Mi Rosa favorita me regaló hace un tiempo “el refugio de la memoria” con una bellísima dedicatoria agradeciendo mi modesta contribución a su anecdotario vital. Mi musicóloga de cabecera ha puesto armonía a mi frecuentemente desarreglada partitura en muchas ocasiones, y este obsequio es una muestra de cuanto le debo. Es cierto que tras su lectura no he participado del entusiasmo que convirtió la obra del historiador Tony Judt, escrita al tiempo que una penosa enfermedad degenerativa encaminaba sus últimos días, en un fetiche. Sin embargo, reconozco que algunos pasajes me sacudieron con violencia el alma; y no sólo porque es imposible permanecer impertérrito al coraje con el que Jutd encaró su último reto.
El libro que
Rosa me invitó a leer contiene la demostración de coherencia
profesional más explícita que he visto en un historiador desde que
Marc Bloch fue ejecutado por los nazis. No debería extrañarme,
porque -tal y como le escuché decir a la medievalista Teresa
Vinyolas en una de las primeras clases que le escuché impartir al
comenzar la carrera- ser historiador es una forma de vida. Por eso,
incluso en su padecimiento, Jutd se puso a dictar, mientras pudo y
cuando ya escribir no podía, algunos recuerdos analizados con
precisión quirúrgica. Entre ellos, me impactó cómo su memoria
infantil describía la ciudad de Londres: escribía que “hubo
racionamiento de ropa hasta 1949, (…), de alimentos hasta 1954.
Estas normas se suspendieron brevemente para celebrar la coronación
de la reina Isabel, en 1953: se autorizó para todos una libra extra
de azúcar y cuatro onzas de margarina (…) bastante tiempo después
de que cesara esa práctica, mi madre me convenció de que las
golosinas aún estaban racionadas. Cuando protesté diciendo que mis
amigos de la escuela parecían disponer de un acceso ilimitado al
género, me explicó, con desaprobación, que seguramente sus padres
estaban en el mercado negro. Su teoría era de lo más creíble,
puesto que el legado de la guerra era omnipresente. Londres estaba
plagado de cicatrices de los bombardeos: donde antes había habido
casas, calles, vías de ferrocarril o almacenes, había ahora grandes
y polvorientas zonas acordonadas (...) En los primeros años
cincuenta, la mayoría de los artefactos explosivos sin detonar
habían sido retirados y los solares bombardeados -aunque prohibidos-
ya no eran peligrosos. Pero esos improvisados espacios de juego eran
irresistibles para los chavales”. Esta descripción de los
niños jugando entre edificios derruidos comparte capítulo con un
elogio de Clement Atlee (al que el imbécil de Churchill llamaba “un
hombre modesto que tiene mucho por lo que ser modesto”), y nos
acerca a un Londres muy distinto del que imaginamos. Si la huella
impresa por la guerra mundial aún era “omnipresente” en Londres
en 1953 ¿cómo debía estar la Europa continental, que había sido
permanente campo de batalla, durante la posguerra inmediata?
A esa
pregunta responde David Solar, autor de Un mundo en ruinas
1945-1946 (2007), al coordinar el dossier del número 177 de “La
Aventura de la Historia”. Buscando una imagen significativa se
sirve allí de un fragmento de la novela “La piel”, de
Curzio Malaparte, para describir el ambiente en Nápoles durante la
ocupación aliada, poco antes de la derrota alemana: “Mujeres
lívidas, deshechas, con los labios pintados, los rostros
desencajados y cubiertos de afeites, horribles y lamentables, estaban
paradas en las esquinas de los callejones ofreciendo a los pasantes
su miserable mercancía; chiquillas y muchachos de ocho, de diez
años, que los soldados marroquíes, hindúes, argelinos, malgaches,
palpaban levantándoles las faldas o metiendo las manos por entre los
botones de los calzones. Las mujeres gritaban, “Two dollars the
boys, three dollars the girls”.
Cuesta
leerlo, y no sólo porque el fragmento llama nuestra atención sobre
los miles de niños huérfanos que dejó la guerra deambulando por
ciudades abatidas. También nos sobrecoge porque, la celebración de
la victoria consume tanto protagonismo en nuestro 1945 imaginado,
que, cuando los historiadores describimos la Europa de posguerra,
apenas hacemos referencia a los niveles de destrucción: sabemos que
Colonia o Hamburgo habían perdido el 90% de sus edificios, o Viena
el 70%, pero bien poco de cómo se vivía entre ellos. Otra de las
miradas a la Europa de 1945 que frecuentamos es la que atiende a la
geopolítica: Paul Johnson decía en “Tiempos modernos”
(1993) que los Estados Unidos y la Unión Soviética estaban al borde
de un “volcán apagado, espiando despectivamente sus honduras
todavía humeantes”, lo que llama la atención sobre el hecho
de que, apenas cincuenta años antes, los pretenciosos europeos se
habían repartido el mundo y ahora se veían desplazados de la
hegemonía planetaria por dos nuevos agentes a los que la destrucción
europea convertía en inesperados e involuntarios protagonistas de
las relaciones internacionales.
¡Pero el
panorama escalofriante no sólo afectaba a las condiciones de vida!
En su libro “Después del Reich: crimen y castigo en la
postguerra alemana”, Giles MacDonogh recoge las vivencias de
los alemanes bajo la ocupación aliada. No lo he leído, pero hice
una cata al azar de algunas páginas y tomé algunas notas: de los
90.000 presos alemanes que quedaron en Stalingrado, apenas volvieron
en 1955 unos 5.000; los alemanes sufrieron matanzas tan despiadadas
como las que habían emprendido ellos durante la guerra; entre 12 y
14 millones de alemanes fueron obligados a marcharse de los estados
liberados en Europa Central, y no fueron bien acogidos en las
Alemanias supervivientes, donde las condiciones eran suficientemente
duras como para ver a sus recién llegados compatriotas como rivales
en la supervivencia. Los ajustes de cuentas tras la liberación
contribuyeron notablemente al éxito del partido comunista, porque
muchos alemanes se alistaron para evitar la acusación de
colaboracionismo. En 1946 nacieron 200.000 bebés de las violaciones
emprendidas por los ocupadores soviéticos: la tragedia de las
mujeres bajo la ocupación aliada hiela la sangre.
Trümmerfrauen en Berlín |
Aquel continente sin carreteras ni trenes ni bancos ni comercios era un verdadero erial en el que la supervivencia era un reto cotidiano, en el que las hostilidades continuaban, en el que los vencidos no estaban mejor, tal y como demostraban los recuerdos infantiles de Tony Jutd, autor, por otra parte, de un libro -“Posguerra: una historia de Europa desde 1945”- que inauguró una secuencia de novedades editoriales sobre el tema. ¿Será coincidencia que de pronto se publiquen tantas miradas a los meses posteriores al Diluvio Universal? ¿Y que lo hagamos con la Europa comunitaria en estado comatoso, cuando millones de sus ciudadanos están sufriendo ese genocidio colectivo que constituye el desmontaje del Estado del Bienestar por parte de políticas de recorte drástico? ¿No vive Europa hoy un drama que viola sus fundamentos y se está costando miles de víctimas?
En el post anterior ya dije que el curso de verano “Dictadura, democracia i estat del benestar a Europa: de la segona meitat del segle XX alsinicis del segle XXI” reunió un buen puñado de humanistas de distintas especialidades para reflexionar sobre la historia del estado asistencial. El paisaje humano que retratan los libros hace más que plausible una relación directa entre el prestigio del que gozaba el comunismo por haber resistido al nazismo con contundencia y eficacia, la seducción que sobre aquellas masas hambrientas pudiera ejercer el sistema rival y el pacto que por el que la fuerza de trabajo aceptaba la lógica de beneficios a cambio de cierta protección del mínimo nivel de vida. El capital ha violado el acuerdo cuando, terminada la Guerra Fría, vencido y desprestigiado el adversario ideológico, pudo evitar negociar consensos entorno al funcionamiento del sistema capitalista. Los think tank neoliberales precipitaron entonces sobre la sociedad el argumentario que pretende deslegitimar la protección social, un rosario de tópicos que uno de los ponentes del curso, Vicenç Navarro, ha demostrado empíricamente en sus libros (y su blog) que son falsos. Como él mismo afirmó, si pusimos en marcha el Estado de Bienestar cuando Europa era, como dijo Churchill, “un montón de escombros, un osario, un criadero de pestilencia y odio”, quién puede creerse que hoy no podamos pagarlo cuando somos infinitamente más ricos...
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