Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 30 de septiembre de 2020

ILUSTRES ILUSTRADOS (y 4): VOLVER A ENCENDER LAS LUCES


En los cuatro post anteriores he querido retratar las sucesivas visiones que la historiografía ha tenido sobre la ilustración. Durante la primera mitad del siglo XIX los ilustrados fueron vistos como los siniestros conspiradores que habían desencadenado la orgía destructiva de la revolución, y durante la segunda mitad, en cambio, pasaron a ser los progenitores de la idea de progreso que venía empujando Europa a golpe de razón, ciencia y técnica (y saqueo colonial, todo sea dicho de paso). Aunque alguien advirtió entonces que se estaba adorando a ese progreso como si de una especie de dios pagano se tratara porque en el fondo los ilustrados nos habían legado una fe laica, el advenimiento del fascismo permitió reconciliar a los ilustrados con el imaginario colectivo gracias a su compromiso ideológico por la libertad contra la tiranía absolutista, que les emparentaba con los intelectuales que se estaban oponiendo al fascismo. Apenas hubo un atisbo de crítica después de la guerra: en 1945 Europa era un solar en ruinas infestado de cadáveres, y los filósofos de la Escuela de Frankfurt –consternados ante aquel cráter todavía humeante- denunciaron que razón, ciencia y técnica habían permitido industrializar el exterminio. Sin embargo, aquella crítica a la ilustración como inspiradora de una razón monstruosa e implacable no llegó a cuajar porque la sostenida prosperidad de postguerra parecía inagotable y permitía presentar a los ilustrados como advenimiento de la modernidad. Esa visión optimista abrió muchas vías de investigación que ampliaban cronológica, geográfica, social y temáticamente la presencia del fenómeno, hasta consagrar su definición como un conjunto de valores compartidos, más o menos coherentes. El problema fue que al rastrear nuevas voces y costumbres buscando una representación del mundo que, en el ejercicio de la crítica, hubiera contribuido a despertar la tormenta revolucionaria, la ilustración quedó convertida en un agente menor. Así fue como, cuando en 1988 François Furet publicaba una síntesis sobre la revolución francesa, creyó que no hacía falta nombrar a Diderot y Holbach... Por eso, de todas las ilustraciones que la historiografía ha ido tejiendo sucesivamente –la culpable, la progresista, la religiosa, la libertaria, la presuntamente totalitaria, la que parió la modernidad y la que apenas era un conjunto de valores sutiles- esta última me preocupa especialmente. La búsqueda del chascarrillo y la receta de las magdalenas como síntomas de cosmovisiones y representaciones del mundo puede ser interesante, pero –más allá de una recreativa historia de la vida cotidiana- ni permite comprender una época ni, soterrando los conflictos, nos ofrece una descripción más verosímil de la realidad pasada. Es más: me da la impresión de que hemos asesinado la ilustración como sujeto histórico en el momento en que más falta nos hacía.

No digo que no se tenga que criticar su legado, ni las percepciones idealistas con las que a menudo se ha trazado su historia. En ese sentido, comparto y entiendo la queja de Gonzalo Pontón con la que empezaba esta serie de post. Contra la idealización del movimiento monolítico y homogéneo de héroes nacionales de la pluma, Pontón nos recuerda que la mayor parte de ellos eran snobs ennoblecidos y reaccionarios muy pendientes de sus cargos y fortunas. Eran un reducido número de sabios integrados en el sistema, apenas dispuestos a reformarlo tímidamente para salvarlo. Como buenos urbanitas, con visión cosmopolita, apenas se dirigieron a las clases bajas ni a los medios rurales: Gonzalo Pontón dice que “tenían poco que decir para confortar a los pobres, y no mostraron preocupación por los derechos del pueblo”, puesto que su objetivo no era la democracia, que para ellos sería algo parecido a la anarquía. ¿Entonces, para quién escribían? Sus ideas ejercieron un gran atractivo sobre la clase media profesional de funcionarios, abogados, médicos, periodistas… porque defendían sobre todo las necesidades de la burguesía. Por eso la Enciclopedia defenderá la libertad de comercio, la unidad del mercado interior, la abolición de las reglamentaciones gremiales y la igualdad (natural) ante la ley. Pero desaparecidos los privilegios de la sangre, la burguesía se comprometerá en la lucha por la desigualdad de su clase respecto a la del pueblo llano. La claque que envolvía a los divinos le recuerdan, dice Pontón con sorna, “la corte existencialista de Sartre y Beauvoir doscientos años después, cuando luchaban contra los nazis sentados en el Café de Flore” o a la “gauche divine barcelonesa de los setenta, que luchaban contra la dictadura desde las noches del Boccaccio”.

Ingenioso. En circunstancias normales, si nuestros derechos constituyeran ya una plataforma incuestionada que nos permitiera avanzar en la construcción de mejores marcos de libertades, yo aplaudiría a rabiar. Pero resulta que, entre Putin envenenando al disidente con el aplauso de su opinión pública, Trump amenazando con que no saldrá de la Casa Blanca mientras sus estúpidos partidarios desenfundan el fusil, con Ayuso negando el coronavirus, VOX repartiendo palizas y un iluminado en Waterloo trabajando por imponerle al 53% de la sociedad una república bananera nunca descrita, no sé si nos sobra el sentido común ilustrado que venimos menospreciando desde que estalló la postmodernidad. Nos urge la razón para combatir el cambio climático, la pandemia y las campañas de mentiras que niegan evidencias científicas. Y en ese combate por la civilización, el planeta y la libertad nos pillan desarmados porque hemos degradado la ilustración como concepto. Y, por mucho que la izquierda inteligente me seduzca con su sentido hipercrítico, no me parece el momento más adecuado para descalificar el racionalismo ilustrado cuando coincidimos en su deconstrucción con la derecha más carpetovetónica.

Es cierto que algunas mentes sensibles se han puesto ya a reivindicar la ilustración como medicina preventiva contra el irracionalismo ascendente: Zeev Sternhell se marchó en junio pasado dejándonos “The anti-enlightnment Tradition”, el cuarto volumen de la “Contrahistoria de la filosofía” de Michel Onfray se titula “Los ultras de las luces” y Philip Blom ha subtitulado “Gente peligrosa” recordando “el radicalismo olvidado de la ilustración europea”. Pero a la cabeza del rescate de la ilustración está sin duda Jonathan Israel. Yo acabo de leer en diagonal el resumen que hace de su ingente investigación, que ha publicado bajo el título “Una revolución de la mente. La ilustración radical y los orígenes intelectuales de la democracia moderna”, y, pese a mis carencias filosóficas, no me ha parecido que se le pueda someter a la crítica sistemática que hace de él Gonzalo Pontón.

Ambos coinciden en valorar positivamente los pensadores del siglo XVII –Galileo, Bacon, Descartes, Kepler, Harvey, Volta, Grocio, Pudendorf…- que habrían puesto las bases del pensamiento crítico que desarrollarían los ilustrados durante el siglo siguiente. Uno de los pensadores más importantes de aquel momento, Spinoza, es para Israel el inspirador del sector más radical de la ilustración francesa. Pero mientras Pontón descalifica la división de la ilustración en dos sectores irreconciliables de moderados y radicales, Israel ve tan diferentes sus metas, sus objetivos, sus instrumentales filosóficos, que nos pide que hablemos de “ilustraciones” en plural.  Esa división entre ilustración moderada y radical sería mucho más importante que las particularidades nacionales de la ilustración que hemos encontrado estas últimas décadas con la bandera empañándonos las gafas… De hecho, concluye Israel, que cuando estalla la Revolución Francesa ve competir en el tablero político tres programas distintos: la ilustración moderada, la radical y la contra-ilustración.

Gonzalo Pontón llega a ridiculizar la apuesta de Jonathan Israel por la ilustración radical como “la única causa directa importante de la revolución”. Y le responde: “¿ni la quiebra del estado francés, ni el atrincheramiento de los dos primeros estamentos en sus privilegios, ni la angustiosa situación de los campesinos que se lanzaron contra los castillos, ni la ambición burguesa, ni la radicalización de la sans-culotterie tuvieron nada que ver?”. No creo que sea eso lo que dice Jonathan Israel, que más bien se lamenta de que hayamos construido una explicación política del estallido de la revolución escondiendo las causas ideológicas, y, a modo de demostración nos ofrece un par de datos significativos: en 1789 la Histoire Philosophique, a la que llama “el asalto más devastador de las estructuras existentes de autoridad y pensamiento del siglo XVIII” llevaba más de 50 ediciones en francés, 20 en inglés y otras tantas en alemán, holandés y danés. Y en los cahiers de doleances, el clero de Angulema denunciaba que el reino se había inundado “de libros impíos y escandalosos” y el de Armañac veía reinar por todas partes “el libertinaje y la incredulidad”, demostraciones ambas de la extensión de los nuevos valores ilustrados.

Es obvio que la revolución no tuvo sólo causas intelectuales, que los culpables no fueron sólo los libros, pero también lo es que los presupuestos ideológicos de la última generación de los ilustrados rompen trágicamente con cualquier intento de reformar el Antiguo Régimen: esos autores percibían las carencias de la revolución americana y rechazaban la monarquía mixta británica como modelo porque apenas veían en ella corrupción electoral. Le criticaban a Rousseau que su “voluntad general” podía amenazar la libertad individual, y proponían que los representantes elegidos deben ser supervisados. En su Essai sur les préjugés (1770), Holbach dice que el hecho sorprendente de que los pueblos del mundo se dejaran oprimir/explotar en beneficio de dinastías rapaces se debía primero a la superstición y a la religión crédula que enturbiaba sus mentes. Esa generación reconoce que el desmontaje del viejo régimen podría traer tragedias, pero se preguntaba si no serían más beneficiosos para la humanidad unos pocos disturbios temporales que languidecer eternamente bajo una tiranía sin fin. Es más: la ilustración radical amplía la definición de tiranía hasta incluir el ejercicio de cualquier autoridad, legítima o no, que no esté fundada en los beneficios que procura a aquellos sobre los que se ejerce.

Estas obras tendrían, según Israel, una penetración más profunda que las grandes obras de referencia de Montesquieu, Rousseau o Voltaire. Sin embargo, parecen olvidados. De hecho, Philip Blom empieza el libro que les dedicó buscando la Rue Royale Saint Roch, donde se encontraba el salón del barón d’Holbach, y –aunque encontró la casa en la Rue des Moulins número 10- ni una placa lo recordaba, y en la cercana Iglesia de Saint-Roch, Holbach y Diderot descansan en osarios anónimos bajo gastadas losas, profanados durante la Comuna. Quizá deberíamos recuperarlos: incluirlos en los manuales, conocer mejor sus propuestas, añadirles al Olimpo de las plumas ilustradas. Precisamente leyendo a Israel he encontrado a un personaje al que descubría recientemente en una película: Johan Friedrich von Struensse fue el médico del rey danés Christian VII (1766-1808). Su influencia sobre el matrimonio real le permitió impulsar, entre 1770 y 1771, un puñado de ambiciosas reformas, como el primer decreto de libertad de prensa de la historia. La campaña de injurias que desencadenó la prensa que él había liberado de la censura estatal provocó su caída: fue juzgado por traición y ejecutado. Pero más allá de la fuerza de la anti-ilustración, el episodio no solamente nos permite intuir la fuerza revolucionaria de los panfletos que se publicaron al amparo de ese decreto, sino el conocimiento popular de Spinoza y la influencia de la ilustración europea. Eso dice Jonathan Israel, y me parece que su reivindicación de la ilustración radical merece ser tenida en cuenta.



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