Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 4 de octubre de 2020

EL ABUELO, LA TÍA, Y LOS LIBROS DE CABALLERÍA (y 2)

Maximiliano y María de Borgoña, abuelos de Carlos V, en la serie que lleva su nombre

En el post anterior dejábamos al joven duque de Borgoña y Conde de Flandes bajo la tutela de su tía Margarita de Austria tejiendo una estrecha amistad con Inglaterra, a la que se oponía una parte importante de los nobles de su corte. Geoffrey Parker nos describe esta delicada situación en su último libro, creo que ningún biógrafo del Emperador habría prestado tanta atención a este período de su vida. El emperador Maximiliano, su abuelo, regresaba a su patrimonio alemán en 1509 en ese delicado momento. Y viéndole viajar, y visitar a la familia, nos resulta fácil ver su influencia en el joven Carlos, que también demostraría ser –como el famoso discurso de la abdicación en Bruselas demostrará- un infatigable viajero dispuesto a cuidar los intereses de la dinastía en todos los rincones de su gigantesco imperio. Maximiliano dirigió personalmente las tropas austriacas en Guinegate (1513), una derrota de los Valois, a los que siempre se refería como “enemigos históricos y naturales de la Casa de Borgoña”. Después de la batalla, abuelo y nieto –que representaban el pasado y el futuro de los Habsburgo- visitaron al rey inglés en Tournai: esta primera visita de estado debió marcar al adolescente, que durante su reinado frecuentaría las “entrevistas en la cumbre” con los principales estadistas de su tiempo. Durante esa primera experiencia diplomática al más alto nivel se acordó su compromiso con María Tudor, que poco tiempo después su entorno francófilo cancelaría, pero que inauguraría una férrea voluntad de entendimiento contra Inglaterra durante todo su reinado.

Del mismo modo, la rivalidad con Francia sería la gran constante en la gestión del gigantesco patrimonio heredado por Carlos. Y no sólo eso: Maximiliano dejó escrito para su nieto que aquella Borgoña perdida en Nancy, “las tierras que con toda razón pertenecen a nuestra dinastía”, debían ser el norte que guiara su política: “habiéndote mostrado el camino dejo las cosas en tus manos para que puedas defender con valentía lo que es tuyo”, le decía, y realmente el sueño de recuperar Borgoña regiría la política carolina al menos hasta su coronación por el papa en Bolonia (1530). Es cierto que las conversaciones entre el emperador y su nieto no están documentadas, pero sabemos que Maximiliano escribió –como Ana Rosa, supervisando a sus “negros”- cuatro obras más o menos autobiográficas que enseñó personalmente a su nieto. En ellas recordó cómo heredó los territorios Habsburgo de su padre (“Historia de Federico y Maximiliano”) y cómo atravesó Europa para pedir la mano de María de Borgoña (“Las aventuras heroicas de sir Theuerdank”), una historia que una miniserie coproducida en Alemania y Francia recreó hace un par de años, a la que corresponde la imagen que encabeza este post. El emperador Maximiliano también escribió “Der Weisskunig” –“El rey sabio”- sobre cómo se debía educar y criar a un príncipe, y “Freydal”, el relato que documentaba los 74 torneos en que había participado. La biografía de Carlos V reflejaría la influencia recibida entre 1505 y 1517 de este único modelo de rol masculino que fue su abuelo. Como él, marcharía al frente de la infantería en más de una batalla, se coronaría Rey de Romanos en Aquisgrán según una ceremonia diseñada “conforme a la investigación en los archivos que había supervisado su abuelo”, desafiaría en duelo al rey francés y –cuando Tiziano le pintó cual cruzado en Mülbherg- demostraría la obsesión por controlar la imagen que nos legaba: así, ambos dictaron memorias, diseñaron más de mil bustos, retratos y medallas.

Carlos siguió el consejo del abuelo de aprender idiomas, aunque le costaría incluso el holandés natal: se desenvolvería en buen francés aún en Yuste cuando, al final de su vida, había aprendido italiano, español y alemán. No cuajó tanto la formación humanística, pese a que Adriano de Utrecht, teólogo y decano de la Universidad de Lovaina, intentó hacerle leer a Erasmo, Moro y Juan Luis Vives. Así pues, no se puede decir que fuera una persona muy formada, porque sus colecciones literarias parecían más bien gabinetes de curiosidades que bibliotecas modernas. Y es que Carlos amó las armas más que los libros, quizá por influencia de Guillermo de Croy, señor de Chievrès: lo digo porque, según recoge Parker, el biógrafo oficial del rey, Fray Prudencio de Sandoval, escribe que “su ayo, por hacerse dueño del niño y ganarlo para sí sólo, le quitaba los libros y ocupaba en armas y caballos, lo que fue fácil por ser más inclinada aquella edad a esos ejercicios y a las letras”. Carlos sería buen atleta, gustaba de la música, pintar, bailar y cazar, pero digamos sutilmente que sus aficiones literarias nunca fueron muy exigentes y que apenas sentiría afecto por los libros de caballerías que recreaban aquella Borgoña de caballeros y damas que había pasado ya. A diferencia de su hijo Felipe II, que sería un gran bibliófilo, Carlos V apenas tuvo libros: su fe religiosa no precisaba leer sutilezas teológicas, su torpe uso del latín no ayudaba a acceder a los clásicos del humanismo y el carácter itinerante de su corte no facilitaba el coleccionismo. Pero eso tiene una ventaja: al tratarse de una biblioteca personal, sus libros dicen más de su poseedor que las profusas librerías de sus familiares. Por eso resulta especialmente significativo que un ejemplar en francés y otro en castellano de “Le chevalier délibéré” figuren en el inventario póstumo de sus bienes. Este largo poema épico narrado en primera persona había sido publicado en 1483 por el cronista Olivier de la Marche, preceptor del entonces archiduque Felipe, el padre de Carlos. Muestra a un caballero que se prepara en el otoño de su vida para el torneo final con la muerte, pensando en enfrentarse a ella para vengar a Felipe el Bueno, Carlos el Temerario y su nieta María. Y es que –aunque comparte muchas características con los libros de caballerías- es también un poema moral, una reflexión y preparación para la muerte, y una apología dinástica. Había tenido un enorme éxito en Francia, tal y como demuestran las copias manuscritas y los incunables que nos han llegado, y, ya en el siglo XVI, sería traducido al alemán, al inglés y –por encargo del emperador a Hernando de Acuña- al castellano (1553). Parker encuentra algunas inspiraciones en las Instrucciones que Carlos V escribió para Felipe II en Palamós (1543), y explica que él mismo había empezado a traducirlo al español. Esa pasión por las caballerías explica que algunos historiadores hayan retratado al emperador como un anacronismo andante, un caballero fuera del tiempo, un vestigio medieval caduco en la Europa del Renacimiento, el defensor del imperio universal en una época de “monarquías nacionales”. A mí me parece mucho más anacrónico buscar naciones en la gestión patrimonial de Enrique VIII o Francisco I, pero bueno, ese es otro tema…

Esa pasión caballeresca, encendida por su entorno borgoñón, nos alumbra un episodio que demuestra la creciente tensión entre las facciones nobiliarias que dividían la corte durante la regencia de su tía. En 1514 el emperador Maximiliano encargó a la gobernadora que encarcelara a Don Juan Manuel, señor de Belmonte, un noble castellano que había estado tan partidario de Felipe el Hermoso que había tenido que huir de Castilla cuando, a la muerte del rey, la regencia de Juana volvía a Fernando el Católico. Seguramente no esperaba que fueran tan largos los brazos del “viejo catalanote”, como le llamaba toda esa nobleza levantista que, desafiando su autoridad, había intentado apoyarse en la fragilidad de Juana, presuntamente loca, y Felipe, aparentemente corto, para sacudirse del recio control que los Reyes Católicos habían ejercido sobre la nobleza. El problema era que, como miembro de la Orden del Toisón de Oro, sólo podían juzgarle sus iguales, así que la familia de Juan III de Belmonte presentó demanda ante Carlos como soberano de la Orden. El joven conde de Flandes se presentó ante su tía para exigir la liberación del cortesano pelota, y Margarita no sólo replicó indignada que no podía hacerlo sin permiso imperial: también expresó su malestar porque se había convocado una reunión de caballeros sin su permiso, y le sugirió desconfiar de quien cuestionara al abuelo. El pulso entre Margarita y los nobles flamencos llegó tan lejos que los señores presionaron en los Estados Generales para que rechazaran los impuestos propuestos por Margarita con el argumento de que se acercaba el final de su regencia, y ella tuvo que escribir al emperador que la nobleza “se queja de mí y dan malas ideas en la cabeza de mi señor, que no son buenas tampoco para vos”. Cuando Margarita se asusta por las presiones con que la nobleza quería precipitar el final de la minoría de edad de su sobrino, Maximiliano escribe a su nieto para que se acerque a Insbruck “a fin de que podamos prepararle para recibir el juramento de lealtad de todos mis dominios de nuestra casa, para mejor garantizar la sucesión”. Parece bastante claro que quería separarle de la influencia que ejerce sobre el rey adolescente aquella troupe de flamencos con ínfulas, pero Chievrès y sus colegas, conociendo la precaria financiación de las campañas imperiales, pagaron al abuelo para poder forzar la proclamación de la mayoría de edad del conde de Flandes. Así que, mientras Carlos se sometía a una ronda de proclamaciones y entradas reales en las ciudades más importante del territorio que conoceríamos como las XVII Provincias, Margarita se quejaba entre lágrimas al embajador inglés de cómo CHievrès le había retirado la tutela del príncipe.

Parece que la influencia de los nobles flamencos parece decisiva, porque Carlos le dio largas al abuelo para recorrer las posesiones familiares. Así que el emperador tuvo que escribirle para recordarle la obligación de seguir el consejo de su tía: “seguiréis su consejo porque por naturaleza y crianza ella se preocupa de nuestros intereses (…) porque los tres somos uno y lo mismo”. No sirvió: Carlos se venía apartando de la tutela familiar para abrazar el consejo de los nobles feudales cuyo ascendente tantos problemas le traería años después en España. Así que, cuando el 5 de enero de 1515, el joven Carlos de Habsburgo fue proclamado mayor de edad en la Sala de los Estados de la corte de Bruselas, apartó pronto de su lado a su tía, y la facción francófila corrió a enviar una representación a la coronación del nuevo rey francés. Y es que, en Francia, un joven impetuoso se sentaba en el trono más poderoso de Europa e inauguraba su reinado haciendo la guerra: en octubre de ese mismo 1515 François se lanzó sobre Milán y lo conquistó tras vencer en Marignano. Carlos le escribió una felicitación por la victoria: los cortesanos flamencos que le envolvían insistían en estrechar las relaciones con Francia. El joven Carlos no sabía en ese momento que pocos meses después el rey francés se convertiría en su archienemigo: si Batman tiene a Jocker, Carlos V tendrá a François.


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