Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

domingo, 13 de septiembre de 2020

ILUSTRES ILUSTRADOS (3): DE LA HISTORIA SOCIAL A LA HISTORIA CULTURAL

La visión de la ilustración que triunfó durante los “Treinta Gloriosos” partía de una visión idealista de la Historia que incluía creencias apriorísticas del tipo “los libros cambian el mundo”, e individualistas, en tanto trataba a aquellos filósofos como verdaderos genios con influencia y poder de convicción. Era una visión vinculada a la historia de las ideas, que se centraba en exclusiva en los grandes textos de la cultura occidental, cuyo modelo económico estaba demostrando su presunta superioridad con décadas de crecimiento sostenido. Foucault trataría de ridiculizar esa visión diciendo que aquella forma de entender la ilustración,  con la que acabé el post anterior, estudiaba a los autores como si fueran una “cabezas sin cuerpo”: se refería a que los analizaba como si fueran mentes magistrales que representaban por sí solos el espíritu de su tiempo, o como precursores desconectados de los condicionantes de su época, incluso adelantados a ella.

Esta interpretación de la ilustración fue entrando en crisis a medida que se imponía el nuevo clima social e intelectual que propiciaron los sesentayochos y, por ejemplo, la Nouvelle Histoire de la tercera generación de la Escuela de los Annales, bajo la influencia de la sociología y la antropología, empezó a fijar su atención en la dimensión colectiva de los aspectos mentales, consagrándose a reflexionar sobre las visiones del mundo, los sistemas de valores, y las representaciones colectivas. En ese momento en que la concepción de la cultura fue más allá del pensamiento nítido y los historiadores se lanzaron a estudiar las actitudes ante la muerte, el miedo, o los sentimientos, la visión de las ideas de la ilustración como si se tratara de un programa coherente que marcaba el camino a la modernidad iría entrando en crisis. Aunque metodológicamente seguía fascinada por la cliometría norteamericana, la Historia Social de las Luces bajó la escala de observación para estudiar el impacto de la ilustración: para conocer el nivel de alfabetización y secularización, secuenciaron cuantas misas se encargaban en los testamentos, cuántos libros se publicaban, cuantos se vendían (circulaban), cuántos había en los inventarios postmortem que permitían reconstruir las bibliotecas particulares.

Un ejemplo de ese nuevo clima fue el libro que el historiador norteamericano Robert Darnton dedicó al proceso de edición, impresión y distribución de la Enciclopedia. Creo que fue el primero que demostró curiosidad sobre  las condiciones materiales de producción, difusión y circulación de las obras literarias. Según un interesante artículo de Mónica Bolufer que encontré en el libro que recogía las aportaciones al seminario “La ilustración y las ciencias” (2000), Darnton no sólo subrayó que la ilustración debía enmarcarse en el contexto en que se organizaba la actividad intelectual del Antiguo Régimen, caracterizada por los mecanismos de privilegio y patronazgo. Sino que eso le permitió distinguir entre los que tenían acceso a esos mecanismos, philosophes famosos y reconocidos por los círculos de la alta sociedad (una ilustración court-sponsored, como diría Jonathan Israel),  y muchos otros autores de segunda fila que malvivían de sus ocupaciones literarias, resentidos contra la jerarquía de la “república de las letras” y dispuestos a denunciar el sistema de privilegios, o incluso a abrazar la revolución.

Al distinguir entre los grandes divos de la moderación ilustrada, y los radicales desclasados, Darnton estaba defendiendo una Historia que, en lugar de considerar a los autores meras cabezas pensantes, los situara en su contexto social, el mundo de poder y prestigio en el que se desenvolvían sus carreras y su producción intelectual. Esta historia social le distancia de la historia intelectual y de la historia de las mentalidades basada en el análisis cuantitativo que venían practicando los Annales, y al hacerlo fue introduciéndose el estudio de los fenómenos culturales, la Historia cultural de la ilustración que triunfaría ya a finales de los ochenta. El advenimiento del neoliberalismo en 1979, con Maggie  en Downing Street y su amigo vaquero en la Casa Blanca, alentó la postmodernidad... Si los neoliberales se revestían de presunto pragmatismo para descalificar los viejos discursos ideológicos como si de estúpidas Vulgatas se tratara, los postmodernos aprovechaban el hundimiento del bloque comunista para proclamar la caducidad de las macro-visiones: la realidad, decían, no existe; existen los discursos que la describen de forma parcial y subjetiva. En ese contexto, el "fin de la Historia" lo llamó un idiota yuppie con ínfulas, había que desarticular el potencial crítico de las Humanidades, que servirían para advertir que, tras sus insistentes y sospechosas apelaciones a la libertad, los neoliberales apenas llevaban en su programa, aparte de un orden moral reaccionario de cintura para abajo que aplicarnos a los demás, pero no a ellos, la deslocalización y la desregulación que permitirían volver al viejo orden caníbal especulativo previo a 1929. Así que había que negar cualquier cientificidad a la Historia, una de las pocas herramientas que podía advertir que aquellos siniestros políticos eran tan sólo unos buenos trileros. Muertos los discursos profundos, hubo historiadores que, para entender la ilustración, preferían analizar cualitativamente algo tan “deconstruido”, tan huidizo y gaseoso como la práctica cultural.

No seré yo quien defienda la postmodernidad historiográfica, pero sí que podemos convenir que tuvo algunos aciertos. Sin ir más lejos, no sé si hubiéramos reparado en otras voces hasta entonces silentes, alternativas, a la hora de recoger fuentes. Escuchar las voces femeninas, las de la alteridad, las de los oprimidos y los colonizados, fue un acierto que enriqueció el discurso histórico. Y en este caso también fue acertado –excesos posteriores aparte, si se cree que los hubo- ampliar el concepto de cultura: si antes se la había considerado un nivel más de la actividad humana –el escultor puliendo la piedra, el escritor manejando la pluma-, ahora se ampliaba el concepto para que recogiera prácticas significativas, formas de hacer y decir que por banales o rutinarias se tenían por poco trascendentes, pero tras las que se esconde una manera de interpretar el mundo. Rastrear esas formas informales de cultura era desarrollar una historia de las mentalidades difícil de teorizar, pero permitiría conocer el impacto de la ilustración en la sociedad; o eso pensaba uno de los autores más representativos de esa trayectoria, Roger Chartier. En su libro “Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII” (1995) sugería que, más que la emisión o circulación de obras impresas, y más que los contenidos de las bibliotecas, que no demostraban nada por sí mismas, había que estudiar el uso de los libros. O lo que es lo mismo, la práctica de la lectura, la actitud del lector. Y que en tanto leer exige un clima de libertad de expresión e intercambio de información, había que estudiar también los ámbitos de encuentro, los espacios de sociabilidad.

En cuanto a estudiar la actitud del lector, Chartier se rebelaba contra la idea de que el lector es pasivo en la lectura, y que, sin filtro selectivo, moldea su pensamiento según el contenido de la lectura y actúa conforme a esas ideas que ha aprehendido. Esa idea había permitido establecer un nexo claro entre ilustración y revolución, puesto que se sobreentendía que los lectores de la ilustración constituirían, por su influencia, las masas revolucionarias. Esa relación directa le parecía a Chartier absurda porque, añadía, ningún texto tiene en sí mismo un solo significado, está siempre expuesto a ser interpretado de formas distintas, incluso contradictorias, dependiendo del bagaje personal del lector. Y en cuanto a bagajes, aunque reconocía que la filosofía tuvo mucha difusión, en el s. XVIII fueron mucho más leídos otros géneros, como la sátira política o la pornografía. Lo cual desmerecía bastante el presunto impacto de la ilustración en el devenir político de Occidente.

En cuanto al segundo aspecto, la necesidad de estudiar los espacios de sociabilidad, Chartier ya había publicado poco antes “Lecturas y lectores en la Francia del Antiguo Régimen” (1994). En ese libro postulaba tres espacios básicos en el uso de materiales impresos: el taller o la tienda, donde maestros y aprendices cuentan con obras de consulta que les guían en el cumplimiento de sus labores, las asambleas religiosas convocadas por los protestantes (donde la ausencia de mediación institucional permite al cristiano contactar directamente con la palabra divina, para lo que se necesitaba la lectura), y las celebraciones colectivas, donde con frecuencia se leían piezas jocosas para acompañar los festejos. En este último contexto, las sátiras y los folletos tuvieron buena acogida, porque eran textos breves y baratos, sensacionalistas, que alimentan la imaginación con desmesuras sobre el desorden moral, el caos o lo sobrenatural, todo cuanto rompe con el normal devenir de lo cotidiano.

A ese primer estadio de circulación informativa cabría añadir otros más sofisticados, también influyentes, a los que se asigna un papel de extensión de los mensajes. Cuando Chartier reflexiona sobre las bibliotecas de préstamo, los clubes de lectura, las academias provinciales que imitan en la periferia los brillantes círculos parisinos, o los cafés, se va comprobando que la politización del público no se produjo solamente leyendo a la ilustración, sino que también cumplieron con un papel decisivo los libelos y panfletos vendidos clandestinamente, cuyo contenido sería compartido en clubs, chocolaterías, tertulias, salones, billares, logias, jardines o picnics, lugares privados en los que el trasunto de ideas genera una cultura política que se extendía por calles, plazas, mercados y ferias. Si a eso añadimos el aumento del número de publicaciones entenderemos fácilmente el surgimiento de la opinión pública como espacio de legitimación del discurso y de manifestación de un público crítico capaz de emitir su juicio. La revolución no sería pues consecuencia directa de la ilustración, sino que se generaría en el momento en que toda esa toma individual de conciencia, toda esa mentalización, permite pensarla. La revolución se genera porque fue pensable…

Cuando estaba en la facultad escuchaba todo esto y pensaba que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. Seguramente la pereza que me daba Chartier en mis tiempos de estudiante demostraba lo atrevida que es la ignorancia, algo que hoy en día me sigue permitiendo resumir sesudos libros en parrafitos de consumo rápido. Esa pretensión no me impide reconocer que el libro de Chartier que cité antes es importante, porque encierra en sí mismo una visión historiográfica. El subtítulo del libro, “Los orígenes culturales de la Revolución francesa”, fue su título principal en francés y parafraseaba el de otro libro clásico que en 1995 Chartier consideraba  haber superado. Se trata del ensayo que Daniel Mornet había publicado en 1933 con el título “Los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa”: si allí se sugería que la principal causa de la revolución había sido la ilustración, ahora se buscaban otros orígenes e incluso se llegaba a firmar que había sido al revés, que la revolución había construido el concepto de ilustración que venimos defendiendo desde entonces. Eso quiere decir que la burguesía había seleccionado, de entre todo el magma de publicaciones dieciochescas, aquellas cuyo contenido legitimaban sus realizaciones revolucionarias: los ejemplos que suelen ponerse en ese sentido, tanto las inscripciones en el sarcófago de Voltaire como  la reivindicación de Rousseau por parte de Robespierre, son especialmente esclarecedoras. La burguesía revolucionaria seleccionó los pensadores que le convenían y creó así el Olimpo de pensadores que nosotros explicamos aún en clase. Sólo admitieron a unos pocos en el Panteón de Hombres Ilustres, rechazaron a los radicales y crearon así una genealogía de la revolución a la que, probablemente, aquellos autores no aspiraban. Del mismo modo, los independentistas americanos definieron a Tupac Amaru como un antecedente ilustre, a pesar de que sus objetivos respectivos se parecían como un huevo a una castaña, de lo que se deduce que deberíamos desconfiar de las genealogías manipuladas.

El título de Mornet suponía que las ideas pasan del libro al lector, y que éste cambia su consciencia y desarrolla una acción acorde con lo que ha leído. Por Chartier sabemos que las transformaciones culturales que permiten la producción, circulación y aceptación de ciertas ideas son más profundas. Voltaire no hubiera tenido éxito si no se hubieran instalado ya profundas transformaciones en la cultura francesa: el incremento de la lectura individual, el mayor acceso a los libros, la pérdida de la hegemonía cultural de la iglesia, la crisis del carácter sagrado de la monarquía absoluta, la nueva cultura política que se aprecia en la prensa escrita, y el inicio de la opinión pública. Todos esos cambios habían creado las circunstancias propicias para aceptar ciertas ideas, y no al revés. Todos esos cambios provocaron una revolución de las mentalidades que hicieron pensable la revolución. No vale decir que los libros provocaron la revolución, sino que el libro circulaba cuando el cambio que producirá la revolución ha empezado ya. En conclusión, la revolución tuvo orígenes culturales, y no orígenes intelectuales.


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