Para intentar demostrar que el miedo fue uno de los elementos más determinantes en la gestación de la violencia revolucionaria, Thimoty Tacket no sólo recurre a las fuentes tradicionales –debates parlamentarios, periódicos, libelos…- sino que también rastrea las emociones que llenan la correspondencia privada y los diarios de un buen catálogo de contemporáneos. Es fácil detectar en esas fuentes el profundo entusiasmo que muestran todos en los primeros momentos, tras la inauguración de los Estados Generales. Los diputados del Tercer Estado que acudieron, y que protagonizarían pocas semanas más tarde el Juramento del Juego de Pelota, no sólo sufrieron hasta ese día la actitud desdeñosa y arrogante de los nobles. También el ostensible apoyo moral que daba el pueblo a los diputados –aclamándoles, abrazándoles por las calles, regalándoles flores, animándoles a avanzar, aplaudiéndoles en las sesiones abiertas al público- contribuyó a conformar su consciencia de clase tanto como la intensa experiencia intelectual que suponían los debates y las negociaciones. No esperaban, sin embargo, que la calle se convirtiera en un nuevo agente político que, además de aplaudirles, concidionaría la evolución de los acontecimientos: su debut el 14 de julio -estuviera movido por hábiles agitadores, el miedo a las tropas reunidas por el rey o el precio del pan- extendió la violencia por todo el reino, obligando a la Asamblea –mientras se asaltaban los castillos- a erradicar el orden feudal en medio de una confusa sesión extraordinaria la noche del 4 al 5 de agosto. Tras la abolición de los tributos señoriales, el diezmo y el vasallaje, todos los franceses serían iguales ante la ley. Pero aquel nuevo orden se había legitimado por medio de la violencia, fue disculpada en aras del progreso y … abrió el miedo al caos, y a la venganza de los despojados, cuyo papel en la gestación de la violencia es tan importante para Hackett.
Para empezar,
aquella primera violencia desmoronó la autoridad, desmontó el estado. ¿Cómo?
En julio de 1789 fue asesinado el intendente de París. Muchos como él temieron
correr la misma suerte y dimitieron, o abandonaron sus cargos; también lo
hicieron recaudadores de impuestos, jueces, inspectores de policía y
responsables del abastecimiento de cereales, lo que abrió un vertiginoso vacío
de poder que urgía llenar. El hundimiento del estado borbónico “municipalizó”
la revolución: muchos ayuntamientos actuaron como mini-repúblicas y –ansiosos
por hacerse valer- subieron impuestos, arrestaron sospechosos, emitieron
proclamas en nombre de la soberanía popular y –para frenar el caos- crearon
fuerzas paramilitares. Cuando las elecciones municipales de febrero de 1790 establecieron
en su lugar nuevos municipios, los recién llegados se consagraron con
entusiasmo a ejecutar los decretos de la Asamblea. No era fácil: versaban sobre
una infinita variedad de asuntos (tributos, elecciones, embargos eclesiales,
límites de municipio, organizar la nacional…) que exigían invertir mucho tiempo
y energía, y aplicarlos sumaba animadversiones vecinales a la tormenta de
exageraciones, rumores y ataques violentos entre rivales reproducidos a diario
en un sinfín de nuevas publicaciones partidistas, en las efervescentes
discusiones en las casas de café y los clubes de las nuevas sociedades
patrióticas. Todo ese coro infinito de voces acabó constituyendo un puñado de
poderes paralelos que –aunque aportaban energía y apoyo al proceso
revolucionario- también le traían desunión y polémica.
El ejemplo más claro de esa
ruptura social fue el cisma religioso. La Asamblea Nacional Constituyente hirió
la sensibilidad de muchos católicos: se negó a declarar el catolicismo como
religión de estado, equiparó como ciudadanos a protestantes y judíos, expropió
las tierras de la iglesia para subastarlas, eligió un pastor protestante como
presidente y ordenó a todos los religiosos jurar la Constitución. Cuando la
mayoría recusó la orden alegando que el estado debía respetar su independencia
en materia espiritual y su lealtad al Papa, los diputados –poco sensibles a
sutiles argumentaciones teológicas- entendieron la negativa como una traición
política: el clero refractario fue visto como el motor del malestar social. La
sociedad se quebró en dos, y todo ese barullo de discusiones de todo tipo tenía
hirviendo en la olla de 1791 un caldo de cultivo –sazonado con todo tipo de
rumores y el temor a una reacción nobiliaria que iba creciendo a medida que aumentaba
el número y la calidad de los nobles emigrados-
sobre el que cayó como una maldición el intento de huida de la familia
real.
Diarios y correspondencias
privadas muestran una cesura: tras la detención de la familia real en Varennes,
a pocos kilómetros de los territorios del Emperador, hablan del rey en términos
extraordinariamente duros. Le llaman traidor, mentiroso, perjuro en su promesa
sagrada de respaldar la constitución. Su huida acentuó la espiral de
habladurías: rumores extendiéndose cual reguero de pólvora de calle en calle
mediante vendedores ambulantes, aguadores, panaderos y sirvientes domésticos
que los simplificaban (para hacerlos inteligibles), o exageraban (para
justificar su miedo). La omnipresencia del miedo y el rumor, afianzados en la
emergente cultura de las denuncias, generó un círculo vicioso de sospechas y
desconfianzas entre todos. La huida del rey había dado carta de naturaleza a
todos esos miedos: hacía evidente la conexión entre los nostálgicos del
absolutismo y las viejas monarquías europeas, y demostraba que ni unos ni otros
estaban cruzados de brazos.
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