En un post anterior habíamos dejado a Robespierre volviendo a su ciudad natal envuelto en un aura de prestigio tras la disolución de la Asamblea Constituyente. El regreso a Arrás constituyó una experiencia aleccionadora, porque -aunque ya conocía la frustración que habían supuesto en el mundo rural el carácter atenuado del fin del señorío y la inminencia de la guerra- sus experiencias en Artois le convencieron de que la revolución estaba incompleta y amenazada. Si sus discursos ya habían advertido la existencia de fuerzas reaccionarias, ahora las vio con sus propios ojos. Sin embargo, sus declaraciones todavía nos muestran un perfil político bajo: así lo demuestran su actitud respeto a las costumbres religiosas -”no es deseable enfrentarse a los prejuicios adorados por el pueblo, es mejor que el tiempo le haga madurar”- y su oposición a la guerra contra las potencias absolutistas, basada en el temor a que fuera aprovechada por los militares para convertirse en “los árbitros de los destinos” de Francia. Robespierre se movía todavía, pues, en el campo de la moderación política.
Había sin embargo algo que le enardecía: la justicia social. Peter McPhee lo evidencia con un ejemplo: cuando en marzo de 1792, Jacques Simonneau, alcalde de Êtampes, murió tratando de impedir que la muchedumbre enfurecida fijara el coste del trigo en un precio más bajo, Robespierre criticó que -pese a la escasez generalizada- quisiera proteger el mercado libre de alimentos; y cuando la asamblea quiso honrar su valentía, Robespierre apeló a que “la ley natural del derecho a sobrevivir” tenía que prevalecer sobre la libertad económica. ¿Se está radicalizando? Yo creo que todavía no, porque hacía prevalecer el compromiso cívico para con las leyes diciendo que no quería “atenuar la indignación que los asesinos del alcalde de Etampes merecen por respuesta”, pero que Simonneu se había mostrado dispuesto a usar a los soldados contra unos conciudadanos que sólo querían alimento a un precio razonable. Y que, en tanto “el derecho a sobrevivir” prevalecía sobre todos los demás, Simonneau no era un héroe, ni una víctima: “Leónidas murió combatiendo al descomunal ejército de Jerjes, (…) y Simonneau cayó ordenando que se disparara contra sus conciudadanos desarmados, que se habían congregado para impedir un comercio de trigo que les alarmaba”. Y por si alguien pudiera acusarle de llamar a la desobediencia, insistía días después en que una ley hecha por la mayoría exige obediencia: en un alarde de virtud/espíritu cívico remataba “yo obedezco todas las leyes, pero solo amo a las buenas. La sociedad tiene derecho a reclamarme lealtad, pero no que sacrifique mi razón”.
En este discurso se advierte
vehemencia, pero ningún vampiro sediento de sangre. Fueron los
reaccionarios quienes precipitaron los acontecimientos: lo que la
historiografía ha llamado “manifiesto del duque de Brumswick”
era en realidad una sarta de amenazas proferidas por el ejército
prusiano invasor que cayó sobre los parisinos como una tormenta
plomiza. Coincidió con la publicación, en la prensa
conservadora, de listas de los patriotas que debían ser ejecutados
por los prusianos, debidamente acompañadas de imágenes morbosas del
Sena taponado por los cadáveres jacobinos y las calles rojas de
sangre sans-culotte. Eso desencadenaría las terribles
Matanzas de Septiembre, el violento asalto de las prisiones en
busca de potenciales traidores, que ninguna fuente puede relacionar
con Robespierre. Al contrario: cuando en la década de 1840 Luis
Blanc investigaba para su monumental “Historia de la revolución
francesa” entrevistó al médico
de Robespierre, Joseph Souberbielle, entonces muy enfermo pero
lúcido, quien insistía en que Maximilien “jamás le habló de
las matanzas de septiembre más que con espanto”.
El cerco absolutista, sin embargo, se
iba estrechando; y con él el desgaste de la Convención Girondina.
En noviembre de 1792, Robespierre pronunciaría un conocido discurso
en el que denunciaba las estrecheces que sufría la población:
“Ningún hombre tiene derecho a acumular montañas de trigo al
lado de un congénere que muere de hambre. ¿Cual es el principal
objeto de la sociedad? Mantener los derechos inalienables del hombre.
¿Cual es el primero de esos derechos? El de existir. Por
consiguiente, la primera ley de la sociedad es la que garantiza a
todos sus miembros los medios de subsistencia”... Sigue sin ser
un anti-sistema: no estaba defendiendo la redistribución obligatoria
de las propiedades, ni mucho menos. El problema es que los
girondinos, como dice MacPhee, querían libertad de comercio y
bayonetas para aplacar el hambre que provocaba el alza de precios. Frente a eso, Robespierre mostraba
esa coherencia en defensa del pueblo que venía caracterizando su
carrera. El problema vino, a mi parecer, cuando en 1793 los jacobinos
pasaron a ser la fuerza dominante en la Convención y dejaron de
disculpar las acciones populares contra la autoridad. Robespierre las
percibía entonces como mezquindades alejadas de su virtuosa
concepción de la ciudadanía: “el pueblo no debe alzarse para
conseguir azúcar, sino para derrocar a los tiranos”, decía; y
predicaba con el ejemplo, porque -cuando ese mismo verano la invasión
extranjera, los departamentos girondinos en rebeldía, el bloqueo
inglés de las colonias, y el alzamiento de la Vendée, hacían la
situación más peligrosa y la revolución parecía colgar de un
hilo- aceptó por primera vez un cargo de gobierno. Es en ese
contexto que se aprueban las levas en masa, la ley del Maximum y la
terrible Ley de Sospechosos. Llega el Terror: ante la pugna entre los
radicales de Hébert que, empujados por la masa sans-culotte,
celebraban la violencia, y los moderados de Danton, el Comité de
Salud Pública optó en 1794 por eliminar ambas facciones.
Son medidas excepcionales, que darán resultados espectaculares antes de acabar el año, pero lo cierto es que las cifras de la violencia no son fáciles de masticar. Él mismo cae enfermo, quizá por su actividad frenética: durante 1793 había pronunciado 4 discursos por semana, se había enfrentado a dos hombres que admiraba, se sentía amenazado y confesaba que “ya no tengo fuerza para combatir las intrigas de la aristocracia. Agotado por cuatro años de trabajo arduo e infructuoso, tengo la sensación de que mis recursos físicos y morales ya no están al nivel exigido por una gran revolución”. Robespierre no podía ser ajeno al contraste entre la virtud predicada y la realidad sangrienta . Y es que, tal y como escribe David Andress en las conclusiones de su libro, “el problema del terror radicaba en que su afán implacable por preservar la frágil flor de la libertad personal constituía también el mismo mecanismo de su destrucción”. Robespierre debió ser consciente de tan trágica paradoja, pues hasta entonces había sido un certero analista de la realidad política. David Andres, para demostrarlo, se fija en el discurso con el que Saint Just anunciaba los Decretos de Ventoso (febrero de 1794), cuando dice que “el terror es un arma de doble filo que unos emplean para vengar al pueblo, y otros para ponerse al servicio de la tiranía”.
Nada justifica el funcionamiento industrial de la guillotina, pero no hay que olvidar que la revolución se desencadenó en una sociedad en la que la violencia era intrínseca a los sistemas de justicia y al lenguaje del poder, argumento que -si bien no justifica el Terror- demuestra la inconsistencia de la tesis de que la violencia jacobina fue un “camino torcido”, un cuerpo extraño en el desarrollo de la revolución. El problema es que, como bien se lamentaba Robespierre, el furor de los déspotas ha sido llamado justicia siempre, mientras que la justicia del pueblo es llamada barbarie. Hoy los embargos por impago de hipoteca siguen siendo definidos como justicia, mientras los escraches que protestan contra ellos se intentan descalificar como movimientos totalitarios.
Hay algo más. Como escribió William
Roddes (Journal of Modern History, núm. 72, 2000), “la
revolución no puede comprenderse sin una adecuada teoría de las
emociones”. No es que fuera una corriente de
intolerancia emocional, pero sí una olla a presión en la que
hervían muchos ingredientes más que la pasión. Y, aunque se quiera
retratar el miedo a la contra-revolución como una obsesión
paranoide, la extendida creencia del complot aristocrático que
empujó en ocasiones la violencia popular tenía visos de
verosimilitud con las tropas prusianas y austriacas a las puertas de
París. Mientras la amenaza militar persistiera, la existencia del
terror estaba justificada, dice David Andress, y su influencia en el
estallido de las violencias es evidente, como demuestra el hecho de
que la mayor incidencia geográfica de las ejecuciones se encontró
en departamentos donde la amenaza había estado más cercana. Puede
que, además del miedo, hubiera otro motor de la violencia política:
Andress escribe que los revolucionarios entendían el precio sangriento que estaban pagando por conquistar la libertad "y contemplaban con
austeridad la suerte opresiva que los aguardaba en caso de aplacarse.
Todo eso les infundió una pavorosa determinación para evitar
volver al pasado”.
Finalmente, me gustaría advertir que
quienes demagógicamente adjudican la violencia a la esencia política
de la izquierda para tejer un hilo de continuidad entre Robespierre y
Stalin, no demuestran la misma preocupación por todas las víctimas.
Y la frialdad con la que olvidan las víctimas del Terror Blanco
impulsado por el régimen de Thermidor tras la caída de Robespierre,
me permite sospechar que su principal preocupación, más que las
víctimas de la violencia estatal, es que -para la constitución de
1793- Robespierre había redactado una nueva declaración de los
derechos del hombre y del ciudadano que decía (artículo VI) que “el
derecho a la propiedad está limitado, como todos los otros, por la
obligación de respetar los derechos de los demás”, o que
(artículo X) “la sociedad está obligada a subvenir la
subsistencia de todos sus miembros, sea procurándoles trabajo, sea
asegurándoles los medios de existencia a los que no están en
condiciones de trabajar”.
Curiosamente, los que se rasgan las
vestiduras con el terror jacobino son los mismos que nos dicen que,
para luchar contra el terrorismo o la crisis, sacrifiquemos la
libertad en beneficio de la seguridad. Dicen que “sólo los
depravados tienen que temer el hecho de estar sometidos a regímenes
escrutadores”, con lo que piden confianza ciega presentándose
como aquellos jacobinos cuya entrega total a la causa de la libertad
les autorizaba a eliminar toda oposición por medios excepcionales.
Con la diferencia de que, frente a la trayectoria incorruptible de
Robespierre, reconocida incluso por sus enemigos, los encorbatados
profetas libertarios de hoy solamente nos pueden presentar un
curriculum de corruptelas perpetuas y negocios turbios.
En 1832 volvía del exilio el diputado
Bertrand Barère, que en 1794 había participado en la caída de
Robespierre. Los chanchullos de la burguesía especulativa
durante la Monarquía de Julio contrastaba con el drama humano de la industrialización, por lo que,
nostálgico, Barère recordaba lo afortunada que había sido la joven
república al contar con Robespierre: “no comprendimos a
este hombre. (…) era puro, un hombre íntegro, el auténtico
republicano”. Hay más: a principios de 1860, un médico
parisino llamado Poumiès de la Siboutie escribió en sus memorias
que había conocido al médico de Robespierre, Joseph
Souberbielle, y rememoraba el afecto y la admiración que sentía por
su paciente: “Nadie sabe mejor que yo sabe lo sincera,
desinteresada y concienzuda que era su entrega a la república. Fue
el chivo expiatorio de la revolución, pero su valía superaba a la
de todos los demás juntos”. Cuando el historiador y teórico
social radical Louis Blanc visitó a Souberbielle en aquellos años,
lo encontró muy enfermo, pero la sola mención del nombre de
Robespierre le hizo erguirse de inmediato en la silla y recitar de
memoria el final del último discurso del 8 thermidor. La mediocridad
de la izquierda del presente, y la maldad de la derecha, me permiten
entender perfectamente el recuerdo emocionado de aquel doctor entrado
en años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario