Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 24 de enero de 2021

UNAMUNO EN SU LABERINTO ¡Y NOSOTROS EN EL NUESTRO! (1)


Desde que Alejandro Amenábar estrenó “Mientras dure la guerra” estamos envueltos en una espiral de dimes y diretes sobre el acto celebrado en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936. Ya durante el rodaje de la película, los Veteranos de la Legión amenazaron con denuncias si el director no tomaba como fuente una fotografía publicada por el diario “El Adelantado de Salamanca” dando cuenta de la conmemoración de aquel “Día de la Raza”: inmortalizaba una despedida aparentemente relajada y sonriente entre Miguel de Unamuno y el general Millán Astray, cuyo presunto “Muera la inteligencia” había que olvidar como lugar común de nuestra memoria en tanto era una invención que Luis Portillo incluyó en el artículo publicado en 1941 bajo el título Unamuno’s Last Lecture. Para descalificar ese relato, recogido con posterioridad por Hugh Thomas y Ricardo de la Cierva, los neofranquistas se han servido del libro publicado por Severiano Delgado, bibliotecario en la Universidad de Salamanca, donde se precisa que la versión canónica de lo ocurrido aquel “Día de la Raza” había sido creada con más ínfulas literarias que historiográficas y, por tanto, no era veraz. De hecho, Luis Portillo no estuvo allí: el profesor de derecho civil en la Universidad salmantina recogería de varios testimonios el dramático enfrentamiento entre Unamuno y Millán Astray, y, tiempo después, ejerciendo como periodista en el servicio exterior en español de la BBC, se sirvió de aquellos recuerdos cuando George Orwell le pidió un artículo para la revista Horizons. Al escribirlo, embelleció el relato de lo ocurrido aquel día con “vivas a la muerte”, mueras a la inteligencia, y “venceréis pero no convenceréis” que en realidad no se produjeron. ¿Qué ocurrió entonces en el paraninfo de la Universidad aquel 12 de octubre de 1936?

Que el acto tenía caspa a toneladas, parece una obviedad. En la mesa presidía, junto a Unamuno y la esposa de Franco, el General Millán Astray, presidente honorario de la Legión Española. Además de esa importante representación del ejército, la había de otras fuerzas político-sociales que venían apoyando el golpe: la universidad (sometida), la iglesia (que se apuntaba al bombardeo) y los monárquicos (simbolizados por José María Pemán). Por lo que respecta a los discursos que se pudieron escuchar durante el acto, repasaban el pasado nacional para culminar en el Alzamiento como si de una promesa de reposición de aquel pasado glorioso se tratara, y condimentaban toda esa propaganda chabacana con retóricas neo-imperialistas que vindicaban a España como Descubridora del Nuevo Mundo, evangelizadora de la mitad del orbe, y un largo etcétera de idioteces muy alejadas del pensamiento de Unamuno.

Cinco días antes se había constituido en Guernica elprimer gobierno vasco bajo la presidencia de José Antonio Aguirre, después de que las cortes, reunidas en Valencia, aprobaran el estatuto de autonomía. Así que para aquella turba de carneros España se estaba rompiendo, y, por tanto, la ceremonia del Paraninfo, la primera del Nuevo Estado emergente, constituía la ocasión ideal para celebrar el pasado histórico imperial aderezándolo con ínfulas cientifoides basadas en la consideración de la hispanidad como una raza. Unamuno nunca había defendido la diversidad cultural y lingüística de España, pero había acabado votando a favor del estatuto catalán. Él había rechazado ya la noción de Raza como “categoría zoológica”, asociaba la Hispanidad a la lengua, y desechaba la noción de “anti-España”.  Podemos pensar, pues, que todos aquellos discursos, seguramente, debieron incomodarle. El desasosiego aumentaría cuando uno de los oradores, el catedrático de literatura Francisco Maldonado de Guevara, pronunció una ponencia sobre la oposición entre Oriente (como símbolo del comunismo) y una presunta “civilización occidental” en la que España sintonizaba por la vía del cristianismo. Como visión historiográfica es tan sencilla y didáctica como estúpida, pero el principal problema que presenta es que choca con otras formas de sentir España y, sobre todo, con quienes no la sienten, lo que obligaba metodológicamente (y ojalá sólo hubiera sido así) a identificar al País Vasco y a Cataluña como la “anti-España”, dos cánceres en el cuerpo de la nación que el ejército -en tanto cirujano de hierro- estaba dispuesto a extirpar.

Si a cualquier persona con sentido común toda esa basura carpetovetónica le sulfura, imagínese a un coco del calibre Unamuniano. Así que, mientras José María Pemán peroraba sobre la vocación de España como “defensora de la civilización cristiana”, Don Miguel empezó a tomar notas en el reverso de una carta que llevaba en el bolsillo. En ella, Carmen Carbonell, esposa de su amigo el pastor protestante Atilano Coco, le pedía intercesión para que los militares excarcelaran a su marido. ¿Con qué estado de ánimo articuló su intervención precipitando unas palabras en el dorso de aquella carta doliente? Para empezar, hemos de recordar que no estaba previsto que hablara; por tanto, lo hizo como reacción a lo que escuchó. Los testimonios parecen sugerir que su actitud se movía entre el dolor, la desesperanza y la indignación. No podemos concretarlo, pero sí podemos meter en la olla de cocción historiográfica los datos que nos describen el contexto en que vivía: aunque en Salamanca no se estaba viviendo la guerra, sí se estaba viviendo el exterminio; Unamuno carecía de noticias de sus dos hijos, que servían en el frente republicano; y algún tipo de arrepentimiento por su inicial justificación del golpe debía estar zarandeándole. Que escribiera precipitadamente cuatro argumentos al vuelo en el dorso de aquella carta olvidada en su bolsillo no es baladí: la impotencia que debía provocarle no poder dar respuesta a las llamadas desesperadas de familiares de detenidos cercanos debía aumentar su incomodidad. Según Delgado, el bombardeo de Bilbao que había ordenado el general Mola pocos días antes pudo traer a su memoria los recuerdos infantiles de la guerra carlista allí vivida (1874) y supuso un punto de inflexión.

Aunque no podamos meternos en su cabeza o en su corazón, tenemos un dato objetivo que puede ayudarnos a entenderle. En “Arqueología de un mito” se nos descubre que, apenas una semana antes, se había reunido con Franco –recién proclamado Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Gobierno del Estado por la Junta de Defensa- en el Palacio Episcopal de Salamanca, cedido por el obispo de la ciudad, Pla y Deniel, como Cuartel General del Ejército Nacional. Tenemos constancia de ese encuentro porque en el número 52 de la revista Esprit: revue International (1/1937) un periodista del grupo de prensa católica belga Ven l’Avenir reproduciría las palabras que, según Unamuno, trasladó a Franco. Parece ser que el escritor confesaba haber visto excesos y habérselos hecho constar explícitamente: “Se cometen crímenes, venganzas, ejecuciones sumarias (…) Esto es inadmisible. He sugerido a Franco que debía hacer reinar el orden en todas partes. No se trata de conquistar; hay una diferencia entre conquistar y convertir”. Esta idea debía ir dándole vueltas durante esos días, porque la podemos reconocer también en las palabras que, inesperadamente, querrá pronunciar en el paraninfo. En resumen, tal y como se puede concluir de la comparación de las quince entrevistas concedidas a periodistas entre agosto y diciembre de 1936, el Unamuno que pide la palabra aquel 12 de octubre no es el mismo que había justificado su adhesión al Alzamiento. Ha comprobado su brutalidad y su deriva fascista, y está, cuando menos, desasosegado. Cuando alza la voz aquel día, quiere mandar –como un náufrago, en el símil que hace Delgado en el capítulo 8 de su libro, que se titula “Mensaje en una botella”- una condena desde su isla liberal sacudida por un océano de fascismo.

¿Y qué dijo, finalmente, cuando tomó la palabra? Él mismo había descrito la realidad sociopolítica española como una guerra civil, y, como sinónimo de rifirrafe político (en un contexto polarizado, de movilización masiva y conflictividad social) se había extendido su uso hasta sugerir la bondad de tal guerra como mecanismo de superación de los conflictos pendientes. Era una metáfora, pero muy frívola. Urgido interiormente a separarse del símil, la primera idea que desgajó frente al auditorio de carneros que llenaba el paraninfo fue la definición de la pesadilla de 1936 como una “guerra incivil”, en tanto abandonaba las armas de la civilidad, aquellas con las que él hubiera preferido ver combatir a la sociedad española. No podemos conocer las palabras exactas que pronunció, pero parece claro que ese juego de palabras nos permitiría incluir la idea de que no basta vencer para convencer, ni conquistar para convertir. También negó la idea de la “anti-España” defendiendo la españolidad de catalanes y vascos, lo que equivale a identificar a España con la diversidad, y no con la unicidad. Y parece que concluyó que la Hispanidad giraba en torno a la lengua común, y no a ninguna Raza, poniendo como ejemplo de ese universo de valores común entorno a la lengua al poeta José Rizal. La mención del nacionalista filipino fusilado en 1896 debió ser lo que provocó la reacción de Millán Astray, que había combatido en Filipinas, quien se empeñó en interrumpirle y a raíz de cuya intervención se pronunciaron confusos y truculentos gritos. Si no creemos que gritara textualmente “Mueran los intelectuales”, tendremos que dar por bueno el recuerdo que el propio general tenía del evento: él diría más tarde que había advertido brevemente a los jóvenes soldados que llenaban el local para que no se dejaran embaucar “por intelectuales que hacían juegos malabares de palabras”. A ese presuntamente sutil cruce de palabras se reduciría el altercado que tuvo lugar en el paraninfo, lo que explicaría que la fotografía que sirve de portada al libro de Severiano Delgado mostrara a Unamuno y Millán Astray despidiéndose amablemente. Es cierto que no parece existir tensión entre ellos, que se les ve despedirse cortésmente, pero el entorno no parece precisamente amable. Por mucho que se quiera blanquear el contexto, no atino a ver en la fotografía nada más que a jóvenes machirulos acosando a un anciano, sin mostrarle la mínima consideración.


Es más. Hay otros estudiosos que recogen indicios de que el incidente fue mucho más incómodo de lo que la nueva versión supone: el catedrático emérito de la Sorbona Jean-Claude Rabaté y su esposa Colette, unamunólogos muy respetados, sugieren que el enfrentamiento fue de calado. Y hay otros indicios. Para empezar, la carta que, al día siguiente, escribió el jefe de la Falange salmantina, un tal Francisco Bravo, al hijo mayor de Unamuno, que estaba en Palencia: hacía referencia “al grave incidente suscitado con ocasión del acto del paraninfo” para aconsejarle que convenciera a su padre de que evitara “actuaciones públicas que alarmen o indignen a gentes que andamos metidos en la guerra”, no fuera que “pudiera sucederle algún incidente desagradable”. Sabemos también que Unamuno fue abucheado aquella misma tarde en el casino, que su hijo Rafael tuvo que acudir a protegerle. Y sabemos que las represalias llegaron en seguida: al día siguiente se le revocó el cargo de concejal, y el día 14 le destituyeron como rector. También he leído en una entrevista a Raimundo Cuesta que, para confirmar la gravedad del enfrentamiento, se puede usar el posterior testimonio de Millán Astray: el fundador de la Legión escribió que, de no haber sido por su invitación a que el rector saliera del brazo de Carmen Polo, “quizá se hubiera tomado alguna medida violenta contra el señor Unamuno”. El mismo Unamuno escribirá a un amigo pocas semanas después: “hubiera visto usted aullar a esos dementes azuzados por el grotesco y loco histrión que es Millán Astray”.

Parece claro que la recreación que veníamos dando por buena mitificaba el choque entre intelectuales y militares, entre las letras y las armas, entre la persuasión y el insulto, simbolizados, respectivamente, por un anciano lúcido y sereno, y una horda vociferante de carneros armados. Todo debió ser más atropellado y confuso, pero, en cualquier caso, el gesto agranda a Unamuno fueran cuales fueran sus palabras. Es absurdo intentar reconstruirlas con exactitud porque dependemos de la memoria de fuentes interesadas, aunque contamos con sus notas para hacernos una idea. Y, en cualquier caso, aquel gesto, que hace justicia a su acreditado coraje de decir lo que se piensa, le salió muy caro. Porque el precio que tuvo que pagar no se abonó al contado aquel día de octubre.

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