran fundados y las reinas ejercían como comisionados
de los intereses de su familia original. Quizá por eso Felipe II
explicaba en 1570 a un embajador extraordinario en Viena que “a
mi hermana escribo dos cartas: una de los negocios que podrá mostrar
al emperador –ésta le enviaréis en abriendo el pliego-, y otra de
algunos particulares que han de ser para ella sola, sin que el
emperador ni otro ninguno lo sepa; esta irá a parte, (...) Habéisla
de tener muy secreta, y cuando vayáis a mi hermana diréis, sin que
nadie lo entienda, cómo le tenéis otra carta particuar, que ella
mire como y cuando se la habéis de dar”.
Todo
parece indicar que, incluso superado el incesante ritmo de partos,
las obligaciones de la reina seguían siendo una pesada e incómoda
carga. Sólo si les llegaba la viudedad podían convertirse en
regentes y superar el ejercicio del “poder informal” para
convertirse en gestoras del patrimonio familiar. Algunas demostraron
ser entonces habilísimas “Maquiavelos con faldas” que se
movieron ingeniosamente en la primera línea de protagonismo
político. Después de perseguir por toda Europa una infinita
casuística de casos, entre los que se cuenta a Margarita de Valois
atravesando con una cama a cuestas una Francia ensangrentada por las
Guerras de Religión, el inaudito celibato de Isabel Tudor o el
supuesto envenenamiento de la primera esposa de Carlos II, María
Luisa de Orléans, Bennassar repara en el perfil
político de Luisa de Saboya. La madre de Francisco I ejerce de
regente tras la derrota de Pavía. Sensible al trato que sus nietos,
rehenes del Emperador Carlos, podían recibir, negoció con la
gobernadora de los Países Bajos Margarita de Borgoña, un acuerdo
que conocemos como “Paz de las Damas” (1529). Más capaces de
comprender la urgencia de una solución pacífica que el sobrino de
Margarita, Carlos V, y el hijo de Luisa, Francisco I, ellas tomaron
la iniciativa y negociaron directamente, apartando a su familia de
los detalles, rodeadas de diplomáticos y juristas. La negociación,
idealizada por el pincel historicista decimonónico de Francisco
Jover, les permitió superar el estancamiento diplomático con
sutiles transacciones, cuyos detalles no comunicaron, hasta alcanzar
un acuerdo estable en Cambrai.
El caso no debería
parecernos excepcional. En tanto lo que hoy llamamos “relaciones
internacionales” eran entonces gestiones familiares y
administración del patrimonio correspondiente a una familia, a
menudo ellas estaban especialmente preparadas para las sutilezas
necesarias que permitieran encontrar el equilibrio ¡No nos
sorprendamos de la inteligencia del acuerdo tanto como de la poca
atención que la Historia les prestó!
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