Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

martes, 31 de julio de 2012

VERANO DE 1936: EL TIEMPO Y LA OCASIÓN




Por un post reciente me han escrito llamándome “republicólatra” y en el escrito (que agradezco) me enlazaban un artículo de Santos Juliá (EL PAÍS, 25-6-2010). Lo he leído con la atención que merecen los maestros, y quiero rendir cuenta para someter a crítica mis opiniones e intentar evitar que se enquisten como prejuicios. En él, el profesor de la UNED advertía que los argumentos con los que caracterizamos la violencia vivida durante la guerra civil en la retaguardia republicana -“los otros comenzaron”, “los otros mataron más”, “fue obra de incontrolados”, “los otros planificaron”- olvidan que estos crímenes “obedecieron a una lógica propia” que proclamaba la necesidad de “destruir de raíz el viejo mundo, prender fuego a sus símbolos y proceder a la limpieza de sus representantes”. Por esa dinámica, añade, miles de asesinados en las primeras semanas de revolución no lo fueron por franquistas ni por apoyar a los rebeldes: “de lo primero no tuvieron tiempo, ni de lo segundo ocasión. Murieron porque quienes los mataron creían que una verdadera revolución solo puede avanzar amontonando cadáveres y cenizas”. Para disfrute de la caverna revisionista, que tituló impertinente e inmediatamente uno de sus siniestros opúsculos “Santos Juliá se va enterando”, se nos está pretendiendo igualar las matanzas en las retaguardias de ambos contendientes durante la guerra civil. Ambas estaban, se nos dice, ideológicamente premeditadas. Si apenas hubo diferencia en las cifras fue porque “la república no logró conquistar nuevos territorios, y dentro del suyo la limpieza ya había cumplido la tarea que se le había asignado”. Es decir, que “en un territorio progresivamente reducido era inútil -y ya no había a quién- seguir matando a mansalva”. O lo que es lo mismo: si los republicanos no asesinaron más fue porque no conquistaron territorio y ya habían limpiado suficientemente su retaguardia, quedándose sin materia prima a la que ajusticiar.


Ese veredicto de culpabilidad republicana sirve para descalificar cualquier exigencia de responsabilidades a los ejecutores franquistas, y la recuperación de sus víctimas, procesos a los que el profesor Juliá llama -con cierto aire despectivo- “argentinización”. El profesor de Derecho Penal Internacional de la Universidad de Castilla-La Mancha Miguel-Ángel Rodríguez Arias consideró dicha expresión muy desafortunada: tratar peyorativamente las condenas dictadas contra Videla y sus secuaces por genocidio y lesa humanidad, la búsqueda de los niños perdidos, la ausencia de ley de punto final, es menospreciar la legislación internacional sobre derechos humanos que Alemania, por ejemplo, cumple con ejemplaridad cuando mantiene a los superiviventes nazis en busca y captura 70 años después.

El artículo de Santos Juliá provocó respuestas mucho más vehementes: Floren Dimas repitió la expresión “casadistas” para los historiadores que, “traicionando el espíritu de la II República, intentaron pactar con el enemigo (…) tras una larga trayectoria de fidelidad, ante el final irremediable, cuando mayor es la exigencia de firmeza, coherencia y sacrificio”. Y lamenta que, del mismo modo, Juliá, habiéndose “ganado con su currículum exitoso un lugar en lo alto” acabe “llamando a la exoneración de los verdugos”. Se pronunció entonces, en sentido parecido al de Juliá, otro buen historiador: Jorge M. Reverte (EL PAÍS, 18 junio 2010) advertía que -aunque los rebeldes comenzaron una matanza de exterminio contra los defensores de un régimen legal- algunos defensores de la república mostraron la misma crueldad planificada. Las víctimas de Paracuellos y Badajoz tienen algo en común, concluye: “ambos fueron asesinados a sangre fría, de forma indiscriminada, sin juicio y sin causa”. Está claro que, desde el punto de vista de la víctima, poco importa si te “sacan” de “paseo” los unos o los otros; sin embargo, adjudicar vocación y determinación exterminadora a algunos defensores de la legalidad republicana no nos permite sortear los presupuestos diferenciadores iniciales:


A)Una violencia fue prevista y premeditada, la otra reactiva y fortuita. Lo que desencadenó tal espiral fue el golpe impulsado por quienes -debiendo a la república fidelidad (además de su sueldo)- la traicionaron, sin que la violencia que premeditaron para lograr su objetivo pueda compararse a la de quienes -sin ser su oficio- se vieron obligados a defender la legalidad por culpa de esa actuación. Lo que desencadenó la violencia revolucionaria fue la iniciativa golpista, y cada uno de sus episodios responde a circunstancias, sin las que son inexplicables. Ni Paracuellos se podría explicar sin el asalto a Madrid, ni la matanza de la Cárcel Modelo sin las noticias de Badajoz. No se trata de justificar esas matanzas como reacción a otras, sino de recordar que sin las otras, éstas no hubieran tenido -como diría Santos Juliá- ni tiempo ni ocasión.

B) Una violencia tenía un objetivo explícito, concreto y confeso; a la otra se le atribuye tomando como esencia la supuesta verborrea de desalmados que se otorgaban a sí mismos representatividad política. Josep Fontana ha recordado recientemente el acuerdo firmado por los partidos que formaban el Frente Popular. Textualmente decía que su proyecto no era “una República dirigida por motivos sociales o económicos de clases, sino un régimen de libertad democrática, impulsado por razones de interés público y progreso social”. Ni ese acuerdo, ni las políticas que permitió, constituyen ninguna “revolución en marcha”, por mucho que lo dijeran los golpistas de entonces o sus apologistas de hoy. El alzamiento arremetió contra una democracia, y Fontana lo contrasta con otras fuentes: recoge a Mola diciendo que urgía “un corte definitivo” que hiciera posible que en el futuro nunca se volviera a basar el estado “sobre el sistema de partidos (…), ni sobre el parlamentarismo infecundo y nocivo”. El círculo golpista sostenía que había que “que echar al carajo toda esta monserga de derechos del hombre, humanitarismo, filantropía y demás tópicos masónicos”. Por eso programaron, añade Fontana, “asesinatos preventivos, movidos por el deseo de desarticular hasta sus raíces la sociedad republicana”. Eso explica el asesinato en los primeros días de tantos maestros de escuela, o que en provincias donde el alzamiento triunfó con facilidad se produjeron igualmente terribles matanzas. Hubo pocos Paracuellos, pero tantos Badajoces que ni tan sólo hemos podido acabar de contarlos: porque el derramamiento de sangre había nacido de las circunstancias en la retaguardia republicana, pero constituía la médula del plan en la retaguardia golpista.


C) Una violencia quedó instituida uniformemente por todo el territorio donde triunfó el alzamiento. Al otro lado, la instrucción de investigaciones para condenar esas actuaciones permitiría a la dictadura, más tarde, recogerlos para publicar la "Causa General". No sólo los documentos redactados durante la conspiración demuestran la premeditación, también la actualización generalizada de los alzados: Pablo Gil Vico ha escrito quecualquier alienígena distraído que hubiera sobrevolado la península en agosto de 1936 habría podido distinguir que en Sevilla, Galicia o La Rioja el control de la coerción se hallaba organizada de la misma manera”. En el bando alzado, la violencia formaba parte casi del organigrama institucional. En cambio, al otro lado, como ha dicho Francisco Espinosa, “por más que en algunos lugares las ramificaciones del terror alcanzasen ciertos espacios del poder político y sindical, nunca se trató de un proyecto planificado con implicación de las más altas instancias del Estado”. Los discursos de instituciones y personajes públicos republicanos condenando la violencia contrastan con el escrito de Laín Entralgo lamentando que -frente a ellos- no hubo similares reproches en la España golpista.

Hay algo más. Una fue investigada, la otra no. Unas víctimas recibieron honores, sepultura, recuerdo, dignidad, mientras las otras víctimas quedaban olvidadas en los arcenes, cuando no demonizados. Nadie los contabilizó ni les buscó ni contó su drama. Si nuestros historiadores más eminentes se aburren, hay trabajo pendiente en el archivo: cerrar el recuento de las víctimas de la represión franquista. Mientras tanto, presuponer que una violencia fue menor porque el desarrollo de la guerra no dio victorias a la república, implica fantasear sobre algo que no se produjo sin relacionar las tragedias con estrategias legales conscientes de terror indiscriminado. Algo difícil de hacer sin prejuicios ni apriorismos ideológicos, sin documentos como los que anuncian la violencia de los sublevados. En definitiva, constituyen un discurso contrafactual, que ya en primero de carrera nos advertían que no eran trabajo de historiadores. Estudiamos lo que ocurrió, no lo que pudo haber ocurrido. En tanto no se puede demostrar lo que hubiera pasado (y sí lo que pasó), especular en ese sentido me parece ocioso y absurdo. Nos toca avergonzarnos de Paracuellos, pero no cargar con ninguna “presunción de culpabilidad”.

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