Asalto a las Tullerías el 10 de Agosto de 1792 Jean Duplessis-Bertaux (1793) |
En el post anterior describía
el clima que se respiraba en Francia cuando –agotada su función la Asamblea
Constituyente- se convocaron elecciones a la Asamblea Legislativa. Rumores,
denuncias y obsesión por las conspiraciones condicionaron a los nuevos cargos
electos, notablemente distintos porque se prohibió la reelección de los
diputados constituyentes: su perfil más joven, más plebeyo y más politizado
contribuyó a polarizar el ambiente. Pero lo que fue definitivo, según Timothy
Tackett, fue la metástasis del miedo y la sospecha que se extendió entre ellos:
las referencias a complots llenan las series epistolares que este historiador
utiliza en su libro “El terror en la Revolución Francesa”. Las cartas sugieren
que los actos de fanatismo del clero refractario, el alza de precios, incluso
las facciones que dividen la asamblea cuando se debate con angustia qué hacer
con el rey (después de su traición) y las potencias absolutistas (después de
sus amenazas) estaban provocadas por quienes “movían los hilos en secreto y se
habían infiltrado en todas partes”. Girondinos y jacobinos se acusaban mutuamente
de traición con la misma rabia que antes dirigían a la nobleza, y tal demonización del antagonista político se aceleró después del estallido de la guerra, porque
los fracasos ante austriacos y prusianos dieron crédito a rumores sobre
sabotajes: “no había pruebas, pero a fin de cuentas la esencia de las
conspiraciones radicaba en su secretismo e impermeabilidad”, así que el
enrarecido ambiente de sospechas mutuas se volvió más denso. Todos pensaban que
los traidores se ocultaban tras solemnes discursos revolucionarios, que si se
esperaba a descubrir las pruebas fehacientes sería demasiado tarde. Las
amenazas del Duque de Brumswick a los parisinos fueron la gota que colmó el
vaso: la masa de activistas parisinos, -los sans-culottes politizados a golpe
de libelos, oradores callejeros, vendedores de periódicos y escritos de
Rousseau-, se lanzó a la calle en agosto de 1792.
Aquella nueva revuelta dejó más
de mil muertos alfombrando París; fue la mayor hecatombe en la ciudad desde el
s. XVI. Quienes vieron asaltar las Tullerías comprendieron –como muestra su
correspondencia- que se había iniciado una “segunda revolución”: la familia
real fue encarcelada en la fortaleza medieval
del Temple, se proclamó la República y se convocaron elecciones para que una
nueva asamblea redactara una nueva constitución basada en el sufragio
universal. La asamblea que aceleraba la revolución y convocaba elecciones debía
enfrentarse al mismo tiempo al inaudito desafío que presentaba la Comuna de
París como poder paralelo consagrado a la persecución de opositores. Aunque la
violencia alcanzó, durante las “Matanzas de Septiembre”, cotas de brutalidad
difíciles de explicar, la marcha de los contingentes de jóvenes voluntarios reclutados
masivamente, y la extraordinaria inversión de la situación militar que puso fin
a la amenaza extranjera, detuvieron la violencia callejera.
Los diputados de la nueva
Convención que se reunieron el mismo día que llegó la noticia de la victoria en
Valmy se habían elegido, en medio de aquella tensión, sin exclusiones. Por eso
muchos tenían experiencia política, elocuencia, habilidades en la trinchera
dialéctica, y una férrea decisión que les permitía, sin inmutarse, declarar la
guerra o juzgar al rey. Los recelos contra el monarca crecieron cuando
trascendió el contenido de los documentos encontrados en su caja fuerte, que
confirmaban sus contubernios. Su procesamiento y ejecución tuvieron una carga
simbólica muy fuerte: la guillotina no sólo segó la cabeza de Luis XVI, también
eliminó los límites de la violencia política. Una vez ejecutas al Antiguo
Régimen encarnado, quedan automáticamente ampliadas las fronteras de lo
imaginable. Ya todo es posible.
La sangre del rey envenenó más
el ambiente: pocas horas antes de su ejecución, un diputado noble y togado que había votado a favor de su
ejecución, Le Peletier de Saint-Fargeau, murió apuñalado por monárquicos que le
consideraban un renegado. Su asesinato hacía plausibles las amenazas que se
cernían contra la revolución: muchos diputados escribieron que temían por sus
vidas, que recibían amenazas por la calle… Se quejaban de llevar “una vida
agotadora”: su servicio a la nación incluía maratonianas sesiones de
discusiones, comités de trabajo, redacción de informes, correspondencia de su
electorado… “Aplastados por el trabajo”, la responsabilidad y las disputas
difamatorias, masticaban miedo todos los días, e imaginaban conjuras por todas
partes. La traición de Lafayette, y del general Dumoriez después, fueron
devastadoras. Aquellas deserciones, como la del rey anteriormente, despertaron
una psicosis enfermiza que se proyectó contra los sospechosos. Fue aquel ambiente
el que propició que se dictaran medidas extremas (embargar a los emigrados,
expulsar extranjeros, acelerar los procesos judiciales…) y que se crearan
instituciones excepcionales, como el Tribunal Revolucionario, o el Comité de
Seguridad Pública. Fue ese contexto excepcional, en el que actuaban angustiados
muchos protagonistas, el que precipitó acontecimientos como la purga del 2 de
junio de 1793 que acabó con 21 girondinos arrestados. En los meses siguienes
serían juzgados y en octubre subirían al cadalso. Desarticulada su oposición,
los jacobinos se convertían en protagonistas de los acontecimientos.
¿Por qué
ocurrió? Los aquelarres de la derecha hacen de este momento un golpe de estado
jacobino, una traición a la legalidad vigente, una concesión a las masas parisinas
que se demuestra equivocada “porque quien cree que está domesticando a la fiera
cediendo sólo a una pequeña parte de sus
pretensiones no se da cuenta de que no es sino el comienzo de una
pesadilla”. Esas declaraciones de Pedro José Ramírez o las de Esperanza Aguirreson expresiones paradigmáticas del discurso historiográfico neoconservador del
que hablaba al iniciar esta serie de posts, que ve una fiera furiosa sedienta
de sangre en la movilización ciudadana, pero no advierte ninguna fiereza en el (previo)
capitalismo desatado y devastador.
Cubrir sus
chanchullos (contabilidades creativas, lo llaman ellos) y evitar hoy que
profundicemos en la democracia exige denunciar la presunta radicalidad de sus
críticos de hoy, a los que se desacredita equiparándoles con un erróneo modelo
pasado juzgado como responsable de todas las catástrofes. Dicho de otro modo,
los indignados de hoy son los jacobinos de ayer, y por tanto, sus aspiraciones
de democratización hoy son peligrosas aspiraciones totalitarias para mañana. El
problema de toda esa parafernalia demagógica es que exige camuflar algo más que
el impacto de las “contabilidades creativas” (alias libremercado) en los
desahuciados ciudadanos de hoy y en los hambrientos de ayer. También ha hecho
falta esconder la estrecha relación entre los girondinos y los generales que se pasaron a los
austriacos, y cómo los diputados a los que llaman moderados
amenazaban a los jacobinos de que los voluntarios que habían de llegar desde
los departamentos girondinos les “pondrían en su sitio”. Fue en ese contexto de
pasiones desatadas, desconfianzas verosímiles y amenazas reales que los
diputados improvisaron las instituciones que impulsarían el Terror. La purga que
acabó con la ejecución de 21 girondinos en 1793 es en ese sentido premonitoria,
es cierto, pero no de ningún plan sistemático para levantar un estado
totalitario. Sino de la caótica puesta en marcha de soluciones extraordinarias
para superar una situación de peligro: el Tribunal Revolucionario, los
“delegados en misión”, o los “comités de vigilancia” se habían ideado antes –tras
Varennes- con el concurso y aplauso girodino. No hay pues plan, conjura ni
golpe. La purga ejecutada con saña contra los girondinos anuncia otra cosa
mucho peor: la creencia en que que cuando la revolución corría peligro todos
los medios quedaban justificados para preservarla. Y eso nace de un ambiente, de
una preocupación compartida por todos, no de un proyecto ideológico. Fue un
diputado girondino, Edme-Michel Petit, quien había dicho, por ejemplo, “al
enfrentarnos a una necesidad extrema, debemos dejar a un lado las leyes”. Pero
condenar a los jacobinos exige seleccionar en sus discursos las declaraciones
que permitan trazar un camino inventado hacia el terrorismo de estado, evitando
las de sus contrarios. Así, el monstruo que se esconde agazapado en esa frase
es ignorado.
Esa exégesis
tan subjetiva exige hacer más trampas todavía. Para que los jacobinos parezcan
radicales sinsentido también hace falta sacar de la relación de los
acontecimientos las revueltas federalistas en Lyon, Marsella y Toulon. Estas
ciudades optaron por aliarse con las potencias coaligadas contra Francia y
ofrecerles sus puertos contra la revolución que se radicalizaba en París. Aquella
traición permitió concluir que federalistas y girondinos estaban confabulados
con los tiranos europeos, como antes el rey, Dumoriez, o Lafayette. Por si
fuera poco, el asesinato de Marat en su bañera a manos de una joven de la
pequeña nobleza de provincias fascinada por los líderes girondinos, Charlotte
Corday, otorgaba plausibilidad a la amenaza que se cernía sobre todos y cada
uno de los asustados líderes revolucionarios.
Nada de eso
justifica la justicia sumaria e implacable que cayó contra los supuestos
traidores: en aquel juicio apenas hubo garantías, para condenar a los
girondinos se aceptaron rumores y testimonios indirectos como pruebas. Se
acercaban, sin duda, las horas más oscuras de la revolución, y por eso las
fuentes escritas que utiliza Tacket se vuelven más tibias. Algunas series de
correspondencia se interrumpen, otros ciudadanos empiezan a ser más cuidadosos
con lo que escriben. Algunos decidieron quemar las cartas que guardaban, o
destruir páginas de sus diarios. Unos hablan sólo de negocios, otros evitan valoraciones.
Se notan, dice Tacket, redacciones más forzadas. El barco de la revolución en
el que viajaban en medio de “la tormenta perfecta” estaba a punto de naufragar,
es cierto. Sin embargo, el símil náutico no es adecuado, porque la Revolución
no naufragó sóla. No eran asépticas fuerzas climáticas las que amenazaban su
navegación: sus enemigos no eran agentes naturales ni fenómenos atmosféricos ni
tiburones fantasmas, sino fuerzas humanas terriblemente poderosas
desencadenadas con la misma violencia sumaria con que la Revolución se
defendió. Si el barco de la revolución se agitaba indefenso en mitad de un
océano bravío no era porque la tripulación estaba obsesionada con destruir al capitán.
Sino porque alguien agitaba las aguas, y otros habían querido hacer de la
embarcación el exclusivo yate de lujo que conducir a su antojo.
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