En tanto se crió en la corte de los Borbones y asumió la herencia de los Austrias, Felipe V sumó dos modelos de majestad muy distintos, que diferían tanto en la forma de gobernar, como en su relación con la nobleza, ya que -mientras en Madrid la aristocracia venía interviniendo en la práctica política- en Versalles había visto recortadas sus aspiraciones. Su advenimiento transformó la identidad de la monarquía para adaptarla a los nuevos valores sociales, pero sin implementar el modelo francés ni inspirarse en el modelo heredado. Paul Hazard ya advirtió de las nuevas actitudes sobre la identidad personal y el comportamiento nobiliario en sociedad que -en el cambio de siglo- percibimos en Samuel Richardson y Giacomo Casanova, por lo que respecta al lenguaje de las emociones. Las esferas de lo público y lo privado cambiaron sus fronteras, y los monarcas modificaron su relación con los nobles mediante nuevas etiquetas palatinas y nuevos sistemas de representación. Atendiendo a ese contexto, y sirviéndose de los instrumentos interpretativos nacidos a la sombra de los recientes estudios sobre la corte, Pablo Vázquez Gestal nos ofrece otra visión de Felipe V que, si bien no difiere en exceso de lo que se nos había explicado, matiza con acierto los ángulos más oscuros del personaje hasta darle una verosimilitud que hasta ahora -sometido al simbolismo que unas y otras visiones historiográficas le asignaban- costaba encontrarle.
Agustín González Enciso (Felipe V, la renovación de España. Sociedad y economía en el reinado del primer Borbón, 2003) demostró que nuestra visión del reinado de Felipe V ha estado muy condicionado por maniqueísmos epistemológicos. La sublimación de una “ilustración española” bajo Carlos III descuidó el estudio de la primera mitad del siglo, y una visión tecnocrática del advenimiento borbónico llegó a definirle como “inventor de la España moderna”, un retrato tan anacrónico como la imagen contraria, mítica también, del rey versallesco integrado en el ambiente cortesano de su abuelo. El pipiolo, según Yves Bottineau, había sido formado por el arzobispo de Cambray, François Fénelon, más bien alejado de las exigencias cortesanas: parece ser que, además del intenso ejercicio físico que debía desarrollar el carácter militar de la identidad regia, y de los preceptores especializados (latín, geografía, historia antigua, arte, fortificaciones, anatomía...), a los enfants se les instruyó en una intensa formación religiosa que eludía las demostraciones aparatosas de piedad barroca para abrazar un modelo más sencillo e interiorizado. Poco más, porque -alojados lejos del centro ritual que constituía el grand appartament du roi, en definitiva “espacialmente marginados”-, el Duque de Anjou y sus hermanos apenas participaron en los actos cotidianos que conformaban el sistema de representación de la monarquía francesa. Sin embargo, prevalece la visión de Felipe V como alumno avezado en Versalles, que nos hizo confundir la potestad absoluta del rey con el ejercicio arbitrario del poder y olvidar que los tratadistas contemporáneos recordaban los compromisos a los que estaba sujeta la majestad y el riesgo a perder la propia soberanía que suponía infringirlos. Aquel discurso gustaba a los nobles, quienes -aunque necesitaban de la monarquía para justificar su posición privilegiada en la sociedad estamental- eran conscientes de que, sin su concurso, el rey no podía desarrollar ninguna acción política. Cuando el Duque de Anjou llegó a España, aquella rancia nobleza esperaba mantener el protagonismo político y que el joven rey les distinguiera su fidelidad... Luis XIV, advertido de la tradicional influencia lograda por los Grandes gracias a sus empleos palatinos, construyó para su nieto un entorno de confianza que, de hecho, permitía controlarle. Así fue como, accediendo a la real pareja con la libertad que le permitía su servicio íntimo, la Princesa de los Ursinos pudo mantener la acción política bajo el control del Rey Sol y al nietísimo alejado de las facciones más castizas. Su nombramiento, según el Marqués de San Felipe, molestó doblemente a los Grandes: porque les privaba de una merced que creían que les correspondía y porque se les negaba la posibilidad de controlar el espacio íntimo del rey.
En el cuadro de Van Loo, la familia real se presenta en una inédita intimidad |
Para ningún rey era prudente desatender las ambiciones políticas de las élites; pero para la nueva dinastía, que no podía legitimarse con el pasado, urgía complacer las expectativas nobiliarias. El problema residía en que confirmarles en los cargos implicaba cederles el acceso al rey. Finalmente se intentó integrarles mediante oficios pero reservando a la facción francesa los que significaban mayor trato con el monarca. Cuando los nobles percibieron que -pese a conservar sus antiguos empleos- en la práctica habían perdido los réditos políticos que llevaban aparejados, mostraron su desencanto con airados aspavientos contra lo que consideraban violaciones de la etiqueta. Pablo Vázquez Gestal destaca con ingenio y acierto una anécdota que traduce esa actitud: en agosto de 1705, con ocasión de un Te Deum en la capilla del palacio, los Grandes dieron plantón al monarca. El incidente, conocido como “el caso del banquillo”, estalló cuando el rey permitió a un advenedizo extranjero recientemente ennoblecido sentarse justo detrás de él en un asiento dispuesto entre el monarca y el banco donde iban a acomodarse los miembros de la Grandeza. Ofendidos hasta el paroxismo, los nobles decidieron ausentarse, incluso espetaron al presidente del Consejo de Castilla que “podía preparar castillos donde enviarles, que ellos irían más gustosos que a la capilla”. Como escribió el marques de San Felipe mientras los campos de batalla ensangrentaban Europa por la sucesión de España, “también tenía la corte su guerra”.
Rigaud pintó al Duque de Anjou "a la española" |
La fragilidad del equilibrio entre el rey y los nobles obligó a legitimar la nueva dinastía buscando un intenso grado de interacción con sus nuevos súbditos: el ritmo industrial de festejos, recepciones y entradas reales no se relajó tras la instalación del nuevo soberano en Madrid, sino que se incrementó para posibilitar que todos los súbditos le conocieran directamente. Aquello constituía una ruptura con la tradicional invisibilidad de los reyes españoles, siempre ocultos y reservados, apenas accesibles a los Grandes. El problema fue que el rey mostró, a los pocos meses de tomar posesión de sus reinos, una profunda incapacidad para sostener ese ritmo agotador de actos públicos. Cuando su tour de presentación le llevó a Italia, sus indisposiciones, sobre cuya naturaleza tanto se ha especulado, se volvieron frecuentes. Vázquez Gestal no se corta con lo que la historiografía ha llamado eufemísticamente “melancolía” y William Coxe llamó hipocondría en 1813: acude a la primera edición del diccionario de la Real Academia de la Lengua para recoger que lo que se conocían como “vapeurs” eran una “sugestión que perturba y oscurece la razón”. La locura del rey constituía un problema muy grave, puesto que -cuando el rey buscaba el aislamiento y la soledad- el gobierno y la representación de la majestad se interrumpían. Eran estados transitorios, que combinaron con una temeraria actuación en los campos de batalla de Italia. Pero la contradicción entre el rey loco y su “cara b”, tan animoso”, demuestra el rechazo tácito que sentía al ejemplo mayestático de su abuelo. Eligiera soledad o batalla, el caso es que Felipe V procuraba que las obligaciones no dominaran su vida, que no estaba dispuesto a pagar el precio que imponía su oficio, la supeditación de su vida personal a su identidad pública. Y que la reclusión, fuera por vapores o por buscar intimidad, planteaba un problema político: que la corte dejaba de ser el escenario de promoción nobiliaria.
La cosa se agravó cuando el rey violó la tradicional etiqueta que separaba a las parejas regias en sus respectivos aposentos y dejó de usar los suyos para dormir con Isabel de Farnesio. Al refugiarse en el afecto de su esposa el rey dejaba varios cargos sin función: no era posible estrechar la relación con un rey que nunca se encontraba en su cámara, y que exclusivamente derramaba su gracia sobre la nobleza de servicio destinada en la cámara de la reina, que le trataba con más frecuencia. Cuando Saint Simon explica cómo compartían rutina (dormían, cazaban, rezaban y despachaban juntos) está haciéndose eco de lo que los nobles consideraban un “secuestro” de la gracia regia. Ese fue el inicio de la campaña contra la reina que nos ha legado su fama de intrigante. En realidad, el ascenso de una facción italiana en la corte se debió a la pérdida de Nápoles y Sicilia, que llenó Madrid de refugiados, mucho antes de la llegada de la Farnesio. Lo que ocurrió fue que el segundo matrimonio del rey coincidió con el desmantelamiento de la facción francesa tras la muerte del Rey Sol y la consecuente minoría de Luis XV. El vacío francés permitió a nueva reina solucionar los problemas planteados por el estado del rey; no le quedó más remedio que aumentar su papel público como consorte monopolizandole. Las consortes siempre habían tenido cierto poder informal, gracias a su consustancial cercanía al rey, para influir en la toma de decisiones políticas y la distribución de la gracia. Pero Isabel fue más allá: al acompañar siempre a su esposo en cacerías, ceremonias y rezos, impedía la interposición de otros cortesanos. Y al compartir cámara, estaba presente cuando se despachaban asuntos sobre los que podía pronunciar su influyente opinión. Ese monopolio del rey (y de la acción política) nos permite considerarla responsable de una nueva representación de la majestad que participaba de la “revolución emocional” de su tiempo, tanto como de una nueva concepción de la religión.
El modelo de representación anterior: "Carlos II adorando la sagrada forma", de Claudio Coello |
Las monarquías sacralizaban su identidad mediante ritos, tal y como los Austrias habían ostentado con maestría. Sin embargo, a principios del siglo XVIII, -según Paul Hazard- se desarrollaban nuevas corrientes espirituales que no corrigieron los dogmas pero sí su expresión. También Felipe V e Isabel de Farnesio demostraron nuevas formas de piedad. Nada más levantarse y postrados en la cama, se ocupaban de la oración y la lectura en común: a solas, en la intimidad, autónoma y personalizadamente, sin intermediación eclesiástica. Isabel rechazó visitar conventos, actividad ligada tradicionalmente al patrocinio religioso de las mujeres durante la dinastía anterior. Se mantuvo alejada de espacios de devoción púbicos, evitó gestos que mostraran vehemencia espiritual. Por su parte, el rey, obsesionado por la salvación de su alma, firmó con ella un documento (1720) comprometiéndose a renunciar conjuntamente a la majestad y a retirarse a una vida de modesta oración y piedad. Lo hicieron con sus nombres de pila, no con sus títulos, lo que demuestra que su identidad privada de creyente era mucho más importante para ellos que su posición pública de soberano. La privacidad del documento, atestiguada por la ignorancia que se tuvo de él, demuestra cómo creían que debían vivir su relación con Dios: en privado, de acuerdo con su conciencia como creyente, y no con las obligaciones públicas impuestas por su condición. Deseo de intimidad y piedad tranquila son los parámetros que se advierten también en La Granja, un palacio cuya capilla omnipresente demuestra la intención de la pareja real de poseer un espacio exento de las obligaciones cortesanas donde, con singular modestia, con poco personal, sin símbolos en la fachada ni adornos mayestáticos que hicieran sospechar el antiguo estatus de quien había de vivir en él, permitiera al matrimonio consagrarse a la oración.
Siempre he lanzado lanzado sospechas sobre la abdicación de 1724. Henry Kamen no me convenció de que, lejos de las ambiciones por volver a París, había que creer en los motivos religiosos explicitados por el acta de abdicación. El libro de Pablo Vázquez Gestal confirma -mediante el análisis documental, el contexto intelectual y el análisis de La Granja- el peso del argumento religioso. Pero considero mucho más importante la defensa que hace del anecdotario cortesano. Lo que nosotros vemos como trasnochadas ambiciones y patéticos antojos de carcamales engominados constituyen en realidad una pista importante para leer las claves de un tiempo histórico. Aquellos personajes se jugaban la vida en la corte, y así lo demuestra una anécdota que “Una nueva majestad” recoge de Saint Simon: parecer ser que el Cardenal Alberoni llegó a las manos con el mayordomo mayor del rey, el marqués de Villena, al tratar de evitar que accediera a la habitación donde Felipe V convalecía muy enfermo: en tanto que, desprovisto de cualquier cargo institucional, su poder político se basaba en la gracia real, Alberoni debía intentar monopolizar la intimidad con el rey, por lo que le ordenó salir. Entonces, “el marqués contestó con viveza y en términos descompuestos, y al oírlos el cardenal le asió por los hombros para hacerle salir, empujándole contra un taburete, sobre el que cayó sentado. El Marqués, entonces perdido ya todo el dominio sobre sí, levantó su bastón, pegando con él cuanto pudo al cardenal y dirigiéndole insultos que no se perdonan”. El singular episodio muestra el celo con que los nobles defendían sus privilegios, y el conflicto desatado entre oficiales cortesanos y favoritos regios por ganar la gracia regia. El mérito de Vázquez Gestal -pese a descuidar, a mi entender, la relación entre el regalismo y la tensión jansenista que Versalles vivió antes de la marcha del de Anjou, que quizá debieran compararse con el “caso Macanaz” y la postura vaticana ante el conflicto dinástico- es demostrar que aquellas anécdotas son mucho más que cotilleo de salón. "Una nueva majestad" es un libro importante, altamente recomendable.
1 comentario:
Ai, reis, reinetes, prínceps, prínceps consorts infants...No és més que tafaneria per a "marujonas". Encara que sigui tafaneria del passat és tafaneria, reality show per a badocs, això no és Història!.
Oriol
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