La visión de la ilustración que triunfó durante los “Treinta Gloriosos” partía de una visión idealista de la Historia que incluía creencias apriorísticas del tipo “los libros cambian el mundo”, e individualistas, en tanto trataba a aquellos filósofos como verdaderos genios con influencia y poder de convicción. Era una visión vinculada a la historia de las ideas, que se centraba en exclusiva en los grandes textos de la cultura occidental, cuyo modelo económico estaba demostrando su presunta superioridad con décadas de crecimiento sostenido. Foucault trataría de ridiculizar esa visión diciendo que aquella forma de entender la ilustración, con la que acabé el post anterior, estudiaba a los autores como si fueran una “cabezas sin cuerpo”: se refería a que los analizaba como si fueran mentes magistrales que representaban por sí solos el espíritu de su tiempo, o como precursores desconectados de los condicionantes de su época, incluso adelantados a ella.
Esta interpretación de la ilustración fue entrando en crisis a medida que se imponía el nuevo clima social e intelectual que propiciaron los sesentayochos y, por ejemplo, la Nouvelle Histoire de la tercera generación de la Escuela de los Annales, bajo la influencia de la sociología y la antropología, empezó a fijar su atención en la dimensión colectiva de los aspectos mentales, consagrándose a reflexionar sobre las visiones del mundo, los sistemas de valores, y las representaciones colectivas. En ese momento en que la concepción de la cultura fue más allá del pensamiento nítido y los historiadores se lanzaron a estudiar las actitudes ante la muerte, el miedo, o los sentimientos, la visión de las ideas de la ilustración como si se tratara de un programa coherente que marcaba el camino a la modernidad iría entrando en crisis. Aunque metodológicamente seguía fascinada por la cliometría norteamericana, la Historia Social de las Luces bajó la escala de observación para estudiar el impacto de la ilustración: para conocer el nivel de alfabetización y secularización, secuenciaron cuantas misas se encargaban en los testamentos, cuántos libros se publicaban, cuantos se vendían (circulaban), cuántos había en los inventarios postmortem que permitían reconstruir las bibliotecas particulares.
Un ejemplo de ese nuevo clima
fue el libro que el historiador norteamericano Robert Darnton dedicó al proceso
de edición, impresión y distribución de la Enciclopedia. Creo que fue el
primero que demostró curiosidad sobre
las condiciones materiales de producción, difusión y circulación de las
obras literarias. Según un interesante artículo de Mónica Bolufer que encontré
en el libro que recogía las aportaciones al seminario “La ilustración y las
ciencias” (2000), Darnton no sólo subrayó que la ilustración debía enmarcarse
en el contexto en que se organizaba la actividad intelectual del Antiguo Régimen,
caracterizada por los mecanismos de privilegio y patronazgo. Sino que eso le
permitió distinguir entre los que tenían acceso a esos mecanismos, philosophes
famosos y reconocidos por los círculos de la alta sociedad (una ilustración court-sponsored,
como diría Jonathan Israel), y muchos
otros autores de segunda fila que malvivían de sus ocupaciones literarias,
resentidos contra la jerarquía de la “república de las letras” y dispuestos a
denunciar el sistema de privilegios, o incluso a abrazar la revolución.
Al distinguir entre los grandes
divos de la moderación ilustrada, y los radicales desclasados, Darnton estaba
defendiendo una Historia que, en lugar de considerar a los autores meras
cabezas pensantes, los situara en su contexto social, el mundo de poder y
prestigio en el que se desenvolvían sus carreras y su producción intelectual.
Esta historia social le distancia de la historia intelectual y de la historia de
las mentalidades basada en el análisis cuantitativo que venían practicando los
Annales, y al hacerlo fue introduciéndose el estudio de los fenómenos
culturales, la Historia cultural de la ilustración que triunfaría ya a finales
de los ochenta. El advenimiento del neoliberalismo en 1979, con Maggie en Downing Street y su amigo vaquero en la Casa Blanca, alentó la postmodernidad... Si los neoliberales se revestían de presunto pragmatismo para descalificar los viejos discursos
ideológicos como si de estúpidas Vulgatas se tratara, los postmodernos aprovechaban el hundimiento del bloque comunista para proclamar la caducidad de las macro-visiones: la realidad, decían, no existe; existen los discursos que la describen de forma parcial y subjetiva. En ese contexto, el "fin de la Historia" lo llamó un idiota yuppie con ínfulas, había que desarticular el potencial crítico de las Humanidades, que servirían para advertir que, tras sus insistentes y sospechosas apelaciones a la libertad, los neoliberales apenas llevaban en su programa, aparte de un orden moral reaccionario de cintura para abajo que aplicarnos a los demás, pero no a ellos, la deslocalización y la desregulación que permitirían volver al viejo orden caníbal especulativo previo a 1929. Así que había que negar cualquier cientificidad a la Historia, una de las pocas herramientas que podía advertir que aquellos siniestros políticos eran tan sólo unos buenos trileros. Muertos los discursos profundos, hubo historiadores que, para entender la ilustración, preferían
analizar cualitativamente algo tan “deconstruido”, tan huidizo y gaseoso como
la práctica cultural.
No seré yo quien defienda la
postmodernidad historiográfica, pero sí que podemos convenir que tuvo algunos
aciertos. Sin ir más lejos, no sé si hubiéramos reparado en otras voces hasta
entonces silentes, alternativas, a la hora de recoger fuentes. Escuchar las
voces femeninas, las de la alteridad, las de los oprimidos y los colonizados,
fue un acierto que enriqueció el discurso histórico. Y en este caso también fue
acertado –excesos posteriores aparte, si se cree que los hubo- ampliar el concepto
de cultura: si antes se la había considerado un nivel más de la actividad
humana –el escultor puliendo la piedra, el escritor manejando la pluma-, ahora
se ampliaba el concepto para que recogiera prácticas significativas, formas de
hacer y decir que por banales o rutinarias se tenían por poco trascendentes,
pero tras las que se esconde una manera de interpretar el mundo. Rastrear esas
formas informales de cultura era desarrollar una historia de las mentalidades
difícil de teorizar, pero permitiría conocer el impacto de la ilustración en la
sociedad; o eso pensaba uno de los autores más representativos de esa
trayectoria, Roger Chartier. En su libro “Espacio público, crítica y desacralización
en el siglo XVIII” (1995) sugería que, más que la emisión o circulación de
obras impresas, y más que los contenidos de las bibliotecas, que no demostraban
nada por sí mismas, había que estudiar el uso de los libros. O lo que es lo
mismo, la práctica de la lectura, la actitud del lector. Y que en tanto leer
exige un clima de libertad de expresión e intercambio de información, había que estudiar también los ámbitos de encuentro, los espacios de sociabilidad.
En cuanto a estudiar la actitud
del lector, Chartier se rebelaba contra la idea de que el lector es pasivo en
la lectura, y que, sin filtro selectivo, moldea su pensamiento según el
contenido de la lectura y actúa conforme a esas ideas que ha aprehendido. Esa
idea había permitido establecer un nexo claro entre ilustración y revolución,
puesto que se sobreentendía que los lectores de la ilustración constituirían,
por su influencia, las masas revolucionarias. Esa relación directa le parecía a
Chartier absurda porque, añadía, ningún texto tiene en sí mismo un solo
significado, está siempre expuesto a ser interpretado de formas distintas,
incluso contradictorias, dependiendo del bagaje personal del lector. Y en
cuanto a bagajes, aunque reconocía que la filosofía tuvo mucha difusión, en el s. XVIII fueron
mucho más leídos otros géneros, como la sátira política o la pornografía. Lo
cual desmerecía bastante el presunto impacto de la ilustración en el devenir
político de Occidente.
En cuanto al segundo aspecto,
la necesidad de estudiar los espacios de sociabilidad, Chartier ya había
publicado poco antes “Lecturas y lectores en la Francia del Antiguo Régimen”
(1994). En ese libro postulaba tres espacios básicos en el uso de materiales
impresos: el taller o la tienda, donde maestros y aprendices cuentan con obras
de consulta que les guían en el cumplimiento de sus labores, las asambleas
religiosas convocadas por los protestantes (donde la ausencia de mediación
institucional permite al cristiano contactar directamente con la palabra
divina, para lo que se necesitaba la lectura), y las celebraciones colectivas,
donde con frecuencia se leían piezas jocosas para acompañar los festejos. En
este último contexto, las sátiras y los folletos tuvieron buena acogida, porque
eran textos breves y baratos, sensacionalistas, que alimentan la imaginación
con desmesuras sobre el desorden moral, el caos o lo sobrenatural, todo cuanto
rompe con el normal devenir de lo cotidiano.
A ese primer estadio de
circulación informativa cabría añadir otros más sofisticados, también influyentes,
a los que se asigna un papel de extensión de los mensajes. Cuando Chartier
reflexiona sobre las bibliotecas de préstamo, los clubes de lectura, las academias
provinciales que imitan en la periferia los brillantes círculos parisinos, o
los cafés, se va comprobando que la politización del público no se produjo
solamente leyendo a la ilustración, sino que también cumplieron con un papel
decisivo los libelos y panfletos vendidos clandestinamente, cuyo contenido sería
compartido en clubs, chocolaterías, tertulias, salones, billares, logias, jardines o
picnics, lugares privados en los que el trasunto de ideas genera una cultura política que se extendía por
calles, plazas, mercados y ferias. Si a eso añadimos el aumento del número de
publicaciones entenderemos fácilmente el surgimiento de la opinión pública como
espacio de legitimación del discurso y de manifestación de un público crítico
capaz de emitir su juicio. La revolución no sería pues consecuencia directa de
la ilustración, sino que se generaría en el momento en que toda esa toma
individual de conciencia, toda esa mentalización, permite pensarla. La
revolución se genera porque fue pensable…
Cuando estaba en la facultad escuchaba todo esto y pensaba que para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. Seguramente la pereza que me daba Chartier en mis tiempos de estudiante demostraba lo atrevida que es la ignorancia, algo que hoy en día me sigue permitiendo resumir sesudos libros en parrafitos de consumo rápido. Esa pretensión no me impide reconocer que el libro de Chartier que cité antes es importante, porque encierra en sí mismo una visión historiográfica. El subtítulo del libro, “Los orígenes culturales de la Revolución francesa”, fue su título principal en francés y parafraseaba el de otro libro clásico que en 1995 Chartier consideraba haber superado. Se trata del ensayo que Daniel Mornet había publicado en 1933 con el título “Los orígenes intelectuales de la Revolución Francesa”: si allí se sugería que la principal causa de la revolución había sido la ilustración, ahora se buscaban otros orígenes e incluso se llegaba a firmar que había sido al revés, que la revolución había construido el concepto de ilustración que venimos defendiendo desde entonces. Eso quiere decir que la burguesía había seleccionado, de entre todo el magma de publicaciones dieciochescas, aquellas cuyo contenido legitimaban sus realizaciones revolucionarias: los ejemplos que suelen ponerse en ese sentido, tanto las inscripciones en el sarcófago de Voltaire como la reivindicación de Rousseau por parte de Robespierre, son especialmente esclarecedoras. La burguesía revolucionaria seleccionó los pensadores que le convenían y creó así el Olimpo de pensadores que nosotros explicamos aún en clase. Sólo admitieron a unos pocos en el Panteón de Hombres Ilustres, rechazaron a los radicales y crearon así una genealogía de la revolución a la que, probablemente, aquellos autores no aspiraban. Del mismo modo, los independentistas americanos definieron a Tupac Amaru como un antecedente ilustre, a pesar de que sus objetivos respectivos se parecían como un huevo a una castaña, de lo que se deduce que deberíamos desconfiar de las genealogías manipuladas.
El título de Mornet suponía que
las ideas pasan del libro al lector, y que éste cambia su consciencia y
desarrolla una acción acorde con lo que ha leído. Por Chartier sabemos que las
transformaciones culturales que permiten la producción, circulación y
aceptación de ciertas ideas son más profundas. Voltaire no hubiera tenido éxito
si no se hubieran instalado ya profundas transformaciones en la cultura
francesa: el incremento de la lectura individual, el mayor acceso a los libros,
la pérdida de la hegemonía cultural de la iglesia, la crisis del carácter
sagrado de la monarquía absoluta, la nueva cultura política que se aprecia en
la prensa escrita, y el inicio de la opinión pública. Todos esos cambios habían
creado las circunstancias propicias para aceptar ciertas ideas, y no al revés.
Todos esos cambios provocaron una revolución de las mentalidades que hicieron
pensable la revolución. No vale decir que los libros provocaron la revolución,
sino que el libro circulaba cuando el cambio que producirá la revolución ha
empezado ya. En conclusión, la revolución tuvo orígenes culturales, y no
orígenes intelectuales.
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