La
Enciclopedia de Diderot y D’Alembert no fue la mayor, ni la
primera, pero se convirtió en el acontecimiento más significativo
de la ilustración porque superó la persecución a la que la
sometieron la iglesia y la monarquía. Para Philipp Blom constituye
la esencia del pensamiento ilustrado porque su planificación
materializaba la apuesta por un criterio racional como mecanismo
ordenador: la elección del orden alfabético democratizaba las
formas de conocimiento, pero debió suponer unas abrumadoras tareas
de coordinación, puesto que debían decidirse previamente qué
entradas se incluirían desde la primera a la última. La
complicación es obvia, porque -en tanto se quería ser exhaustivo
con los procesos manufactureros, “desde el hilado de la seda a la
construcción naval, desde la construcción de puentes a la
fabricación de alfileres”- previamente se debía buscar el nombre
de todas las herramientas de los trabajadores, visitar docenas de
talleres, observar cómo trabajaban sus artesanos, tomar notas,
hacerles preguntas, dibujar las fases de su trabajo... La guinda de
la complicación a tan difícil planificación de la secuencia era
buscar a los colaboradores, entrevistarse con ellos y hacer
verdaderos malabarismos con sus competencias y vanidades.
Podríamos
intuir que había cierta velada crítica a la nobleza ociosa,
improductiva, parasitaria, en esa celebración de la burguesía
productiva. Pero lo cierto es que no podemos encontrar apología
revolucionaria en los artículos de la Enciclopedia. Hay, eso sí,
pasajes abiertos a interpretaciones. En el primer volumen, por
ejemplo, la voz “abeja”, que corre a cargo del anatomista Pierre
Tarin, escribe que “los zánganos son más pequeños que la
reina, pero de mayor tamaño que las abejas obreras; tienen una
cabeza redondeada y se alimentan sólo de miel, en tanto que las
obreras comen cera sin elaborar. A la salida del sol, estas últimas
salen para su jornada de trabajo, mientras que los zánganos lo hacen
mucho después y se limitan sólo a retozar alrededor de la colmena,
sin trabajar. Vuelven a entrar en la colmena antes de que refresque y
oscurezca; carecen de aguijones y garras, y tampoco tienen dientes
salientes como las obreras... La única utilidad de los zánganos es
fecundar a la reina. Y, una vez lo han hecho, las obreras los
persiguen y los matan”. No contamos con la certeza de que ese
texto pretenda hacer una crítica entre líneas de la sociedad
privilegiada, pero todo parece indicar que va más allá de la mera
descripción de la naturaleza.
Hubiera
una crítica explícita o no del Antiguo Régimen, lo cierto es que
la aparición del prospecto provocó en la Francia culta un decidido
revuelo de excitación. El cuadro del saber humano que contenía, en
el que los campos del saber se representaban como ramas del árbol
del conocimiento, fue duramente criticado ya por un tal Padre Bethier
en el periódico jesuita Journal de Trévoux. La genealogía
arrancaba del entendimiento y se ramificaba en seguida en tres
grandes troncos -memoria, razón e imaginación- que seguidamente se
ramificaban también en incontables subdivisiones. La razón se
subdividía en metafísica y teología, psicología, ciencias del
hombre, ciencias de la naturaleza, que a su vez abarcaban las
matemáticas y física, y acababan desembocando en otras
subdivisiones en la higiene, cosmética, hidráulica; mientras las
del hombre se iban subdividiendo hasta alcanzar la retórica, y desde
ésta, la heráldica y la pantomima. Era lógico que la iglesia se
sintiera incómoda: la teología quedaba relegada a una rama marchita
e improductiva, como la adivinación y la magia negra, y no más
destacada visualmente que algunas manufacturas. Para los
enciclopedistas apenas era una rama de la filosofía, sometida a la
razón, no a la fe. Por si fuera poco, ese mapa visual de la “cadena
del saber” venía acompañado del “discurso preliminar” en el
que D'Alembert afirmaba que todo saber nos había llegado a través
de los sentidos, nunca por un alma infundada por Dios. En el primer
volumen las referencias veladas a la iglesia serían mucho más
provocativas: la voz “Apis” asegura con sorna que “… las
mujeres se presentan desnudas ante él… circunstancia que los
sacerdotes estaban en mejor posición de apreciar que el propio
Dios”.
A
finales de 1751, tras la aparición del primer volumen, los libreros
asociados contaban ya con el dinero de 2619 suscriptores. Superó la
censura porque el censor Malesherbes, miembro de la academia de ciencias
parisina, simpatizaba con los ilustrados y -convencido por un informe
de que la Enciclopedia contenía “tantos saberes útiles”-
les dio libertad. Quien acabaría defendiendo al rey ante el tribunal
revolucionario y él mismo guillotinado junto a su hija y su nieta
(1794) acababa de obtener su cargo ese mismo año. Su papel fue
decisivo en la publicación del volumen, en el que el talento de
Diderot parecía omnipresente: de los 4.000 artículos que contiene,
1984 son suyos. Hay también 200 de D'Alembert, y el resto de una
docena de autores.
El
plantel de colaboradores se fue ampliando: pronto se sumará el
chevalier Louis de Jaucourt, que escribirá casi 40.000 artículos
(la mitad de las entradas de los 10 últimos volúmenes). Con el
tiempo, el trabajo editorial de coordinación se convirtió en rutina
y los contenidos mejoraron. Blom cree que el segundo volumen, que se
publicó en enero de 1752 y contenía las entradas que van de las “B”
hasta “Cezimbra”, era mucho mejor que el primero. Su publicación
coincidió con la condena, por parte de la facultad de teología de la
universidad de París, de un breve ensayo del abate Martín de Prados sobre el
Jerusalén celestial. El autor, que había redactado la voz “certeza”
en el segundo volumen, tuvo que huir. Sombras suspicaces se
proyectaron sobre el proyecto enciclopedista: los jesuitas trataron
de derogar el privilegio real que protegía la publicación
sugiriéndole al rey los peligros que suponía la Enciclopedia para
su reino. Aunque Malesherbes contraargumentó que no se debía
arruinar una empresa que desarrollaba la economía y prestigiaba
Francia, finalmente el proyecto fue declarado ilegal. En ese
contexto, la protección que -sobre el proyecto enciclopedista-
ejerció la sombra de Madamme de Pompadour, resultó providencial.
Quizá
influida del espíritu burgués, filojansenista y antijesuita, había
sido pintada por Maurice Quentin de la Tour sentada a la mesa llena
de libros, leyendo una partitura junto a un globo terráqueo,
atributos del saber y objetos todos ellos que habitualmente
encontramos en el retrato de un erudito, no en el de una dama. A su
espalda hay unos libros alineados en la pared, entre los que puede identificarse el lomo del volumen IV de la Enciclopedia. Parece ser que ella solicitó al círculo de Diderot que continuara la publicación, pero que evitara los temas religiosos: los 2 volúmenes ilegales ya estaban
vendidos y los siguientes iban a publicarse tras escrutinio censor.
Pero, ¿sería suficiente la protección de la amante del rey para la
continuación de la Enciclopedia? En próximas entradas continuaré
con el resumen del apasionante ensayo de Philipp Blom...
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