Caído el muro de
Berlín, una nueva historiografía dispuesta a celebrar el “final de la historia”
que para ellos significaba, se puso a reescribir el pasado con una doble
intención. Por un lado consolidar una apología del sistema económico vencedor
de la Guerra Fría como si nos proporcionara un contexto ideal que –con el
hundimiento del “socialismo real”- unificaría a la humanidad en una especie de
fiesta perpetua de prosperidad y democracia. La idea de que el conflicto
quedaría desterrado de ese paraíso de neón nos parece estúpida hoy porque
sabemos lo que vino después, pero hubo idiotas repitiéndola como borregos y
llamándonos amargados a los que expresábamos nuestras dudas. Y es que la
segunda intención de aquel discurso era acallar cualquier alternativa
convenciéndonos de que cualquier intento de cuestionar el capitalismo triunfante
era absurda, tal y como presuntamente había demostrado la fractura de la URSS
al cerrar en 1991 el círculo iniciado en 1917. Cualquier revolución era pues un
inútil derramamiento de sangre, la interrupción de la mesiánica secuencia de
reformas que conduciría a la humanidad –felizmente acompañada por la
tecnología- hacia ese futuro perfecto.
Hubo que
contratar entonces a un puñado de historiadores con pasados turbios y poderosos
altavoces para que desmenuzaran la interpretación académica de la Revolución
Francesa, a la que -con sorna, arrogancia y el aplauso de los encorbatados
alumnos de las escuelas de negocios- llamaban la “Vulgata leninista”. La pirueta
más grosera de la nueva interpretación surgida de esa demolición dibujaba una
genealogía que enlazaba a los jacobinos, los soviéticos y … (atención!) los
nazis. Era un discurso pedante y reaccionario que reciclaba viejos materiales
ideológicos que la CIA había usado como propaganda “fría” al mezclar en el saco
del “totalitarismo” a Robespierre, Stalin y Hitler. Según la cantinela que
torpemente escuchamos repetir aún hoy a la derecha más soez, todos
tenían en común el uso sistemático de la violencia con la voluntad evidente de
exterminar al adversario político. Y por tanto las violencias de 1793, 1917 y
1933 estarían unidas –según esta interpretación, a la que llamamos
“revisionista”- por una clave ideológica:
en el caso de la Revolución Francesa aquellos ilustrados utópicos inexpertos en
política venían cargados de utopías purificadoras para imponer su proyecto, aún
a costa de exterminar al adversario. Esos monstruos eran los culpables de la
violencia, y todos sus seguidores –incluida la izquierda del presente- apenas copiaban esos tics.
Frente a esa explicación endógena de los orígenes de la violencia política durante la revolución, la “interpretación social” seguía viéndolos -como dice Timothy Tackett en “El Terror en la Revolución Francesa”- “en las impactantes contingencias derivadas de la invasión extranjera y la contrarevolución a las que hubieron de hacer frente los dirigentes revolucionarios” y lo describía como una medida provisional que aparcó temporalmente las libertades hasta que “se hubieran vencido las amenazas a la supervivencia del nuevo régimen”. El debate sobre si la violencia era –resumiendo- “consustancial” a la ideología, o “circunstancial” por los acontecimientos, cuenta hoy con respuestas mucho más reflexivas, con menos aspavientos sospechosos. Es el caso de este libro, publicado por Pasado Presente (2015), que ya deja claro en su introducción que “la revolución avanzó más bien de un modo irregular, atravesando cambios de fase desencadenados por crisis o sucesos imprevistos”. No hubo pues una evolución sostenida y coherente, sino más bien errática y a trompicones, ni unas “ideas fuerza” a cuyos tics violentos podamos atribuir responsabilidades.
Frente a esa explicación endógena de los orígenes de la violencia política durante la revolución, la “interpretación social” seguía viéndolos -como dice Timothy Tackett en “El Terror en la Revolución Francesa”- “en las impactantes contingencias derivadas de la invasión extranjera y la contrarevolución a las que hubieron de hacer frente los dirigentes revolucionarios” y lo describía como una medida provisional que aparcó temporalmente las libertades hasta que “se hubieran vencido las amenazas a la supervivencia del nuevo régimen”. El debate sobre si la violencia era –resumiendo- “consustancial” a la ideología, o “circunstancial” por los acontecimientos, cuenta hoy con respuestas mucho más reflexivas, con menos aspavientos sospechosos. Es el caso de este libro, publicado por Pasado Presente (2015), que ya deja claro en su introducción que “la revolución avanzó más bien de un modo irregular, atravesando cambios de fase desencadenados por crisis o sucesos imprevistos”. No hubo pues una evolución sostenida y coherente, sino más bien errática y a trompicones, ni unas “ideas fuerza” a cuyos tics violentos podamos atribuir responsabilidades.
Es más: resulta
difícil ver en los diputados de la Asamblea Nacional a ideólogos radicalizados.
Más bien son modestos comerciantes urbanos, tan alejados de los privilegios
como de las crisis de subsistencia, cuya buena formación –muchos eran licenciados
en derecho, pero todos conocían los clásicos latinos- les proporcionaba el léxico
y el marco de referencias significativas que les permiten visualizar –por
ejemplo- a César como tirano, y a Bruto como libertador. Y aunque
mayoritariamente estaban familiarizados con las firmas canónicas de la
ilustración, éstas constituían una parte menor de sus lecturas, tan diversas y contradictorias que difícilmente podemos concluir que compartieran una visión del mundo coherente, o un programa de reforma consistente y compartida. Sólo podemos decir que parecen preparados para observar el mundo, someterlo a examen y proponer cambios que lo mejoren, actitud propia de su siglo que constituye la esencia de la ilustración.
Cuando el autor acaba de describir el perfil de los revolucionarios nos resulta difícil encontrar en ese retrato robot –empapado de valores bien alejados de la violencia- la semilla del terror: rechazaron la abolición de la pena de muerte que les propuso Robespierre en mayo de 1791, pero consideraban prácticas embrutecidas el uso de la tortura, las ejecuciones públicas, los duelos de honor personal con los que la nobleza ritualizaba su defensa de la jerarquía, o las rabias populares suscitadas por el abastecimiento insuficiente. Así pues, el primer capítulo acaba constatando que el camino hacia el Terror no estaba escrito al comienzo de la Revolución Francesa, y que por tanto la sórdida precipitación de la violencia surgió del propio proceso.
Cuando el autor acaba de describir el perfil de los revolucionarios nos resulta difícil encontrar en ese retrato robot –empapado de valores bien alejados de la violencia- la semilla del terror: rechazaron la abolición de la pena de muerte que les propuso Robespierre en mayo de 1791, pero consideraban prácticas embrutecidas el uso de la tortura, las ejecuciones públicas, los duelos de honor personal con los que la nobleza ritualizaba su defensa de la jerarquía, o las rabias populares suscitadas por el abastecimiento insuficiente. Así pues, el primer capítulo acaba constatando que el camino hacia el Terror no estaba escrito al comienzo de la Revolución Francesa, y que por tanto la sórdida precipitación de la violencia surgió del propio proceso.
¿Qué quiere decir eso? Los constituyentes y los diputados de la Convención, en cada uno de sus
contextos, cogieron el toro del poder por los cuernos cuando los
acontecimientos se precipitaron y lo ejercieron dando “palos de ciego (…) por
encontrar una política consecuente”, en medio de azarosas tormentas por entre
cuyos entresijos corrían rumores que trascendían sus posibilidades de controlar
las decisiones y llovían sobre mojado para empapar de rabia y desconfianza a
las masas, a las que esta élite culta no podía permanecer indiferente. Esa
incertidumbre y ese miedo participaron en el parto de la violencia: Tacket sostiene que “el miedo fue uno de los
elementos más determinantes en la gestación de la violencia revolucionaria:
miedo a la invasión, miedo al caos y a la anarquía, miedo a la venganza (…) la
psicología de la revolución estuvo caracterizada por el miedo imperante a la
conspiración, una convicción fundamental para explicar la aparición de la rabia
y el odio entre las élites y la imposición de la violencia y la represión
patrocinadas por el estado”. Y añade que este estilo paranoide de la
política dejó de ser en 1793 una reacción puntual a tramas
contrarevolucionarias concretas, de cuya existencia se han descubierto pruebas
fehacientes, para llegar a ser un miedo obsesivo hacia una gran conspiración
omnipresente y monolítica. Podríamos concluir que el terror revolucionario no
surgió tanto de una ideología sistematizada racionalmente, sino de todo lo
contrario, del abandono de la razón en manos del miedo irracional que despertaban sórdidas tramas
opositoras más que evidentes.
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