"Los compañeros aprendices en sus telares" El grabado de William Hogarth muestra al capataz bien preparado para actuar |
Algunas publicaciones recientes parecen despertar nuestro interés por los luditas. Asistimos tan perplejos a la degradación programada del planeta que impone la unidad global de mercado, como los luditas a los primeros estragos del capitalismo. Si los proletarios del s. XX rindieron un recuerdo emocionado a los mártires de Chicago, quizá el nuevo precariado busque nuevos referentes más allá de la etiqueta que marxistas y liberales impusieron a los luditas como nostálgicos e ingenuos primitivistas obsesionados con la destrucción de las máquinas. Identificarles como retrógrados resultó una operación muy rentable: aún hoy sirve para descalificar a cuantos reclaman una alternativa a la aplicación sistemática de la tecnología.
¿Por qué les llamamos luditas? Parece que su nombre apela a un aprendiz de tejedor de medias en Leicester, Ned Luddlam, que rompió a martillazos el telar de su maestro en 1779. En su recuerdo, los líderes anónimos que organizaron las protestas de 1811 adoptaron el nombre de Capitán Ludd, y firmaron sus misivas amenazantes. El 12 de abril de 1811 se produjo la primera desstrucción de una instalación industrial, cuando 300 obreros atacaron la fábrica de hilados de William Cartwright en Nottinghamshire. Los saboteadores, apenas organizados pero íntimamente relacionados con las pequeñas comunidades campesinas, destruyeron los telares a mazazos y prendieron fuego a sus instalaciones.
¿Por
que estalló el conflicto? Sin duda tiene antecedentes en
generaciones de maltratos, pero Julius Van Daal también recuerda el
éxito de las obras de Thomas Paine frente a la visión armagedónica
que Edmund Burke ofrecía de los acontecimientos al otro lado del
canal. La tensión debía ser suficiente como para que William Pitt
suspendiera el “Habeas Corpus” (1794). Vamos, que el “capitalismo
de un solo país” -feliz expresión de “La cólera de Ludd” que
remite al monstruo oficial para sugerir que su adversario era igual
de brutal- no estaba para bromas. Y por si fuera poco, a ese marco de
restricción de las libertades políticas vino a añadirse el impacto
del “bloqueo continental” dictado por Napoleón desde el Berlín
ocupado (1810), que privó de muchos mercados a Inglaterra y dejó a
muchos obreros sin trabajo. Entonces
la rabia ludita se disparó: entre 1811 y 1816 se destruyeron casi
dos mil máquinas para presionar a los patronos a que mejoraran
salarios. Creo haber leído a E.P. Thompson justificar la estrategia
recordando que las Anti-Combination
Acts (1799) hacían
imposible la vía negociadora, al haber prohibido el derecho de
asociación de los trabajadores; por tanto destruir máquinas no era
una actuación irracional ni insensata surgida contra la mecanización
-que además había empezado mucho antes- sino la salida desesperada que imponían las
circunstancias..
¿Cómo
luchaban? Enviaban cartas amenazadoras contra los patronos, y
organizaban ataques en banda con apoyo de la población local. Se
tiznaban la cara, atacaban de noche y destruían máquinas, pero no
de forma indiscriminada, sino selectiva: apuntaban a las fábricas
cuyas máquinas abarataban los precios de las telas ofreciendo
tejidos que se rompían. Por tanto, no se oponían a la máquina en
tanto símbolo de innovación, sino porque servían para fabricar
productos de mala calidad que desprestigiaban su oficio y su saber.
¿Cómo
reaccionaron las autoridades? En febrero de 1812 el
Parlamento inglés aprobó la Framebreaking
Bill (2-1812), que
castigaba con la pena de muerte la destrucción de cualquier telar.
Apenas se opuso George Gordon: en su único discurso en la Cámara de
los Lores, Lord Byron les preguntó “¿Es
que no hay ya suficiente sangre en vuestro código penal?”.
Pocos días después, publicó en un periódico una sátira contra la
pena de muerte bajo el título de “Oda
a los redactores del marco legal”.
La represión no se detuvo: hubo 14 ejecutados y 13 enviados a
prisión a Australia. Sin embargo, el movimiento siguió creciendo, y
el estado tuvo que armar un ejército de 12000 soldados para
perseguir a los luditas, mientras apenas 10.000 combatían a Napoleón
en el continente.
Que
el contingente dedicado a vencer al corso fuera menor que el que
perseguía a los luditas no sólo nos demuestra el terror que
despertaron entre las clases dominantes. También nos muestra a
Inglaterra en plena guerra civil entre dos tipos de economía
política: la del naciente capitalismo, que reivindica la fábrica,
la disciplina laboral y la libre competencia (que reduciendo costes y
salarios, acaba con los viejos oficios) y la de los luditas, que
reivindicaban el precio justo, el salario adecuado, el buen trabajo,
en definitiva el control del mercado de trabajo.
¿Tan
peligrosos eran? Cuando los luditas denunciaban el aumento del ritmo
de trabajo que les encadenaba a la máquina ponían de manifiesto la
otra cara de la tecnología. Cuestionaban el progreso técnico desde
un punto de vista moral, defendiendo la reciprocidad y la ayuda mutua
sobre el egoísmo y la competencia individual. Su crítica, pues,
socavaba las mismas bases ideológicas del sistema, porque oponía la
ética frente al beneficio. Ha hecho falta parodiarlos como
nostálgicos mecanoclastas muy primarios, aunque no
renegaban de toda la tecnología, sino de aquella que agredía a la
comunidad. Por eso sus ataques eran precisos: rompían las máquinas
que pertenecían a patronos que producían objetos de mala calidad, a
bajo precio y con peores salarios. Vistos así,
pues, los ludditas eran activistas
lúcidos de un movimiento crítico que reclamaba una aplicación de
la tecnología de acuerdo con las necesidades humanas, valoraba los
viejos oficios y saberes, y proponía una modernidad alternativa para
la que reclamaban salario mínimo legal, limitación del trabajo
infantil, derecho de asociación, controles de calidad...
¿Alguien
más tomó partido por ellos? Percy Shelley
participó en la creación de un fondo de ayuda para las familias de
los condenados a muerte. Lord Byron le invitó en 1826 a veranerar en
una villa suiza cercana a Ginebra, y Shelley acudió con su esposa,
Mary. El mal tiempo les recluyó en la mansión, así que una noche
-leyendo cuentos de fantasmas- Byron retó a sus invitados a que
escribieran un cuento de terror. Mary Shelley no respondió
inmediatamente, pero de aquel desafío saldría poco después la historia de un joven
estudiante de ciencias que -fascinado por la alquimia- se obsesiona
con la creación de un ser vivo en su laboratorio. Todos sabemos qué pasó: cuando Víctor Frankenstein lo consigue, tras meses de
trabajo febril, observa con repulsión la criatura grotesca que ha
creado y abandona el laboratorio consternado. Cuando
regresa, el monstruo ha desaparecido y él decide recomponer su vida.
Sin embargo, su creación -íntimamente unida a él- le persigue, y
acaba asesinando a su hermano pequeño, a su esposa y a su mejor
amigo...
Eso fue lo que obtuvieron los luditas. Sin embargo, en cierto modo
vencieron. Contribuyeron a la toma de consciencia política de los
trabajadores respecto a la explotación capitalista. Y lograron
legarnos preguntas que hoy nos corresponde a nosotros encarar con
valentía: ¿Hay límites a la innovación científica y tecnológica?
¿Debemos descartar la defensa de lo viejo en nombre del progreso?
¿Debemos
aplaudir las consecuencias benéficas de la técnica sin fijarnos en
las catástrofes que originan?
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