No suelo
detenerme en los obituarios, pero el pasado 20 de diciembre tropecé
en La Vanguardia con el que anunciaba el fallecimiento de Jon Stallworthy. El gran experto en la poesía de Wilfred Owen nos
permitió lamentar la muerte del poeta en las trincheras pocos días
antes del armisticio. Hubo miles de tragedias parecidas que mezclaron
azar y desgracia en el frente durante la Gran Guerra, sin duda, y
pensé en aquel momento que darlas a conocer constituye una victoria de expertos como Stallworthy, además de un
homenaje a aquellas personas que se dejaron la vida en la tragedia
que hoy cumple cien años.
La empatía con
la que hoy recordamos aquellos soldados parece general: la UEFA ha sublimado el famoso partido de la Tregua de Navidad, e incluso IsabelII incluyó alguna referencia en su mensaje oficial de Nochebuena.
Sin embargo, no
todos siguen esa corriente: el especialista en historia militar del Imperial War Museum Peter Hart, en una reciente “Historia Militar
de la Primera Guerra Mundial”, hace una lectura bien distinta. “Si
hubo una locura fue la decisión de emprender la guerra, y no
cualquiera de las decisiones tácticas tomadas por los comandantes
sobre el terreno”, dice. La idea de desviar responsabilidades a
los políticos no solamente llueve sobre mojado en un momento
oportuno de desengaño político generalizado, sino que ignora
premeditadamente la mentalidad favorable a la guerra que se había
instalado en los Estados Mayores, y que ya describió Pierre Renouvin
en su clásico manual sobre la Gran Guerra. Puede que la inepta clase
política de entonces precipitara ultimátums aquel verano de 1914 en
la creencia -como el mismo Káiser dijo en una entrevista con el rey
de Bélgica en noviembre de 1913- que la guerra era “necesaria”.
Pero no hay que olvidar que, en su lucha por mantener preparados para
la acción sus ejércitos, los Estados Mayores llevaban años
presionando a los gobiernos para aumentar sus recursos. Tal carrera
de armamentos, justificada con la tensión diplomática y amparada
por la exaltación nacionalista, pretendía ofrecer una superioridad
momentánea que todos estaban dispuestos a aprovechar. Cada una de
esas miserables esperanzas precipitó las grandes movilizaciones de
tropas aquel funesto mes de agosto de 1914.
Desviar la
responsabilidad hacia los políticos es un recurso fácil, pero no el
único del que se sirve Peter Hart para justificar las acciones de
las barrigas engalonadas: también utiliza la nueva naturaleza del
conflicto, condicionada por la mortifera capacidad de permanente
renovación tecnológica que ofrecía la Segunda Revolución
Industrial, como explicación a la dificultad de resolver la guerra
decididamente. “Con independencia de lo que hicieran”,
dice, “la guerra hubiera sido igualmente corrosiva” porque
“se desarrolló en la era industrial moderna” con
“nuevas armas utilizadas en choque táctico, en continua
evolución entre el ataque y la defensa”. Es cierto que,
marcados por la experiencia reciente, todos esperaban una guerra
rápidamente superada: desde 1871 las tensiones internacionales se
habían resuelto con diplomacia secreta, repartos coloniales o -en el
peor de los casos- enfrentamientos rápidos como los que se habían
sucedido en los Balcanes en los años inmediatamente anteriores a
1914. Sin embargo, la Secesión americana ya había mostrado las
carnicerías que podía ejecutar la nueva tecnología, sus
limitaciones, y de hecho, parte de la confianza en un conflicto
rápidamente resuelto provenía de la sistematización de los nuevos
transportes, la velocidad, la ciencia y la técnica. El Plan
Schlieffen, tomado como hipotético ejemplo, pretendía
superar el pánico alemán a la guerra en dos frentes sirviéndose
del efecto sorpresa y un estudio concienzudo de la capacidad de
movilización de cada uno de los adversarios. La innovación
tecnológica cambió la guerra para siempre, es cierto, pero no era
un factor inesperado sin considerar sino la carta que los burócratas
de la muerte creían tener en su manga.
El retrato que
Kubrick hizo de los mandos militares en “Senderos de gloria”
puede parecernos despiadado, pero algunos ejemplos de mediocridad e
incompetencia sugieren que se queda corto. Fijémonos por ejemplo en
el General Joseph Joffre. Cuando el gobierno francés le
nombró jefe del Estado Mayor (1911) apenas se le conocía por la
toma de Tombuctú (1894). Me permito cuestionar que podamos contar la
guerra colonial como experiencia curricular: aquellos aquelarres
ultramarinos consistían, en resumen, en enfrentar fusiles y cañones
contra lanzas y jabalinas. Lo que me permite concluir que, en 1914,
Francia enfrenta la guerra bajo la autoridad de un hombre inexperto,
y que -ametralladoras y alambradas aparte- eso explica que durante el
primer año de conflicto se sucedan los desastres. El general, sin
embargo, se mantuvo en el cargo hasta que Aristide Briand logró su
dimisión en diciembre de 1916, no sin compensarle elevándole a la
dignidad de Mariscal de Francia. El Atlas Histórico de Le
Monde Diplomatique
(2011) se pregunta a qué se debió tal retraso y por qué se le
concede tal honor, después de tanto desastre.
Y
acude buscando respuestas al libro de Roger Franekel “Joffre,
l'âne que commandait des lions” (París, 2004). De su lectura
se concluye que, al ser el único que tomaba decisiones en la zona de
combate, el general pudo falsificar informaciones que encubrían las
derrotas, escondían al gobierno la realidad de la situación, y le
permitieron seguir en el cargo. Alegaba haber dispuesto sus ejércitos
con superioridad numérica y en las mejores posiciones: “la
palabra la tienen ahora los operativos, que tienen que sacar partido
de esa superioridad”, escribía en un telegrama al ministro de
la guerra el 23 de agosto de 1914. Veinticuatro horas más tarde,
fingiendo aflicción, confesaba la derrota de varios días anteriores
cargando la responsabilidad en la tropa: “Debemos rendirnos ante
la evidencia. Nuestros ejércitos, a pesar de la superioridad
numérica con la que contaban, no han demostrado en campo abierto,
las realidades ofensivas que nos habían hecho esperar los éxitos
parciales del principio”. Joffre pasó meses culpando a otros,
mientras miles de soldados morían en inútiles ofensivas. A pesar de
eso, seguimos considerándole estúpidamente el vencedor del Marne,
el genio que requisó los taxis parisinos para llevar a sus hombres
al frente, el héroe que tuvo derecho a un funeral de estado.
No
es el único caso: cuando se firmó el armisticio en Compiègne a las
5:30 de la mañana del 11 de noviembre de 1918, para que entrara en
vigor a las 11 h, seis horas más tarde, canallas engalonados como el
Mariscal Foch enviaron a miles de soldados a tomar posiciones que
pocas horas después hubieran podido ocupar pacíficamente.
Escudándose en la obligación de combatir porque seguían en guerra,
buscaban ascensos y méritos ante un enemigo ahora fácil de batir.
Un documental de la BBC que llevaba por título “El
último día de la Primera Guerra Mundial”
(producido por John
Hayes Fisher en 2008, y basado en un libro de Josep Persico) explica
que en esas horas murieron 3000 americanos y en total 10.000 hombres.
La
verdad es que no sé cómo explica Hart en su libro las últimas
horas de la Gran Guerra. He de reconocer que abandoné la lectura
porque se me antojó demasiado empeñado -tal y como manifiesta en su
introducción- en denunciar el tópico retrato de unos mandos
“carniceros
y chapuceros”.
Me quedé en las páginas que dedica a las ofensivas de abril de 1917
contra las disputadas
colinas del “Camino de las Damas”:
allí reconoce que “la metodología del
General Robert Nivelle carecía de cierta sutilieza”.
Efectivamente, lanzar a una muerte segura a miles de
hombres no parece ser una “metodología sutil”.
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