Advierte
el autor en sus primeras páginas que no quiere escribir una “letanía
sobre una España que pudo haber sido y no fue”,
y que “hay perdedores que no merecen
el reconocimiento sentimental” porque
“no fueron impulsados por
enaltecedoras pasiones”. Sin embargo,
en algunos párrafos sus sentimientos le traicionan: el buen
historiador no se deja influir por la intención de sus fuentes, pero
es difícil no empatizar con los rastros y los rostros de las
víctimas. Y es lícito usar sus canciones y sus suspiros para
recordarnos que no debemos repetir las tragedias que protagonizaron.
Por eso sorprendemos al autor retratando a cuantos intérpretes e
intermediarios han vivido en el filo de dos mundos, como aquel puente
tendido hacia el Islam que fueron los mozárabes, cristianos
arabizados “atrapados entre el empuje
de los cristianos del norte, que los desprecian”,
y la cabalgata de los almorávides “que
llegan desde el sur, que los degüellan y esclavizan”.
Subyace también una reivindicación de la pluriculturalidad en las
emotivas páginas que dedica a los judíos expulsados en 1492, o a
los moriscos de 1609. Hay especial atención, dada la condición del
autor, por los intelectuales perseguidos; por todos aquéllos que,
como los jesuitas expulsados por Carlos III en 1767, formaron largas
colas de refugiados que huían; o por todos los que se quedaron, y se
vieron consumidos y silenciados en su “exilio interior”. Hay en
nuestro pasado demasiados obligados a desarraigarse, demasiados
empujados a marchar por pensar distinto o por no rezar lo suficiente.
Ha habido demasiados amenazados por el “grito en el cielo” de
demasiado inquisidor desde demasiado púlpito. Por eso Fernando
García de Cortázar consigue angustiar con facilidad al lector, al
describir el opresivo ambiente en el que viven los ilustrados
españoles, siempre temiendo una denuncia secreta ante el Santo
Oficio; siempre escondiendo sus mejores páginas en sus mejor
cerrados cajones; siempre guardando sus libros prohibidos demasiado
cerca del cálido hogar en el que –si llaman a la puerta de
madrugada- arderán, disimulando, aquellos sueños de papel.
Inspirado
por una bibliografía exquisita, el maestro es riguroso en su relato:
no usa la palabra “nación”, por ejemplo, para definir una
entidad política medieval. Apenas se echa de menos algún espacio
más para los austracistas, aquellos partidarios en 1700 de un
absolutismo más pactado y menos dictado, a los intelectuales que
durmieron el primer sueño republicano en 1873, a mujeres como
Mariana Pineda, o a las víctimas de aquel “clima
borracho de muerte y cuartel” con el
que define 1939.
Dice
el autor que “todas las crónicas de
todas las naciones de la historia están salpicadas de olvidados y
perdedores, de represiones y patíbulos”.
Leyéndole, sin embargo, uno llega a pensar que demasiadas veces
España ha gritado “Vivan las cadenas”. Por eso la apuesta del
autor por una España como “espacio de
convivencia posible”, mientras
periodistas y políticos se consagran a la descalificación
intencionada y al insulto arbitrario, debería ser el Norte de todo
ciudadano de bien.
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