Tomar la palabra en la calle no es fácil para un
tímido. El responsable, sin embargo, valía el riesgo: un ex alumno, hoy amigo, comprometido
y luchador, que justo empieza a encarar con poca resignación y bastante
disgusto algo que –como me dijo una amiga común- sufrimos en la izquierda:
apenas sabemos lo que es la victoria. No estamos aquí para triunfar, sino para
luchar. Y, aunque eso podría llenarnos el alma de una sórdida desesperanza, Ezequiel
es uno de esos tipos que lleva un mundo nuevo en su corazón. Así que acudí a su
llamada para teorizar sobre la Hispanidad para sus comprometidos amigos de
Arran y algún que otro paseante despistado. “Nada que celebrar”, decían. Así
que daremos clase en la calle...
Las utopías nos mantienen despiertos, y a quienes edad
y desengaño nos han hecho miserablemente posibilistas, la juventud nos recuerda
que el pensamiento no debe tomar asiento. Así que en el Cap de la Vila de Sitges
me propuse sugerir que otra España es posible a unos jóvenes cansados de
aguantar su autoritaria tutela reaccionaria, días después de que escribiera una
más de sus páginas más negras. ¡Quizá
demostrar que el concepto es reciente permita sugerir que se puede reescribir!,
pensaba yo.
Y es que la hispanidad surgió como reacción a otro
invento de laboratorio reciente: la latinidad sugerida por Michel Chevalier (“La expedición a México”, 1862) para legitimar
la proyección colonial de Napoleón III hacia el continente americano. Para
fidelizar a la burguesía francesa, el Emperador impulsó intervenciones
coloniales (Indochina, China…) y de prestigio (Crimea, Italia…) que culminan en
el intento de “satelizar” México, aprovechando que el conflicto civil que
vivían los Estados Unidos les impedía mantener la exclusión de los europeos del
continente. Contra la vieja consigna del presidente Monroe (América para los
americanos, 1823) se inventaba una “América Latina” cuyos lazos culturales
justificarían la nueva presencia colonial francesa.
Aquel nuevo imperialismo era una manifestación más del
culto positivista a la ciencia y la técnica que facilitaba la superioridad
militar europea y su reparto del botín colonial. Pero mientras se construían
esos imperios, España –recién perdido el suyo, camino de la irrelevancia internacional
tras las expediciones de O’Donnell- pugnará por maquillar una fachada de
prestigio sirviéndose de la “hispanidad”. El término respondía a la latinidad
francesa, aunque apenas frecuentó algunas iniciativas locales que preparaban la
conmemoración del IVº Centenario del Descubrimiento de América: en una visita a
La Rábida, por ejemplo, la familia real conminó a declarar “festivo a
perpetuidad” el 12 de octubre. La iniciativa no prosperó.
Sin embargo, el contexto estaba cambiando. Terminadas
las revoluciones que la habían permitido adueñarse de los estados, la burguesía
proyecta “nacionalizar a las masas”: un repertorio de políticas culturales
pretende conferir identidad nacional a los obreros, sustrayéndolos de la
seductora llamada internacionalista. La invención de una genealogía
historiográfica que –aunque inspirándose en el pasado- sacralizara los mitos
fundacionales de la “nación natural” sería, al servicio de ese objetivo, tan
útil como el nomenclátor de las calles, la educación obligatoria, el servicio
militar, la prensa de masas, la política con brocha gorda, la lenta ampliación
del sufragio o la creación de banderas o días nacionales. Las nuevas
“naciones-estado” se consagran a inventar pasados ilustres: Italia recoge los
indicios documentales de que Colón era genovés, España denuncia la propaganda
protestante –una “Leyenda Negra”, diría Julián Juderías- que había denigrado la
proyección española en América. Archivos, museos, universidades y monumentos se
consagran a envolver de cientificidad los mitos románticos que tanto habían
seducido a la burguesía.
Que el Cuarto Centenario pasara casi inadvertido
demuestra que España llevaba retraso en esas creaciones de discurso. De hecho,
Juan José Linz (1973) ya diagnosticaba una “crisis de penetración del estado”,
incapaz de influir política y culturalmente; y Borja de Riquer diagnosticó hace
pocos años que la escasa eficacia de esa nacionalización ha dado como resultado
una “débil identidad española”. Pese a la sanguinaria brutalidad con que el
franquismo impuso su concepción de España, lo cierto es que la crónica escasez
de recursos del estado decimonónico, y la permanente crisis política (que
impedía consensuar la concepción de la nación) habían hecho imposible ninguna
“nacionalización de las masas” exitosa. Me atreví a sugerir un
tercer motivo del fracaso de la identidad española: el sencillo monopolio del
poder que la élite política de los tiempos de la Restauración ejercía, gracias
al fraude electoral, hacía innecesario sumar a las masas al proyecto nacional.
Por eso el reclutamiento permitía sortear a los ricos el sorteo de
los quintos, por eso la ley de instrucción pública (1857) delegaba sin
presupuesto esa competencia en los ayuntamientos, por eso cuando se inaugura el
Congreso de los Diputados en 1851 la memoria monumental de la capital apenas
apela al pasado dinástico y no a la memoria compartida. No hay proyecto
ilusionante de futuro que ofrecer, no hay nada a compartir, todo beneficio es
para la élite, y si alguien cuestiona ese reparto… se le contesta con violencia.
Antonio Maura fue consciente de la necesidad de
acelerar la “nacionalización de las masas”. “Hacer la revolución desde arriba”
para evitarla desde abajo incluía también nacionalizar a las masas. Por eso en
1908 ordenó que la bandera ondeara en edificios públicos y convirtió el Himno
de Granaderos en oficial… sin letra, ya saben, porque hemos sido incapaces de
consensuar una sola línea sobre la nación. Maura también intentó buscar una
Fiesta Nacional: para sumar a todos los españoles pensó –quizá inspirado en el
14 de julio- en sacralizar el Dos de Mayo con una visión populista del
levantamiento contra Napoleón. No logró fijar ninguna decisión, pero el
activismo de uno de sus ministros –Faustino Rodríguez-San Pedro- en pro de una
conmemoración del “descubrimiento” permitió algunas celebraciones espontáneas
del 12 de octubre, bautizado –en un alarde de biologismo darwinista- como “día
de la Raza”. No sería hasta 1917, en medio de una profunda crisis de estado,
que Alfonso XIII firmaría el decreto que convertía ese día en “Fiesta
Nacional”.
Sin embargo, las connotaciones presuntamente
cientifistas de la “Fiesta de la Raza” incomodaban a los que preferían una
visión más espiritual, más mística, de España. En esa línea, un sacerdote
español en Buenos Aires, Zacarías de Vizcaya, proponía (“La hispanidad y su
verbo”, 1926) sustituir “raza” por “hispanidad”. El embajador español en
Argentina -Ramiro de Maeztu, tan angustiado por el alma de España como sus
compañeros de la Generación del 98 después del Desastre colonial- importó la
idea y la sazonó (La defensa de la hispanidad, 1934) asignándole a España –en
la misma línea mistérica- el “genio” depositario de una misión, la de hacer
posible el ideal cristiano. ¡La Hispanidad sería un instrumento de generosa
cristianización! La posterior evolución de Ramiro de Maeztu hacia Acción
Española, un partido conservador en proceso de fascistización, nos permite
seguir la apropiación del concepto por la extrema derecha cuando se incorpora
al ideario de Falange: el tercero de los XXVI Puntos del programa del partido
dice que “Respecto a Hispanoamérica, tendremos a la unificación de cultura,
intereses económicos y poder”. La Fiesta de la Raza, con su visión esencialista
de España, y esa vocación imperial propia del fascismo, quedará blindada con el
triunfo del franquismo, como ya anticipaba su conmemoración en el paraninfo de
la Universidad de Salamanca en 1936, aquella terrible celebración de la muerte
por encima de la inteligencia que tan bien simboliza –en la persona de Unamuno-
el sacrificio de la España inteligente.
En 1958, en pleno ascenso del Opus Dei como proveedor
de personal político para la dictadura franquista, los católicos que se veían
desplazados pugnaron porque la Fiesta –que recuperando la denominación “de la
Hispanidad” tanteaba vías diplomáticas iberoamericanas que permitieran superar
definitivamente el aislamiento internacional que había padecido la
dictadura- se vinculara a la Virgen del
Pilar. El advenimiento de la democracia mantuvo, en lo que podría ser una
muestra de sus turbios orígenes, la fiesta nacional franquista: en 1981 un Real
Decreto refrenda el 12 de octubre como “fiesta nacional de España y día de la
hispanidad” tras un debate sobre la oportunidad de fijar el 6 de diciembre –en
que el pueblo español ha votado la constitución- como alternativa. Es otra
oportunidad perdida: cuando finalmente se fija la “Fiesta Nacional de España”
(1987), aunque se elimina del nombre las referencias a la raza y la hispanidad,
la vieja concepción franquista de España se mantiene escondida en ella gracias
al mantenimiento de la fecha.
Tampoco el Quinto Centenario (1992) contribuyó a renovar el concepto. La sensibilidad postmoderna y los estudios post-coloniales exigían revisar el peyorativo término de “Descubrimiento”, que sólo daba personalidad a los americanos en tanto habían recibido la mirada blanca. En 1984 Miguel León-Portilla –con la categoría moral que le daba el éxito de “La visión de lo vencidos: Relaciones indígenas de la Conquista”, su defensa de los relatos indígenas de la conquista de México- proponía el eufemismo “encuentro”. Mientras aquí toda reflexión crítica quedaba silenciada, al otro lado del Atlántico el ascenso del indigenismo fue guardando en el cajón el Día de la Hispanidad. Costa Rica lo titula Día de las Culturas en 1994, Chile el Día del Encuentro entre dos mundos (2000), Nicaragua y Venezuela el Día de la Resistencia Indígena (2002), Argentina el Día de la Diversidad Cultural Americana (2008), Perú el Día de los Pueblos originarios y el diálogo intercultural (2009), Ecuador el Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad (2011) y Bolivia, sin cortarse un pelo, el Día de la Descolonización (2011). Es cierto que hay países que siguen teniendo en su calendario el Día de la Raza, pero en algunos casos no es festivo, incluso hay estados (Panamá, Cuba) que lo ignoran completamente.
Tampoco el Quinto Centenario (1992) contribuyó a renovar el concepto. La sensibilidad postmoderna y los estudios post-coloniales exigían revisar el peyorativo término de “Descubrimiento”, que sólo daba personalidad a los americanos en tanto habían recibido la mirada blanca. En 1984 Miguel León-Portilla –con la categoría moral que le daba el éxito de “La visión de lo vencidos: Relaciones indígenas de la Conquista”, su defensa de los relatos indígenas de la conquista de México- proponía el eufemismo “encuentro”. Mientras aquí toda reflexión crítica quedaba silenciada, al otro lado del Atlántico el ascenso del indigenismo fue guardando en el cajón el Día de la Hispanidad. Costa Rica lo titula Día de las Culturas en 1994, Chile el Día del Encuentro entre dos mundos (2000), Nicaragua y Venezuela el Día de la Resistencia Indígena (2002), Argentina el Día de la Diversidad Cultural Americana (2008), Perú el Día de los Pueblos originarios y el diálogo intercultural (2009), Ecuador el Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad (2011) y Bolivia, sin cortarse un pelo, el Día de la Descolonización (2011). Es cierto que hay países que siguen teniendo en su calendario el Día de la Raza, pero en algunos casos no es festivo, incluso hay estados (Panamá, Cuba) que lo ignoran completamente.
Lejos de recomponer esos lazos, a la sombra de un PP
envuelto en la bandera para mitigar la escala de la corrupción con la que han
ensuciado todas las instituciones del estado, como si de un gigantesco cáncer
para la democracia se tratara, ha prosperado un nacionalismo rampante, de baja
estopa, que –aunque reivindicaba la Constitución lo hacía con una lectura muy
restrictiva - tendía a la apología de la dictadura franquista. No es de
extrañar que millones de ciudadanos se sientan excluidos de esa definición de
España, y explícitamente maltratados. Urge una nueva España, terminar la
transición a la democracia que quedó incompleta a la muerte del dictador,
levantar una nueva convivencia basada en la consideración de la nación como
espejo de la diversidad. Hoy parece casi imposible…
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