Un espacio para el encuentro con historiadores y apasionados por la Historia. Con los que se emocionan con la polémica historiográfica, con la divulgación o la investigación. Y creen en la Historia como instrumento de compromiso social. Porque somos algo más que ratones de biblioteca o aprendices de erudito. Porque nuestro objeto de estudio son personas.
Ferran Sánchez: Història. Divulgació. Docència.
domingo, 1 de enero de 2012
UN SAHIB CON SALACOT EN LONDRES (75 AÑOS SIN KIPLING)
Me acerqué al libro del periodista canadiense David Gilmour “La vida imperial de Rudyard Kipling” con precipitación y alevosía. Faltaban pocos días para que en Fent Història celebráramos una de las ya habituales lecturas públicas que nuestra compañera y amiga Victòria Medina viene organizando desde hace ya algunos años en el marco de la Setmana de la Ciència. Incluimos en esta iniciativa de la Fundació Catalana per a la Recerca nuestra invitación a la ciudadanía para leer en público, y buscamos un libro que sintonice con el pretexto científico que cada año ejerce como leit motiv de esta convocatoria consagrada a la divulgación científica: la declaración por las Naciones Unidas del 2011 como Año Internacional de los Bosques, por ejemplo, hacía de “El libro de la selva” de Kipling la lectura más adecuada. Temía, sin embargo, que quienes conozcan la obra del escritor británico nacido en la India, pudieran descalificarlo como un “apóstol del imperialismo”.
Puede que la urgencia de esa pregunta sesgara mi lectura, y quizá por eso me resultara una obra exculpatoria. En la introducción, por ejemplo, se cita al escritor bengalí Nirap Chaudhuri, de quien se nos dice que insistía en que el pensamiento político de Kipling “no era un ingrediente esencial de sus escritos”, y a Charles Carrington, aparentemente el “biógrafo oficial”, quien “sostenía en privado que su biografiado no era un tory ni un imperialista”.
No es que Gilmour niegue que Kipling encarnara la aspiración imperial. Lo que ocurre es que prefiere acentuar su papel como “profeta de la decadencia”. Al hacerlo, dulcifica todo cuanto Kipling pensaba, como hombre de su tiempo, que pudiera incomodar al lector occidental del siglo XXI. Quizá con esa voluntad de disculparle afirma (p. 51) que “gran parte de cuanto dijo y escribió puede contradecirse con otras cosas que dijo y escribió”. Dicho lo cual se dedica a desmentir su “misoginia aparente” basándose en la “simpatía” y “comprensión” que muestra hacia algunos personajes femeninos en sus cuentos. La lectura exculpatoria se extiende entonces a la apología imperial: en el debate sobre la verosimilitud de la India que Kipling nos describe, afirma que “su capacidad para observar y escuchar, y no condenar (…)le permitía experimentar mucho más de la India nativa más que la mayoría de los ingleses”, que “los indios lo consideraban distinto a otros sahibs”, que “su conocimiento (…) le conseguía invitaciones para lugares a los que rara vez se llamaba a los extranjeros”, que “su saber de las castas y credos impresionaba a sus amigos”. Hasta aquí se nos retrata a Kipling como esencia de la curiosidad científica, como explorador fascinado por la exoticidad, olvidando que el afán de conocimiento del positivismo pretendía en el fondo someterlo todo, controlarlo todo, explotarlo todo. Sin embargo, Gilbour dibuja a un partidario de un formato de “imperialismo” más o menos informal –¿indirect rule?- alejado de la geoestrategia nacionalista vociferante y del saqueo de las colonias con mano de obra semi-esclava.
Convencer de que la “informalidad del imperio” minimizaba el impacto sobre los colonizados, y esconder la violencia (formal o informal) bajo un manto filantrópico fueron los objetivos, y creo que las lamentables conclusiones, del debate sobre los costes del imperio que se desarrolló en la historiografía occidental durante el último cuarto del siglo XX. Es posible que, llegadas a esas conclusiones, que tanto hacían por santificar los beneficios de esta nueva forma de control que llamamos “globalización”, urgiera releer las obras de Kipling para enaltecer su “carga del hombre blanco”, la misión civilizadora. No sé si será ese el objetivo de Gilmour al escribir que “en general, le caían bien los indios como individuos y le iba bien con los que conocía. (…) Miraba a los indios como inferiores en varios sentidos (…) pero eso no demuestra en sí mismo una reivindicación de superioridad racial (…) más bien refleja la opinión (…) de que entonces los británicos eran más capaces que los indios para llevar a cabo ciertas tareas (…) los británicos de los cuentos de Kipling rara vez exhiben alguna superioridad moral (…) quería reformar la India eliminando las cosas que no podía tragar, abusos como el matrimonio infantil, la suciedad y el peligro de vivir en los barrios bajos de las ciudades. Pero no quería que se impidiera a los indios que fueran indios, ni transformarlos en otra cosa”. Dicho de otro modo, que si trabajaban barato en los campos de algodón, podían continuar muriéndose lentamente de hambre a su antojo. Libremente, eso si. ¡A la velocidad y en el rincón que ellos mismos eligieran, eso sí, que el capitalismo lleva pareja la libertad!
El retrato de este Kipling “post-moderno”, tan transigente con la diversidad y respetuoso con la identidad, no es un estudio literario ni filológico, aunque algunos párrafos del libro contienen breves “guías de lectura” que insisten en la apuesta de Kipling por el imperio como paraguas de la diversidad. Se nos dice, por ejemplo, que el cuento “el hombre que pudo reinar” era “un aviso a los imperios de que les pueden echar abajo si vulneran en demasía las costumbres de los pueblos sometidos”, y “The Jungle Book” se interpreta como la defensa de la civilización superior de quienes obedecen la ley sobre quienes “viven sin ley”. ¡Doctores tiene la iglesia, estetas del discurso la globalización, aquí alivio y después gloria, pensé!
Lo que realmente me pareció acertado del libro fue la descripción del papel de Kipling como “profeta de la decadencia”. Se refiere a que se dedicó a “insistir ruidosamente en que la supervivencia dependía de que se aplicaran ciertas medidas políticas: el servicio militar obligatorio, la ampliación de las fuerzas armadas, la alianza con Francia contra Alemania, y la negativa a cualquier concesión a los nacionalistas indios e irlandeses”. La segunda mitad de la vida de Kipling coincidió con el comienzo de la decadencia imperial, “sincronía que explica la amargura de aquellas décadas como profeta al que nadie escuchaba”. Ese retrato de Kipling como “abuelo cascarrabias” me pareció mucho más verosímil que el del partidario del “imperio acogedor”: cuando regresó a Londres, Wilde triunfaba con “El retrato de Dorian Gray”, y todo aquel mundo “de cuellos altos de terciopelo y esteticismo petulante, de absenta y buhardillas parisinas”, le pareció frívolo y enojoso. A su alrededor solamente percibía socialistas, irlandeses y liberales, fantasmas unidos en una “profunda falta de interés por salvar el imperio”. Clamó contra el impuesto sobre el patrimonio contra el que Lloyd George quería financiar el gasto social y contra las sufragistas con el argumento de que la emancipación femenina acabaría con lo mejor de la mujer: su “delicadeza, su pureza, su buena educación”. Es la época en la que “entregó su corazón y a veces su mente a una larga lista de causas políticas: la soberanía inglesa en la India, la reforma de los imperios, la supervivencia de Francia, el servicio militar obligatorio, preservar el Ulster de la Irlanda autónoma, la protección de Inglaterra frente a los peligros que suponían los alemanes, el sindicalismo, las sufragistas, el libre-comercio y el partido liberal”.
Hay un episodio lamentable de la vida de Kipling que puede ejercer como “guinda” que permita interpretarle: cuando en 1914 su hijo de 17 años suspendió un examen físico para alistarse porque había heredado mala vista, la prioridad de Kipling fue obviar el diagnóstico para conseguirle un destino. ¿Cómo disculpar ese ejercicio tiránico de la autoridad paterna? Gilmour toma una carta que nos permite reconocer que el matrimonio Kipling nunca se hizo ilusiones sobre las opciones de supervivencia de su hijo, al tiempo que justifica que le entregaron en sacrificio porque “no podemos dejar que mueran los hijos de amigos y vecinos para salvarnos nosotros y a nuestro hijo. No hay posibilidad de que John sobreviva a menos que esté tan lisiado por una herida que quede inútil para el combate. Lo sabemos, y él también. Todos lo sabemos, pero todos debemos entregar y hacer lo que podamos, y vivir en la sombra de la esperanza de que nuestro hijo sea el único que se salve”. Aunque el chico duró algunas horas más de las que duraría yo en las trincheras francesas, el noble sacrificio de la familia Kipling en el altar del imperio se me antoja el método para conocer rápidamente al autor de “Si…”. Cada cual que piense lo que quiera
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