Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

sábado, 12 de noviembre de 2011

ELOGIO DE ERASMO (Y DE QUIENES SUEÑAN UNA ESPAÑA CON MENOS HOGUERAS)





La revista LEER ha dedicado a Erasmo de Rotterdam un apasionante dossier con motivo del 500 aniversario de “El elogio de la locura” (1511). Además de un interesante articulo de Ramón Garcia, el biógrafo de Delibes, sobre la gestación de la novela “El hereje”, el dossier contiene un artículo del filósofo José Luis Abellán, el autor de “El erasmismo español”, y una semblanza del gran humanista escrita por Javier Huerta para recordarnos la paradoja de que, teniendo aquí más adeptos que en ningún otro lugar, en 1517 Erasmo repondió a la invitación de Cisneros con un “Non Placet Hispania” al que Huerta llama paradójico porque el humanista holandés no tuvo en ningún otro lugar tandos adeptos.

Marcel Bataillon llegó a hablar de una “invasión erasmiana” cuando se refiere a las ediciones de sus obras, y añadió que el erasmismo en España no fue ni minoritario ni elitista: “fue una profunda revolución en la vida española” que “no fue cosa de una minoría culta, de unos cuantos intelectuales, sino que apasionó a la aristocracia, y llegó a las capas populares”: el autor de “Erasmo y España” recogió una carta del editor comunicándole la aparición del Enchiridion en español (1526) y que “con tener muchos millares de ejemplares impresos, no logran los impresores contentar a la muchedumbre de compradores”. Por eso Ricardo García Villoslada (en un capítulo de su “Historia General de las literaturas hispánicas”, 1968) encontraba erasmismo “en la corte, en los conventos, en las catedrales, en las escuelas, hasta en las posadas de los caminos pululaban los lectores y entusiastas de Erasmo”. Esta devoción multitudinaria explica dichos como “quien no ama a Erasmo o es un fraile o es un asno” o que el “Monachatus non est pietas” tuviera versión libre: “el hábito no hace al monje”. La frase no sólo demuestra la voluntad ética de vuelta al intimismo religioso, sino la creencia de que –si la interiorización tenía éxito- el poder temporal de la iglesia se acortaría porque muchos fieles se sustraerían al control de los obispos. El éxito de Erasmo refleja el estado de depravación de la iglesia en la península, y se explica también por el gran número de judeoconversos que había.

Morias Enkomion

Me ha gustado especialmente la caricatura de David Pintor que muestra al humanista haciendo equilibrios como los que le situaron entre el cristianismo que nunca abandonó y su crítica, que le acercaba al protestantismo, del que se quiso también distanciar. El “elogio de la locura”, en latín “Stultitiae laus”, algo así como alabanza de la estulticia o de la necedad, constituyó –en su critica a todo bicho viviente- un paso hacia lo que Roma consideraría años más tarde la herejía.

Y sin embargo, en su momento el humanista lo definió como un puro y trivial divertimento, un elogio a su anfitrión Tomás Moro escondido en el juego onomástico que asimila el apellido de su amigo a la palabra "locura" en griego. Aún así, “El elogio” bebe de otras fuentes de su tiempo. Javier Huerta le asigna fuentes folclóricas más que librescas. Se refiere a las fiestas de los locos, unos ceremoniales transgresores y obscenos de origen medieval que se habían dejado sentir en las iglesias y catedrales al amparo de una fiesta que la iglesia católica había instituido en el tiempo de las fiestas saturnales de la Roma pagana: la Navidad. Desde San Nicolás a la Epifanía, una serie de festejos con más carga carnavalesca que religiosa, vindicaban -frente a la religión de la muerte y del dolor- una religión de la vida y la alegría, un cristianismo del gozo, en el que cabía incluso la risa, desterrada durante mucho tiempo por los teólogos como propia del diablo y ajena a Cristo. Según Harvey Cox (Las fiestas de locos, 1969) “capacitaban al pueblo para ver que las cosas no tenían por qué ser necesariamente como de hecho eran”. Su espíritu aflora en las páginas del Elogio, tanto como en el largo poema satirico de Sebastian Brant “La nave de los locos” (1494), que retrata la humanidad como un mundo de locos, poseídos por la ambición, la vanidad, la lujuria, la avaricia, la discordia, la pedantería, que se embarcan camino de un país inventado. Finalmente, no sabemos si Erasmo conoció los cuadros de El Bosco “La nave de los locos” (Lovre) y “El carro de heno” (en El Prado), pero se considera demostrado que vio las ilustraciones que adornan el poema de Brandt que se han atribuido a Durero, y que Holbein se inspiró en aquellos locos ataviados como bufones, con cascabeles y caperuza, para ilustrar el “Elogio”. Es pues como si Erasmo se vistiera de bufón, haciendo accesible al lector común los tratados de difícil digestión, para clamar contra los poderosos que alientan la guerra, contra la hipocresía de los religiosos, contra la superstición que venera las reliquias, contra la inutilidad de la nobleza, incluso contra los papas, sirviéndose de sus conocimientos sobre los evangelios, de los que extrae –con la finura propia del filólogo y del teólogo- pasajes donde la estulticia es avalada por san Pablo o por el propio testimonio de Cristo. De la obra beberá Cervantes cuando rinde en El Quijote un último homenaje a la locura erasmiana mediante un personaje que ha perdido la cordura de tanto leer los libros de caballerías que tanto denostaba Erasmo.

El Quijote erasmista

Cuando José Luis Abellán consideró el Quijote el mayor triunfo del erasmismo subterráneo, ya Américo Castro (“El pensamiento de Cervantes”, 1925) le había diagnosticado un fondo ideológico inconfundiblemente erasmiano, y Bataillon lo había confirmado en “Erasmo y España” (1937). Antonio Vilanova demuestra que Cervantes tuvo que conocer al menos el Elogio, dada la similitud de la locura de Don Quijote con algunos de los ejemplos que expone Erasmo en su obra: anticlericalismo, crítica a la liturgia y a las ceremonias, amor a la naturaleza, énfasis del cristianismo frente al catolicismo, exaltación de la libertad, critica a la España oficial, y –sobre todo- la valoración de la caridad sobre la justicia. Incluso el enfoque general de la obra podría ser una muestra: Don Quijote se hace caballero andante –apenas acompañado de un bobo, tan próximo a la inocencia evangélica que predica Erasmo- para defender a los menesterosos, a las viudas y a las doncellas, a los necesitados en general.

Y es que el nervio doctrinal de la Philosophia Christi es la metáfora del cuerpo místico de Cristo, según la cual todos los hombres somos miembros del mismo cuerpo cuya cabeza es Cristo. Lo cual puede leerse como que estamos subordinados a él, pero también de otra manera más exitosa en España según la cual todos los miembros forman parte del mismo cuerpo y se relacionan en igualdad/comunidad. Ese discurso incluye una reivindicación de igualdad jurídica para todos, capaz de cuestionar la división entre cristianos nuevos y viejos. Así es como muchos conversos abrazan el erasmismo como la posibilidad utópica de establecer un reino de Dios donde todos eran iguales, al menos en derechos.



Cuando libera a los galeotes se dirige a los guardianes diciendo “me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres, cuanto más, señores guardas, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros, allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios en el cielo no se descuida de castigar al malo, de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello” (I, XXII). La acción de liberar al desalmado no se comprende a la luz de la justicia humana; sólo se explica si el autor confía ciegamente en la justicia divina, que permite al hombre la caridad absoluta. Es decir: convenido que sólo Dios tiene autoridad para juzgar, al verdadero cristiano sólo le queda como opción el amor caritativo y misericordioso a ultranza. Así se lo justifica Don Quijote a Sancho: “A los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos, van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias; sólo les toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario de gente mohína y desdichada, e hice con ellos lo que mi religión me pide” (I,XXX). Al defender esa actuación caritativa sin valorar consideraciones humanas, Don Quijote parece valorar la fe por encima de las obras. De hecho, la única frase expurgada por la inquisición -“las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada”- , no sólo recuerdan la opinión del obispo Carranza de que las obras no valen nada si no se cumplen en estado de gracia, sino que explicita cuanto los anteriores ejemplos sólo insinuaban. Al insistir Cervantes en la importancia de la conducta y de las buenas obras, viene a expresar una opinión muy próxima a la erasmiana en el desprecio de la teología, la cual viene a significar para él casi siempre una serie de formamismos que tienen poca o ninguna relación con la vida cristiana. Este es el episodio central del Quijote, porque convierte al caballero en un delincuente perseguido por la santa hermandad, apenas liberado –a costa del exilio- cuando en la tercera salida se refugia en el reino de Aragón, lejos de la justicia castellana. ¡Podría ser esa huída un símil de la que tantos humanistas habían tenido que emprender metidos en el equipaje imperial, mientras chisporroteaban las hogueras inquisitoriales a sus espaldas! En conclusión: a Erasmo no le place España porque los motivos que permitieron su éxito editorial son los mismos que empujarán la persecución de sus partidarios.




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