Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

miércoles, 25 de julio de 2012

1755 (1): ¿TERREMOTO DE LISBOA, O TERREMOTO ATLÁNTICO?



Las crónicas de lo ocurrido en Lisboa el 1 de noviembre de 1755 circularon rápidamente por Europa gracias las gacetas y las hojas volantes ilustradas: según Rocío Peñalta Catalán (Universidad Complutense de Madrid) el 15 de noviembre ya se podía leer en París la Relation véritable du tremblement de terre arrivé à Lisbonne. La tragedia impactó en las incipientes opiniones públicas gracias a los testimonios personales de embajadores, corresponsales, comerciantes, marineros y otros compatriotas. Constituye un buen ejemplo de tales crónicas el documento rescatado de la British Library por Josep Palau i Orta en el núm. 22 de la revista Tiempos Modernos (2011). Lleva por título “A genuine letter to Mr. Joseph Fowke from his brother in wich is given a Very Minute and Striking Description of the Late Earthquake”. Es una carta abierta que se publicó en Londres pocas semanas después de la tragedia, en la que un comerciante inglés afincado “cerca de la iglesia de São Nicolau, en plena cidade baixa de Lisboa”, Mr. Fowke, describe en una carta abierta a su hermano cómo, justo después de desayunar, departía alegremente con dos amigos portugueses en la Casa de Cuentas cuando de repente el edificio empezó a tambalearse como mecido por un terrible estruendo. Fowke se dirigió a toda prisa hacia un robusto arco cercano a su casa, creyéndolo seguro, mientras las calles se estremecían bajo sus pies e inmensos bloques de piedra se desprendían peligrosamente de los edificios. Llegó exhausto, justo a tiempo de presenciar el estrepitoso derrumbe de las casas colindantes. Entonces, una nube de polvo lo cubrió todo bajo un tupido silencio. Al cabo de pocos segundos las primeras siluetas empezaron a surgir de entre los escombros, acercándose conmocionadas y tambaleantes hacia el seguro refugio donde Fowke se había atrincherado, pálidos y con las caras sucias, felicitándose de estar vivos. Justo en ese momento “vino el otro. El segundo terrible terremoto. Nuestro miedo era que nuestra casa nos cayera encima, porque la notábamos tambalearse como el mástil de un barco en medio de una tormenta”.

Cuando el temblor remitió avanzaron todos a rastras hacia la cercana iglesia de São Nicolau, pensando que la amplia plaza que envolvía el templo supondría un lugar seguro ante nuevas envestidas. Allí presenciaron el dantesco espectáculo que ofrecían las personas atrapadas entre las ruinas pidiendo a gritos la piedad de Dios, y el clero corriendo entre las ruinas para confesarles y absolverles. Gatearon entonces camino de la cercana plaza del Rossio sobre las ruinas que llenaban toda la Rua dos Arcos, pero sólo encontraron peores escenas de horror: Fowke escribe en su carta que lo que presenció, entre formas apenas humanas gimiendo retorcidas a su alrededor, le recordaba un alud de pecadores miserables implorando piedad a Dios el día del juicio final. Allí encontró a su estimada mujer sana y salva, junto a dos fieles sirvientes y varios amigos que huían hacia los campos colindantes. A la intemperie quedaron, sin cobijo ni alimento, ansiosos por recuperar de los escombros -como dice el doctor Palau i Orta- “todo lo propio y parte de lo ajeno”. La catástrofe se había llevado tras de sí muchos amigos y familiares, pero también buena parte de sus riquezas y negocios. La colonia inglesa en Lisboa contemplaba aturdida, desde el campo, cómo el fuego consumió durante tres días enteros sus sueños lisboetas...


La publicación de crónicas como ésta permitieron a los ingleses empatizar con la desgracia lisboeta. Lo curioso es que muchas crónicas y sermones olvidaran la propia incidencia del terremoto en territorio inglés. Y es que Lisboa no fue la única ciudad lusitana, ni europea, ni tampoco atlántica, que sufrió la tragedia. En Portugal lo acusaron Sintra y Setúbal, donde cayeron la mayor parte de sus murallas, iglesias y edificios. El Algarve lo sufrió duramente, y Faro quedó casi en ruinas. En España, el Guadalquivir se desbordó, hubo 400 víctimas en Ayamonte, 200 en Cádiz, 200 en Lepe, 66 en Huelva, donde, además, 500 pescadores que faenaban en la costa fueron engullidos por las olas. Sevilla perdió el 7% de sus viviendas, se desplomó la catedral de Baeza y las gigantescas olas provocadas por el tsunami posterior al temblor invadieron tres veces la ciudad de Cádiz. Conocemos con precisión los datos porque Fernando VI y su esposa portuguesa encargaron una encuesta sobre los daños, que se recoge en el libro “Los efectos en España del terremoto de Lisboa” (José Manuel Martínez Solares, 2001).

Esos datos demuestran que Lisboa fue golpeada con la misma fuerza que lo fueron otras muchas poblaciones y ciudades del resto de Portugal, de la península ibérica o del norte de África. En la capital portuguesa las olas no fueron más grandes, ni las sacudidas más estremecedoras que en Faro, Cádiz, Tánger, Fez o Tetuán. Y sin embargo, fue Lisboa la que bautizó el terremoto atlántico de 1755. ¿Por qué? A primera vista, el principal motivo es que Lisboa era una ciudad grande, que contaba con 400.000 habitantes, era corte y capital de un reino próspero gracias al comercio colonial. Un gran enclave de negocios. Pero el doctor Palau aporta dos explicaciones más en un apasionante artículo que titula “El terrremoto atlántico de 1755 y sus representaciones”.

Primero, influyó el eco que encontró la noticia entre los intelectuales franceses. La muerte del nieto del dramaturgo Jean Racine, engullido fatalmente por una inmensa ola que arrasó los alrededores de Cádiz, les lanzó a publicar odas y artículos. Quizá la máxima expresión de ese interés sea el debate abierto en el seno de la ilustración, que contribuyó notablemente a resquebrajar el pensamiento providencialista en vigor entonces. Cuando Rousseau responde al Voltaire del Poème sur la destruction de Lisbonne, ou examen de cet axiome, tout est bien (1755) con la Lettre sur la providence (fechada el 18 agosto de 1756) ya no se cita lugar alguno más que Lisboa e, incluso, se presupone que el poema de Voltaire solo se refiere a Lisboa. Cuando en 1759 François Marie Arouet replica a Rousseau con la novela “Cándide, ou l'optimisme”, cuyo protagonista -en el transcurso de un largo viaje- presencia las sacudidas lisboetas- la imagen del terremoto y la reflexión filosófica que la envuelven tan solo remiten geográficamente a la capital portuguesa. Después de ese libro, el terremoto de 1755 no es sino el de Lisboa: la controversia entre Voltaire y Rousseau sobre el terremoto potencia la envolvente asociación entre Lisboa y el terremoto de 1755.


Los publicistas europeos, mientras, fijan su dialéctica en las razones por las que Lisboa ha recibido tan tremendo castigo de Dios. La lectura religiosa, sin embargo, no puede apartarse de la propaganda política. Esa interesantísima aportación del doctor Palau sobre el peso de la propaganda en la adjudicación de la catástrofe a Lisboa se debe relacionar con el encarnizado enfrentamiento franco-británico dieciochesco. La propaganda británica aplicó todos los tópicos de la Leyenda Negra contra Francia que, como supuesta cabeza del “frente papista” continental, encarnaría el fanatismo religioso y la brutalidad inquisitorial que han hecho merecedor del castigo divino al aliado portugués. El terremoto, convertido en castigo divino, dinamizó el argumentario que servía para espolear la consciencia de los fieles y convertir Lisboa, en tanto católica, en una nueva Sodoma.

Por eso la propaganda británica disimula el impacto del terremoto en las islas, y evita referencias a España, que en aquel momento -gracias al círculo anglófilo que envuelve a Fernando VI (Carvajal, Wall, el duque de Huéscar)- es una aliada. De España toma el doctor Palau un ejemplo que nos permite contrastar este uso religioso (y político). En 1762 se publica la “Profecía política verificada en lo que está sucediendo a los portugueses por su ciega fición a los ingleses” (1762): ha llegado Carlos III al poder, la facción anglófila fernandina ha caído en desgracia y una nueva alianza con París (el Tercer Pacto de Familia) obliga a convencer a las mentes formadas del reino de la necesidad de reorientar la política hacia la guerra con Inglaterra. El propio impresor madrileño advierte al comienzo que el lector no espere “una desnuda relación de los daños que causó el Terremoto de 1755”, sino “cuan bien discurre su autor sobre el sistema político de aquel reino descubriendo la raíz y causa de todas sus miserias, y haciendo demostrable no tener estas su origen en lo físico de sus contratiempos, sino en el daño moral de su constitución, que no es otra, que la de dexarse ciegamente gobernar por los ingleses sin reparar en que estos le venden su protección á precio de una esclavitud”. También aquí se ignoran conscientemente los daños causados por el terremoto en España y se privilegia que tanto comercio con los ingleses no debía ser del agrado divino. Los católicos explican la tragedia de Lisboa por su amistad con los ingleses, mientras los anglicanos lo hacen con la degeneración de la sociedad católica.

Lisboa, pues, fue escogida como emblema de la catástrofe por muchas más causas que el número de víctimas. Carmen Espejo Escala ha recogido de Grégory Quenet la idea de que el argumento cuantitativo no resiste porque “las primeras décadas del siglo XVIII habían conocido los efectos de la peste de 1720, con más de 100.000 muertos en Provenza”. No estoy de acuerdo, aunque no hay duda que la evocación del seísmo sirvió a intereses políticos circunstanciales. Los ilustrados que lo utilizaron para sus reflexiones encontraron un público ávido de información y predispuesto a devorarla y dotarla de significado, gracias a la propaganda. En cierto modo, se convirtió en el primer acontecimiento mediático de la historia de Europa. Y al serlo, influyó notablemente en la historia del pensamiento. Pero eso lo cuento otro día.

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