Una biografía con miles de cabezas rodando debería ser apasionante, sobre todo si pretende cuestionar el sambenito que compara a Robespierre con Pol Pot o, como hace Ruth Scurr en “Fatal Purity”, con “la convicción de los militantes islámicos”. No es el caso! La biografía de Maximlien escrita por Peter McPhee -tan escrupulosa que advierte de que “los muertos distinguidos son arcilla en manos de sus biógrafos”- no tiene la garra de su anterior ensayo, en el que incorporaba las últimas aportaciones científicas al relato de la Revolución Francesa. Sin embargo, la ausencia de estudios sin prejuicios hacía urgente una biografía basada exclusivamente en los escasos documentos privados que Robespierre nos dejó y los testimonios de quienes le trataron. Parece casi imposible reconstruir al personaje que permanece agazapado tras toda esa literatura fantasiosa de psiquiatras de salón capaces de diagnosticar -aprovechando su infancia triste junto a una familia desestructurada- una “sensibilidad patológica” (Max Gallo dixit) que le impediría establecer relaciones íntimas. Afortunadamente, la misma ausencia de pruebas concluyentes con las que acercarnos al “Robespierre persona” es la que nos permite desmentir todo ese abanico de fobias sobre el aspecto externo, la limpieza y el contacto físico que se le adjudican a costa de ignorar las muestras de confianza que le brindaron Danton, el matrimonio Desmoulins o Saint Just.
Tenemos algunos datos, eso sí, de su
formación. El Liceo Louis-le-Grand, influido por el debate sobre la
educación agitado por la expulsión de los jesuitas y la publicación
del “Emilio” (1762), introdujo en el curriculum algo de ciencias
naturales y matemáticas junto al latín o la lógica. Bossuet y Fenelon seguían
siendo la base de la reflexión teológica que se enseñaba, pero
también se impartía tanta historia antigua que, según el
catedrático de la Universidad de Melbourte que ha escrito esta
biografía, los alumnos estaban más familiarizados con la historia
romana que con la francesa más reciente. Camille Desmoulins recordaba
haber leído la descripción que hace Cicerón de la conspiración de
Catilina “con los ojos inundados de lágrimas”; y es que aquella
generación daba por sentado que el mundo clásico era un pozo de
sabiduría del que se podían extraer enseñanzas relevantes para el
presente. Las anécdotas del discurso en verso que, siendo
Robespierre alumno de esa institución prestigiosa, tuvo que leer a
los reyes tras la coronación en Reims, o la admiración por Rousseau
(“te vi en tus últimos días y ese recuerdo es para mí una fuente
de gozo orgulloso”) no me parecen tan importantes como los
biógrafos tradicionales han pontificado, ni tan sólo me parecen
anécdotas significativas. En cambio, sí que me parecen básicos,
para entender a Robespierre, esa formación clásica o el regreso a
su ciudad natal (1781) tras 12 años de ausencia, como abogado
elogiado cuyo talento demuestra McPhee con las estadísticas de sus
victorias judiciales: se otorga cierta fuerza simbólica a la defensa
de Vissery de Bois-Valé, un abogado que había instalado un
descomunal pararrayos que alarmaba a su vecinos, porque Robespierre
rellenó sus alegatos de apasionadas referencias al triunfo de la
ilustración sobre el oscurantismo. Del mismo modo, el discurso de
acogida en la Real Academia de Arrás, dedicado a los prejuicios que
extendían “la infamia de los delincuentes (…) sobre sus
parientes” ya revelaba el elogio de las virtudes ciudadanas: si en
los estados despóticos, escribía, la ley es la voluntad del
príncipe, en las repúblicas lo es la voluntad general. Y el
sometimiento de todos a esa ley obliga al ciudadano a que “no
perdone al culpable que más ame cuando el bienestar de la república
exige que se le castigue”. Ay! Algo en esa frase nos asusta, de
pronto: nos sentimos tentados de intuir en ella la semilla del
Terror, cuando aquel “abogado de pobres” nos está hablando más
de virtud ciudadana que de hacer rodar cabezas.
El caso es que sobre ese joven cayó, como sobre toda Francia, el entusiasmo que desencadenó la convocatoria de los Estados Generales. Una incipiente opinión pública, apasionada por la nueva verborrea de contratos sociales y voluntades generales, chocó con la vieja defensa aristocrática del privilegio, los gremios o la sacralidad de la realeza. Millares de panfletos alimentaron también la enfervorecida oratoria de Robespierre contra los privilegiados que, en Arrás, pretendían representar a la provincia. En 1788, en un panegírico por el fallecido presidente del Parlamento de Burdeos, Robespierre tomaba partido en la polémica, señalándoles como responsables de tanta indigencia “porque acumuláis toda la riqueza en vuestras codiciosas manos (...) Porque vuestro lujo devora en un sólo día el sustento de un millar de hombres”. Este ataque a los privilegios y la ociosidad de los nobles se produce mientras se elige a los representantes del territorio en los inminentes Estados Generales. Comenzaba 1789 y Robespierre se ocupaba de la defensa de un anciano campesino que en 1774 había sido encarcelado en virtud de una lettre de cachet (una real orden de detención) y al que en 1786 liberaron sin restituir sus derechos de propiedad. En sus alegatos, Robespierre se hacía eco del ambiente del reino y ponía al pueblo -”obligado, por la pobreza excesiva, a olvidar la dignidad del hombre y los principios de la moral”- en el centro de su atención.
Aunque encontraremos esa preocupación
por el pueblo durante toda su carrera, el abate Proyart decía que
todo aquello eran halagos para embaucar a sus votantes, quienes -en
cualquier caso- le eligieron. Encajaba en el perfil de los diputados
electos, sin duda, puesto que casi la mitad de los 646 eran abogados
que contaban con experiencia oratoria, bagaje administrativo y
talante opositor. Gente que intentó que la acción de la Asamblea
Nacional hiciera innecesaria la violencia campesina que venía
segando algo más que privilegios en sus asaltos a los castillos.
Gente que convirtió el período constituyente en el apasionante
parto de las reglas del juego de un nuevo sistema político, durante
el que Robespierre... ¡se mojó!
a) Mientras ardía la polémica entre el lobby colonial, el Club Massiac, y la Sociedad de Amigos de los Negros, Robespierre se mostró un radical partidario de la abolición. En mayo la Asamblea ratificaba la esclavitud pero convertía en ciudadanos iguales “a las personas de color nacidas de un padre y una madre libres”. Maximilien lamentó que la asamblea otorgara “sanción constitucional a la esclavitud en las colonias”. Su vehemente defensa de los derechos de los esclavos le valdría la acusación de ser sobrino del hombre que había atentado contra Luis XV: aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid y que Damiens, alumno también del Louis-le-Grand, procedía de una aldea próxima a Arras, se sugería que Robespierre, a sueldo de los ingleses, quería vengarle destruyendo las colonias.
b) El despropósito demuestra el
apasionamiento de la creciente prensa periódica. También
proliferaban imágenes y obras de teatro obscenas, lo que abrió el
debate sobre la restricción de la libertad de prensa. La alternativa
de Robespierre era emprender acciones legales contra los libelos
porque las libertades de prensa y expresión “son tan sagradas
como la naturaleza”. Hasta la prensa realista le reconoció
integridad por eso: en el Ami du Roi, el abate Toyou (5/1791)
escribía que “debemos hacer justicia al señor Robespierre (…)
Ningún interés secreto, ningún espíritu partidista, ninguna
consideración individual ha sido capaz de sacudir o debilitar su
celo por (…) el bien público (…) Antepone sus principios a sus
intereses”.
c) Consciente de que, pese al alcance
de su labor, la Asamblea Constituyente decepcionaba a la base
popular de la revolución matizando la abolición del feudalismo,
excluyendo del voto a los “ciudadanos pasivos”, implantando el
liberalismo económico y exigiendo juramentos al clero, Robespierre
defendió que los miembros de la asamblea nacional no pudieran ser
reelegidos para su sucesora, la asamblea legislativa. Evitaba así
la profesionalización de la política, el secuestro de los cargos
en manos de unos pocos. La Asamblea Constituyente debía suponer una
renovación.
Este Robespierre profundamente demócrata, coherente en la defensa del ideal, ha sido siempre intencionadamente escondido. Hasta 1791 fue un diputado resoluto y competente. No ha ocupado cargo de poder ninguno todavía. Cuando lo haga, en el próximo post, apenas formará parte unos meses del gobierno de la Convención, en los tiempos más adversos, cuando la revolución soñada esté acosada en mil frentes. Robespierre dará pues la cara cuando las circunstancias más lo exijan, y más peligroso sea dar un paso adelante. Incluso entonces, veremos que apenas propuso medidas concretas que resultaran aceptadas. Sin embargo, sus detractores han conseguido que le tengamos por la página más siniestra y cruel de la revolución, escondiéndonos al abogado competente, al orador apasionado y al diputado consecuente. Sólo el advenimiento del fascismo abrió un breve paréntesis en su consideración, porque obligó a los franceses más comprometidos a buscar en la trastienda de la Historia el compromiso ejemplar que necesitaban para proteger la democracia de tan arrolladora amenaza. Fue entonces cuando Albert Mathiez y Georges Lefebvre le ven encarnar los principios de 1789 y se fijan en su defensa heroica de la república frente a la Europa reaccionaria. Ya en 1920 Mathiez pronunció una conferencia definiéndole como “el rostro más noble, más generoso y más sincero de la revolución francesa” y nos advertía de la inmensa popularidad que se le reconocía en vida. Testigo de las trincheras, Mathiez denunciaba el aburguesamiento de la república, parejo al elogio de quienes “durante la revolución fueron el equívoco, la debilidad, los negocios o la traición”. Insinuaba que para salvar a Francia de la mediocridad de la postguerra, había que aplicarle el “elixir Robespierre”.
Años después, cuando Lefebvre, el profesor en la Sorbona, prologue una recopilación de artículos de Mathiez (1958) con motivo del bicentenario del nacimiento de Robespierre, dirá que el discurso del 25-9-1793 acusando de falta de determinación y virtud a la cúpula militar le emocionaba, quizá porque -tras la “extraña derrota”, que diría Marc Bloch- un hermano del historiador, Theodor, miembro de la resistencia y profesor de geografía, había sido decapitado por los nazis durante la ocupación. Lefebvre le tenía por “el primero que defendió la democracia y el sufragio universal, (…) el amante de la paz (…) impulsado por las circunstancias a realizar unos actos que en condiciones normales le hubieran repugnado”. En un estudio clásico (1941) sobre el Comité de Salvación Pública, R. R, Palmer definió a Maximilien como “uno de la media docena de profetas relevantes de la democracia”. Ya en aquella época su reivindicación era peligrosa: cuando se descubrió en Arrás en 1923 una placa conmemorativa en la casa donde vivió con su hermana Charlotte entre 1787 y 1789, alguien la hizo desaparecer. Y cuando el ayuntamiento recibió a la delegación parisina con la que Georges Lefebvre acompañaba un busto, su inauguración tuvo que realizarse en el interior del ayuntamiento, lejos de los disturbios que se producían en el exterior. Según McPhee, aquel busto sigue hoy bajo llave. Y ya viene siendo hora de que Robespierre sea reconocido en toda su dimensión, hoy que la democracia está en peligro y tanto nos urgen su ejemplo y su oratoria. Hoy que la democracia está amenazada por fuerzas tan siniestras como entonces, necesitamos aplicarle al sistema, cuanto antes, el elixir Robespierre.
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