Maximiliano y María de Borgoña, abuelos de Carlos V, en la serie que lleva su nombre |
En el post anterior dejábamos al joven duque de Borgoña y Conde de Flandes bajo la tutela de su tía Margarita de Austria tejiendo una estrecha amistad con Inglaterra, a la que se oponía una parte importante de los nobles de su corte. Geoffrey Parker nos describe esta delicada situación en su último libro, creo que ningún biógrafo del Emperador habría prestado tanta atención a este período de su vida. El emperador Maximiliano, su abuelo, regresaba a su patrimonio alemán en 1509 en ese delicado momento. Y viéndole viajar, y visitar a la familia, nos resulta fácil ver su influencia en el joven Carlos, que también demostraría ser –como el famoso discurso de la abdicación en Bruselas demostrará- un infatigable viajero dispuesto a cuidar los intereses de la dinastía en todos los rincones de su gigantesco imperio. Maximiliano dirigió personalmente las tropas austriacas en Guinegate (1513), una derrota de los Valois, a los que siempre se refería como “enemigos históricos y naturales de la Casa de Borgoña”. Después de la batalla, abuelo y nieto –que representaban el pasado y el futuro de los Habsburgo- visitaron al rey inglés en Tournai: esta primera visita de estado debió marcar al adolescente, que durante su reinado frecuentaría las “entrevistas en la cumbre” con los principales estadistas de su tiempo. Durante esa primera experiencia diplomática al más alto nivel se acordó su compromiso con María Tudor, que poco tiempo después su entorno francófilo cancelaría, pero que inauguraría una férrea voluntad de entendimiento contra Inglaterra durante todo su reinado.
Del mismo modo, la
rivalidad con Francia sería la gran constante en la gestión del gigantesco
patrimonio heredado por Carlos. Y no sólo eso: Maximiliano dejó escrito para su
nieto que aquella Borgoña perdida en Nancy, “las tierras que con toda razón pertenecen a nuestra dinastía”,
debían ser el norte que guiara su política: “habiéndote mostrado el camino dejo las cosas en tus manos para que
puedas defender con valentía lo que es tuyo”, le decía, y realmente el
sueño de recuperar Borgoña regiría la política carolina al menos hasta su
coronación por el papa en Bolonia (1530). Es cierto que las conversaciones
entre el emperador y su nieto no están documentadas, pero sabemos que
Maximiliano escribió –como Ana Rosa, supervisando a sus “negros”- cuatro obras
más o menos autobiográficas que enseñó personalmente a su nieto. En ellas recordó
cómo heredó los territorios Habsburgo de su padre (“Historia de Federico y Maximiliano”) y cómo atravesó Europa para
pedir la mano de María de Borgoña (“Las
aventuras heroicas de sir Theuerdank”), una historia que una miniserie
coproducida en Alemania y Francia recreó hace un par de años, a la que
corresponde la imagen que encabeza este post. El emperador Maximiliano también
escribió “Der Weisskunig” –“El rey
sabio”- sobre cómo se debía educar y criar a un príncipe, y “Freydal”, el relato que documentaba los
74 torneos en que había participado. La biografía de Carlos V reflejaría la
influencia recibida entre 1505 y 1517 de este único modelo de rol masculino que
fue su abuelo. Como él, marcharía al frente de la infantería en más de una
batalla, se coronaría Rey de Romanos en Aquisgrán según una ceremonia diseñada
“conforme a la investigación en los
archivos que había supervisado su abuelo”, desafiaría en duelo al rey
francés y –cuando Tiziano le pintó cual cruzado en Mülbherg- demostraría la obsesión
por controlar la imagen que nos legaba: así, ambos dictaron memorias, diseñaron
más de mil bustos, retratos y medallas.
Carlos siguió el consejo del abuelo de aprender idiomas, aunque le costaría incluso el holandés natal: se desenvolvería en buen francés aún en Yuste cuando, al final de su vida, había aprendido italiano, español y alemán. No cuajó tanto la formación humanística, pese a que Adriano de Utrecht, teólogo y decano de la Universidad de Lovaina, intentó hacerle leer a Erasmo, Moro y Juan Luis Vives. Así pues, no se puede decir que fuera una persona muy formada, porque sus colecciones literarias parecían más bien gabinetes de curiosidades que bibliotecas modernas. Y es que Carlos amó las armas más que los libros, quizá por influencia de Guillermo de Croy, señor de Chievrès: lo digo porque, según recoge Parker, el biógrafo oficial del rey, Fray Prudencio de Sandoval, escribe que “su ayo, por hacerse dueño del niño y ganarlo para sí sólo, le quitaba los libros y ocupaba en armas y caballos, lo que fue fácil por ser más inclinada aquella edad a esos ejercicios y a las letras”. Carlos sería buen atleta, gustaba de la música, pintar, bailar y cazar, pero digamos sutilmente que sus aficiones literarias nunca fueron muy exigentes y que apenas sentiría afecto por los libros de caballerías que recreaban aquella Borgoña de caballeros y damas que había pasado ya. A diferencia de su hijo Felipe II, que sería un gran bibliófilo, Carlos V apenas tuvo libros: su fe religiosa no precisaba leer sutilezas teológicas, su torpe uso del latín no ayudaba a acceder a los clásicos del humanismo y el carácter itinerante de su corte no facilitaba el coleccionismo. Pero eso tiene una ventaja: al tratarse de una biblioteca personal, sus libros dicen más de su poseedor que las profusas librerías de sus familiares. Por eso resulta especialmente significativo que un ejemplar en francés y otro en castellano de “Le chevalier délibéré” figuren en el inventario póstumo de sus bienes. Este largo poema épico narrado en primera persona había sido publicado en 1483 por el cronista Olivier de la Marche, preceptor del entonces archiduque Felipe, el padre de Carlos. Muestra a un caballero que se prepara en el otoño de su vida para el torneo final con la muerte, pensando en enfrentarse a ella para vengar a Felipe el Bueno, Carlos el Temerario y su nieta María. Y es que –aunque comparte muchas características con los libros de caballerías- es también un poema moral, una reflexión y preparación para la muerte, y una apología dinástica. Había tenido un enorme éxito en Francia, tal y como demuestran las copias manuscritas y los incunables que nos han llegado, y, ya en el siglo XVI, sería traducido al alemán, al inglés y –por encargo del emperador a Hernando de Acuña- al castellano (1553). Parker encuentra algunas inspiraciones en las Instrucciones que Carlos V escribió para Felipe II en Palamós (1543), y explica que él mismo había empezado a traducirlo al español. Esa pasión por las caballerías explica que algunos historiadores hayan retratado al emperador como un anacronismo andante, un caballero fuera del tiempo, un vestigio medieval caduco en la Europa del Renacimiento, el defensor del imperio universal en una época de “monarquías nacionales”. A mí me parece mucho más anacrónico buscar naciones en la gestión patrimonial de Enrique VIII o Francisco I, pero bueno, ese es otro tema…
Esa pasión
caballeresca, encendida por su entorno borgoñón, nos alumbra un episodio que
demuestra la creciente tensión entre las facciones nobiliarias que dividían la
corte durante la regencia de su tía. En 1514 el emperador Maximiliano encargó a
la gobernadora que encarcelara a Don Juan Manuel, señor de Belmonte, un noble
castellano que había estado tan partidario de Felipe el Hermoso que había
tenido que huir de Castilla cuando, a la muerte del rey, la regencia de Juana
volvía a Fernando el Católico. Seguramente no esperaba que fueran tan largos
los brazos del “viejo catalanote”, como le llamaba toda esa nobleza levantista
que, desafiando su autoridad, había intentado apoyarse en la fragilidad de
Juana, presuntamente loca, y Felipe, aparentemente corto, para sacudirse del
recio control que los Reyes Católicos habían ejercido sobre la nobleza. El
problema era que, como miembro de la Orden del Toisón de Oro, sólo podían
juzgarle sus iguales, así que la familia de Juan III de Belmonte presentó
demanda ante Carlos como soberano de la Orden. El joven conde de Flandes se
presentó ante su tía para exigir la liberación del cortesano pelota, y
Margarita no sólo replicó indignada que no podía hacerlo sin permiso imperial:
también expresó su malestar porque se había convocado una reunión de caballeros
sin su permiso, y le sugirió desconfiar de quien cuestionara al abuelo. El
pulso entre Margarita y los nobles flamencos llegó tan lejos que los señores presionaron
en los Estados Generales para que rechazaran los impuestos propuestos por
Margarita con el argumento de que se acercaba el final de su regencia, y ella
tuvo que escribir al emperador que la nobleza “se queja de mí y dan malas ideas
en la cabeza de mi señor, que no son buenas tampoco para vos”. Cuando Margarita
se asusta por las presiones con que la nobleza quería precipitar el final de la
minoría de edad de su sobrino, Maximiliano escribe a su nieto para que se
acerque a Insbruck “a fin de que podamos
prepararle para recibir el juramento de lealtad de todos mis dominios de
nuestra casa, para mejor garantizar la sucesión”. Parece bastante claro que
quería separarle de la influencia que ejerce sobre el rey adolescente aquella
troupe de flamencos con ínfulas, pero Chievrès y sus colegas, conociendo la
precaria financiación de las campañas imperiales, pagaron al abuelo para poder
forzar la proclamación de la mayoría de edad del conde de Flandes. Así que,
mientras Carlos se sometía a una ronda de proclamaciones y entradas reales en
las ciudades más importante del territorio que conoceríamos como las XVII
Provincias, Margarita se quejaba entre lágrimas al embajador inglés de cómo
CHievrès le había retirado la tutela del príncipe.
Parece que la
influencia de los nobles flamencos parece decisiva, porque Carlos le dio largas
al abuelo para recorrer las posesiones familiares. Así que el emperador tuvo
que escribirle para recordarle la obligación de seguir el consejo de su tía: “seguiréis
su consejo porque por naturaleza y crianza ella se preocupa de nuestros
intereses (…) porque los tres somos uno y lo mismo”. No sirvió: Carlos se venía
apartando de la tutela familiar para abrazar el consejo de los nobles feudales
cuyo ascendente tantos problemas le traería años después en España. Así que,
cuando el 5 de enero de 1515, el joven Carlos de Habsburgo fue proclamado mayor
de edad en la Sala de los Estados de la corte de Bruselas, apartó pronto de su
lado a su tía, y la facción francófila corrió a enviar una representación a la
coronación del nuevo rey francés. Y es que, en Francia, un joven impetuoso se
sentaba en el trono más poderoso de Europa e inauguraba su reinado haciendo la
guerra: en octubre de ese mismo 1515 François se lanzó sobre Milán y lo
conquistó tras vencer en Marignano. Carlos le escribió una felicitación por la
victoria: los cortesanos flamencos que le envolvían insistían en estrechar las
relaciones con Francia. El joven Carlos no sabía en ese momento que pocos meses
después el rey francés se convertiría en su archienemigo: si Batman tiene a Jocker,
Carlos V tendrá a François.
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