Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.

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"Sólo unos pocos prefieren la libertad; la mayoría de los hombres no busca más que buenos amos" (Salustio)

sábado, 21 de enero de 2012

SAN QUINTÍN (JUAN CARLOS LOSADA, 2005)


Un rubio adolescente engalanado en la cubierta de una nave de guerra, un mar crispado, la costa africana al fondo. El trágico bautismo de fuego de este joven aristócrata durante el fracaso de Carlos V en el asalto de Argel ocupa las primeras páginas de “San Quintín”, lo que nos advierte que la vida del conde Lamoral de Egmont será usada por Juan Carlos Losada como hilo conductor en el retrato de una época. Y sin embargo, él no es el único protagonista de sus páginas: aparece un duque de Alba tan eficiente como siniestro, Felipe II quemando sin abrirlo el horóscopo que para él ha escrito Nostradamus, un arcabucero llamado Juan de Herrera que acabará dirigiendo la construcción de El Escorial, o Catalina de Médicis, con la que llegaron a Francia el tenedor y la belladona.

No estamos ante una novela, pero hay amenidad en los retratos de estos eminentes cortesanos. Y precisamente entre la corte y el campo de batalla el autor nos muestra a Egmont ejercer de vasallo modélico; el conde se había encargado de negociar las capitulaciones matrimoniales del príncipe Felipe con su tía, María Tudor, la reina que pretendió restablecer en Inglaterra la autoridad de la Roma católica con tanto empeño que se ganó el apodo de Bloody Mary. La misión en Londres sólo fue uno de tantos episodios en los que el protagonista ostentó la total confianza de la dinastía. Por eso asistió emocionado a la abdicación de un abatido Carlos V en Bruselas. El noble flamenco que tanto admiraba al incansable emperador aparece en el libro de Juan Carlos Losada como un nostálgico de una concepción de la guerra en la que el valor había sido el factor fundamental. Pero ya no era así: había acabado el tiempo de la caballería y llegaba el de las armas de fuego y las fortalezas inexpugnables. Egmont aborrece las nuevas técnicas artilleras, con las que un villano arcabucero puede acabar con un arrogante caballero a distancia, sin correr riesgos.

Es precisamente en la descripción de la batalla y el previo sitio de San Quintín donde el experto conocimiento de las técnicas bélicas que caracteriza al autor hace ganar cuerpo y emoción al relato. Se sirve de recursos literarios, pero no olvida el rigor: sin abandonar el registro divulgativo, cita fuentes como las memorias del prestigioso Ambroise Paré, un estremecedor testimonio de la semana que pasó atendiendo a los heridos de San Quintín, amputando miembros gangrenados. Paré nos describe el campo de batalla al que acudió cubriendo su cara con un pañuelo mientras vagaba por aquel manto de insepultos cadáveres corruptos, envueltos en un zumbido constante de nubes de moscas.

En aquel campo sembrado de muerte en San Quintín, y en la consecuente paz de Cateau-Cambressis (1559), se consolidó la hegemonía incuestionable de la monarquía hispánica en Europa. En la victoria, la caballería de Egmont cumplió con un papel decisivo. Sin embargo, aquel noble vasallo y fiel servidor recibió en 1557 el agradecimiento del mismo rey que, apenas once años más tarde, permitía su ejecución pública ¿Cómo llega uno de los primeros y más prestigiosos servidores de la monarquía a ofrecer mansamente su cuello al verdugo del rey? Juan Carlos Losada logra mostrarnos esa caída en desgracia sin rebajar la tensión de un lector que ya sabe que finalmente la cabeza del conde rodará sobre el patíbulo. Es cierto que una atmósfera de opresiva intransigencia sumió al continente en las guerras de religión a mediados del siglo XVI. El papa Paulo IV, cuyo fanático celo conciliarista permite olvidar a los corruptos papas del Renacimiento, -siempre rodeados de pintores geniales, apuestos sobrinos y generosos guardias suizos-, simboliza ese cambio generacional. Realmente, no hay color!

Pero hay que recordarle al autor, ya que en su relato subyace una idealizada diferencia entre el Emperador Carlos y su sucesor, que hay obras de referencia sobre la transición entre los dos reinados que, de haberse tenido en cuenta, añadirían al texto suculentas anécdotas sobre rivalidades por la reputación en el seno de la familia imperial y sobre las recomendaciones de firmeza (y hoguera) que desde Yuste el anciano emperador hizo llegar a su hijo.

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