Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

martes, 28 de marzo de 2017

REVOLUCIÓN EN FRANCIA (y 3): LOS REYES AGITANDO LAS AGUAS




Asalto a las Tullerías el 10 de Agosto de 1792
Jean Duplessis-Bertaux (1793)
En el post anterior describía el clima que se respiraba en Francia cuando –agotada su función la Asamblea Constituyente- se convocaron elecciones a la Asamblea Legislativa. Rumores, denuncias y obsesión por las conspiraciones condicionaron a los nuevos cargos electos, notablemente distintos porque se prohibió la reelección de los diputados constituyentes: su perfil más joven, más plebeyo y más politizado contribuyó a polarizar el ambiente. Pero lo que fue definitivo, según Timothy Tackett, fue la metástasis del miedo y la sospecha que se extendió entre ellos: las referencias a complots llenan las series epistolares que este historiador utiliza en su libro “El terror en la Revolución Francesa”. Las cartas sugieren que los actos de fanatismo del clero refractario, el alza de precios, incluso las facciones que dividen la asamblea cuando se debate con angustia qué hacer con el rey (después de su traición) y las potencias absolutistas (después de sus amenazas) estaban provocadas por quienes “movían los hilos en secreto y se habían infiltrado en todas partes”. Girondinos y jacobinos se acusaban mutuamente de traición con la misma rabia que antes dirigían a la nobleza, y tal demonización del antagonista político se aceleró después del estallido de la guerra, porque los fracasos ante austriacos y prusianos dieron crédito a rumores sobre sabotajes: “no había pruebas, pero a fin de cuentas la esencia de las conspiraciones radicaba en su secretismo e impermeabilidad”, así que el enrarecido ambiente de sospechas mutuas se volvió más denso. Todos pensaban que los traidores se ocultaban tras solemnes discursos revolucionarios, que si se esperaba a descubrir las pruebas fehacientes sería demasiado tarde. Las amenazas del Duque de Brumswick a los parisinos fueron la gota que colmó el vaso: la masa de activistas parisinos, -los sans-culottes politizados a golpe de libelos, oradores callejeros, vendedores de periódicos y escritos de Rousseau-, se lanzó a la calle en agosto de 1792.



Aquella nueva revuelta dejó más de mil muertos alfombrando París; fue la mayor hecatombe en la ciudad desde el s. XVI. Quienes vieron asaltar las Tullerías comprendieron –como muestra su correspondencia- que se había iniciado una “segunda revolución”: la familia real fue encarcelada en la fortaleza medieval del Temple, se proclamó la República y se convocaron elecciones para que una nueva asamblea redactara una nueva constitución basada en el sufragio universal. La asamblea que aceleraba la revolución y convocaba elecciones debía enfrentarse al mismo tiempo al inaudito desafío que presentaba la Comuna de París como poder paralelo consagrado a la persecución de opositores. Aunque la violencia alcanzó, durante las “Matanzas de Septiembre”, cotas de brutalidad difíciles de explicar, la marcha de los contingentes de jóvenes voluntarios reclutados masivamente, y la extraordinaria inversión de la situación militar que puso fin a la amenaza extranjera, detuvieron la violencia callejera.


Los diputados de la nueva Convención que se reunieron el mismo día que llegó la noticia de la victoria en Valmy se habían elegido, en medio de aquella tensión, sin exclusiones. Por eso muchos tenían experiencia política, elocuencia, habilidades en la trinchera dialéctica, y una férrea decisión que les permitía, sin inmutarse, declarar la guerra o juzgar al rey. Los recelos contra el monarca crecieron cuando trascendió el contenido de los documentos encontrados en su caja fuerte, que confirmaban sus contubernios. Su procesamiento y ejecución tuvieron una carga simbólica muy fuerte: la guillotina no sólo segó la cabeza de Luis XVI, también eliminó los límites de la violencia política. Una vez ejecutas al Antiguo Régimen encarnado, quedan automáticamente ampliadas las fronteras de lo imaginable. Ya todo es posible.


La sangre del rey envenenó más el ambiente: pocas horas antes de su ejecución, un diputado noble y togado que había votado a favor de su ejecución, Le Peletier de Saint-Fargeau, murió apuñalado por monárquicos que le consideraban un renegado. Su asesinato hacía plausibles las amenazas que se cernían contra la revolución: muchos diputados escribieron que temían por sus vidas, que recibían amenazas por la calle… Se quejaban de llevar “una vida agotadora”: su servicio a la nación incluía maratonianas sesiones de discusiones, comités de trabajo, redacción de informes, correspondencia de su electorado… “Aplastados por el trabajo”, la responsabilidad y las disputas difamatorias, masticaban miedo todos los días, e imaginaban conjuras por todas partes. La traición de Lafayette, y del general Dumoriez después, fueron devastadoras. Aquellas deserciones, como la del rey anteriormente, despertaron una psicosis enfermiza que se proyectó contra los sospechosos. Fue aquel ambiente el que propició que se dictaran medidas extremas (embargar a los emigrados, expulsar extranjeros, acelerar los procesos judiciales…) y que se crearan instituciones excepcionales, como el Tribunal Revolucionario, o el Comité de Seguridad Pública. Fue ese contexto excepcional, en el que actuaban angustiados muchos protagonistas, el que precipitó acontecimientos como la purga del 2 de junio de 1793 que acabó con 21 girondinos arrestados. En los meses siguienes serían juzgados y en octubre subirían al cadalso. Desarticulada su oposición, los jacobinos se convertían en protagonistas de los acontecimientos.



¿Por qué ocurrió? Los aquelarres de la derecha hacen de este momento un golpe de estado jacobino, una traición a la legalidad vigente, una concesión a las masas parisinas que se demuestra equivocada “porque quien cree que está domesticando a la fiera cediendo sólo a una pequeña parte de sus  pretensiones no se da cuenta de que no es sino el comienzo de una pesadilla”. Esas declaraciones de Pedro José Ramírez o las de Esperanza Aguirreson expresiones paradigmáticas del discurso historiográfico neoconservador del que hablaba al iniciar esta serie de posts, que ve una fiera furiosa sedienta de sangre en la movilización ciudadana, pero no advierte ninguna fiereza en el (previo) capitalismo desatado y devastador.

Cubrir sus chanchullos (contabilidades creativas, lo llaman ellos) y evitar hoy que profundicemos en la democracia exige denunciar la presunta radicalidad de sus críticos de hoy, a los que se desacredita equiparándoles con un erróneo modelo pasado juzgado como responsable de todas las catástrofes. Dicho de otro modo, los indignados de hoy son los jacobinos de ayer, y por tanto, sus aspiraciones de democratización hoy son peligrosas aspiraciones totalitarias para mañana. El problema de toda esa parafernalia demagógica es que exige camuflar algo más que el impacto de las “contabilidades creativas” (alias libremercado) en los desahuciados ciudadanos de hoy y en los hambrientos de ayer. También ha hecho falta esconder la estrecha relación entre los girondinos y los generales que se pasaron a los austriacos, y cómo los diputados a los que llaman moderados amenazaban a los jacobinos de que los voluntarios que habían de llegar desde los departamentos girondinos les “pondrían en su sitio”. Fue en ese contexto de pasiones desatadas, desconfianzas verosímiles y amenazas reales que los diputados improvisaron las instituciones que impulsarían el Terror. La purga que acabó con la ejecución de 21 girondinos en 1793 es en ese sentido premonitoria, es cierto, pero no de ningún plan sistemático para levantar un estado totalitario. Sino de la caótica puesta en marcha de soluciones extraordinarias para superar una situación de peligro: el Tribunal Revolucionario, los “delegados en misión”, o los “comités de vigilancia” se habían ideado antes –tras Varennes- con el concurso y aplauso girodino. No hay pues plan, conjura ni golpe. La purga ejecutada con saña contra los girondinos anuncia otra cosa mucho peor: la creencia en que que cuando la revolución corría peligro todos los medios quedaban justificados para preservarla. Y eso nace de un ambiente, de una preocupación compartida por todos, no de un proyecto ideológico. Fue un diputado girondino, Edme-Michel Petit, quien había dicho, por ejemplo, “al enfrentarnos a una necesidad extrema, debemos dejar a un lado las leyes”. Pero condenar a los jacobinos exige seleccionar en sus discursos las declaraciones que permitan trazar un camino inventado hacia el terrorismo de estado, evitando las de sus contrarios. Así, el monstruo que se esconde agazapado en esa frase es ignorado.

Esa exégesis tan subjetiva exige hacer más trampas todavía. Para que los jacobinos parezcan radicales sinsentido también hace falta sacar de la relación de los acontecimientos las revueltas federalistas en Lyon, Marsella y Toulon. Estas ciudades optaron por aliarse con las potencias coaligadas contra Francia y ofrecerles sus puertos contra la revolución que se radicalizaba en París. Aquella traición permitió concluir que federalistas y girondinos estaban confabulados con los tiranos europeos, como antes el rey, Dumoriez, o Lafayette. Por si fuera poco, el asesinato de Marat en su bañera a manos de una joven de la pequeña nobleza de provincias fascinada por los líderes girondinos, Charlotte Corday, otorgaba plausibilidad a la amenaza que se cernía sobre todos y cada uno de los asustados líderes revolucionarios.

Nada de eso justifica la justicia sumaria e implacable que cayó contra los supuestos traidores: en aquel juicio apenas hubo garantías, para condenar a los girondinos se aceptaron rumores y testimonios indirectos como pruebas. Se acercaban, sin duda, las horas más oscuras de la revolución, y por eso las fuentes escritas que utiliza Tacket se vuelven más tibias. Algunas series de correspondencia se interrumpen, otros ciudadanos empiezan a ser más cuidadosos con lo que escriben. Algunos decidieron quemar las cartas que guardaban, o destruir páginas de sus diarios. Unos hablan sólo de negocios, otros evitan valoraciones. Se notan, dice Tacket, redacciones más forzadas. El barco de la revolución en el que viajaban en medio de “la tormenta perfecta” estaba a punto de naufragar, es cierto. Sin embargo, el símil náutico no es adecuado, porque la Revolución no naufragó sóla. No eran asépticas fuerzas climáticas las que amenazaban su navegación: sus enemigos no eran agentes naturales ni fenómenos atmosféricos ni tiburones fantasmas, sino fuerzas humanas terriblemente poderosas desencadenadas con la misma violencia sumaria con que la Revolución se defendió. Si el barco de la revolución se agitaba indefenso en mitad de un océano bravío no era porque la tripulación estaba obsesionada con destruir al capitán. Sino porque alguien agitaba las aguas, y otros habían querido hacer de la embarcación el exclusivo yate de lujo que conducir a su antojo. 

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